Meditación de Adviento de Benedicto XVI
Homilía en la celebración de las Vísperas del Domingo I de Adviento
CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 4, diciembre 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI el sábado por la tarde en la
Basílica de San Pedro del Vaticano durante la celebración de las vísperas del
primer domingo de Adviento.
* * *
Volvamos a escuchar la primera antífona de esta
celebración vespertina, que se presenta como apertura del tiempo de Adviento y
que resuena como antífona de todo el Año Litúrgico: «Anunciad a todos los
pueblos: Dios viene, nuestro Salvador». Al inicio de un nuevo ciclo anual, la
liturgia invita a la Iglesia a renovar su anuncio a todos los pueblos y lo
resume en dos palabras: «Dios viene». Esta expresión tan sintética contiene una
fuerza de sugestión siempre nueva.
Detengámonos un momento a reflexionar: no usa el pasado--Dios ha venido-- ni el
futuro, --Dios vendrá--, sino el presente: «Dios viene». Si prestamos atención,
se trata de un presente continuo, es decir, de una acción que siempre tiene
lugar: está ocurriendo, ocurre ahora y ocurrirá una vez más. En cualquier
momento, «Dios viene».
El verbo «venir» se presenta como un verbo «teológico», incluso «teologal»,
porque dice algo que tiene que ver con la naturaleza misma de Dios. Anunciar que
«Dios viene» significa, por lo tanto, anunciar simplemente al mismo Dios, a
través de uno de sus rasgos esenciales y significativos: es el «Dios-que-viene».
Adviento invita a los creyentes a tomar conciencia de esta verdad y a actuar
coherentemente. Resuena como un llamamiento provechoso que tiene lugar con el
pasar de los días, de las semanas, de los meses: ¡Despierta! ¡Recuerda que Dios
viene! ¡No vino ayer, no vendrá mañana, sino hoy, ahora! El único verdadero
Dios, el Dios de Abraham, de Isaac y Jacob» no es un Dios que está en el cielo,
desinteresándose de nosotros y de nuestra historia, sino que es el
Dios-que-viene.
Es un Padre que no deja nunca de pensar en nosotros, respetando totalmente
nuestra libertad: desea encontrarnos, visitarnos, quiere venir, vivir en medio
de nosotros, permanecer en nosotros. Este «venir» se debe a su voluntad de
liberarnos del mal y de la muerte, de todo aquello que impide nuestra verdadera
felicidad, Dios viene a salvarnos.
Los Padres de la Iglesia observan que el «venir» de Dios --continuo y por así
decir, connatural con su mismo ser-- se concentra en las dos principales venidas
de Cristo, la de su Encarnación y la de su regreso glorioso al fin de la
historia (Cf. Cirilo de Jerusalén, «Catequesis» 15, 1: PG 33,870). El tiempo de
Adviento vive entre estos dos polos. En los primeros días se subraya la espera
de la última venida del Señor, como demuestran también los textos de la
celebración vespertina de hoy.
Al acercarse la Navidad, prevalecerá por el contrario la memoria del
acontecimiento de Belén, para reconocer en él la «plenitud del tiempo». Entre
estas dos venidas, «manifestadas», hay una tercera, que san Bernardo llama
«intermedia» y «oculta»: tiene lugar en el alma de los creyentes y tiende una
especie de puente entre la primera y la última.
«En la primera --escribe san Bernardo--, Cristo fue nuestra redención en la
última se manifestará como nuestra vida, en ésta será nuestro descanso y nuestro
consuelo» («Disc. 5 sobre el Adviento», 1).
Para la venida de Cristo que podríamos llamar «encarnación espiritual», el
arquetipo es María. Como la Virgen conservó en su corazón al Verbo hecho carne,
así cada una de las almas y toda la Iglesia están llamadas en su peregrinación
terrena a esperar a Cristo que viene, y a acogerlo con fe y amor siempre
renovados.
La Liturgia del Adviento subraya que la Iglesia da voz a esa espera de Dios
profundamente inscrita en la historia de la humanidad, una espera a menudo
sofocada y desviada hacia direcciones equivocadas. Cuerpo místicamente unido a
Cristo Jefe, la Iglesia es sacramento, es decir, signo e instrumento eficaz de
esa espera de Dios.
De una forma que sólo Él conoce, la comunidad cristiana puede abreviar la venida
final, ayudando a la humanidad a salir al encuentro del Señor que viene. Y esto
lo hace antes que nada, pero no sólo, con la oración. Las «obras buenas» son
esenciales e inseparables a la oración, como recuerda la oración de este primer
domingo de Adviento, con la que pedimos al Padre Celestial que suscite en
nosotros «la voluntad de salir al encuentro de Cristo, con las buenas obras».
Desde este punto de vista, el Adviento es más adecuado que nunca para
convertirse en un tiempo vivido en comunión con todos aquellos --y gracias a
Dios son muchos—que esperan en un mundo más justo y más fraterno.
Este compromiso por la justicia puede unir en cierto sentido a los hombres de
cualquier nacionalidad y cultura, creyentes y no creyentes. Todos de hecho están
animados por un anhelo común, aunque sea distinto por sus motivaciones, hacia un
futuro de justicia y de paz.
¡La paz es la meta a la que aspira toda la humanidad! Para los creyentes «paz»
es uno de los nombres más bellos de Dios, quien quiere el entendimiento entre
todos sus hijos, como he tenido la oportunidad de recordar en mi peregrinación
de estos días pasados a Turquía.
Un canto de paz resonó en los cielos cuando Dios se hizo hombre y nació de una
mujer, en la plenitud de los tiempos (Cf. Gálatas 4, 4).
Comencemos pues este nuevo Adviento --tiempo que nos regala el Señor del
tiempo--, despertando en nuestros corazones la espera del Dios-que-viene y la
esperanza de que su nombre sea santificado, de que venga su reino de justicia y
de paz, y que se haga su voluntad así en el cielo como en la tierra.
Dejémonos guiar en esta espera por la Virgen María, madre del Dios-que-viene,
Madre de la Esperanza, a quien celebraremos dentro de unos días como Inmaculada:
que nos conceda la gracia de ser santos e inmaculados en el amor cuando tenga
lugar la venida de nuestro Señor Jesucristo, a quien, con el Padre y el Espíritu
Santo, se alabe y glorifique por los siglos de los siglos. Amén.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit
© Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana]