Benedicto XVI presenta a san Ambrosio de Milán
Intervención durante la audiencia general del miércoles
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 23 octubre 2007 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este
miércoles dedicada a presentar la figura de san Ambrosio, obispo de Milán.
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Queridos hermanos y hermanas:
El santo obispo Ambrosio, del que quien os hablaré hoy, falleció en Milán en la
noche entre el 3 y el 4 de abril del año 397. Era el alba del sábado santo. El
día anterior, hacia las cinco de la tarde, se había puesto a rezar, postrado en
el lecho, con los brazos abiertos en forma de cruz. De este modo participaba en
el solemne triduo pascual, en la muerte y en la resurrección del Señor.
«Nosotros veíamos que se movían sus labios», atestigua Paulino, el diácono fiel
que por invitación de Agustín escribió su «Vida», «pero no escuchábamos su voz».
De repente, parecía que la situación llegaba a su fin. Honorato, obispo de
Verceli, que estaba ayudando a Ambrosio y que dormía en el piso superior, se
despertó al escuchar una voz que le repetía: «¡Levántate pronto! Ambrosio está a
punto de morir…». Honorato bajó inmediatamente --sigue contando Paulino-- «y le
ofreció el santo Cuerpo del Señor. Nada más tomarlo, Ambrosio entregó el
espíritu, llevándose consigo el viático. De este modo, su alma, alimentada por
la virtud de esa comida, goza ahora de la compañía de los ángeles» («Vida» 47).
En aquel viernes santo del año 397 los brazos abiertos de Ambrosio moribundo
expresaban su participación mística en la muerte y resurrección del Señor. Era
su última catequesis: en el silencio de las palabras, seguía hablando con el
testimonio de la vida.
Ambrosio no era anciano cuando falleció. No tenía ni siquiera sesenta años, pues
nació en torno al año 340 a Tréveris, donde su padre era prefecto de las Galias.
La familia era cristiana. Cuando falleció su padre, su madre le llevó a Roma,
siento todavía un muchacho, y le preparó para la carrera civil, dándole una
sólida educación retórica y jurídica. Hacia el año 370 le propusieron gobernar
las provincias de Emilia y Liguria, con sede en Milán. Precisamente allí hervía
la lucha entre ortodoxos y arrianos, sobre todo después de la muerte del obispo
arriano Ausencio. Ambrosio intervino para pacificar los espíritus de las dos
facciones enfrentadas, y su autoridad fue tal que, a pesar de que no era más que
un simple catecúmeno, fue proclamado por el pueblo obispo de Milán.
Hasta ese momento, Ambrosio era el más alto magistrado del Imperio en Italia del
norte. Sumamente preparado culturalmente, pero desprovisto del conocimiento de
las Escrituras, el nuevo obispo se puso a estudiarlas con fervor. Aprendió a
conocer y a comentar la Biblia a través de las obras de Orígenes, el
indiscutible maestro de la «escuela de Alejandría». De este modo, Ambrosio llevó
al ambiente latino la meditación de las Escrituras comenzada por Orígenes,
comenzando en occidente la práctica de la «lectio divina».
El método de la «lectio» llegó a guiar toda la predicación y los escritos de
Ambrosio, que surgen precisamente de la escucha orante de la Palabra de Dios. Un
célebre inicio de una catequesis ambrosiana muestra egregiamente la manera en
que el santo obispo aplicaba el Antiguo Testamento a la vida cristiana: «Cuando
hemos leído las historias de los Patriarcas y las máximas de los Proverbios,
hemos afrontado cada día la moral --dice el obispo de Milán a sus catecúmenos y
a los neófitos-- para que, formados por ellos, os acostumbréis a entrar en la
vida de los Padres y a segur el camino de la obediencia a los preceptos divinos»
(«Los misterios» 1,1).
