CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 2 de junio de 2010 (ZENIT.org).-
Ofrecemos a continuación el texto de la catequesis que el Papa Benedicto XVI
pronunció hoy durante la Audiencia General, con los peregrinos congregados de
todo el mundo en la Plaza de San Pedro.
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Queridos hermanos y hermanas,
tras algunas catequesis sobre el sacerdocio y mis últimos viajes, volvemos hoy
a nuestro tema principal, es decir, a la meditación sobre algunos grandes
pensadores de la Edad Media. Habíamos visto últimamente la gran figura de san
Buenaventura, franciscano, y hoy quisiera hablar de aquel que la Iglesia llama
el Doctor communis: es decir santo Tomás de Aquino. Mi venerado
Predecesor, el Papa Juan Pablo II, en su encíclica Fides et ratio
recordó que santo Tomás “ha sido siempre propuesto por la Iglesia como maestro
de pensamiento y modelo del modo recto de hacer teología” (n. 43). No
sorprende que, después de san Agustín, entre los escritores eclesiásticos
mencionados en el Catecismo de la Iglesia Católica, santo Tomás sea
citado más que ningún otro, ¡hasta sesenta y una veces! Fue llamado también
Doctor Angelicus, quizás por sus virtudes, en particular la sublimidad de
su pensamiento y la pureza de su vida.
Tomás nació entre 1224 y 1225 en el castillo que su familia, noble y rica,
poseía en Roccasecca, en las cercanías de Aquino, cerca de la célebre abadía
de Montecassino, adonde fue enviado por sus padres para recibir los primeros
elementos de su instrucción. Algún año después se trasladó a la capital del
Reino de Sicilia, Nápoles, donde Federico II había fundado una prestigiosa
Universidad. En ella se enseñaba, sin las limitaciones vigentes en otros
lugares, el pensamiento del filósofo griego Aristóteles, al cual el joven
Tomás fue introducido, y cuyo gran valor intuyó en seguida. Pero sobre todo,
en aquellos años transcurridos en Nápoles, nació su vocación dominica. Tomás
fue de hecho atraído por el ideal de la orden fundada no muchos años antes por
santo Domingo. Con todo, cuando se revistió el hábito dominico, su familia se
opuso a esta elección, y fue obligado a dejar en convento y a transcurrir
algún tiempo en familia.
En
1245, ya mayor de edad, pudo retomar su camino de respuesta a la llamada de
Dios. Fue enviado a París para estudiar teología bajo la guía de otro santo,
Alberto Magno, sobre el que hablé recientemente. Alberto y Tomás estrecharon
una verdadera y profunda amistad y aprendieron a estimarse y a apreciarse,
hasta el punto que Alberto quiso que su discípulo le siguiera también a
Colonia, donde él había sido enviado por los superiores de la orden a fundar
un estudio teológico. Tomás mantuvo entonces contacto con todas las obras de
Aristóteles y de sus comentaristas árabes, que Alberto ilustraba y explicaba.
En
aquel periodo, la cultura del mundo latino estaba profundamente estimulada por
el encuentro con las obras de Aristóteles, que habían estado ignoradas por
mucho tiempo. Se trataba de escritos sobre la naturaleza del conocimiento,
sobre ciencias naturales, sobre metafísica, sobre el alma y sobre la ética,
ricas de informaciones y de intuiciones que parecían válidas y convincentes.
Era toda una visión completa del mundo llevada a cabo sin y antes de Cristo,
con la pura razón, y parecía imponerse a la razón como "la" visión misma; era,
por tanto, una fascinación increíble para los jóvenes ver y conocer esta
filosofía. Muchos acogieron con entusiasmo, incluso con entusiasmo acrítico,
este enorme bagaje del saber antiguo, que parecía poder renovar ventajosamente
la cultura, abrir totalmente nuevos horizontes. Otros, sin embargo, temían que
el pensamiento pagano de Aristóteles estuviese en oposición a la fe cristiana,
y rechazaban estudiarlo. Se encontraron dos culturas: la cultura pre-cristiana
de Aristóteles, con su racionalidad radical, y la cultura clásica cristiana.
