Visita del Papa a Alemania: Encuentro con los representantes de la comunidad musulmana.
 

Encuentro con los representantes musulmanes El Papa apuesta por el diálogo con el islam basado en los derechos y la dignidad humanos El respeto reciproco crece solo donde hay entendimiento sobre valores inalienables propios de la naturaleza humana.

 

Visita del Papa a Alemania: ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES DE LA COMUNIDAD MUSULMANA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Nunciatura apostólica de Berlín
Viernes 23 de septiembre de 2011

Queridos amigos musulmanes:
Me es grato saludarlos aquí hoy. Representantes de diversas comunidades musulmanas presentes en Alemania. Agradezco muy cordialmente al profesor Mouhanad Khorchide por sus amables palabras y por las profundas reflexiones que nos ha presentado, que muestran cómo ha crecido el clima de respeto y confianza entre la Iglesia católica y las comunidades musulmanas en Alemania, y llegue a ser claro lo que nos anima a todos.

Berlín es un lugar propicio para un encuentro como éste, no sólo porque aquí se encuentra la mezquita más antigua del territorio de Alemania, sino también porque en Berlín vive el número más grande de musulmanes respecto a todas las demás ciudades de Alemania.

A partir de los años 70, la presencia de numerosas familias musulmanas ha llegado a ser cada vez más un rasgo distintivo de este País. Sin embargo, es necesario esforzarse constantemente para un mejor y reciproco conocimiento y comprensión. Esto no es sólo esencial para una convivencia pacifica, sino también para la contribución que cada uno es capaz de ofrecer a la construcción del bien común dentro de la misma sociedad.

Muchos musulmanes atribuyen gran importancia a la dimensión religiosa. Esto, en ocasiones, se interpreta como una provocación en una sociedad que tiende a marginar este aspecto o a admitirlo, como mucho, en la esfera de las opciones privada de cada uno.

La Iglesia católica está firmemente comprometida para que se otorgue el justo reconocimiento a la dimensión pública de la afiliación religiosa. Se trata de una exigencia de no poco relieve en el contexto de una sociedad mayoritariamente pluralista. Sin embargo, es necesario estar atentos para que el respeto hacia el otro se mantenga siempre. Este respeto reciproco crece solamente sobre la base de un entendimiento sobre ciertos valores inalienables, propios de la naturaleza humana, sobre todo la inviolable dignidad de toda persona como creatura de Dios. Este entendimiento no limita la expresión de cada una de las religiones; al contrario, permite a cada uno dar testimonio de forma propositiva de aquello en lo que cree, sin sustraerse al debate con el otro.

En Alemania, como en muchos otros países, no sólo occidentales, dicho marco de referencia común está representado por la Constitución, cuyo contenido jurídico es vinculante para todo ciudadano, pertenezca o no a una confesión religiosa.

Naturalmente, el debate sobre una mejor formulación de los principios, como la libertad de culto público, es amplio y siempre abierto; con todo, es significativo el hecho que la Ley Fundamental alemana los formule de modo todavía hoy válido, a más de 60 años de distancia (cf. Art. 4, 2). En ella, se pone de manifiesto, ante todo, ese ethos común que fundamenta la convivencia civil y que, de alguna manera, marca también las reglas aparentemente sólo formales del funcionamiento de los órganos institucionales y de la vida democrática.

Podríamos preguntarnos cómo puede un texto, elaborado en una época histórica radicalmente distinta, en una situación cultural casi uniformemente cristiana, ser adecuado a la Alemania de hoy, que vive en el contexto de un mundo globalizado, y marcada por un notable pluralismo en materia de convicciones religiosas.
La razón de esto, me parece, se encuentra en el hecho que los padres de la Ley Fundamental eran plenamente conscientes de deber buscar en aquel momento importante una base verdaderamente sólida, en el cual todos los ciudadanos pudiesen reconocerse y que puede ser una plataforma para todos por encima de las diferencias. Al llevar a cabo esto, teniendo presente la dignidad del hombre y la responsabilidad ante Dios, no prescindían de su afiliación religiosa; es más, para muchos de ellos la visión cristiana del hombre era la verdadera fuerza inspiradora. Sin embargo, sabiendo que todos los hombres deben confrontarse con trasfondos confesionales diversos o incluso no religiosa, el terreno común para todos se halló en el reconocimiento de algunos derechos inalienables, propios de la naturaleza humana y que preceden a cualquier formulación positiva.

De este modo, una sociedad entonces sustancialmente homogénea asentó el fundamento que hoy consideramos válido para un tiempo marcado por el pluralismo. Fundamento que, en realidad, indica también los evidentes límites de este pluralismo: no es pensable, en efecto, que una sociedad pueda sostenerse a largo plazo sin un consenso sobre los valores éticos fundamentales.

Queridos amigos, sobre la base de lo que he señalado aquí, pienso que es posible una colaboración fecunda entre cristianos y musulmanes. Y, de este modo, contribuiremos a la construcción de una sociedad que, bajo muchos aspectos, será diversa de aquello que nos ha acompañado desde el pasado. En cuanto hombres religiosos, a partir de las respectivas convicciones, podemos dar un testimonio importante en muchos sectores cruciales de la vida social. Pienso, por ejemplo, en la tutela de la familia fundada sobre el matrimonio, en el respeto de la vida en cada fase de su desarrollo natural o en la promoción de una justicia social más amplia.

También por este motivo, considero importante celebrar una Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia del mundo; llevaremos a cabo esta iniciativa -como bien lo saben- el próximo 27 de octubre, en Asís, a los 25 años del histórico encuentro en aquel lugar, guiado por mi Predecesor, el Beato Juan Pablo II. Con dicha reunión, mostraremos con sencillez que, como hombres religiosos, ofrecemos nuestra contribución específica para la construcción de un mundo mejor, reconociendo al mismo tiempo que, para la eficacia de nuestras actividades, es necesario crecer en el diálogo y en la estima recíproca.

Con estos sentimientos, renuevo mi cordial saludo y les doy las gracias por este encuentro, que para mi constituye un gran enriquecimiento en está estancia en mi patria. Gracias por vuestra atención.

 

 

Visita del Papa a Alemania: Encuentro con los representantes de la Iglesia Evangélica.

Encuentro con los representantes de la Iglesia Evangélica. El Papa invita a católicos y evangélicos a “profundizar en lo que une”. El testimonio común de Cristo resucitado y la defensa de la dignidad humana

 

Visita del Papa a Alemania: Encuentro con los representantes de la Iglesia Evangélica.

Visita del Papa a Alemania: Encuentro con los representantes de la Iglesia Evangélica.

Visita del Papa a Alemania: ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES
DEL CONSEJO DE LA "IGLESIA EVANGÉLICA EN ALEMANIA"
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Antiguo convento agustino de Erfurt
Viernes 23 de septiembre de 2011

Distinguidos Señores y Señoras:
Al tomar la palabra, quisiera ante todo dar gracias de corazón por tener esta ocasión de encontrarnos aquí. Mi particular gratitud a usted, querido hermano presidente Schneider que me ha dado la bienvenida y me ha acogido con sus palabras en medio de ustedes. Usted ha abierto su corazón, ha expresado abiertamente la fe verdaderamente común, el deseo de unidad. Y nosotros estamos alegres, porque considero que esta asamblea, nuestros encuentros, vengan celebrados también como la fiesta de la que obtenemos con la fe común. Quisiera además agradecer a todos, por el don de poder dialogar juntos como cristianos en este histórico lugar.

Como Obispo de Roma, es para mí un momento de profunda emoción encontrarlos aquí, en el antiguo convento agustino de Erfurt. Hemos escuchado que aquí, Lutero estudió teología. Aquí fue ordenado sacerdote. Contra los deseos de su padre, no continuó los estudios de derecho, sino que estudió teología y se encaminó hacia el sacerdocio en la Orden de San Agustín. Y en este camino, no le interesaba esto o aquello. Lo que le quitaba la paz era la cuestión de Dios, que fue la pasión profunda y el centro de su vida y de su camino. “¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?”: Esta pregunta le penetraba el corazón y estaba detrás de toda su investigación teológica y de toda su lucha interior. Para Lutero, la teología no era una cuestión académica, sino una lucha interior consigo mismo, y luego esto se convertía en una lucha sobre Dios y con Dios.

“¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?” No deja de sorprenderme en el corazón que esta pregunta haya sido la fuerza motora de su camino. ¿Quién se ocupa actualmente de esta cuestión, incluso entre los cristianos? ¿Qué significa la cuestión de Dios en nuestra vida, en nuestro anuncio? La mayor parte de la gente, también de los cristianos, da hoy por descontado que, en último término, Dios no se interesa por nuestros pecados y virtudes. Él sabe, en efecto, que todos somos solamente carne. Si hoy se cree aún en un más allá y en un juicio de Dios, en la práctica, casi todos presuponemos que Dios deba ser generoso y, al final, en su misericordia, no tendrá en cuenta nuestras pequeñas faltas. La cuestión no nos preocupa más. Pero, ¿son verdaderamente tan pequeñas nuestras faltas? ¿Acaso no se destruye el mundo a causa de la corrupción de los grandes, pero también de los pequeños, que sólo piensan en su propio beneficio? ¿No se destruye a causa del poder de la droga que se nutre, por una parte, del ansia de vida y de dinero, y por otra, de la avidez de placer de quienes son adictos a ella? ¿Acaso no está amenazado por la creciente tendencia a la violencia que se enmascara a menudo con la apariencia de una religiosidad? Si fuese más vivo en nosotros el amor de Dios, y a partir de Él, el amor por el prójimo, por las creaturas de Dios, por los hombres, ¿podrían el hambre y la pobreza devastar zonas enteras del mundo? Y las preguntas en ese sentido podrían continuar. No, el mal no es una nimiedad. No podría ser tan poderoso, si nosotros pusiéramos a Dios realmente en el centro de nuestra vida. La pregunta: ¿Cómo se sitúa Dios respecto a mí, cómo me posiciono yo ante Dios? Esta pregunta candente de Lutero debe convertirse otra vez, y ciertamente de un modo nuevo, también en una pregunta nuestra, no académica, pero concreta. Pienso que esto sea la primera cuestión que nos interpela al encontrarnos con Martín Lutero.

Y después es importante: Dios, el único Dios, el Creador del cielo y de la tierra, es algo distinto de una hipótesis filosófica sobre el origen del cosmos. Este Dios tiene un rostro y nos ha hablado, en Jesucristo hecho hombre, se hizo uno de nosotros; Dios verdadero y verdadero hombre a la vez. El pensamiento de Lutero y toda su espiritualidad eran completamente cristocéntricos. Para Lutero, el criterio hermenéutico decisivo en la interpretación de la Sagrada Escritura era: “Lo que conduce a la causa de Cristo”. Sin embargo, esto presupone que Jesucristo sea el centro de nuestra espiritualidad y que su amor, la intimidad con Él, oriente nuestra vida.

Ahora quizás se podría decir: De acuerdo. Pero, ¿qué tiene esto que ver con nuestra situación ecuménica? ¿No será todo esto solamente un modo de eludir con muchas palabras los problemas urgentes en los que esperamos progresos prácticos, resultados concretos? A este respecto les digo: Lo más necesario para el ecumenismo es sobre todo que, presionados por la secularización, no perdamos casi inadvertidamente las grandes cosas que tenemos en común, aquellas que de por sí nos hacen cristianos y que tenemos como don y tarea. Fue un error de la edad confesional haber visto mayormente aquello que nos separa, y no haber percibido en modo esencial lo que tenemos en común en las grandes pautas de la Sagrada Escritura y en las profesiones de fe del cristianismo antiguo. Éste ha sido para mi el gran progreso ecuménico de los últimos decenios: nos dimos cuenta de esta comunión y, en el orar y cantar juntos, en la tarea común por el ethos cristiano ante el mundo, en el testimonio común del Dios de Jesucristo en este mundo, reconocemos esta comunión como nuestro común fundamento imperecedero.

Indudable, el riesgo de perderla es real. Quisiera señalar brevemente dos aspectos. En los últimos tiempos, la geografía del cristianismo ha cambiado profundamente y sigue cambiando todavía. Ante una nueva forma de cristianismo, que se difunde con un inmenso dinamismo misionero, a veces preocupante en sus formas, las Iglesias confesionales históricas se quedan frecuentemente perplejas. Es un cristianismo de escasa densidad institucional, con poco bagaje racional, menos aún dogmático, y con poca estabilidad. Este fenómeno mundial –que los obispos de todo el mundo continuamente me describen- nos pone a todos ante la pregunta: ¿Qué nos transmite, positiva y negativamente, esta nueva forma de cristianismo? Sea lo que fuere, nos sitúa nuevamente ante la pregunta sobre qué es lo que permanece siempre válido y qué pueda o deba cambiarse ante la cuestión de nuestra opción fundamental en la fe.

Más profundo, y en nuestro país, más candente, es el segundo desafío para todo el cristianismo; quisiera hablar de ello: se trata del contexto del mundo secularizado en el cual debemos vivir y dar testimonio hoy de nuestra fe. La ausencia de Dios en nuestra sociedad se nota cada vez más, la historia de su revelación, de la que nos habla la Escritura, parece relegada a un pasado que se aleja cada vez más. ¿Acaso es necesario ceder a la presión de la secularización, llegar a ser modernos adulterando la fe? Naturalmente, la fe tiene que ser nuevamente pensada y, sobre todo, vivida, hoy de modo nuevo, para que se convierta en algo que pertenece al presente. Ahora bien, a ello no ayuda su adulteración, sino vivirla íntegramente en nuestro hoy. Esto es una tarea ecuménica central. En el cual debemos ayudarnos mutuamente, a creer cada vez más viva y profundamente. No serán las tácticas las que nos salven, las que salven el cristianismo, sino una fe pensada y vivida de un modo nuevo, mediante la cual Cristo, y con Él, el Dios viviente, entre en nuestro mundo. Como los mártires de la época nazista propiciaron nuestro acercamiento recíproco, suscitando la primera apertura ecuménica, del mismo modo también hoy la fe, vivida a partir de lo íntimo de nosotros mismos, en un mundo secularizado, será la fuerza ecuménica más poderosa que nos congregará, guiándonos a la unidad en el único Señor. Y por esto la plegaria para aprender de nuevo a vivir la fe para poder así ser una sola cosa.

 

 

Visita del Papa a Alemania: Celebración Ecuménica.

El Papa invita a católicos y evangélicos a “profundizar en lo que une”. El testimonio común de Cristo resucitado y la defensa de la dignidad humana.

 

Visita del Papa a Alemania: Celebración Ecuménica.

Visita del Papa a Alemania: Celebración Ecuménica.

Visita del Papa a Alemania: CELEBRACIÓN ECUMÉNICA
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Iglesia del antiguo convento de los agustinos de Erfurt
Viernes 23 de septiembre de 2011
(Vídeo)

Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
“No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos” (Jn 17, 20): Así, en el Cenáculo, lo ha dicho Jesús al Padre. Él intercede por las futuras generaciones de creyentes. Mira más allá del Cenáculo hacía el futuro. Ha rezado también por nosotros y reza por nuestra unidad. Esta oración de Jesús no es simplemente algo del pasado. Él está siempre ante el Padre intercediendo por nosotros, y así está en este momento entre nosotros y quiere atraernos a su oración. En la oración de Jesús está el lugar interior, de nuestra unidad. Seremos, pues una sola cosa, si nos dejamos atraer dentro de esta oración. Cada vez que, como cristianos, nos encontramos reunidos en la oración, esta lucha de Jesús por nosotros y con el Padre nos debería conmover profundamente en el corazón. Cuanto más nos dejamos atraer en está dinámica, tanto más se realiza la unidad.