En otras palabras, los neófitos y los catecúmenos, según el obispo, tras haber
aprendido el arte de vivir moralmente, podía considerarse que ya estaban
preparados para los grandes misterios de Cristo. De este modo, la predicación de
Ambrosio, que representa el corazón de su ingente obra literaria, parte de la
lectura de los libros sagrados («los Patriarcas», es decir, los libros
históricos, y «los Proverbios», es decir, los libros sapienciales), para vivir
según la Revelación divina.
Es evidente que el testimonio personal del predicador y la ejemplaridad de la
comunidad cristiana condicionan la eficacia de la predicación. Desde este punto
de vista es significativo un pasaje de las «Confesiones» de san Agustín. Había
venido a Milán como profesor de retórica; era escéptico, no cristiano. Estaba
buscando, pero no era capaz de encontrar realmente la verdad cristiana. Al joven
retórico africano, escéptico y desesperado, no le movieron a convertirse
definitivamente las bellas homilías de Ambrosio (a pesar de que las apreciaba
mucho). Fue más bien el testimonio del obispo y de su Iglesia milanesa, que
rezaba y cantaba, unida como un solo cuerpo. Una Iglesia capaz de resistir a la
prepotencia del emperador y de su madre, que en los primeros días del año 386
habían vuelto a exigir la expropiación de un edificio de culto para las
ceremonias de los arrianos. En el edificio que tenía que ser expropiado, cuenta
Agustín, «el pueblo devoto velaba, dispuesto a morir con su propio obispo». Este
testimonio de las «Confesiones» es precioso, pues muestra que algo se estaba
moviendo en la intimidad de Agustín, quien sigue diciendo: «Y nosotros también,
a pesar de que todavía éramos tibios participábamos en la excitación de todo el
pueblo» («Confesiones» 9, 7).
De la vida y del ejemplo del obispo Ambrosio, Agustín aprendió a creer y a
predicar. Podemos hacer referencia a un famoso sermón del africano, que mereció
ser citado muchos siglos después en la Constitución conciliar «Dei Verbum»: «Es
necesario --advierte de hecho la «Dei Verbum» en el número 25--, que todos los
clérigos, sobre todo los sacerdotes de Cristo y los demás que como los diáconos
y catequistas se dedican legítimamente al ministerio de la palabra, se sumerjan
en las Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente, para que ninguno
de ellos resulte --y aquí viene la cita de Agustín—“predicador vacío y superfluo
de la palabra de Dios que no la escucha en su interior”». Había aprendido
precisamente de Ambrosio esta «escucha en su interior», esta asiduidad con la
lectura de la Sagrada Escritura con actitud de oración para acoger realmente en
el corazón y asimilar la Palabra de Dios.
Queridos hermanos y hermanas: quisiera presentaros una especie de «icono
patrístico» que, interpretado a la luz de lo que hemos dicho, representa
eficazmente el corazón de la doctrina de Ambrosio. En el mismo libro de las
«Confesiones», Agustín narra su encuentro con Ambrosio, ciertamente un encuentro
de gran importancia para la historia de la Iglesia. Escribe textualmente que,
cuando visitaba al obispo de Milán, siempre le veía rodeado de un montón de
personas llenas de problemas, por quienes se desvivía para atender sus
necesidades. Siempre había una larga fila que estaba esperando hablar con
Ambrosio para encontrar en él consuelo y esperanza. Cuando Ambrosio no estaba
con ellos, con la gente (y esto sucedía en brevísimos espacios de tiempo), o
estaba alimentando el cuerpo con la comida necesaria o el espíritu con las
lecturas. Aquí Agustín canta sus maravillas, porque Ambrosio leía las escrituras
con la boca cerrada, sólo con los ojos (Cf. «Confesiones». 6, 3). De hecho, en
los primeros siglos cristianos la lectura sólo se concebía para ser proclamada,
y leer en voz alta facilitaba también la comprensión a quien leía. El hecho de
que Ambrosio pudiera pasar las páginas sólo con los ojos es para el admirado
Agustín una capacidad singular de lectura y de familiaridad con las Escrituras.
