Visita del Papa a
Alemania: Encuentro con los representantes de la Iglesia Evangélica.
Encuentro con los representantes de la Iglesia Evangélica. El Papa invita a católicos y evangélicos a “profundizar en lo que une”. El testimonio común de Cristo resucitado y la defensa de la dignidad humana
Visita del
Papa a Alemania: ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES
DEL CONSEJO
DE LA "IGLESIA EVANGÉLICA EN ALEMANIA"
DISCURSO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Antiguo
convento agustino de Erfurt
Viernes 23 de septiembre de 2011
Distinguidos Señores y Señoras:
Al
tomar la palabra, quisiera ante todo dar gracias de corazón por
tener esta ocasión de encontrarnos aquí. Mi particular gratitud
a usted, querido hermano presidente Schneider que me ha dado la
bienvenida y me ha acogido con sus palabras en medio de ustedes.
Usted ha abierto su corazón, ha expresado abiertamente la fe
verdaderamente común, el deseo de unidad. Y nosotros estamos
alegres, porque considero que esta asamblea, nuestros
encuentros, vengan celebrados también como la fiesta de la que
obtenemos con la fe común. Quisiera además agradecer a todos,
por el don de poder dialogar juntos como cristianos en este
histórico lugar.
Como
Obispo de Roma, es para mí un momento de profunda emoción
encontrarlos aquí, en el antiguo convento agustino de Erfurt.
Hemos escuchado que aquí, Lutero estudió teología. Aquí fue
ordenado sacerdote. Contra los deseos de su padre, no continuó
los estudios de derecho, sino que estudió teología y se encaminó
hacia el sacerdocio en la Orden de San Agustín. Y en este
camino, no le interesaba esto o aquello. Lo que le quitaba la
paz era la cuestión de
Dios, que fue la pasión
profunda y el centro de su vida y de su camino. “¿Cómo puedo
tener un Dios misericordioso?”: Esta pregunta le penetraba el
corazón y estaba detrás de toda su investigación teológica y de
toda su lucha interior. Para Lutero, la teología no era una
cuestión académica, sino una lucha interior consigo mismo, y
luego esto se convertía en una lucha sobre Dios y con Dios.
“¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?” No deja de
sorprenderme en el corazón que esta pregunta haya sido la fuerza
motora de su camino. ¿Quién se ocupa actualmente de esta
cuestión, incluso entre los cristianos? ¿Qué significa la
cuestión de Dios en nuestra vida, en nuestro anuncio? La mayor
parte de la gente, también de los cristianos, da hoy por
descontado que, en último término, Dios no se interesa por
nuestros pecados y virtudes. Él sabe, en efecto, que todos somos
solamente carne. Si hoy se cree aún en un más allá y en un
juicio de Dios, en la práctica, casi todos presuponemos que Dios
deba ser generoso y, al final, en su misericordia, no tendrá en
cuenta nuestras pequeñas faltas. La cuestión no nos preocupa
más. Pero, ¿son verdaderamente tan pequeñas nuestras faltas?
¿Acaso no se destruye el mundo a causa de la corrupción de los
grandes, pero también de los pequeños, que sólo piensan en su
propio beneficio? ¿No se destruye a causa del poder de la droga
que se nutre, por una parte, del ansia de vida y de dinero, y
por otra, de la avidez de placer de quienes son adictos a ella?
¿Acaso no está amenazado por la creciente tendencia a la
violencia que se enmascara a menudo con la apariencia de una
religiosidad? Si fuese más vivo en nosotros el
amor de Dios, y a
partir de Él, el amor por el prójimo, por las creaturas de Dios,
por los hombres, ¿podrían el hambre y la pobreza devastar zonas
enteras del mundo? Y las preguntas en ese sentido podrían
continuar. No, el mal no es una nimiedad. No podría ser tan
poderoso, si nosotros pusiéramos a Dios realmente en el centro
de nuestra vida. La pregunta: ¿Cómo se sitúa Dios respecto a mí,
cómo me posiciono yo ante Dios? Esta pregunta candente de Lutero
debe convertirse otra vez, y ciertamente de un modo nuevo,
también en una pregunta nuestra, no académica, pero concreta.
Pienso que esto sea la primera cuestión que nos interpela al
encontrarnos con Martín Lutero.