Ciertos ambientes eran llevados al rechazo de Aristóteles también por la
presentación que de este filósofo hacían los comentaristas árabes Avicena y
Averroes. De hecho, fueron éstos los que transmitieron al mundo latino la
filosofía aristotélica. Por ejemplo, estos comentaristas habían enseñado que
los hombres no disponen de una inteligencia personal, sino que hay un único
intelecto universal, una sustancia espiritual común a todos, que opera en
todos como "única": por tanto, una despersonalización del hombre. Otro punto
discutible transmitido por los comentaristas árabes era aquel según el cual el
mundo es eterno como Dios. Se desencadenaron comprensiblemente disputas sin
fin en el mundo universitario y en el eclesiástico. La filosofía aristotélica
se iba difundiendo incluso entre la gente sencilla.
Tomás de Aquino, en la escuela de Alberto Magno, llevó a cabo una operación de
fundamental importancia para la historia de la filosofía y de la teología,
diría que para la historia de la cultura: estudió a fondo a Aristóteles y a
sus intérpretes, procurándose nuevas traducciones latinas de los textos
originales en griego. Así no se apoyaba ya solo en los comentaristas árabes,
sino que podía leer personalmente los textos originales, y comentó gran parte
de las obras aristotélicas, distinguiendo en ellas lo que era válido de lo que
era dudoso o rechazable del todo, mostrando la concordancia con los datos de
la Revelación cristiana y utilizando amplia y agudamente el pensamiento
aristotélico en la exposición de los escritos teológicos que compuso. En
definitiva, Tomás de Aquino mostró que entre la fe cristiana y la razón
subsiste una armonía natural. Y esta es la gran obra de Tomás, que en aquel
momento de enfrentamiento entre dos culturas – ese momento en que parecía que
la fe tuviese que rendirse ante la razón – mostró que ambas van juntas, que
cuando aparecía la razón incompatible con la fe, no era razón, y cuanto
parecía fe no era fe, si se oponía a la verdadera racionalidad; así él creó
una nueva síntesis, que formó la cultura de los siglos sucesivos.
Por
sus excelentes dotes intelectuales, Tomás fue llamado a París como profesor de
teología en la cátedra dominica. Aquí comenzó también su producción literaria,
que prosiguió hasta su muerte, y que tiene algo de prodigioso: comentarios a
la Sagrada Escritura, porque el profesor de teología era sobre todo intérprete
de la Escritura, comentarios a los escritos de Aristóteles, obras sistemáticas
poderosas, entre las que sobresale la Summa Theologiae, tratados y
discursos sobre diversos argumentos. Para la composición de sus escritos, era
ayudado por algunos secretarios, entre ellos su hermano Reginaldo de Piperno,
que le siguió fielmente y al que estuvo ligado por una amistad sincera y
fraterna, caracterizada por una gran confianza. Esta es una característica de
los santos: cultivaban la amistad, porque ésta es una de las manifestaciones
más nobles del corazón humano y tiene en sí algo de divino, como Tomás mismo
explicó en algunas quaestiones de la Summa Theologiae, en la que
escribe: “La caridad es la amistad del hombre con Dios principalmente, y con
los seres que Le pertenecen" (II, q. 23, a.1).
No
permaneció durante mucho tiempo y de forma estable en París. En 1259 participó
en el Capítulo General de los Dominicos a Valenciennes, donde fue miembro de
una comisión que estableció el programa de estudios en la orden. De 1261 a
1265, después, Tomás estuvo en Orvieto. El Pontífice Urbano IV, que sentía por
él una gran estima, le encargó la composición de los textos litúrgicos para la
fiesta del Corpus Domini, que celebramos mañana, instituida después del
milagro eucarístico de Bolsena. Tomás tuvo un alma exquisitamente eucarística.