Pues bien, en esa lectura, en la que el corazón se empeña por alcanzar la
comprensión de la Palabra de Dios --este es el «icono» del que estamos
hablando--, se puede entrever el método de la catequesis de Ambrosio: la misma
Escritura, íntimamente asimilada, sugiere los contenidos que hay que anunciar
para llevar a la conversión de los corazones.
De este modo, según el magisterio de Ambrosio y de Agustín, la catequesis es
inseparable del testimonio de vida. Puede servir también para el catequista lo
que escribí en la «Introducción al cristianismo» sobre los teólogos. Quien educa
en la fe no puede correr el riesgo de presentarse como una especie de «clown»,
que recita un papel «por oficio». Más bien, utilizando una imagen de Orígenes,
escritor particularmente apreciado por Ambrosio, tiene que ser como el discípulo
amado, que apoyó la cabeza en el corazón del Maestro, y allí aprendió la manera
de pensar, de hablar, de actuar. Al final de todo, el verdadero discípulo es
quien anuncia el Evangelio de la manera más creíble y eficaz.
Al igual que el apóstol Juan, el obispo Ambrosio, que nunca se cansaba e
repetir: «"Omnia Christus est nobis!”; ¡Cristo es todo para nosotros!», sigue
siendo un auténtico testigo del Señor. Con sus mismas palabras, llenas de amor
por Jesús, concluimos así nuestra catequesis: «"Omnia Christus est nobis!”. Si
quieres curar una herida, él es el médico; si estás ardiendo de fiebre, él es la
fuente; si estás oprimido por la iniquidad, él es la justicia; si tienes
necesidad de ayuda, él es la fuerza; si tienes miedo de la muerte, él es la
vida; si deseas el cielo, él es el camino; si estás en las tinieblas, él es la
luz…Gustad y ved qué bueno es el Señor, ¡bienaventurado el hombre que espera en
él!» («De virginitate» 16,99). Nosotros también esperamos en Cristo. De este
modo seremos bienaventurados y viviremos en la paz.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, Benedicto XVI saludó en varios idiomas a los peregrinos. En español,
dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
San Ambrosio, Obispo de Milán, aprendió de Orígenes a conocer y comentar la
Biblia. Trasladó al ambiente latino la meditación de las Escrituras, iniciando
en Occidente la práctica de la lectio divina, la cual orientó su predicación y
escritos, que brotan precisamente de la escucha orante de la Palabra de Dios.
San Agustín, que aprendió a predicar de la vida y ejemplo de san Ambrosio,
relata en sus Confesiones que su conversión no fue debida tanto a las homilías
de éste, como al testimonio de la Iglesia milanesa, que rezando como un solo
cuerpo fue capaz de resistir a la prepotencia del emperador. Refiere también su
sorpresa al ver como Ambrosio leía las Escrituras con la boca cerrada, ya que en
aquel tiempo la lectura estaba concebida para ser proclamada en voz alta, a fin
de facilitar su comprensión. En eso se entrevé el método de la catequesis
ambrosiana: la Escritura, íntimamente asimilada, sugiere los contenidos que se
deben anunciar para convertir los corazones. La catequesis es, pues, inseparable
del testimonio de vida.
Saludo a los peregrinos de lengua española, especialmente a los mexicanos de
Puebla, Culiacán y Guadalajara, y a la parroquia San Anastasio, de Panamá.
También a los grupos de españoles, particularmente al de Castellana del Mar, a
las Asociaciones de Gallegos en Madrid y al Colegio de las Esclavas de La
Coruña. Concluyamos con las palabras de san Ambrosio "¡Cristo es todo para
nosotros!" Aprended de su corazón su modo de pensar, hablar y actuar ya que los
verdaderos discípulos, principalmente los educadores en la fe, son aquellos que
anuncian el Evangelio del modo más creíble y eficaz. ¡Muchas gracias!
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