Visita del Papa a
Alemania: Vísperas Marianas.
El Papa recuerda cómo la devoción a la Virgen ayudó a los alemanes durante el periodo nazi y la dominación comunista
Visita del
Papa a Alemania: VÍSPERAS MARIANAS
PALABRAS
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Santuario
de Etzelsbach
Viernes 23
de septiembre de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Saludo de todo corazón a todos los que habéis venido aquí, a
Etzelsbach, para esta hora de oración. He oído
hablar tanto de Eichsfeld
desde mi juventud, que he pensado: alguna vez debo verlo y rezar
con vosotros. Doy las gracias cordialmente al Obispo Wanke, que
ya durante el vuelo me ha presentado vuestra región, así como a
vuestro portavoz y representantes, que me han ofrecido dones
simbólicos de vuestra tierra, a la vez que me han dado al menos
una idea de la variedad de esta región.
Así,
pues, me siento muy feliz de que se haya cumplido mi deseo de
visitar Eichsfeld y de dar gracias con vosotros a la Virgen
María en Etzelsbach. “Aquí en el querido valle tranquilo” –dice
un canto de los peregrinos– y “bajo los viejos tilos”, María nos
da seguridad y nuevas fuerzas. En dos dictaduras impías que han
tratado de arrancar a los hombres su fe tradicional, las gentes
de Eichsfeld estaban convencidas de encontrar aquí, en el
santuario de Etzelsbach, una puerta abierta y un lugar de paz
interior. Queremos continuar la amistad especial con María,
amistad que se ha acrecentado con todo esto, y la queremos
continuar, también con esta celebración de las Vísperas marianas
de hoy.
Cuando los cristianos se dirigen a María en todos los tiempos y
lugares, se dejan guiar por la certeza espontánea de que Jesús
no puede rechazar las peticiones que le presenta su Madre; y se
apoyan en la confianza inquebrantable de que María es también
Madre nuestra; una Madre que ha experimentado el sufrimiento más
grande de todos, que se da cuenta de todas nuestras dificultades
y piensa de modo materno cómo superarlas. Cuántas personas han
ido en el transcurso de los siglos en peregrinación a María para
encontrar ante la imagen de la Dolorosa, como aquí en
Etzelsbach, consuelo y alivio.
Contemplemos su imagen. Una
mujer de mediana
edad, con los parpados hinchados de tanto llorar, y al mismo
tiempo una mirada absorta, fija en la lejanía, como si estuviese
meditando en su corazón sobre todo lo que había sucedido. Sobre
su regazo reposa el cuerpo exánime del Hijo; Ella lo aprieta
delicadamente y con amor, como un don precioso. Sobre el cuerpo
desnudo del Hijo vemos los signos de la crucifixión. El brazo
izquierdo del Crucificado cae verticalmente hacia abajo. Quizás,
esta escultura de la Piedad, como a menudo era costumbre, estaba
originalmente colocada sobre un altar. Así, el Crucificado
señala con su brazo derecho a lo que sucede sobre el altar,
donde el santo sacrificio que llevó a cabo se actualiza en la
Eucaristía.
Una
particularidad de la imagen milagrosa de Etzelsbach es la
posición del Crucificado. En la mayor parte de las
representaciones de la Piedad, el cuerpo sin vida de Jesús yace
con la cabeza vuelta hacia la izquierda. De esta
forma, el que lo
contempla puede ver su herida del costado. Aquí en Etzelsbach,
en cambio, la herida del costado está escondida, ya que el
cadáver está orientado hacia el otro lado. Creo que dicha
representación encierra un profundo significado, que se revela
solamente en una atenta contemplación: en la imagen milagrosa de
Etzelbach, los corazones de Jesús y de su Madre se dirigen uno
al otro; los corazones se acercan. Se intercambian
recíprocamente su amor. Sabemos que el corazón es también el
órgano de la sensibilidad más profunda para el otro, así como de
la íntima compasión. En el corazón de María encuentra cabida el
amor que su divino Hijo quiere ofrecer al mundo.
La
devoción mariana se concentra en la contemplación de la relación
entre la Madre y su divino Hijo. Los fieles, en la oración, en
las pruebas, en la gratitud y en la alegría, han encontrado
siempre nuevos aspectos y títulos que nos pueden abrir a este
misterio como, por ejemplo, la imagen del Corazón Inmaculado de
María, símbolo de la unidad profunda y sin reservas con Cristo
en el amor. No es la autorrealización, el querer poseer y
construirse a sí mismo, la que lleva a la persona a su verdadero
desarrollo, un aspecto que hoy se propone como modelo de la vida
moderna, pero que fácilmente se convertirse en una forma de
egoísmo refinado. Es más bien la actitud del don de sí, la
renuncia a sí mismo, lo que orienta hacia el corazón de María, y
con ello hacia el corazón de Cristo, así como hacia el prójimo;
y sólo en este modo hace que nos encontremos con nosotros
mismos.
“A
los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha
llamado conforme a su designio” (Rm 8, 28): lo acabamos de
escuchar en la lectura tomada de la Carta a los Romanos. En
María, Dios ha hecho confluir todo el bien y, por medio de Ella,
no cesa de difundirlo ulteriormente en el mundo. Desde la Cruz,
desde el trono de la gracia y la redención, Jesús ha entregado a
los hombres como Madre a María, su propia Madre. En el momento
de su sacrificio por la humanidad, Él constituye en cierto modo
a María, mediadora del flujo de gracia que brota de la Cruz.
Bajo la Cruz, María se hace compañera y protectora de los
hombres en el camino de su vida. “Con su amor de Madre cuida de
los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y viven entre
angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz” (Lumen
gentium, 62), como ha dicho el Concilio Vaticano II. Sí, en la
vida pasamos por vicisitudes alternas, pero María intercede por
nosotros ante su Hijo y nos ayuda a encontrar la fuerza del amor
divino del Hijo y de abrirnos a él.
Nuestra confianza en la intercesión eficaz de la Madre de Dios y
nuestra gratitud por la ayuda que experimentamos continuamente
llevan consigo de algún modo el impulso a dirigir la reflexión
más allá de las necesidades del momento. ¿Qué quiere decirnos
verdaderamente María cuando nos salva de un peligro? Quiere
ayudarnos a comprender la amplitud y profundidad de nuestra
vocación cristiana. Quiere hacernos comprender con maternal
delicadeza que toda nuestra vida debe ser una respuesta al amor
rico en misericordia de nuestro Dios. Como si nos dijera:
Entiende que Dios, que es la fuente de todo bien y no quiere
otra cosa que tu verdadera felicidad, tiene el derecho de
exigirte una vida que se abandone totalmente y con alegría a su
voluntad, y se esfuerce en que los otros hagan lo mismo. “Donde
está Dios, allí hay futuro”. En efecto: donde dejamos que el
amor de Dios actúe totalmente sobre nuestra vida y en nuestra
vida, allí se abre el cielo. Allí, es posible plasmar el
presente, de modo que se ajuste cada vez más a la Buena Noticia
de nuestro Señor Jesucristo. Allí, las pequeñas cosas de la vida
cotidiana alcanzan su sentido y los grandes problemas encuentran
su solución.
Con
esta certeza imploramos a María, con esta certeza creemos en
Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios. Amén.