La Resurrección, el mensaje más extraordinario, Benedicto XVI
En la Audiencia General del miércoles 7 de abril

CIUDAD DEL VATICANO, martes 13 de abril de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis dada por el Papa Benedicto XVI en la Plaza de San Pedro (a donde acudió en helicóptero desde la residencia pontificia de Castel Gandolfo), con los peregrinos llegados de todas partes del mundo.

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Queridos hermanos y hermanas

La tradicional Audiencia General del miércoles está hoy inundada por la alegría luminosa de la Pascua. En estos días, de hecho, la Iglesia celebra el misterio de la Resurrección y experimenta la gran alegría que le deriva de la buena noticia del triunfo de Cristo sobre el mal y sobre la muerte. Una alegría que se prolonga no sólo en la Octava de Pascua, sino que se extiende durante cincuenta días hasta Pentecostés. Tras el llanto y la consternación del Viernes Santo, y tras el silencio cargado de espera del Sábado Santo, he aquí el estupendo anuncio: “¡Verdaderamente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24,34). Esta, en toda la historia del mundo, es la “buena noticia” por excelencia, es el Evangelio anunciado y postergado en los siglos, de generación en generación.

La Pascua de Cristo es el acto supremo e insuperable del poder de Dios. Es un acontecimiento absolutamente extraordinario, el fruto más bello y maduro del “misterio de Dios”. Es tan extraordinario que resulta inenarrable en esas dimensiones suyas que escapan a nuestra capacidad humana de conocimiento y de investigación. Y sin embargo, este es también un hecho “histórico”, real, testimoniado y documentado. Es el acontecimiento que funda toda nuestra fe. Es el contenido central en el que creemos y el contenido principal por el que creemos.

El Nuevo Testamento no describe la Resurrección de Jesús en su realización. Refiere sólo los testimonios de aquellos a quienes Jesús en persona encontró después de resucitar. Los tres Evangelios sinópticos nos relatan que ese anuncio – “¡Ha resucitado!” – es proclamado inicialmente por unos ángeles. Es por tanto un anuncio que tiene origen en Dios; pero Dios lo confía en seguida a sus “mensajeros” para que lo transmitan a todos. Y así son estos mismos ángeles los que invitan a las mujeres, llegadas de buena mañana al sepulcro, a que vayan en seguida a decir a los discípulos: "Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis” (Mt 28,7). De esta forma, mediante las mujeres del Evangelio, ese mandato divino alcanza a todos y a cada uno para que, a su vez, transmitan a otros, con fidelidad y con valor, esta misma noticia: una noticia bella, alegre y portadora de alegría.

Sí, queridos amigos, nuestra fe se funda en la transmisión constante y fiel de esta “buena noticia”. Y nosotros, hoy, queremos decir a Dios nuestra profunda gratitud por las innumerables multitudes de creyentes en Cristo que nos han precedido en los siglos, porque nunca han decaído en el mandato fundamental de anunciar el Evangelio que habían recibido. La buena noticia de la Pascua, por tanto, requiere la obra de testigos entusiastas y valientes. Cada discípulo de Cristo, también cada uno de nosotros, está llamado a ser testigo. Éste es el preciso, comprometido y emocionante mandato del Señor resucitado. La “noticia” de la vida nueva en Cristo debe resplandecer en la vida del cristiano, debe ser viva y operante en quien la lleva, realmente capaz de cambiar el corazón, toda la existencia. Esta está viva ante todo porque Cristo mismo es su alma viviente y vivificante. Nos lo recuerda san Marcos al final de su Evangelio, donde escribe que los Apóstoles “salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban” (Mc 16,20).

El acontecimiento de los Apóstoles es también el nuestro y el de todo creyente, de cada discípulo que se hace “anunciador”. También nosotros, de hecho, estamos seguros de que el Señor, hoy como ayer, obra junto a sus testigos. Este es un hecho que podemos reconocer toda vez que vemos brotar las semillas de una paz verdadera y duradera, allí donde el compromiso de los cristianos y de los hombres de buena voluntad está animado por el respeto por la justicia, por el diálogo paciente, por la estima convencida hacia los demás, por el desinterés, por el sacrificio personal y comunitario. Vemos por desgracia en el mundo también mucho sufrimiento, mucha violencia, muchas incomprensiones. La celebración del Misterio pascual, la contemplación alegre de la Resurrección de Cristo, que vence el pecado y la muerte con la fuerza del Amor de Dios es ocasión propicia para redescubrir y profesar con más convicción nuestra confianza en el Señor resucitado, el cual acompaña a los testigos de su palabra obrando prodigios junto a ellos. Seremos verdaderamente y hasta el fondo testigos de Jesús resucitado cuando dejemos trasparentar en nosotros el prodigio de su amor: cuando en nuestras palabras y, aún más, en nuestros gestos, en plena coherencia con el Evangelio, se podrá reconocer la voz y la mano del mismo Jesús.

Por todas partes, por tanto, el Señor nos manda como sus testigos. Pero podemos serlo sólo a partir y en referencia continua a la experiencia pascual, la que María de Magdala expresa anunciando a los demás discípulos: “He visto al Señor" (Jn 20,18). En este encuentro personal con el Resucitado está el fundamento indestructible y el contenido central de nuestra fe, la fuente fresca e inagotable de nuestra esperanza, el dinamismo ardiente de nuestra caridad. Así nuestra misma vida cristiana coincidirá plenamente con el anuncio: “Cristo Señor verdaderamente ha resucitado”. Dejémonos, por ello, conquistar por la fascinación de la Resurrección de Cristo. La Virgen María nos sostenga con su protección y nos ayude a gustar plenamente la alegría pascual, para que sepamos llevarla a nuestra vez a todos nuestros hermanos.

¡Una vez más, Buena Pascua a todos!