La oración de Jesús ¿ha quedado desoída? La historia del cristianismo es, por así decirlo, la parte visible de este drama, en la que Cristo lucha y sufre con los seres humanos. Una y otra vez Él debe soportar el rechazo a la unidad, y aun así, una y otra vez se culmina la unidad con Él, y en Él con el Dios Trinitario. Debemos ver ambas cosas: el pecado del hombre, que reniega a Dios y se repliega en sí mismo, pero también las victorias de Dios, que sostiene la Iglesia no obstante su debilidad y atrae continuamente a los hombres dentro de sí, acercándolos de este modo los unos a los otros. Por eso, en un encuentro ecuménico, no debemos lamentar solo las divisiones y las separaciones, sino agradecer a Dios por todos los elementos de unidad que ha conservado para nosotros y que continuamente nos da. Gratitud que debe ser al mismo tiempo disponibilidad para no perder la unidad alcanzada, en medio de un tiempo de tentación y de peligros.

La unidad fundamental consiste en el hecho que creemos en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Que lo profesamos como Dios Trinitario: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La unidad suprema no es la soledad monádita, sino unidad a través del amor. Creemos en Dios, en el Dios concreto. Creemos que Dios nos ha hablado y se ha hecho uno de nosotros. La tarea común que actualmente tenemos, es dar testimonio de este Dios vivo.

El hombre tiene necesidad de Dios, o ¿acaso las cosas van bien sin Él? Cuando en una primera fase de la ausencia de Dios, su luz sigue mandando sus reflejos y mantiene unido el orden de la existencia humana, se tiene la impresión que las cosas funcionan bastante bien incluso sin Dios. Pero cuanto más se aleja el mundo de Dios, tanto más resulta claro que el hombre, en el hybris del poder, en el vacío del corazón y en el ansia de satisfacción y de felicidad, “pierde” cada vez más la vida. La sed de infinito esta presente en el hombre de tal manera que no se puede extirpar. El hombre ha sido creado para relacionarse con Dios y tiene necesidad de Él. En este tiempo, nuestro primer servicio ecuménico debe ser el testimoniar juntos la presencia del Dios vivo y dar así al mundo la respuesta que necesita. Naturalmente, de este testimonio fundamental de Dios forma parte, y de modo absolutamente central, el dar testimonio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que vivió entre nosotros, padeció y murió por nosotros, y que en su resurrección ha abierto totalmente la puerta de la muerte. Queridos amigos, ¡fortifiquémonos en está fe! ¡Ayudémonos recíprocamente a vivirla! Esta es una gran tarea ecuménica que nos introduce en el corazón de la oración de Jesús.

La seriedad de la fe en Dios se manifiesta en vivir su palabra. En nuestro tiempo, se manifiesta de una forma muy concreta, en el compromiso por esta criatura, por el hombre, que Él quiso a su imagen. Vivimos en un tiempo en que los criterios de cómo ser hombres se han hecho inciertos. La ética viene sustituida con el calculo de las consecuencias. Frente a esto, como cristianos, debemos defender la dignidad inviolable del ser humano, desde la concepción hasta la muerte, desde las cuestiones de la diagnosis previa a su implantación hasta la eutanasia. “Solo quien conoce a Dios, conoce al hombre”, dijo una vez Romano Guardini. Sin el conocimiento de Dios, el hombre se hace manipulable. La fe en Dios debe concretarse en nuestro común trabajo por el hombre. Forman parte de esta tarea no sólo estos criterios fundamentales de humanidad sino, sobre todo y de modo concreto, el amor que Jesucristo nos ha enseñado en la descripción del Juicio Final (cf. Mt 25): el Dios juez nos juzgará según nos hayamos comportado con nuestro prójimo, con los más pequeños de sus hermanos. La disponibilidad para ayudar en las necesidades actuales, más allá del propio ambiente de vida es una obra esencial del cristiano.

Esto vale sobre todo, como he dicho, en el ámbito de la vida personal de cada uno. Pero vale también en la comunidad de un pueblo o de un Estado, en la que todos debemos hacernos cargo los unos de los otros. Vale para nuestro Continente, en el que estamos llamados a la solidaridad europea. Y, en fin, vale más allá de todas las fronteras: la caridad cristiana exige hoy también nuestro compromiso por la justicia en el mundo entero. Sé que de parte de los alemanes y de Alemania se trabaja mucho por hacer posible a todos una existencia humanamente digna, por lo que expreso una palabra de viva gratitud.
Para concluir, quisiera detenerme todavía en una dimensión más profunda de nuestra obligación de amar. La seriedad de la fe se manifiesta sobre todo cuando esta inspira a ciertas personas a ponerse totalmente a disposición de Dios y, a partir de Dios, a los demás. Las grandes ayudas se hacen concretas solamente cuando sobre el lugar existen aquellos que están a total disposición de los otros, y con ello hacen creíble el amor de Dios. Personas así son un signo importante para la verdad de nuestra fe.

A la vigilia de mi visita, se ha hablado varia veces de que se espera de tal visita un don ecuménico del huésped. No es necesario que yo especifique los dones mencionados en tal contexto. A este respecto, quisiera decir que esto, como se ve en la mayor parte de los casos, constituye un malentendido político de la fe y del ecumenismo. Cuando un jefe de estado visita un país amigo, generalmente preceden contactos entre las instancias, que preparan la estipulación de uno o más acuerdos entre los dos estados: en la ponderación de los ventajas y desventajas se llega al compromiso que, al fin, aparece ventajoso para ambas partes, de manera que el tratado puede ser firmado. Pero la fe de los cristianos no se basa en una ponderación de nuestras ventajas y desventajas. Una fe autoconstruida no tiene valor. La fe no es una cosa que nosotros excogitamos y concordamos. Es el fundamento sobre el cual vivimos. La unidad no crece mediante la ponderación de ventajas y desventajas, sino profundizando cada vez más en la fe mediante el pensamiento y la vida. De esta forma, en los últimos 50 años, y en particular también en la visita del Papa Juan Pablo II, hace 30 años, ha crecido mucho la comunión de la cual podemos estar agradecidos. Me es grato recordar el encuentro con la comisión presidida por el Obispo Lohse, en la cual nos hemos ejercitado juntos en este profundizar en la fe mediante el pensamiento y la vida. Expreso vivo agradecimiento a todos aquellos que han colaborado en esto, por la parte católica, de modo particular, al Cardenal Lehmann. No menciono otros nombres, el Señor los conoce a todos. Juntos podemos agradecer al Señor por el camino de la unidad por el que nos ha conducido, y asociarnos en humilde confianza a su oración: Haz, que todos seamos uno, como Tú eres uno con el Padre, para que el mundo crea que Él te ha enviado (cf. Jn 17, 21).

 

 

Visita del Papa a Alemania: Vísperas Marianas.

El Papa recuerda cómo la devoción a la Virgen ayudó a los alemanes durante el periodo nazi y la dominación comunista

 

Visita del Papa a Alemania: Vísperas Marianas.

Visita del Papa a Alemania: Vísperas Marianas.

Visita del Papa a Alemania: VÍSPERAS MARIANAS
PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Santuario de Etzelsbach
Viernes 23 de septiembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:
Saludo de todo corazón a todos los que habéis venido aquí, a Etzelsbach, para esta hora de oración. He oído hablar tanto de Eichsfeld desde mi juventud, que he pensado: alguna vez debo verlo y rezar con vosotros. Doy las gracias cordialmente al Obispo Wanke, que ya durante el vuelo me ha presentado vuestra región, así como a vuestro portavoz y representantes, que me han ofrecido dones simbólicos de vuestra tierra, a la vez que me han dado al menos una idea de la variedad de esta región.

Así, pues, me siento muy feliz de que se haya cumplido mi deseo de visitar Eichsfeld y de dar gracias con vosotros a la Virgen María en Etzelsbach. “Aquí en el querido valle tranquilo” –dice un canto de los peregrinos– y “bajo los viejos tilos”, María nos da seguridad y nuevas fuerzas. En dos dictaduras impías que han tratado de arrancar a los hombres su fe tradicional, las gentes de Eichsfeld estaban convencidas de encontrar aquí, en el santuario de Etzelsbach, una puerta abierta y un lugar de paz interior. Queremos continuar la amistad especial con María, amistad que se ha acrecentado con todo esto, y la queremos continuar, también con esta celebración de las Vísperas marianas de hoy.