Los bellísimos himnos que la liturgia de la Iglesia canta para celebrar el
misterio de la presencia real del Cuerpo y de la Sangre del Señor en la
Eucaristía se atribuyen a su fe y a su sabiduría teológica. Entre 1265 y 1268
Tomás residió en Roma, donde, probablemente, dirigía un Studium, es
decir, una Casa de Estudios de la Orden, y donde comenzó a escribir su
Summa Theologiae (cfr Jean-Pierre Torrell, Tommaso d’Aquino. L’uomo e
il teologo, Casale Monf., 1994, pp. 118-184).
En
1269 fue llamado de nuevo a París para un segundo ciclo de enseñanzas. Los
estudiantes – se comprende – estaban entusiasmados con sus lecciones. Un
ex-alumno suyo declaró que una grandísima multitud de estudiantes seguía los
cursos de Tomás, tanto que las aulas no conseguían contenerles, y añadía, con
una anotación personal, que "escucharle era para él una felicidad profunda".
La interpretación de Aristóteles dada por Tomás no era aceptada por todos,
pero incluso sus adversarios en el campo académico, como Godofredo de
Fontaines, por ejemplo, admitían que la doctrina de fray Tomás era superior a
otras por su utilidad y valor y servía de corrección a las de todos los demás
doctores. Quizás también para sustraerle de las vivaces discusiones en curso,
los superiores lo enviaron una vez más a Nápoles, para ponerse a disposición
del rey Carlos I, que quería organizar los estudios universitarios.
Además del estudio y la enseñanza, Tomás se dedicó también a la predicación al
pueblo. Y también el pueblo iba de buen grado a escucharle. Diría que es
verdaderamente una gracia grande cuando los teólogos saben hablar con
sencillez y fervor a los fieles. El ministerio de la predicación, por otra
parte, ayuda a los mismos expertos en teología a un sano realismo pastoral, y
enriquece de estímulos vivaces su investigación.
Los
últimos meses de la vida terrena de Tomás permanecen rodeados de una atmósfera
particular, diría misteriosa. En diciembre de 1273 llamó a su amigo y
secretario Reginaldo para comunicarle su decisión de interrumpir todo trabajo,
porque durante la celebración de la Misa había comprendido, a raíz de una
revelación sobrenatural, que cuanto había escrito hasta entonces era solo “un
montón de paja". Es un episodio misterioso, que nos ayuda a comprender no sólo
la humildad personal de Tomás, sino también el hecho de que todo aquello que
llegamos a pensar y a decir sobre la fe, por elevado y puro que sea, es
infinitamente superado por la grandeza y por la belleza de Dios, que nos será
revelada en plenitud en el Paraíso. Algún mes después, cada vez más absorto en
una meditación pensativa, Tomás murió mientras estaba de viaje hacia Lyon,
donde se dirigía para tomar parte en el Concilio Ecuménico proclamado por el
Papa Gregorio X. Se apagó en la Abadía cisterciense de Fossanova, tras haber
recibido el Viático con sentimientos de gran piedad.
La
vida y la enseñanza de santo Tomás de Aquino se podría resumir en un episodio
recogido por los antiguos biógrafos. Mientras el santo, como era su costumbre,
estaba en oración ante el crucifijo, por la mañana temprano en la Capilla de
san Nicolás en Nápoles, Domingo de Caserta, el sacristán de la iglesia, sintió
desarrollarse un diálogo. Tomás preguntaba, preocupado, si cuanto había
escrito sobre los misterios de la fe cristiana era correcto. Y el Crucifijo
respondió: “Tu has hablado bien de mí, Tomás. ¿Cuál será tu recompensa?". Y la
respuesta que Tomás dio es la que también nosotros, amigos y discípulos de
Jesús, quisieramos decir siempre: “¡Nada más que a Ti, Señor!" (Ibid.,
p. 320).
