Benedicto XVI: La Iglesia, presencia de
Cristo entre los hombres
Comienza un nuevo ciclo de catequesis
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 15 marzo 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este
miércoles dedicada a comenzar un nuevo ciclo de catequesis sobre la relación
entre Cristo y la Iglesia.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
Después de las catequesis sobre los salmos y los cánticos de Laudes y Vísperas,
quisiera dedicar los próximos encuentros del miércoles al misterio de la
relación entre Cristo y la Iglesia, considerándolo a partir de la experiencia de
los apóstoles, a la luz de la tarea que se les confío. La Iglesia ha sido
constituida sobre el fundamento de los apóstoles como comunidad de fe, de
esperanza y de caridad. A través de los apóstoles, nos remontamos al mismo
Jesús. La Iglesia comenzó a constituirse cuando unos pescadores de Galilea
encontraron a Jesús, se dejaron conquistar por su mirada, por su voz, por su
invitación cálida y fuerte: «Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de
hombres» (Marcos 1, 17; Mateo 4, 19). Mi querido predecesor, Juan Pablo II,
propuso a la Iglesia, al inicio del tercer milenio, contemplar el rostro de
Cristo (Cf. «Novo millennio ineunte», 16 siguientes). Moviéndome hacia esa
dirección, en las catequesis que hoy comienzo, quisiera mostrar precisamente que
la luz de ese Rostro se refleja en el rostro de la Iglesia (Cf. «Lumen gentium»,
1), a pesar de los límites y de las sombras de nuestra humanidad frágil y
pecadora. Después de María, reflejo puro de la luz de Cristo, los apóstoles, con
su palabra y testimonio, nos entregan la verdad de Cristo. Su misión no está
aislada, se enmarca dentro de un misterio de comunión que involucra a todo el
Pueblo de Dios y se realiza por etapas, de la antigua a la nueva Alianza.
En este sentido hay que decir que se tergiversa totalmente el mensaje de Jesús
si se le separa del contexto de la fe y de la esperanza del pueblo elegido: como
el Bautista, su inmediato precursor, Jesús se dirige ante todo a Israel (Cf.
Mateo 15, 24), para «reunirlo» en el tiempo escatológico que con él llegó. Y
como sucedió con la de Juan, la predicación de Jesús es al mismo tiempo una
llamada de gracia y un signo de contradicción y de juicio para todo el pueblo de
Dios. Por tanto, desde el primer momento de su actividad salvadora, Jesús de
Nazaret tiende a reunir, a purificar al Pueblo de Dios. Si bien su predicación
es siempre un llamamiento a la conversión personal, en realidad tiende
continuamente a constituir el Pueblo de Dios que vino a reunir y a salvar. Por
este motivo, es unilateral y carece de fundamento la interpretación
individualista propuesta por la teología liberal del anuncio hecho por Cristo
del Reino. Fue resumida, en el año 1900 por el gran teólogo liberal Adolf von
Harnack en sus conferencias sobre «¿Qué es el cristianismo?»: «El reino de Dios
llega, en la medida en que llega a hombres concretos, encuentra acceso en su
alma y éstos le acogen. El reino de Dios es el señorío de Dios, es decir,
el señorío del Dios santo en los diferentes corazones» (Tercera Conferencia,
100s). En realidad, este individualismo de la teología liberal es acentuado
particularmente en la modernidad: en la perspectiva de la tradición bíblica y en
el horizonte del judaísmo, en el que la obra de Jesús se enmarca a pesar de toda
su novedad, queda claro que toda la misión del Hijo hecho carne tiene una
finalidad comunitaria: vino precisamente para unir a la humanidad dispersada,
vino precisamente para reunir al Pueblo de Dios.
Un signo evidente de la intención del Nazareno de reunir a la comunidad de la
Alianza para manifestar en ella el cumplimiento de las promesas hechas a los
Padres, que siempre hablan de convocación, de unificación, de unidad, es la
institución de los Doce. Hemos escuchado el Evangelio de la institución de
los Doce. Vuelvo a leer ahora el pasaje central: «Subió al monte y llamó a los
que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y
para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios. Instituyó a los
Doce...» (Marcos 3, 13-16; Cf. Mateo 10, 1-4; Lucas 6, 12-16). En el lugar de la
revelación, el «monte», Jesús con una iniciativa que manifiesta absoluta
conciencia y determinación, constituye a los Doce para que sean con Él testigos
y heraldos de la llegada del Reino de Dios. Sobre el carácter histórico de esta
llamada no hay lugar a dudas, no sólo por motivo de la antigüedad y
multiplicidad de testimonios, sino también por el simple motivo de que aparece
el nombre de Judas, el apóstol traidor, a pesar de las dificultades que esta
presencia podía implicar para la comunidad naciente. El número Doce, que
evidentemente hace referencia a las doce tribus de Israel, revela el significado
de acción profético-simbólica implícito en la nueva iniciativa de volver a
fundar el pueblo santo. Tras el ocaso del sistema de las doce tribus, Israel
esperaba en la reconstitución como signo de la llegada del tiempo escatológico
(puede leerse la conclusión del libro de Ezequiel: 37,15-19; 39,23-29; 40-48).