Cuando los cristianos se dirigen a María en todos los tiempos y lugares, se dejan guiar por la certeza espontánea de que Jesús no puede rechazar las peticiones que le presenta su Madre; y se apoyan en la confianza inquebrantable de que María es también Madre nuestra; una Madre que ha experimentado el sufrimiento más grande de todos, que se da cuenta de todas nuestras dificultades y piensa de modo materno cómo superarlas. Cuántas personas han ido en el transcurso de los siglos en peregrinación a María para encontrar ante la imagen de la Dolorosa, como aquí en Etzelsbach, consuelo y alivio.

Contemplemos su imagen. Una mujer de mediana edad, con los parpados hinchados de tanto llorar, y al mismo tiempo una mirada absorta, fija en la lejanía, como si estuviese meditando en su corazón sobre todo lo que había sucedido. Sobre su regazo reposa el cuerpo exánime del Hijo; Ella lo aprieta delicadamente y con amor, como un don precioso. Sobre el cuerpo desnudo del Hijo vemos los signos de la crucifixión. El brazo izquierdo del Crucificado cae verticalmente hacia abajo. Quizás, esta escultura de la Piedad, como a menudo era costumbre, estaba originalmente colocada sobre un altar. Así, el Crucificado señala con su brazo derecho a lo que sucede sobre el altar, donde el santo sacrificio que llevó a cabo se actualiza en la Eucaristía.

Una particularidad de la imagen milagrosa de Etzelsbach es la posición del Crucificado. En la mayor parte de las representaciones de la Piedad, el cuerpo sin vida de Jesús yace con la cabeza vuelta hacia la izquierda. De esta forma, el que lo contempla puede ver su herida del costado. Aquí en Etzelsbach, en cambio, la herida del costado está escondida, ya que el cadáver está orientado hacia el otro lado. Creo que dicha representación encierra un profundo significado, que se revela solamente en una atenta contemplación: en la imagen milagrosa de Etzelbach, los corazones de Jesús y de su Madre se dirigen uno al otro; los corazones se acercan. Se intercambian recíprocamente su amor. Sabemos que el corazón es también el órgano de la sensibilidad más profunda para el otro, así como de la íntima compasión. En el corazón de María encuentra cabida el amor que su divino Hijo quiere ofrecer al mundo.

La devoción mariana se concentra en la contemplación de la relación entre la Madre y su divino Hijo. Los fieles, en la oración, en las pruebas, en la gratitud y en la alegría, han encontrado siempre nuevos aspectos y títulos que nos pueden abrir a este misterio como, por ejemplo, la imagen del Corazón Inmaculado de María, símbolo de la unidad profunda y sin reservas con Cristo en el amor. No es la autorrealización, el querer poseer y construirse a sí mismo, la que lleva a la persona a su verdadero desarrollo, un aspecto que hoy se propone como modelo de la vida moderna, pero que fácilmente se convertirse en una forma de egoísmo refinado. Es más bien la actitud del don de sí, la renuncia a sí mismo, lo que orienta hacia el corazón de María, y con ello hacia el corazón de Cristo, así como hacia el prójimo; y sólo en este modo hace que nos encontremos con nosotros mismos.
“A los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio” (Rm 8, 28): lo acabamos de escuchar en la lectura tomada de la Carta a los Romanos. En María, Dios ha hecho confluir todo el bien y, por medio de Ella, no cesa de difundirlo ulteriormente en el mundo. Desde la Cruz, desde el trono de la gracia y la redención, Jesús ha entregado a los hombres como Madre a María, su propia Madre. En el momento de su sacrificio por la humanidad, Él constituye en cierto modo a María, mediadora del flujo de gracia que brota de la Cruz. Bajo la Cruz, María se hace compañera y protectora de los hombres en el camino de su vida. “Con su amor de Madre cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz” (Lumen gentium, 62), como ha dicho el Concilio Vaticano II. Sí, en la vida pasamos por vicisitudes alternas, pero María intercede por nosotros ante su Hijo y nos ayuda a encontrar la fuerza del amor divino del Hijo y de abrirnos a él.

Nuestra confianza en la intercesión eficaz de la Madre de Dios y nuestra gratitud por la ayuda que experimentamos continuamente llevan consigo de algún modo el impulso a dirigir la reflexión más allá de las necesidades del momento. ¿Qué quiere decirnos verdaderamente María cuando nos salva de un peligro? Quiere ayudarnos a comprender la amplitud y profundidad de nuestra vocación cristiana. Quiere hacernos comprender con maternal delicadeza que toda nuestra vida debe ser una respuesta al amor rico en misericordia de nuestro Dios. Como si nos dijera: Entiende que Dios, que es la fuente de todo bien y no quiere otra cosa que tu verdadera felicidad, tiene el derecho de exigirte una vida que se abandone totalmente y con alegría a su voluntad, y se esfuerce en que los otros hagan lo mismo. “Donde está Dios, allí hay futuro”. En efecto: donde dejamos que el amor de Dios actúe totalmente sobre nuestra vida y en nuestra vida, allí se abre el cielo. Allí, es posible plasmar el presente, de modo que se ajuste cada vez más a la Buena Noticia de nuestro Señor Jesucristo. Allí, las pequeñas cosas de la vida cotidiana alcanzan su sentido y los grandes problemas encuentran su solución.

Con esta certeza imploramos a María, con esta certeza creemos en Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios. Amén.

 

 

Visita del Papa a Alemania: Encuentro con los representantes de las Iglesias ortodoxas y ortodoxas o

El Papa augura que se avance hacia el Concilio panortodoxo. Insta a los ortodoxos a seguir debatiendo sobre la cuestión del primado.

 

Visita del Papa a Alemania: Encuentro con los representantes de las Iglesias ortodoxas y ortodoxas o

Visita del Papa a Alemania: Encuentro con los representantes de las Iglesias ortodoxas y ortodoxas o

Visita del Papa a Alemania: ENCUENTRO CON REPRESENTANTES DE LAS IGLESIAS ORTODOXAS
Y ORTODOXAS ORIENTALES
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Hörsaal del Seminario de Friburgo de Brisgovia
Sábado 24 de septiembre de 2011

Eminencias, Excelencias,
Venerables representantes de las Iglesias ortodoxas y ortodoxas orientales

Me alegra mucho que hoy estemos aquí reunidos. Les agradezco de todo corazón su presencia y la posibilidad de este intercambio amigable. Le agradezco en particular a usted, Metropolita Augoustinos, sus hondas palabras. Me ha impresionado sobre todo lo que ha dicho de la Madre de Dios y los santos, que abrazan y unen todos los siglos. En este contexto, me complace repetir lo que he dicho en otras ocasiones: sin duda, entre las Iglesias y las comunidades cristianas, la Ortodoxia es la más cercana teológicamente a nosotros; católicos y ortodoxos han conservado la misma estructura de la Iglesia de los orígenes; en este sentido, todos nosotros somos “Iglesia de los orígenes” que, no obstante, sigue siendo presente y nueva. Por eso nos atrevemos a esperar que no esté muy lejano el día en que podamos celebrar de nuevo juntos la Eucaristía, aunque desde el punto de vista humano surjan repetidamente dificultades (cf. Luz del Mundo. Una conversación con Peter Seewald, pp. 99s).

La Iglesia católica – y yo personalmente – sigue con interés y simpatía el desarrollo de las comunidades ortodoxas en Europa occidental, que han tenido un notable crecimiento. Actualmente, viven en Alemania – así he oído – aproximadamente un millón seiscientos mil cristianos ortodoxos y ortodoxos orientales. Se han convertido en parte constitutiva de la sociedad, contribuyendo a hacer más vivo el patrimonio de las culturas cristianas y de la fe cristiana en Europa. Me alegra la intensificación de la colaboración panortodoxa, que en los últimos años ha hecho progresos esenciales. La fundación de las Conferencias Episcopales Ortodoxas – de las que usted ha hablado –, allí donde las Iglesias Ortodoxas se encuentran en la diáspora, es expresión de las relaciones sólidas dentro de la Ortodoxia. Me alegra que el año pasado se haya dado en Alemania este paso. Que las experiencias que se viven en estas Conferencias Episcopales refuercen la unión entre las Iglesias ortodoxas y hagan avanzar los esfuerzos en favor de un concilio panortodoxo.

