Discurso de Benedicto XVI en la vigilia del V Encuentro Mundial de las Familias
en Valencia
Amados hermanos y hermanas:
Siento un gran gozo al participar en este encuentro de oración, en el cual se
quiere celebrar con gran alegría el don divino de la familia. Me siento muy
cercano con la oración a todos los que han vivido recientemente el luto en esta
ciudad, y con la esperanza en Cristo resucitado, que da aliento y luz aún en los
momentos de mayor desgracia humana.
Unidos por la misma fe en Cristo, nos hemos congregado aquí, desde tantas partes
del mundo, como una comunidad que agradece y da testimonio con júbilo de que el
ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios para amar y que sólo se
realiza plenamente a sí mismo cuando hace entrega sincera de sí a los demás. La
familia es el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a dar y recibir
amor. Por eso la Iglesia manifiesta constantemente su solicitud pastoral por
este espacio fundamental para la persona humana. Así lo enseña en su Magisterio:
“Dios, que es amor y creó al hombre por amor, lo ha llamado a amar. Creando al
hombre y a la mujer, los ha llamado en el Matrimonio a una íntima comunión de
vida y amor entre ellos, «de manera que ya no son dos, sino una sola carne» (Mt
19, 6)” (Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio, 337).
Ésta es la verdad que la Iglesia proclama sin cesar al mundo. Mi querido
predecesor Juan Pablo II, decía que “El hombre se ha convertido en ‘imagen y
semejanza’ de Dios, no sólo a través de la propia humanidad, sino también a
través de la comunión de las personas que el varón y la mujer forman desde el
principio. Se convierten en imagen de Dios, no tanto en el momento de la
soledad, cuanto en el momento de la comunión” (Catequesis, 14-XI-1979). Por eso
he confirmado la convocatoria de este V Encuentro Mundial de las Familias en
España, y concretamente en Valencia, rica en sus tradiciones y orgullosa de la
fe cristiana que se vive y cultiva en tantas familias.
La familia es una institución intermedia entre el individuo y la sociedad, y
nada la puede suplir totalmente. Ella misma se apoya sobre todo en una profunda
relación interpersonal entre el esposo y la esposa, sostenida por el afecto y
comprensión mutua. Para ello recibe la abundante ayuda de Dios en el sacramento
del matrimonio, que comporta verdadera vocación a la santidad.
Ojalá que los hijos contemplen más los momentos de armonía y afecto de los
padres, que no los de discordia o distanciamiento, pues el amor entre el padre y
la madre ofrece a los hijos una gran seguridad y les enseña la belleza del amor
fiel y duradero.
La familia es un bien necesario para los pueblos, un fundamento indispensable
para la sociedad y un gran tesoro de los esposos durante toda su vida. Es un
bien insustituible para los hijos, que han de ser fruto del amor, de la donación
total y generosa de los padres. Proclamar la verdad integral de la familia,
fundada en el matrimonio como Iglesia doméstica y santuario de la vida, es una
gran responsabilidad de todos.
El padre y la madre se han dicho un “sí” total ante de Dios, lo cual constituye
la base del sacramento que les une; asimismo, para que la relación interna de la
familia sea completa, es necesario que digan también un “sí” de aceptación a sus
hijos, a los que han engendrado o adoptado y que tienen su propia personalidad y
carácter. Así, éstos irán creciendo en un clima de aceptación y amor, y es de
desear que al alcanzar una madurez suficiente quieran dar a su vez un “sí” a
quienes les han dado la vida.
Los desafíos de la sociedad actual, marcada por la dispersión que se genera
sobre todo en el ámbito urbano, hacen necesario garantizar que las familias no
estén solas. Un pequeño núcleo familiar puede encontrar obstáculos difíciles de
superar si se encuentra aislado del resto de sus parientes y amistades. Por
ello, la comunidad eclesial tiene la responsabilidad de ofrecer acompañamiento,
estímulo y alimento espiritual que fortalezca la cohesión familiar, sobre todo
en las pruebas o momentos críticos. En este sentido, es muy importante la labor
de las parroquias, así como de las diversas asociaciones eclesiales, llamadas a
colaborar como redes de apoyo y mano cercana de la Iglesia para el crecimiento
de la familia en la fe. Cristo ha revelado cuál es siempre la fuente suprema de
la vida para todos y, por tanto, también para la familia: “Éste es mi
mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor
amor que quien da la vida por sus amigos” (Jn 15,12-13). El amor de Dios mismo
se ha derramado sobre nosotros en el bautismo. De ahí que las familias están
llamadas a vivir esa calidad de amor, pues el Señor es quien se hace garante de
que eso sea posible para nosotros a través del amor humano, sensible, afectuoso
y misericordioso como el de Cristo.
Junto con la transmisión de la fe y del amor del Señor, una de las tareas más
grandes de la familia es la de formar personas libres y responsables. Por ello
los padres han de ir devolviendo a sus hijos la libertad, de la cual durante
algún tiempo son tutores. Si éstos ven que sus padres -y en general los adultos
que les rodean- viven la vida con alegría y entusiasmo, incluso a pesar de las
dificultades, crecerá en ellos más fácilmente ese gozo profundo de vivir que les
ayudará a superar con acierto los posibles obstáculos y contrariedades que
conlleva la vida humana.
Además, cuando la familia no se cierra en sí misma, los hijos van aprendiendo
que toda persona es digna de ser amada, y que hay una fraternidad fundamental
universal entre todos los seres humanos.
