INSTRUCCIÓN PASTORAL
La libertad política se nutre del
orden moral II Orden moral y ley civil La libertad política se nutre del orden moral. 22. Nuestro pueblo ha mostrado una gran madurez en los momentos delicados de la transición política y en los años posteriores de convivencia democrática. El esfuerzo realizado para obtener y respetar un consenso sobre las líneas fundamentales de la organización política del Estado y sobre los usos sociales ha dado unos resultados ciertamente positivos. 23. No obstante, también es cierto que el renovado aprecio por la libertad y el pacto libre como medio de autogobierno y de canali-zación del pluralismo social, no se ha dado sin ciertas desviaciones, por lo demás, no exclusivas de nuestro país. El Papa Juan Pablo II ha llamado la atención sobre una manera errada, o "perversa", de concebir la libertad, que no es difícil de encontrar entre nosotros: esa "libertad" que no tiene como punto de referencia "la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho"20 . 24. Resulta, por eso, frecuente que se tienda a confundir la libertad de los ciudadanos y de sus representantes políticos para votar en un sentido u otro y para llegar a acuerdos constructivos, con la libertad de decidir cualquier cosa, independientemente de la moralidad de lo decidido. De este modo se llega a pensar que el pueblo soberano es capaz de "darse a sí mismo" legítimamente las normas según las que desea orientar y regular su vida en cada momento, sean cuales fueran los contenidos de las mismas. Es verdad que las instituciones del Estado democrático, a través de las cuales se expresa la soberanía popular, son las únicas legitimadas para establecer las normas jurídicas de la convivencia social. Pero no es menos cierto que "no puede aceptarse la doctrina de quienes afirman que la voluntad de cada individuo o de ciertos grupos es la fuente primaria y única de donde brotan los derechos y deberes del ciudadano"21 . 25. Esta concepción, ligada al positivismo jurídico más descarnado, resulta especialmente desorientadora para un pueblo como el nuestro que, por determinadas circunstancias históricas, ha estado habituado a pensar que lo establecido y autorizado por la ley civil o positiva se identifica, sin más, con lo realmente moral 22 . Contradicciones y riesgos de la mera decisión de individuos o mayorías como criterio supremo de legitimidad. 26. A nadie se le escapan las contradicciones y los peligros que esta mentalidad encierra. Si el criterio último y único de decisión fuera la capacidad autónoma de elección de los individuos o de los grupos ¿qué impediría que se llegara a decidir, según ese criterio, elimi-nar el mismo respeto a la libertad y a las conciencias? ¿No demuestra la historia que algunos sistemas totalitarios de nuestro siglo se han puesto en marcha sobre la base de decisiones avaladas por los votos? Si realmente todo fuera pactable, ¿por qué no lo iba a ser tam-bién -como por desgracia está sucediendo con lacerante "normalidad"-la vulneración de los derechos fundamentales de los hombres? Por otro lado, si se eleva a principio supremo y absoluto el respeto a las opciones de los individuos ¿con qué autoridad se podrá pedir a los ciudadanos que obedezcan unas leyes que eventualmente estén en contradicción con sus propias opciones y opiniones? Y ¿cómo se puede llegar a exigir a los políticos, en virtud de ese mismo principio, que abdiquen precisamente de sus convicciones morales personales o las releguen al ámbito de su vida privada, para someterse a las decisiones mayoritarias?23 La autoridad civil se basa en la verdad del hombre que descubre la razón. 27. El que una ley haya sido establecida por mayoría o incluso por consenso, no basta para legitimarla. La Iglesia ha defendido siempre que la autoridad necesaria para legislar y gobernar procede más bien de su ejercicio según la recta razón. Porque, como acabamos de recordar, la libertad individual y colectiva no florece más que referida a la razón que descubre la verdad del hombre. Ésta supone, ante todo, que el fundamento de la convivencia humana bien ordenada es el principio de que todo hombre es persona y, por tanto, sujeto de derechos y deberes que se derivan inmediatamente de su propia naturaleza 24 . La revelación cristiana ha hecho definitivamente de la persona y su verdad la fuente y fin inmediatos del orden social, más allá de la mera convención social. 28. Por tanto, la ley civil, igual que la autoridad que la promulga, no pueden pretender dictar normas que excedan la propia competencia 25. No es competencia suya establecer los derechos y deberes fundamentales de los ciudadanos, que dimanan directamente de su naturaleza humana; es obvio que tampoco está autorizada vulnerarlos. Su misión es, por un lado, "reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; y, por otro, facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes"26. La bondad o la maldad de las acciones humanas es anterior a lo establecido por la ley, por la mayoría o el consenso; depende del acuerdo o desacuerdo del objeto en cuestión con la verdad del hombre. La ley civil tiene, pues, como fin la consecución del bien común garantizando el orden de la convivencia social. Para lo cual, el legislador ha de atenerse al orden moral, tan inviolable como la misma dignidad humana, a la que sirven las leyes 27. Las leyes contrarias a los derechos fundamentales del hombre no pueden obligar. 