Desde que era profesor en Bonn y especialmente luego, siendo Arzobispo de Múnich y Frisinga, pude conocer y apreciar cada vez más en profundidad la Ortodoxia por la amistad personal con representantes de las Iglesias ortodoxas. En aquel tiempo, se inició también el trabajo de la Comisión conjunta de la Conferencia Episcopal Alemana y de la Iglesia Ortodoxa. Desde entonces, con sus textos dedicados a cuestiones pastorales y prácticas, promueve la comprensión recíproca y contribuye a consolidar y desarrollar las relaciones católico-ortodoxas en Alemania.

Es igualmente importante continuar el trabajo para aclarar las diferencias teológicas, pues su superación es indispensable para el restablecimiento de la unidad plena, que deseamos y por la que oramos. Sabemos que, sobre todo, es la cuestión del primado en torno a la cual hemos de continuar, con paciencia y humildad, los esfuerzos en el debate para su justa comprensión. Pienso que en esto pueden darnos aún impulsos fructuosos las reflexiones acerca del discernimiento entre la naturaleza y la forma del ejercicio del primado que hizo el Papa Juan Pablo II en la Encíclica Ut unum sint (n. 95).

Veo también con gratitud el trabajo de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales. Estoy contento, veneradas Eminencias y venerables representantes de las Iglesias Ortodoxas orientales, de encontrar con ustedes a los representantes de las Iglesias implicadas en este diálogo. Los resultados obtenidos hacen crecer la recíproca comprensión y el acercamiento mutuo.

En la actual tendencia de nuestro tiempo, en que son bastantes los que quieren, por decirlo así, “liberar” de Dios a la vida pública, las Iglesias cristianas en Alemania – entre las cuales están también los cristianos ortodoxos y ortodoxos orientales –, fundadas en la fe en el único Dios y Padre de todos los hombres, caminan juntas por la senda de un testimonio pacífico para la comprensión y la comunión entre los pueblos. Al hacer esto, no dejan de poner el milagro de la encarnación de Dios en el centro del anuncio. Conscientes de que sobre este milagro se funda toda la dignidad de la persona, se comprometen juntas en la protección de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. La fe en Dios, creador de la vida, y el permanecer absolutamente fieles a la dignidad de cada persona fortalece a los cristianos para oponerse decididamente a cualquier intervención que manipule y seleccione la vida humana. Además, conociendo el valor del matrimonio y de la familia, nos preocupa como cristianos, como algo importante, proteger de toda interpretación errónea la integridad y la singularidad del matrimonio entre un hombre y una mujer. Este compromiso común de los cristianos, entre los que se encuentran los fieles ortodoxos y ortodoxos orientales, ofrece una contribución valiosa a la edificación de una sociedad que puede tener futuro, en la cual se dé el debido respeto a la persona humana.

Al concluir, quisiera volver la mirada a María – usted nos la ha presentado como Panaghia –, a la Hodegetria, la “guía del camino”, que es venerada también en Occidente bajo el título de “Nuestra Señora del Camino”. La Santísima Trinidad ha dado a María, la Virgen Madre, a la humanidad para que Ella, con su intercesión, nos guíe a través del tiempo y nos indique el camino hacia su cumplimiento. A Ella nos encomendamos y presentamos nuestra petición de llegar a ser en Cristo una comunidad cada vez más íntimamente unida, para alabanza y gloria de su Nombre. Gracias.

 

 

Visita del Papa a Alemania: Vigilia de oración con los Jóvenes.

Benedicto XVI desafía a ser santos a los 35.000 jóvenes reunidos en la noche durante el encuentro marcado por la reflexión sobre la luz.

 

Visita del Papa a Alemania: Vigilia de oración con los Jóvenes.

Visita del Papa a Alemania: Vigilia de oración con los Jóvenes.

Visita del Papa a Alemania: VIGILIA DE ORACIÓN CON LOS JÓVENES
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Feria de Friburgo de Brisgovia
Sábado 24 de septiembre de 2011

Queridos jóvenes amigos:
Durante todo el día he pensado con gozo en esta noche, en la que estaría aquí con vosotros, unidos en la oración. Algunos habéis participado tal vez en la Jornada Mundial de la Juventud, donde experimentamos esa atmósfera especial de tranquilidad, de profunda comunión y de alegría interior que caracteriza una vigilia nocturna de oración. Espero que también todos nosotros podamos tener esa misma experiencia en este momento en el que el Señor nos toca y nos hace testigos gozosos, que oran juntos y se hacen responsables los unos de los otros, no solamente esta noche, sino también durante toda la vida.
En todas las iglesias, en las catedrales y conventos, en cualquier lugar donde los fieles se reúnen para celebrar la Vigilia pascual, la más santa de todas las noches, ésta se inaugura encendiendo el cirio pascual, cuya luz se transmite después a todos los participantes. Una pequeña llama se irradia en muchas luces e ilumina la casa de Dios a oscuras. En este maravilloso rito litúrgico, que hemos imitado en esta vigilia de oración, se nos revela mediante signos más elocuentes que las palabras el misterio de nuestra fe cristiana. Él, Cristo, que dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12), hace brillar nuestra vida, para que se cumpla lo que acabamos de escuchar en el Evangelio: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 14). No son nuestros esfuerzos humanos o el progreso técnico de nuestro tiempo los que aportan luz al mundo. Una y otra vez, experimentamos que nuestro esfuerzo por un orden mejor y más justo tiene sus límites. El sufrimiento de los inocentes y, más aún, la muerte de cualquier hombre, producen una oscuridad impenetrable, que quizás se esclarece momentáneamente con nuevas experiencias, como un rayo en la noche. Pero, al final, queda una oscuridad angustiosa.

Puede haber en nuestro entorno tiniebla y oscuridad y, sin embargo, vemos una luz: una pequeña llama, minúscula, más fuerte que la oscuridad, en apariencia poderosa e insuperable. Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde según el juicio humano todo parece sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a la muerte – Él vive – y la fe en Él, penetra como una pequeña luz todo lo que es oscuridad y amenaza. Ciertamente, quien cree en Jesús no siempre ve en la vida solamente el sol, casi como si pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día.

La luz no se queda aislada. En todo su entorno se encienden otras luces. Bajo sus rayos se perfilan los contornos del ambiente, de forma que podemos orientarnos. No vivimos solos en el mundo. Precisamente en las cosas importantes de la vida tenemos necesidad de otros. En particular, no estamos solos en la fe, somos eslabones de la gran cadena de los creyentes. Ninguno llega a creer si no está sostenido por la fe de los otros y, por otra parte, con mi fe, contribuyo a confirmar a los demás en la suya. Nos ayudamos recíprocamente a ser ejemplos los unos para los otros, compartimos con los otros lo que es nuestro, nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestro afecto. Y nos ayudamos mutuamente a orientarnos, a discernir nuestro puesto en la sociedad.

