San Juan Damasceno
Catequesis del Papa Benedicto XVI, sobre la relación entre Cristo y la Iglesia y
los padres apostólicos. Miércoles 6 de mayo de 2009.
Queridos hermanos y hermanas:
quisiera hablar hoy de Juan Damasceno, un personaje de primera categoría en la
historia de la teología bizantina, un gran doctor en la historia de la Iglesia
universal. Es sobre todo un testigo ocular del paso de la cultura griega y
siriaca, compartida en la parte oriental del Imperio bizantino, a la cultura del
Islam, que se hizo espacio con sus conquistas militares en el territorio
reconocido habitualmente como Medio o Próximo Oriente. Juan, nacido en una rica
familia cristiana, aún joven asumió el cargo -quizás ostentado también por su
padre- de responsable económico del califato. Bien pronto, sin embargo,
insatisfecho de la vida de la corte, maduró la elección monástica, entrando en
el monasterio de San Sabas, cerca de Jerusalén. Era alrededor del año 700. No
alejándose nunca del monasterio, se dedicó con todas sus fuerzas a la ascesis y
a la actividad literaria, sin desdeñar una cierta actividad pastoral, de la que
dan testimonio sobre todo sus numerosas Homilías. Su memoria litúrgica se
celebra el 4 de diciembre. El papa León XIII lo proclamó Doctor de la Iglesia
universal en 1890.
De él se recuerdan en Oriente sobre todo los tres Discursos contra quienes
calumnian las imágenes santas, que fueron condenados, tras su muerte, por el
Concilio iconoclasta de Hieria (754). Estos discursos, sin embargo, fueron el
motivo principal de su rehabilitación y canonización por parte de los Padres
ortodoxos convocados en el II Concilio de Nicea (787), séptimo ecuménico. En
estos textos es posible encontrar los primeros intentos teológicos importantes
de legitimación de la veneración de las imágenes sagradas, uniendo a éstas al
misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María.
Juan Damasceno fue también uno de los primeros en distinguir entre el culto
público y privado de los cristianos, entre la adoración (latreia) y la
veneración (proskynesis): la primera sólo puede dirigirse a Dios, sumamente
espiritual, la segunda en cambio puede utilizar una imagen para dirigirse a
aquel que es representado por ella. Obviamente, el Santo no puede en ningún caso
ser identificado con la materia de la que está compuesto el icono. Esta
distinción se reveló en seguida muy importante para responder de modo cristiano
a aquellos que pretendían como universal y perenne la observancia de la severa
prohibición del Antiguo Testamento sobre la utilización cultual de las imágenes.
Esta era la gran discusión también en el mundo islámico, que acepta esta
tradición hebrea de la exclusión total de las imágenes en el culto. En cambio
los cristianos, en este contexto, han discutido el problema y encontrado la
justificación para la veneración de las imágenes. Damasceno escribía: "En otros
tiempos Dios no había sido representado nunca en imagen, siendo incorpóreo y sin
rostro. Pero dado que ahora Dios ha sido visto en la carne y ha vivido entre los
hombres, yo represento lo que es visible en Dios. Yo no venero la materia, sino
al creador de la materia, que se ha hecho materia por mí y se ha dignado habitar
en la materia y obrar mi salvación a través de la materia. Nunca cesaré por ello
de venerar la materia a través de la cual me ha llegado la salvación. ¡Pero no
la venero en absoluto como Dios! ¿Cómo podría ser Dios aquello que ha recibido
la existencia a partir del no ser?... Sino que yo venero y respeto también todo
el resto de la materia que me ha procurado la salvación, en cuanto que está
llena de energías y de gracias santas. ¿No es quizás materia el madero de la
cruz tres veces bendita?... ¿Y la tinta y el libro santísimo de los Evangelios
no son materia? ¿El altar salvífico que nos dispensa el pan de vida no es
materia?... Y antes que nada, ¿no son materia la carne y la sangre de mi Señor?
O se debe suprimir el carácter sagrado de todo esto, o se debe conceder a la
tradición de la Iglesia la veneración de las imágenes de Dios y la de los amigos
de Dios que son santificados por el nombre que llevan, y que por esta razón
están habitados por la gracia del Espíritu Santo. No se ofenda por tanto a la
materia: ésta no es despreciable, porque nada de lo que Dios ha hecho es
despreciable" (Contra imaginum calumniatores, I, 16, ed. Kotter, pp. 89-90).
Vemos que, a causa de la encarnación, la materia aparece como divinizada, es
vista como morada de Dios. Se trata de una nueva visión del mundo y de las
realidades materiales. Dios se ha hecho carne y la carne se ha convertido
realmente en morada de Dios, cuya gloria resplandece en el rostro humano de
Cristo. Por tanto, las invitaciones del Doctor oriental son aún hoy de extrema
actualidad, considerando la grandísima dignidad que la materia ha recibido en la
Encarnación, pudiendo llegar a ser, en la fe, signo y sacramento eficaz del
encuentro del hombre con Dios. Juan Damasceno es, por tanto, un testigo
privilegiado del culto de los iconos, que llegará a ser uno de los aspectos más
distintivos de la teología y de la espiritualidad oriental hasta hoy. Y sin
embargo es una forma de culto que pertenece simplemente a la fe cristiana, a la
fe en ese Dios que se ha hecho carne y que se ha hecho visible. La enseñanza de
san Juan Damasceno se inserta así en la tradición de la Iglesia universal, cuya
doctrina sacramental prevé que elementos materiales tomados de la naturaleza
puedan convertirse a través de la gracia en virtud de la invocación (epiclesis)
del Espíritu Santo, acompañada por la confesión de la fe verdadera.