29. La ley civil, en cuanto sea acorde con el orden moral y, por tanto, con la verdad del hombre, no violenta la libertad del ciudadano que es requerido a obedecerla. Al contrario, quien la respeta y obedece, reconociéndose obligado a ello en conciencia, actúa de acuerdo con su dignidad y ejercita verdaderamente su libertad 28. Es cierto que hoy no faltan motivos para el retraimiento y aun para la desconfianza frente a la vida pública. Pero precisamente por ello la Iglesia fortalece la convivencia social y sirve al bien común cuando recuerda a sus fieles y a todos los hombres que las leyes justas, aunque puedan y aun deban perfeccionarse, obligan en conciencia. 30. En cambio, una ley civil que, rebasando los límites de su competencia, contradiga la verdad del hombre, no reconociendo sus derechos fundamentales o incluso atropellándolos, carece de fuerza obligatoria y no sólo no debe ser obedecida, sino que, no teniendo propiamente el carácter de ley, crea la obligación de conciencia de resistirse a ella 29. 31. No estamos diciendo con esto que la ley civil tenga que coincidir siempre exactamente con la ley moral. Dada su finalidad específica, de ser un medio al servicio de la consecución del bien común, "la ley civil deberá tolerar a veces, en aras del orden público, lo que no puede prohibir sin ocasionar daños más graves. Sin embargo, los derechos inalienables de la persona deben ser reconocidos y respetados por parte de la sociedad civil y de la autoridad pública." Por eso "cuando el Estado no pone su poder al servicio de los derechos de todo ciudadano, y particularmente de quien es más débil, se quebrantan los fundamentos mismos del Estado de derecho"30. 32. Al remitir al orden moral la legitimidad básica de la autoridad y de la ley civil, la Iglesia no pretende en modo alguno debilitar la autoridad civil, sino que, por el contrario, quiere contribuir a consolidarla. Un elemento central de su doctrina social ha sido siempre el subrayar la obediencia que se le ha de prestar, en conciencia, a la autoridad legítimamente establecida. Siguiendo a San Pablo (cfr Rom 13, 1-6), el Papa León XIII insistía en el origen divino de toda autoridad, igual que lo había hecho bellamente San Juan Crisóstomo: "¿Qué dices? ¿Acaso todo gobernante ha sido establecido por Dios? No digo esto -añade-, no hablo de cada uno de los que mandan, sino de la autoridad misma. Porque el que existan autoridades, y haya gobernantes y súbditos, y todo suceda sin obedecer a un azar completamente fortuito, digo que es obra de la divina sabiduría"31 . En último término, los cristianos obedecemos a la autoridad civil porque sabemos que ella forma parte del plan de Dios al crear al hombre como ser social. 33. Cuando se advierte que "no hay diferencia alguna entre ser el dueño del mundo o el último de los `miserables de la tierra", por cuanto "ante las normas morales que prohiben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie"32, no se trata, evidentemente, de poner en duda el principio de autoridad. Al contrario, se pretende recordar que el orden moral es la fuente de legitimidad que capacita a la autoridad para estar realmente al servicio de la justicia y de la verdadera democracia; y también, que el respeto por parte de todos, sin exclusión ni diferencia alguna, de los principios inmutables y básicos de la moralidad es condición indispensable y garantía firme de la convivencia en la justicia y la paz. 20 Enc. Evangelium vitae, 18-20, 19, 4. 21 JUAN XXIII, Enc. Pacem in terris (11-IV-1963), 78. 22 Cfr Instr. La verdad os hará libres, 34. 23 Cfr JUAN PABLO II, Enc. Evangelium vitae, 68-69. 24 Cfr JUAN XXIII, Enc. Pacem in terris, 9 y 47. 25 Cfr CONCILIO VATICANO II, Const. Gaudium es spes, 74 y CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr. Donum vitae, 101. 26 JUAN XXIII, Enc. Pacem in terris, 60. 27 JUAN XXIII, Enc. Pacem in terris, 85; CONCILIO VATICANO II, Const. Gaudium et spes, 74 y JUAN PABLO II, Evangelium vitae, 71. 28 JUAN XXIII, Enc. Pacem in terris, 50 y CONCILIO VATICANO II, Const. Gaudium et spes, 74. 29 Cfr JUAN PABLO II, Enc. Evangelium vitae, 71, en donde recoge la doctrina de JUAN XXIII, Enc. Pacem in terris, 61. Cfr también CONCILIO VATICANO II, Const. Gaudium et spes 74 y Sto. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2m. 30 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr. Donum vitae, 101 y 103. 31 In epist. ad Rom, cap. 13, 1-2 hom. 23. Citado, como el pasaje correspondiente de León XIII, por JUAN XXIII, Enc. Pacem in terris, 46. 32 JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, 96.
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