Queridos amigos, “Yo soy la luz del mundo – vosotros sois la luz del mundo”, dice el Señor. Es algo misterioso y grandioso que Jesús diga lo mismo de sí y de cada uno de nosotros, es decir, “ser luz”. Si creemos que Él es el Hijo de Dios, que ha sanado a los enfermos y resucitado a los muertos; más aún, que Él ha resucitado del sepulcro y vive verdaderamente, entonces comprendemos que Él es la luz, la fuente de todas las luces de este mundo. Nosotros, en cambio, experimentamos una y otra vez el fracaso de nuestros esfuerzos y el error personal a pesar de nuestras buenas intenciones. Por lo que se ve, no obstante los progresos técnicos, el mundo en que vivimos nunca llega en definitiva a ser mejor. Sigue habiendo guerras, terror, hambre y enfermedades, pobreza extrema y represión sin piedad. E incluso aquellos que en la historia se han creído “portadores de luz”, pero sin haber sido iluminados por Cristo, única luz verdadera, no han creado ningún paraíso terrenal, sino que, por el contrario, han instaurado dictaduras y sistemas totalitarios, en los que se ha sofocado hasta la más pequeña chispa de humanidad.
Llegados a este punto, no debemos silenciar el hecho de que el mal existe. Lo vemos en tantos lugares del mundo; pero lo vemos también, y esto nos asusta, en nuestra vida. Sí, en nuestro propio corazón existe la inclinación al mal, el egoísmo, la envidia, la agresividad. Quizás se puede controlar esto de algún modo con una cierta autodisciplina. Pero es más difícil con formas de mal más bien oscuras, que pueden envolvernos como una niebla difusa, como la pereza, la lentitud en querer y hacer el bien. En la historia, algunos finos observadores han señalado frecuentemente que el daño a la Iglesia no lo provocan sus adversarios, sino los cristianos mediocres. ¿Cómo puede entonces decir Cristo que los cristianos – y también aquellos cristianos débiles – son la luz del mundo? Quizás lo entenderíamos si Él gritase: ¡Convertíos! ¡Sed la luz del mundo! ¡Cambiad vuestra vida, hacedla clara y resplandeciente! ¿No debemos quizás quedar sorprendidos de que el Señor no nos dirija una llamada de atención, sino que afirme que somos la luz del mundo, que somos luminosos y que brillamos en la oscuridad?

Queridos amigos, el apóstol san Pablo, se atreve a llamar “santos” en muchas de sus cartas a sus contemporáneos, los miembros de las comunidades locales. Con ello, se subraya que todo bautizado es santificado por Dios, incluso antes de poder hacer obras buenas. En el Bautismo, el Señor enciende por decirlo así una luz en nuestra vida, una luz que el catecismo llama la gracia santificante. Quien conserva dicha luz, quien vive en la gracia, es santo.

Queridos amigos, muchas veces se ha caricaturizado la imagen de los santos y se los ha presentado de modo deformado, como si ser santos significase estar fuera de la realidad, ingenuos y sin alegría. A menudo, se piensa que un santo es aquel que hace obras ascéticas y morales de altísimo nivel y que precisamente por ello se puede venerar, pero nunca imitar en la propia vida. Qué equivocada y decepcionante es esta opinión. No existe ningún santo, salvo la bienaventurada Virgen María, que no haya conocido el pecado y que nunca haya caído. Queridos amigos, Cristo no se interesa tanto por las veces que flaqueamos o caemos en la vida, sino por las veces que nosotros, con su ayuda, nos levantamos. No exige acciones extraordinarias, pero quiere que su luz brille en vosotros. No os llama porque sois buenos y perfectos, sino porque Él es bueno y quiere haceros amigos suyos. Sí, vosotros sois la luz del mundo, porque Jesús es vuestra luz. Vosotros sois cristianos, no porque hacéis cosas especiales y extraordinarias, sino porque Él, Cristo, es vuestra, nuestra vida. Vosotros sois santos, nosotros somos santos, si dejamos que su gracia actúe en nosotros.

Queridos amigos, esta noche, en la que estamos reunidos en oración en torno al único Señor, vislumbramos la verdad de la Palabra de Cristo, según la cual no se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Esta asamblea brilla en los diversos sentidos de la palabra: en la claridad de innumerables luces, en el esplendor de tantos jóvenes que creen en Cristo. Una vela puede dar luz solamente si la llama la consume. Sería inservible si su cera no alimentase el fuego. Permitid que Cristo arda en vosotros, aun cuando ello comporte a veces sacrificio y renuncia. No temáis perder algo y, por decirlo así, quedaros al final con las manos vacías. Tened la valentía de usar vuestros talentos y dones al servicio del Reino de Dios y de entregaros vosotros mismos, como la cera de la vela, para que el Señor ilumine la oscuridad a través de vosotros. Tened la osadía de ser santos brillantes, en cuyos ojos y corazones resplandezca el amor de Cristo, llevando así la luz al mundo. Confío que vosotros y tantos otros jóvenes aquí en Alemania seáis llamas de esperanza que no queden ocultas. “Vosotros sois la luz del mundo”. “Donde está Dios, allí hay futuro”. Amén.

 

 

Visita del Papa a Alemania: Homilía en Aeropuerto de Friburgo

El Papa exhorta a la Iglesia en Alemania a permanecer unida a Pedro sólo así seguirá siendo una bendición para la comunidad católica mundial.

 

Visita del Papa a Alemania: Homilía en Aeropuerto de Friburgo

Visita del Papa a Alemania: Homilía en Aeropuerto de Friburgo

Visita del Papa a Alemania: SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Aeropuerto turístico de Friburgo de Brisgovia
Domingo 25 de septiembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas

Me emociona celebrar aquí la Eucaristía, la Acción de Gracias, con tanta gente llegada de distintas partes de Alemania y de los países limítrofes. Dirijamos nuestro agradecimiento sobre todo a Dios, en el cual vivimos, nos movemos y existimos (cf. Hch 17,28). Pero quisiera también daros las gracias a todos vosotros por vuestra oración por el Sucesor de Pedro, para que siga ejerciendo su ministerio con alegría y confiada esperanza, confirmando a los hermanos en la fe.

“Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia…”, hemos dicho en la oración colecta del día. Hemos escuchado en la primera lectura cómo Dios ha manifestado en la historia de Israel el poder de su misericordia. La experiencia del exilio en Babilonia había hecho caer al pueblo en una profunda crisis de fe: ¿Por qué sobrevino esta calamidad? ¿Acaso Dios no era verdaderamente poderoso?

Ante todas las cosas terribles que suceden hoy en el mundo, hay teólogos que dicen que Dios de ningún modo puede ser omnipotente. Frente a esto, nosotros profesamos nuestra fe en Dios Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Y nos alegramos y agradecemos que Él sea omnipotente. Pero, al mismo tiempo, debemos darnos cuenta de que Él ejerce su poder de manera distinta a como nosotros, los hombres, solemos hacer. Él mismo ha puesto un límite a su poder al reconocer la libertad de sus criaturas. Estamos alegres y reconocidos por el don de la libertad. Pero cuando vemos las cosas tremendas que suceden por su causa, nos asustamos. Fiémonos de Dios, cuyo poder se manifiesta sobre todo en la misericordia y el perdón. Y, queridos fieles, no lo dudemos: Dios desea la salvación de su pueblo.

Desea nuestra salvación, mi salvación, la salvación de cada uno. Siempre, y sobre todo en tiempos de peligro y de cambio radical, Él nos es cercano y su corazón se conmueve por nosotros, se inclina sobre nosotros. Para que el poder de su misericordia pueda tocar nuestros corazones, es necesario que nos abramos a Él, se necesita la libre disponibilidad para abandonar el mal, superar la indiferencia y dar cabida a su Palabra. Dios respeta nuestra libertad. No nos coacciona. Él espera nuestro “sí” y, por decirlo así, lo mendiga.

Jesús retoma en el Evangelio este tema fundamental de la predicación profética. Narra la parábola de los dos hijos enviados por el padre a trabajar en la viña. El primer hijo responde: “«No quiero». Pero después se arrepintió y fue” (Mt 21, 29). El otro, sin embargo, dijo al padre: “«Voy, señor». Pero no fue” (Mt 21, 30). A la pregunta de Jesús sobre quién de los dos ha hecho la voluntad del padre, los que le escuchaban responden justamente: “El primero” (Mt 21, 31). El mensaje de la parábola está claro: no cuentan las palabras, sino las obras, los hechos de conversión y de fe. Jesús – lo hemos oído – dirige este mensaje a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo de Israel, es decir, a los expertos en religión de su pueblo. En un primer momento, ellos dicen “sí” a la voluntad de Dios. Pero su religiosidad acaba siendo una rutina, y Dios ya no los inquieta. Por esto perciben el mensaje de Juan el Bautista y de Jesús como una molestia. Así, el Señor concluye su parábola con palabras drásticas: “Los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis” (Mt 21, 31-32). Traducida al lenguaje de nuestro tiempo, la afirmación podría sonar más o menos así: los agnósticos que no encuentran paz por la cuestión de Dios; los que sufren a causa de sus pecados y tienen deseo de un corazón puro, están más cerca del Reino de Dios que los fieles rutinarios, que ven ya solamente en la Iglesia el sistema, sin que su corazón quede tocado por esto: por la fe.