Eligiendo a los Doce, e introduciéndolos en una comunión de vida con él y
haciéndolos partícipes de su misma misión de anuncio del Reino, con palabras y
obras (Cf. Marcos 6, 7-13; Mateo 10,5-8; Lucas 9, 1-6; Lucas 6, 13), Jesús
quiere decir que ha llegado el tiempo definitivo en el que reconstituye el
pueblo de Dios, el pueblo de las doce tribus, que se convierte ahora en un
pueblo universal, su Iglesia.
Con su misma existencia, los Doce --llamados de orígenes diferentes-- se
convierten en un llamamiento para todo Israel a convertirse y a dejarse reunir
en la nueva alianza, cumplimiento pleno y perfecto de la antigua. Al haberles
confiado la tara de celebrar su memorial en la Cena, antes de la Pasión, Jesús
muestra que quería transferir a toda la comunidad en la persona de sus cabezas
el mandato de ser, en la historia, signo e instrumento de la reunión
escatológica comenzada por Él. En cierto sentido, podemos decir que precisamente
la Última Cena es el acto de fundación de la Iglesia, pues se entrega a sí mismo
y crea de este modo una nueva comunidad, una comunidad unida en la comunión con
Él mismo. Desde esta perspectiva, se comprende que el Resucitado les confiera
--con la efusión del Espíritu-- el poder de perdonar los pecados (Cf. Juan 20,
23). Los doce apóstoles son, de este modo, el signo más evidente de la voluntad
de Jesús sobre la existencia y la misión de su Iglesia, la garantía de que entre
Cristo y la Iglesia no hay contraposición: son inseparables, a pesar de los
pecados de los hombres que componen la Iglesia. Y por tanto, no puede
conciliarse con las intenciones de Cristo un eslogan que hace unos años estaba
de moda: «Jesús sí; Iglesia no». El Jesús individualista es un Jesús de
fantasía. No podemos encontrar a Jesús sin la realidad que Él creó y en la que
se comunica. Entre el Hijo de Dios, hecho carne y su Iglesia, se da una
continuidad profunda, inseparable y misteriosa, en virtud de la cual Cristo se
hace presente hoy en su pueblo. Siempre es nuestro contemporáneo, contemporáneo
en la Iglesia, construida sobre el fundamento de los apóstoles, está vivo en la
sucesión de los apóstoles. Y esta presencia suya en la comunidad, en la que Él
mismo siempre se nos da, es el motivo de nuestra alegría. Sí, Cristo está con
nosotros, el Reino de Dios viene.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia el Santo Padre saludó en varios idiomas a los peregrinos, estas fueron
sus palabras en castellano:]
Queridos hermanos y hermanas:
En las próximas catequesis de los miércoles deseo hablar sobre el misterio de la
relación entre Cristo y la Iglesia, y mostrar cómo la luz del rostro de Cristo
se refleja en el rostro de ella, puesto que ha sido constituida sobre el
fundamento de los Apóstoles.
En cuanto al anuncio del Reino por parte de Jesús, que a veces ha sido
interpretado de manera individualista, es necesario afirmar que tiene una
finalidad comunitaria, es decir, reunir y salvar a todo el Pueblo de Dios, como
signo de la llegada del tiempo escatológico. Eligiendo a los Doce, e
introduciéndolos en una comunión de vida con él y haciéndolos partícipes de su
misma misión, Jesús quiere indicar que ha llegado el tiempo definitivo en que se
cumplen las promesas de Dios.
Los doce Apóstoles son el signo más evidente de la voluntad de Jesús respecto a
la misión de su Iglesia. Entre el Hijo de Dios hecho carne y su Iglesia no hay
contraposición sino una profunda y misteriosa continuidad. Por eso no tiene
sentido una frase que se ha difundido durante algún tiempo: «Jesús sí, la
Iglesia no». Cristo está presente hoy en su pueblo y, de modo particular, en
aquellos que son los sucesores de los Apóstoles.
Saludo cordialmente a los visitantes y peregrinos venidos de España y de
Latinoamérica, en especial a los miembros de la Fundación «Fundabem», de Ávila,
al Colegio Sagrado Corazón de Logroño, así como a los peregrinos de Buenos
Aires. Os invito a todos a crecer en vuestro amor a esta gran familia que es la
Iglesia, descubriendo siempre en ella el rostro de Cristo.
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