Y
después es importante: Dios, el único Dios, el Creador del cielo
y de la tierra, es algo distinto de una hipótesis filosófica
sobre el origen del cosmos. Este Dios tiene un rostro y nos ha
hablado, en Jesucristo hecho hombre, se hizo uno de nosotros;
Dios verdadero y verdadero hombre a la vez. El pensamiento de
Lutero y toda su espiritualidad eran completamente
cristocéntricos. Para Lutero, el criterio hermenéutico decisivo
en la interpretación de la Sagrada Escritura era: “Lo que
conduce a la causa de Cristo”. Sin embargo, esto presupone que
Jesucristo sea el centro de nuestra espiritualidad y que su
amor, la intimidad con Él, oriente nuestra vida.
Ahora quizás se podría decir: De acuerdo. Pero, ¿qué tiene esto
que ver con nuestra situación ecuménica? ¿No será todo esto
solamente un modo de eludir con muchas palabras los problemas
urgentes en los que esperamos progresos prácticos, resultados
concretos? A este respecto les digo: Lo más necesario para el
ecumenismo es sobre todo que, presionados por la secularización,
no perdamos casi inadvertidamente las grandes cosas que tenemos
en común, aquellas que de por sí nos hacen cristianos y que
tenemos como don y tarea. Fue un error de la edad confesional
haber visto mayormente aquello que nos separa, y no haber
percibido en modo esencial lo que tenemos en común en las
grandes pautas de la Sagrada Escritura y en las profesiones de
fe del cristianismo antiguo. Éste ha sido para mi el gran
progreso ecuménico de los últimos decenios: nos dimos cuenta de
esta comunión y, en el orar y cantar juntos, en la tarea común
por el ethos cristiano ante el mundo, en el testimonio común del
Dios de Jesucristo en este mundo, reconocemos esta comunión como
nuestro común fundamento imperecedero.
Indudable, el riesgo de perderla es real. Quisiera señalar
brevemente dos aspectos. En los últimos tiempos, la geografía
del cristianismo ha cambiado profundamente y sigue cambiando
todavía. Ante una nueva forma de cristianismo, que se difunde
con un inmenso dinamismo misionero, a veces preocupante en sus
formas, las Iglesias confesionales históricas se quedan
frecuentemente perplejas. Es un cristianismo de escasa densidad
institucional, con poco bagaje racional, menos aún dogmático, y
con poca estabilidad. Este fenómeno mundial –que los obispos de
todo el mundo continuamente me describen- nos pone a todos ante
la pregunta: ¿Qué nos transmite, positiva y negativamente, esta
nueva forma de cristianismo? Sea lo que fuere, nos sitúa
nuevamente ante la pregunta sobre qué es lo que permanece
siempre válido y qué pueda o deba cambiarse ante la cuestión de
nuestra opción fundamental en la fe.
Más
profundo, y en nuestro país, más candente, es el segundo desafío
para todo el cristianismo; quisiera hablar de ello: se trata del
contexto del mundo secularizado en el cual debemos vivir y dar
testimonio hoy de nuestra fe. La ausencia de Dios en nuestra
sociedad se nota cada vez más, la historia de su revelación, de
la que nos habla la Escritura, parece relegada a un pasado que
se aleja cada vez más. ¿Acaso es necesario ceder a la presión de
la secularización, llegar a ser modernos adulterando la fe?
Naturalmente, la fe tiene que ser nuevamente pensada y, sobre
todo, vivida, hoy de modo nuevo, para que se convierta en algo
que pertenece al presente. Ahora bien, a ello no ayuda su
adulteración, sino vivirla íntegramente en nuestro hoy. Esto es
una tarea ecuménica central. En el cual debemos ayudarnos
mutuamente, a creer cada vez más viva y profundamente. No serán
las tácticas las que nos salven, las que salven el cristianismo,
sino una fe pensada y vivida de un modo nuevo, mediante la cual
Cristo, y con Él, el Dios viviente, entre en nuestro mundo. Como
los mártires de la época nazista propiciaron nuestro
acercamiento recíproco, suscitando la primera apertura
ecuménica, del mismo modo también hoy la fe, vivida a partir de
lo íntimo de nosotros mismos, en un mundo secularizado, será la
fuerza ecuménica más poderosa que nos congregará, guiándonos a
la unidad en el único Señor. Y por esto la plegaria para
aprender de nuevo a vivir la fe para poder así ser una sola
cosa.