De este modo, la palabra nos debe hacer reflexionar mucho, es más, nos debe impactar a todos. Sin embargo, esto no significa en modo alguno que se deba considerar a todos los que viven en la Iglesia y trabajan en ella como alejados de Jesús y del Reino de Dios. Absolutamente no. No, este el momento de decir más bien una palabra de profundo agradecimiento a tantos colaboradores, empleados y voluntarios, sin los cuales sería impensable la vida en las parroquias y en toda la Iglesia. La Iglesia en Alemania tiene muchas instituciones sociales y caritativas, en las cuales el amor al prójimo se lleva a cabo de una forma también socialmente eficaz y que llega a los confines de la tierra. Quisiera expresar en este momento mi gratitud y aprecio a todos los que colaboran en Caritas alemana u otras organizaciones, o que ponen generosamente a disposición su tiempo y sus fuerzas para las tareas de voluntariado en la Iglesia. Este servicio requiere ante todo una competencia objetiva y profesional. Pero en el espíritu de la enseñanza de Jesús se necesita algo más: un corazón abierto, que se deja conmover por el amor de Cristo, y así presta al prójimo que nos necesita más que un servicio técnico: amor, con el que se muestra al otro el Dios que ama, Cristo. Entonces, también a partir de Evangelio de hoy, preguntémonos: ¿Cómo es mi relación personal con Dios en la oración, en la participación a la Misa dominical, en la profundización de la fe mediante la meditación de la Sagrada Escritura y el estudio del Catecismo de la Iglesia Católica? Queridos amigos, en último término, la renovación de la Iglesia puede llevarse a cabo solamente mediante la disponibilidad a la conversión y una fe renovada.

En el Evangelio de este domingo – lo hemos oído – se habla de dos hijos, pero tras los cuales hay misteriosamente un tercero. El primer hijo dice no, pero después hace lo que se le ordena. El segundo dice sí, pero no cumple la voluntad del padre. El tercero dice “sí” y hace lo que se le ordena. Este tercer hijo es el Hijo unigénito de Dios, Jesucristo, que nos ha reunido a todos aquí. Jesús, entrando en el mundo, dijo: “He aquí que vengo... para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” (Hb 10, 7). Este “sí”, no solamente lo pronunció, sino que también lo cumplió y lo sufrió hasta en la muerte. En el himno cristológico de la segunda lectura se dice: “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2, 6-8). Jesús ha cumplido la voluntad del Padre en humildad y obediencia, ha muerto en la cruz por sus hermanos y hermanas – por nosotros – y nos ha redimido de nuestra soberbia y obstinación. Démosle gracias por su sacrificio, doblemos las rodillas ante su Nombre y proclamemos junto con los discípulos de la primera generación: “Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 10).

La vida cristiana debe medirse continuamente con Cristo: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús” (Flp 2, 5), escribe san Pablo en la introducción al himno cristológico. Y algunos versículos antes, él ya nos exhorta: “Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir” (Flp 2, 1-2). Así como Cristo estaba totalmente unido al Padre y le obedecía, así sus discípulos deben obedecer a Dios y tener entre ellos un mismo sentir.

Queridos amigos, con Pablo me atrevo a exhortaros: Dadme esta gran alegría estando firmemente unidos a Cristo. La Iglesia en Alemania superará los grandes desafíos del presente y del futuro y seguirá siendo fermento en la sociedad, si los sacerdotes, las personas consagradas y los laicos que creen en Cristo, fieles a su vocación especifica, colaboran juntos; si las parroquias, las comunidades y los movimientos se sostienen y se enriquecen mutuamente; si los bautizados y confirmados, en comunión con su obispo, tienen alta la antorcha de una fe inalterada y dejan que ella ilumine sus ricos conocimientos y capacidades. La Iglesia en Alemania seguirá siendo una bendición para la comunidad católica mundial si permanece fielmente unida a los sucesores de san Pedro y de los Apóstoles, si de diversos modos cuida la colaboración con los países de misión y se deja también “contagiar” en esto por la alegría en la fe de las iglesias jóvenes.

Pablo une la llamada a la humildad con la exhortación a la unidad. Y dice: “No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás” (Flp 2, 3-4). La vida cristiana es una pro-existencia: un ser para el otro, un compromiso humilde para con el prójimo y con el bien común. Queridos fieles, la humildad es una virtud que en el mundo de hoy y, en general, de todos los tiempos, no goza de gran estima, pero los discípulos del Señor saben que esta virtud es, por decirlo así, el aceite que hace fecundos los procesos de diálogo, posible la colaboración y cordial la unidad. Humilitas, la palabra latina para “humildad”, está relacionada con humus, es decir con la adherencia a la tierra, a la realidad. Las personas humildes tienen los pies en la tierra. Pero, sobre todo, escuchan a Cristo, la Palabra de Dios, que renueva sin cesar a la Iglesia y a cada uno de sus miembros.

Pidamos a Dios el ánimo y la humildad de avanzar por el camino de la fe, de alcanzar la riqueza de su misericordia y de tener la mirada fija en Cristo, la Palabra que hace nuevas todas las cosas, que para nosotros es “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6), que es nuestro futuro. Amén.

 

 

¿Qué debería cambiar en la Iglesia? Usted y yo, en primer lugar

Dircurso del Papa en Friburgo: ¿Debería cambiar la Iglesia para llegar a más personas? (25 de septiembre de 2011)

 

¿Qué debería cambiar en la Iglesia? Usted y yo, en primer lugar

¿Qué debería cambiar en la Iglesia? Usted y yo, en primer lugar

Antes de partir de vuelta a Roma, el Papa se reunió con representantes de asociaciones católicas que trabajan en la Iglesia y en la sociedad. Ante ellos, reflexionó sobre qué debería cambiar la Iglesia para llegar a más personas.


DISCURSO COMPLETO:

Queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,

Ilustres señoras y señores

Me alegra tener este encuentro con ustedes, que están comprometidos de muchas maneras con la Iglesia y la sociedad. Esto me ofrece una ocasión de agradecerles personalmente y de todo corazón su servicio y testimonio como "valerosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos" (Lumen gentium, 35). En sus ambientes de trabajo, en el momento actual, no siempre es fácil defender con entusiasmo la causa de la fe y de la Iglesia.

Desde hace decenios, asistimos a una disminución de la práctica religiosa, constatamos un creciente distanciamiento de una notable parte de los bautizados de la vida de la Iglesia. Surge, pues, la pregunta: ¿Acaso no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe, tal vez, adaptarse al tiempo presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las personas de hoy que se encuentran en búsqueda o en duda?

A la beata Madre Teresa le preguntaron una vez cuál sería, según ella, lo primero que se debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue: usted y yo.

Este pequeño episodio pone de relieve dos cosas: por un lado, la Religiosa quiere decir a su interlocutor que la Iglesia no son sólo los demás, la jerarquía, el Papa y los obispos; la Iglesia somos todos nosotros, los bautizados. Por otro lado, parte del presupuesto de que efectivamente hay motivo para un cambio, de que existe esa necesidad. Cada cristiano y la comunidad de los creyentes están llamados a una conversión continua.

¿Cómo se debe configurar concretamente este cambio? ¿Se trata tal vez de una renovación como la que realiza, por ejemplo, un propietario mediante una restructuración o la pintura de su edificio? ¿O acaso se trata de una corrección, para retomar el rumbo y recorrer de modo más directo y expeditivo un camino? Ciertamente, estos y otros aspectos tienen importancia. Pero por lo que respecta a la Iglesia, el motivo fundamental del cambio es la misión apostólica de los discípulos y de la Iglesia misma.

