¿Qué debería cambiar en la Iglesia? Usted y yo, en primer lugar
Dircurso del Papa en Friburgo: ¿Debería cambiar la Iglesia para llegar a más personas? (25 de septiembre de 2011)
Antes de
partir de vuelta a Roma, el Papa se reunió con representantes de
asociaciones católicas que trabajan en la Iglesia y en la
sociedad. Ante ellos, reflexionó sobre qué debería cambiar la
Iglesia para llegar a más personas.
DISCURSO
COMPLETO:
Queridos
hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
Ilustres
señoras y señores
Me
alegra tener este encuentro con ustedes, que están comprometidos
de muchas maneras con la Iglesia y la sociedad. Esto me ofrece
una ocasión de agradecerles personalmente y de todo corazón su
servicio y testimonio como "valerosos pregoneros de la fe y de
las cosas que esperamos" (Lumen gentium, 35). En sus ambientes
de
trabajo, en el momento
actual, no siempre es fácil defender con entusiasmo la causa de
la fe y de la Iglesia.
Desde hace decenios, asistimos a una disminución de la práctica
religiosa, constatamos un creciente distanciamiento de una
notable parte de los bautizados de la vida de la Iglesia. Surge,
pues, la pregunta: ¿Acaso no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe,
tal vez, adaptarse al tiempo presente en sus oficios y
estructuras, para llegar a las personas de hoy que se encuentran
en búsqueda o en duda?
A la
beata
Madre Teresa le
preguntaron una vez cuál sería, según ella, lo primero que se
debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue: usted y yo.
Este
pequeño episodio pone de relieve dos cosas: por un lado, la
Religiosa quiere decir a su interlocutor que la Iglesia no son
sólo los demás, la jerarquía, el Papa y los obispos; la Iglesia
somos todos nosotros, los bautizados. Por otro lado, parte del
presupuesto de que efectivamente hay motivo para un cambio, de
que existe esa necesidad. Cada cristiano y la
comunidad de los
creyentes están llamados a una conversión continua.
¿Cómo se debe configurar concretamente este cambio? ¿Se trata
tal vez de una renovación como la que realiza, por ejemplo, un
propietario mediante una restructuración o la
pintura de su
edificio? ¿O acaso se trata de una corrección, para retomar el
rumbo y recorrer de modo más directo y expeditivo un camino?
Ciertamente, estos y otros aspectos tienen importancia. Pero por
lo que respecta a la Iglesia, el motivo fundamental del cambio
es la misión apostólica de los discípulos y de la Iglesia misma.
En
efecto, la Iglesia debe verificar constantemente su fidelidad a
esta misión. Los tres Evangelios sinópticos enfocan distintos
aspectos del envío a la misión: ésta se basa en una experiencia
personal: "Vosotros soy testigos" (Lc 24, 48); se expresa en
relaciones: "Haced discípulos a todos los pueblos" (Mt 28, 19);
trasmite un mensaje universal: "Proclamad el Evangelio a toda la
creación" (Mc 16, 15). Sin embargo, a causa de las pretensiones
y de los condicionamientos del mundo, el testimonio viene
repetidamente ofuscado, alienadas las relaciones y relativizado
el mensaje. Si después la Iglesia, como dice el Papa Pablo VI,
"trata de adaptarse a aquel modelo que Cristo le propone, es
necesario que ella se diferencie profundamente del ambiente
humano en el cual vive y al cual se aproxima" (Carta encíclica
Ecclesiam suam, 24). Para cumplir su misión, ella tomará
continuamente las distancias de su entorno, debe en cierta
medida ser desmundanizada.