Este V Encuentro Mundial nos invita a reflexionar sobre un tema de particular
importancia y que comporta una gran responsabilidad para nosotros: “La
transmisión de la fe en la familia”.
Lo expresa muy bien el Catecismo de la Iglesia Católica: “Como una madre que
enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y comunicar, la Iglesia,
nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la
inteligencia y la vida de fe” (n. 171).
Como se simboliza en la liturgia del bautismo, con la entrega del cirio
encendido, los padres son asociados al misterio de la nueva vida como hijos de
Dios, que se recibe con las aguas bautismales.
Transmitir la fe a los hijos, con la ayuda de otras personas e instituciones
como la parroquia, la escuela o las asociaciones católicas, es una
responsabilidad que los padres no pueden olvidar, descuidar o delegar
totalmente. “La familia cristiana es llamada Iglesia doméstica, porque
manifiesta y realiza la naturaleza comunitaria y familiar de la Iglesia en
cuanto familia de Dios.
Cada miembro, según su propio papel, ejerce el sacerdocio bautismal,
contribuyendo a hacer de la familia una comunidad de gracia y de oración,
escuela de virtudes humanas y cristianas y lugar del primer anuncio de la fe a
los hijos” (Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio, 350). Y además: “Los
padres, partícipes de la paternidad divina, son los primeros responsables de la
educación de sus hijos y los primeros anunciadores de la fe. Tienen el deber de
amar y de respetar a sus hijos como personas y como hijos de Dios... En
especial, tienen la misión de educarlos en la fe cristiana” (ibíd., 460).
El lenguaje de la fe se aprende en los hogares donde esta fe crece y se
fortalece a través de la oración y de la práctica cristiana. En la lectura del
Deuteronomio hemos escuchado la oración repetida constantemente por el pueblo
elegido, la Shema Israel, y que Jesús escucharía y repetiría en su hogar de
Nazaret. Él mismo la recordaría durante su vida pública, como nos refiere el
evangelio de Marcos (Mc 12,29). Ésta es la fe de la Iglesia que viene del amor
de Dios, por medio de vuestras familias. Vivir la integridad de esta fe, en su
maravillosa novedad, es un gran regalo. Pero en los momentos en que parece que
se oculta el rostro de Dios, creer es difícil y cuesta un gran esfuerzo.
Este encuentro da nuevo aliento para seguir anunciando el Evangelio de la
familia, reafirmar su vigencia e identidad basada en el matrimonio abierto al
don generoso de la vida, y donde se acompaña a los hijos en su crecimiento
corporal y espiritual. De este modo se contrarresta un hedonismo muy difundido,
que banaliza las relaciones humanas y las vacía de su genuino valor y belleza.
Promover los valores del matrimonio no impide gustar plenamente la felicidad que
el hombre y la mujer encuentran en su amor mutuo. La fe y la ética cristiana,
pues, no pretenden ahogar el amor, sino hacerlo más sano, fuerte y realmente
libre. Para ello, el amor humano necesita ser purificado y madurar para ser
plenamente humano y principio de una alegría verdadera y duradera (cf. Discurso
en san Juan de Letrán, 5 junio 2006).
Invito, pues, a los gobernantes y legisladores a reflexionar sobre el bien
evidente que los hogares en paz y en armonía aseguran al hombre, a la familia,
centro neurálgico de la sociedad, como recuerda la Santa Sede en la Carta de los
Derechos de la Familia. El objeto de las leyes es el bien integral del hombre,
la respuesta a sus necesidades y aspiraciones. Esto es una ayuda notable a la
sociedad, de la cual no se puede privar y para los pueblos es una salvaguarda y
una purificación. Además, la familia es una escuela de humanización del hombre,
para que crezca hasta hacerse verdaderamente hombre. En este sentido, la
experiencia de ser amados por los padres lleva a los hijos a tener conciencia de
su dignidad de hijos.
La criatura concebida ha de ser educada en la fe, amada y protegida. Los hijos,
con el fundamental derecho a nacer y ser educados en la fe, tienen derecho a un
hogar que tenga como modelo el de Nazaret y sean preservados de toda clase de
insidias y amenazas.
Deseo referirme ahora a los abuelos, tan importantes en las familias. Ellos
pueden ser -y son tantas veces- los garantes del afecto y la ternura que todo
ser humano necesita dar y recibir. Ellos dan a los pequeños la perspectiva del
tiempo, son memoria y riqueza de las familias. Ojalá que, bajo ningún concepto,
sean excluidos del círculo familiar. Son un tesoro que no podemos arrebatarles a
las nuevas generaciones, sobre todo cuando dan testimonio de fe ante la cercanía
de la muerte.
Quiero ahora recitar una parte de la oración que habéis rezado pidiendo por el
buen fruto de este Encuentro Mundial de las Familias:
Oh, Dios, que en la Sagrada Familia
nos dejaste un modelo perfecto de vida familiar
vivida en la fe y la obediencia a tu voluntad.
Ayúdanos a ser ejemplo de fe y amor a tus mandamientos.
Socórrenos en nuestra misión de transmitir la fe a nuestros hijos.
Abre su
corazón para que crezca en ellos
la semilla de la fe que recibieron en el bautismo.
Fortalece la fe de nuestros jóvenes,
para que crezcan en el conocimiento de Jesús.
Aumenta el amor y la fidelidad en todos los matrimonios,
especialmente aquellos que pasan por momentos de sufrimiento o dificultad.
Unidos a José y María,
Te lo pedimos por Jesucristo tu Hijo, nuestro Señor. Amén.