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Entre la razón y la fe existe una armonía natural,
afirma el Papa
Comentario a la obra de santo Tomás de Aquino
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 2 de junio de 2010 (ZENIT.org).-
La obra de santo Tomás de Aquino fue “de fundamental importancia para la
historia de la filosofía y de la teología, para la historia de la cultura”,
al mostrar que “entre la fe cristiana y la razón subsiste una armonía
natural”.
Así
introdujo hoy el Papa Benedicto XVI, retomando su ciclo de catequesis sobre
pensadores cristianos, la figura de santo Tomás de Aquino, que para la
Iglesia es “maestro de pensamiento y modelo del modo recto de hacer
teología”.
Al
tomar la palabra tras las lecturas, en la Plaza de San Pedro, el Papa trazó
brevemente la historia del Aquinate, desde su nacimiento en
Roccasecca hasta su muerte, camino del Concilio Ecuménico de Lyon.
La
gran intuición de Tomás de Aquino, en línea con su predecesor y maestro san
Alberto Magno, fue preparar a la cultura europea a la recepción de las obras
del pensador pagano Aristóteles, propiciando una síntesis entre la fe y la
razón, que uno de los pilares de la cultura europea.
De
hecho, las obras de Aristóteles, que llegaron a las universidades medievales
de manos de sus comentaristas árabes, especialmente Averroes y Avicena,
causaron un revuelo y conmocionaron el saber de la época.
“Era toda una visión completa del mundo llevada a cabo sin y antes de
Cristo, con la pura razón, y parecía imponerse a la razón como 'la' visión
misma; era, por tanto, una fascinación increíble para los jóvenes ver y
conocer esta filosofía”.
Tomás, explicó el Pontífice, “estudió a fondo a Aristóteles y a sus
intérpretes”, distinguiendo en sus obras “lo que era válido de lo que era
dudoso o rechazable del todo”, mostrando “la concordancia con los datos de
la Revelación cristiana y utilizando amplia y agudamente el pensamiento
aristotélico en la exposición de los escritos teológicos que compuso”.
Esta, subrayó el Papa, “es la gran obra de Tomás, que en aquel momento de
enfrentamiento entre dos culturas – ese momento en que parecía que la fe
tuviese que rendirse ante la razón – mostró que ambas van juntas, que cuando
aparecía la razón incompatible con la fe, no era razón, y cuanto parecía fe
no era fe, si se oponía a la verdadera racionalidad”.
De
esta forma, “creó una nueva síntesis, que formó la cultura de los siglos
sucesivos”.
Otros detalles que el Papa quiso resaltar del santo fue su “alma
exquisitamente eucarística”, como lo muestran los textos litúrgicos que el
papa Urbano IV le encargó la composición de los textos litúrgicos para la
fiesta del Corpus Domini.
También se refirió a su forma de hacer teología, faceta que acompañó de la
predicación directa al pueblo, subrayando que “es verdaderamente una gracia
grande cuando los teólogos saben hablar con sencillez y fervor a los
fieles”.
“El
ministerio de la predicación, por otra parte, ayuda a los mismos expertos en
teología a un sano realismo pastoral, y enriquece de estímulos vivaces su
investigación”.
Pero sobre todo, Benedicto XVI quiso mostrar la humildad del santo, en uno
de los últimos episodios de su vida.
“En
diciembre de 1273 llamó a su amigo y secretario Reginaldo para comunicarle
su decisión de interrumpir todo trabajo, porque durante la celebración de la
Misa había comprendido, a raíz de una revelación sobrenatural, que cuanto
había escrito hasta entonces era solo 'un montón de paja'".
“Es
un episodio misterioso, que nos ayuda a comprender no sólo la humildad
personal de Tomás, sino también el hecho de que todo aquello que llegamos a
pensar y a decir sobre la fe, por elevado y puro que sea, es infinitamente
superado por la grandeza y por la belleza de Dios, que nos será revelada en
plenitud en el Paraíso”, añadió.