La
misión de la Iglesia deriva ciertamente del misterio del Dios
uno y trino, del misterio de su amor creador. El amor no está
presente en Dios de un modo cualquiera: Él mismo, por su
naturaleza, es amor. Y el amor de Dios no quiere quedarse en sí
mismo, quiere difundirse. En la Encarnación y en el sacrificio
del Hijo de Dios, ese amor ha alcanzado a los hombres de modo
particular. El Hijo ha salido de la esfera de su ser Dios, se ha
hecho carne y se ha hecho hombre; y ciertamente no sólo para
confirmar el mundo en su mundanidad, y ser un acompañante suyo
que lo deja totalmente intacto tal como es. Del evento
cristológico forma parte algo incomprensible, pues incluye -como
dicen los Padres de la Iglesia- un commercium, un intercambio
entre Dios y los hombres, en el que ambos, aunque en un modo
completamente distinto, dan y adquieren algo, entregan y reciben
gratuitamente. La fe cristiana sabe que Dios ha puesto al hombre
en una libertad, en la que él puede ser verdaderamente un
partner y entrar en un intercambio con Dios. Al mismo tiempo, el
hombre es consciente de que ese intercambio es posible sólo
gracias a la generosidad de Dios que toma la pobreza del mendigo
como una riqueza, para hacer soportable el don divino, pues el
hombre no puede corresponder con nada equivalente.
También la Iglesia debe su ser a este intercambio desigual. No
posee nada de autónomo ante Aquel que la ha fundado. Encuentra
su sentido exclusivamente en el compromiso de ser instrumento de
redención, de impregnar el mundo con la palabra de Dios y de
trasformarlo al introducirlo en la unión de amor con Dios. La
Iglesia se sumerge totalmente en la atención condescendiente del
Redentor para con los hombres. Ella misma está siempre en
movimiento, debe ponerse constantemente al servicio de la misión
que ha recibido del Señor. La Iglesia debe abrirse una y otra
vez a las preocupaciones del mundo y dedicarse a ellas sin
reservas, para continuar y hacer presente el intercambio sagrado
que comenzó con la Encarnación.
En
el desarrollo histórico de la Iglesia se manifiesta, sin
embargo, también una tendencia contraria, la de una Iglesia que
se acomoda a este mundo, llega a ser autosuficiente y se adapta
a sus criterios. Por ello da una mayor importancia a la
organización y a la institucionalización que a su vocación a la
apertura.
Para
corresponder a su verdadera tarea, la Iglesia debe una y otra
vez hacer el esfuerzo por separarse de lo mundano del mundo. Con
esto sigue las palabras de Jesús: "No son del mundo, como
tampoco yo soy del mundo" (Jn 17,16). En un cierto sentido, la
historia viene en ayuda de la Iglesia a través de distintas
épocas de secularización que han contribuido en modo esencial a
su purificación y reforma interior.
En
efecto, las secularizaciones –sea que consistan en
expropiaciones de bienes de la Iglesia o en cancelación de
privilegios o cosas similares– han significado siempre un
profundo desarrollo de la Iglesia, en el que se despojaba de su
riqueza terrena a la vez que volvía a abrazar plenamente su
pobreza terrena. Con esto la Iglesia compartía el destino de la
tribu de Levi que, según la afirmación del Antiguo Testamento,
era la única tribu de Israel que no poseía un patrimonio
terreno, sino, como parte de la herencia, le había tocado en
suerte exclusivamente a Dios mismo, su palabra y sus signos. Con
esta tribu, la Iglesia compartía en cada momento histórico, la
exigencia de una pobreza que se abría al mundo para, separarse
de su vínculos materiales y, así también, su actuación misionera
volvía a ser creíble.