En unión con estas ideas de fondo Juan Damasceno pone también la veneración de
las reliquias de los santos, sobre la base de la convicción de que los santos
cristianos, habiendo sido hechos partícipes de la resurrección de Cristo, no
pueden ser considerados simplemente como ´muertos´. Enumerando, por ejemplo,
aquellos cuyas reliquias o imágenes son dignas de veneración, Juan precisa en su
tercer discurso en defensa de las imágenes: "Ante todo (veneramos) a aquellos
entre quienes Dios ha descansado, él único santo que mora entre los santos (cfr
Is 57,15), como la santa Madre de Dios y todos los santos. Estos son aquellos
que, en cuanto es posible, se han hecho semejantes a Dios con su voluntad y por
la inhabitación y la ayuda de Dios, son llamados realmente dioses (cfr Sal
82,6), no por naturaleza, sino por contingencia, así como el hierro al rojo es
llamado fuego, no por naturaleza sino por sontingencia y por participación del
fuego. Dice de hecho: Seréis santos porque yo soy santo" (Lv 19,2)" (III, 33,
col. 1352 A). Tras una serie de referencias de este tipo, Damasceno podía
deducir serenamente, por tanto: "Dios, que es bueno y superior a toda bondad, no
se contentó con la contemplación de sí mismo, sino que quiso que hubiera seres
beneficiados por él que pudieran llegar a ser partícipes de su bondad: por ello
creó de la nada todas las cosas, visibles e invisibles, incluido el hombre,
realidad visible e invisible. Y lo creó pensando y realizándolo como un ser
capaz de pensamiento (ennoema ergon) enriquecido por la palabra (logo[i]
sympleroumenon) y orientado hacia el espíritu (pneumati teleioumenon)" (II, 2,
PG 94, col. 865A). Y para aclarar ulteriormente este pensamiento, añade: "Es
necesario dejarse llenar de estupor (thaumazein) por todas las obras de la
providencia (tes pronoias erga), alabarlas todas y aceptarlas todas, superando
la tentación de señalar en ellas aspectos que a muchos parecen injustos o
inicuos (adika), y admitiendo en cambio que el proyecto de Dios (pronoia) va más
allá de la capacidad cognoscitiva y comprensiva (agnoston kai akatalepton) del
hombre, mientras que al contrario sólo Él conoce nuestros pensamientos, nuestras
acciones e incluso nuestro futuro" (II, 29, PG 94, col. 964C). Ya Platón, por
otro lado, decía que toda filosofía comienza con el estupor: también nuestra fe
comienza con el estupor de la creación, de la belleza de Dios que se hace
visible.
El optimismo de la contemplación natural (physikè theoria), de este ver en la
creación visible lo bueno, lo bello y lo verdadero, este optimismo cristiano no
es un optimismo ingenuo: tiene en cuenta la herida infligida a la naturaleza
humana por una libertad de elección querida por Dios y utilizada
inapropiadamente por el hombre, con todas las consecuencias de desarmonía
difundida que han derivado de ella. De ahí la exigencia, percibida claramente
por el teólogo de Damasco, de que la naturaleza en la que se refleja la bondad y
la belleza de Dios, herida por nuestra culpa, "fuese reforzada y renovada" por
el descendimiento del Hijo de Dios en la carne, después de que de muchas formas
y en diversas ocasiones Dios mismo hubiera intentado demostrar que había creado
al hombre para que estuviera no solo en el "ser", sino en el "ser bien" (cfr La
fede ortodossa, II, 1, PG 94, col. 981°). Con arrebato apasionado Juan explica:
"Era necesario que la naturaleza fuese reforzada y renovada y fuese indicada y
enseñada concretamente la vía de la virtud (didachthenai aretes hodòn), que
aleja de la corrupción y conduce a la vida eterna... Apareció así en el
horizonte de la historia en gran mar del amor de Dios por el hombre (philanthropias
pelagos)..." Es una bella expresión. Vemos, por una parte, la belleza de la
creación y por otra, la destrucción causada por la culpa humana. Pero vemos en
el Hijo de Dios, que desciende para renovar la naturaleza, el mar del amor de
Dios por el hombre. Continua Juan Damasceno: "Él mismo, el Creador y el Señor,
luchó por su criatura trasmitiéndole con su ejemplo su enseñanza... Y así el
Hijo de Dios, aún subsistiendo en la forma de Dios, descendió los cielos y
bajó... hacia sus siervos.... realizando la cosa más nueva de todas, la única
cosa verdaderamente nueva bajo el sol, a través de la cual se manifestó de hecho
la infinita potencia de Dios" (III, 1. PG 94, col. 981C-984B).
Podemos imaginar el consuelo y la alegría que difundían en el corazón de los
fieles estas palabras ricas de imágenes tan fascinantes. Las escuchamos también
nosotros, hoy, compartiendo los mismos sentimientos de los cristianos de
entonces: Dios quiere descansar en nosotros, quiere renovar la naturaleza
también a través de nuestra conversión, quiere hacernos partícipes de su
divinidad. Que el Señor nos ayude a hacer estas palabras sustancia de nuestra
vida.