En efecto, la Iglesia debe verificar constantemente su fidelidad a esta misión. Los tres Evangelios sinópticos enfocan distintos aspectos del envío a la misión: ésta se basa en una experiencia personal: "Vosotros soy testigos" (Lc 24, 48); se expresa en relaciones: "Haced discípulos a todos los pueblos" (Mt 28, 19); trasmite un mensaje universal: "Proclamad el Evangelio a toda la creación" (Mc 16, 15). Sin embargo, a causa de las pretensiones y de los condicionamientos del mundo, el testimonio viene repetidamente ofuscado, alienadas las relaciones y relativizado el mensaje. Si después la Iglesia, como dice el Papa Pablo VI, "trata de adaptarse a aquel modelo que Cristo le propone, es necesario que ella se diferencie profundamente del ambiente humano en el cual vive y al cual se aproxima" (Carta encíclica Ecclesiam suam, 24). Para cumplir su misión, ella tomará continuamente las distancias de su entorno, debe en cierta medida ser desmundanizada.

La misión de la Iglesia deriva ciertamente del misterio del Dios uno y trino, del misterio de su amor creador. El amor no está presente en Dios de un modo cualquiera: Él mismo, por su naturaleza, es amor. Y el amor de Dios no quiere quedarse en sí mismo, quiere difundirse. En la Encarnación y en el sacrificio del Hijo de Dios, ese amor ha alcanzado a los hombres de modo particular. El Hijo ha salido de la esfera de su ser Dios, se ha hecho carne y se ha hecho hombre; y ciertamente no sólo para confirmar el mundo en su mundanidad, y ser un acompañante suyo que lo deja totalmente intacto tal como es. Del evento cristológico forma parte algo incomprensible, pues incluye -como dicen los Padres de la Iglesia- un commercium, un intercambio entre Dios y los hombres, en el que ambos, aunque en un modo completamente distinto, dan y adquieren algo, entregan y reciben gratuitamente. La fe cristiana sabe que Dios ha puesto al hombre en una libertad, en la que él puede ser verdaderamente un partner y entrar en un intercambio con Dios. Al mismo tiempo, el hombre es consciente de que ese intercambio es posible sólo gracias a la generosidad de Dios que toma la pobreza del mendigo como una riqueza, para hacer soportable el don divino, pues el hombre no puede corresponder con nada equivalente.

También la Iglesia debe su ser a este intercambio desigual. No posee nada de autónomo ante Aquel que la ha fundada. Encuentra su sentido exclusivamente en el compromiso de ser instrumento de redención, de impregnar el mundo con la palabra de Dios y de trasformarlo al introducirlo en la unión de amor con Dios. La Iglesia se sumerge totalmente en la atención condescendiente del Redentor para con los hombres. Ella misma está siempre en movimiento, debe ponerse constantemente al servicio de la misión que ha recibido del Señor. La Iglesia debe abrirse una y otra vez a las preocupaciones del mundo y dedicarse a ellas sin reservas, para continuar y hacer presente el intercambio sagrado que comenzó con la Encarnación.

En el desarrollo histórico de la Iglesia se manifiesta, sin embargo, también una tendencia contraria, la de una Iglesia que se acomoda a este mundo, llega a ser autosuficiente y se adapta a sus criterios. Por ello da una mayor importancia a la organización y a la institucionalización que a su vocación a la apertura.

Para corresponder a su verdadera tarea, la Iglesia debe una y otra vez hacer el esfuerzo por separarse de lo mundano del mundo. Con esto sigue las palabras de Jesús: "No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo" (Jn 17,16). En un cierto sentido, la historia viene en ayuda de la Iglesia a través de distintas épocas de secularización que han contribuido en modo esencial a su purificación y reforma interior.

En efecto, las secularizaciones –sea que consistan en expropiaciones de bienes de la Iglesia o en cancelación de privilegios o cosas similares– han significado siempre un profundo desarrollo de la Iglesia, en el que se despojaba de su riqueza terrena a la vez que volvía a abrazar plenamente su pobreza terrena. Con esto la Iglesia compartía el destino de la tribu de Levi que, según la afirmación del Antiguo Testamento, era la única tribu de Israel que no poseía un patrimonio terreno, sino, como parte de la herencia, le había tocado en suerte exclusivamente a Dios mismo, su palabra y sus signos. Con esta tribu, la Iglesia compartía en cada momento histórico, la exigencia de una pobreza que se abría al mundo para, separarse de su vínculos materiales y, así también, su actuación misionera volvía a ser creíble.

Los ejemplos históricos muestran que el testimonio misionero de la Iglesia "desmundanizada" resulta más claro. Liberada de su fardo material y político, la Iglesia puede dedicarse mejor y verdaderamente cristiana al mundo entero, puede verdaderamente estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura su llamada al ministerio del adoración a Dios y al servicio del prójimo. La tarea misionera, que va unida a la adoración cristiana y debería determinar la estructura de la Iglesia, se hace más claramente visible. La Iglesia se abre al mundo, no para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus propias pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí mismos y conducirlos así a Aquel del que toda persona puede decir, con san Agustín: Él es más íntimo a mí que yo mismo (cf. Conf. 3, 6, 11). Él, que está infinitamente por encima de mí, está de tal manera en mí que es mi verdadera interioridad. Mediante este estilo de apertura al mundo propio de la Iglesia, se queda al mismo tiempo diseñada la forma en la que cada cristiano puede realizar esa misma apertura de modo eficaz y adecuado.

No se trata aquí de encontrar una nueva táctica para valorizar otra vez la Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera táctica y buscar la plena sinceridad, que no descuida ni reprime nada de la verdad de nuestro hoy, sino que realiza la fe plenamente en el hoy viviéndola totalmente precisamente en la sobriedad del hoy, llevándola a su plena identidad, quitando lo que sólo aparentemente es fe, pero en realidad no son más que convenciones y hábitos.

Digámoslo con otras palabras: la fe cristiana es para el hombre siempre un escándalo, no sólo en nuestro tiempo. Creer que el Dios eterno se preocupe de los seres humanos, que nos conozca; que el Inasequible se haya convertido en un momento dado en accesible; que el Inmortal haya sufrido y muerto en la cruz; que a los mortales se nos haya prometido la resurrección y la vida eterna; para nosotros los hombres, todo esto es verdaderamente una osadía.

Este escándalo, que no puede ser suprimido si no se quiere anular el cristianismo, ha sido desgraciadamente ensombrecido recientemente por los dolorosos escándalos de los anunciadores de la fe. Se crea una situación peligrosa, cuando estos escándalos ocupan el puesto del skandalon primario de la Cruz, haciéndolo así inaccesible; esto es cuando esconden la verdadera exigencia cristiana detrás de la ineptitud de sus mensajeros.

Hay una razón más para pensar que sea de nuevo el momento de abandonar con audacia lo que hay de mundano en la Iglesia. Lo que no quiere decir retirarse del mundo. Una Iglesia aligerada de los elementos mundanos es capaz de comunicar a los hombres –tanto a los que sufren como a los que los ayudan– precisamente en el ámbito social y caritativo, la fuerza vital especial de la fe cristiana. "Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia" (Carta encíclica Deus caritas est, 25). Ciertamente, también las obras caritativas de la Iglesia deben prestar atención constante a la exigencia de un adecuado distanciamiento del mundo para evitar que, ante un creciente alejamiento de la Iglesia, sus raíces se sequen. Sólo la profunda relación con Dios hace posible una plena atención al hombre, del mismo modo que sin una atención al prójimo se empobrece la relación con Dios.

Estar abiertos a las vicisitudes del mundo significa por tanto para la Iglesia "desmundanizada" testimoniar, según el Evangelio, con palabras y obras, aquí y ahora, la señoría del amor de Dios. Esta tarea, además, nos remite más allá del mundo presente: la vida presente, en efecto, incluye la relación con la vida eterna. Vivamos como individuos y como comunidad de la Iglesia la sencillez de un gran amor que, en el mundo, es al mismo tiempo lo más fácil y lo más difícil, porque exige nada más y nada menos que el darse a sí mismo.

Queridos amigos, me queda sólo implorar para todos nosotros la bendición de Dios y la fuerza del Espíritu Santo, para que podamos, cada uno en su propio campo de acción, reconocer una y otra vez y testimoniar el amor de Dios y su misericordia. Gracias por su atención.

 

Viaje apostólico del Papa a Alemania
(22-25 de septiembre de 2011)