Los
ejemplos históricos muestran que el testimonio misionero de la
Iglesia "desmundanizada" resulta más claro. Liberada de su fardo
material y político, la Iglesia puede dedicarse mejor y
verdaderamente cristiana al mundo entero, puede verdaderamente
estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura
su llamada al ministerio del adoración a Dios y al servicio del
prójimo. La tarea misionera, que va unida a la adoración
cristiana y debería determinar la estructura de la Iglesia, se
hace más claramente visible. La Iglesia se abre al mundo, no
para obtener la adhesión de los hombres a una institución con
sus propias pretensiones de poder, sino más bien para hacerles
entrar en sí mismos y conducirlos así a Aquel del que toda
persona puede decir, con san Agustín: Él es más íntimo a mí que
yo mismo (cf. Conf. 3, 6, 11). Él, que está infinitamente por
encima de mí, está de tal manera en mí que es mi verdadera
interioridad. Mediante este estilo de apertura al mundo propio
de la Iglesia, se queda al mismo tiempo diseñada la forma en la
que cada cristiano puede realizar esa misma apertura de modo
eficaz y adecuado.
No
se trata aquí de encontrar una nueva táctica para valorizar otra
vez la Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera
táctica y buscar la plena sinceridad, que no descuida ni reprime
nada de la verdad de nuestro hoy, sino que realiza la fe
plenamente en el hoy viviéndola totalmente precisamente en la
sobriedad del hoy, llevándola a su plena identidad, quitando lo
que sólo aparentemente es fe, pero en realidad no son más que
convenciones y hábitos.
Digámoslo con otras palabras: la fe cristiana es para el hombre
siempre un escándalo, no sólo en nuestro tiempo. Creer que el
Dios eterno se preocupe de los seres humanos, que nos conozca;
que el Inasequible se haya convertido en un momento dado en
accesible; que el Inmortal haya sufrido y muerto en la cruz; que
a los mortales se nos haya prometido la resurrección y la vida
eterna; para nosotros los hombres, todo esto es verdaderamente
una osadía.
Este
escándalo, que no puede ser suprimido si no se quiere anular el
cristianismo, ha sido desgraciadamente ensombrecido
recientemente por los dolorosos escándalos de los anunciadores
de la fe. Se crea una situación peligrosa, cuando estos
escándalos ocupan el puesto del skandalon primario de la Cruz,
haciéndolo así inaccesible; esto es cuando esconden la verdadera
exigencia cristiana detrás de la ineptitud de sus mensajeros.
Hay
una razón más para pensar que sea de nuevo el momento de
abandonar con audacia lo que hay de mundano en la Iglesia. Lo
que no quiere decir retirarse del mundo. Una Iglesia aligerada
de los elementos mundanos es capaz de comunicar a los hombres
–tanto a los que sufren como a los que los ayudan– precisamente
en el ámbito social y caritativo, la fuerza vital especial de la
fe cristiana. "Para la Iglesia, la caridad no es una especie de
actividad de asistencia social que también se podría dejar a
otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación
irrenunciable de su propia esencia" (Carta encíclica Deus
caritas est, 25). Ciertamente, también las obras caritativas de
la Iglesia deben prestar atención constante a la exigencia de un
adecuado distanciamiento del mundo para evitar que, ante un
creciente alejamiento de la Iglesia, sus raíces se sequen. Sólo
la profunda relación con Dios hace posible una plena atención al
hombre, del mismo modo que sin una atención al prójimo se
empobrece la relación con Dios.
Estar abiertos a las vicisitudes del mundo significa por tanto
para la Iglesia "desmundanizada" testimoniar, según el
Evangelio, con palabras y obras, aquí y ahora, la señoría del
amor de Dios. Esta tarea, además, nos remite más allá del mundo
presente: la vida presente, en efecto, incluye la relación con
la vida eterna. Vivamos como individuos y como comunidad de la
Iglesia la sencillez de un gran amor que, en el mundo, es al
mismo tiempo lo más fácil y lo más difícil, porque exige nada
más y nada menos que el darse a sí mismo.
Queridos amigos, me queda sólo implorar para todos nosotros la
bendición de Dios y la fuerza del Espíritu Santo, para que
podamos, cada uno en su propio campo de acción, reconocer una y
otra vez y testimoniar el amor de Dios y su misericordia.
Gracias por su atención.