Benedicto XVI presenta la enseñanza de san Pablo sobre el Espíritu Santo
Intervención durante la audiencia general
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 15 noviembre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos
la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este miércoles dedicada
a seguir profundizando en la persona del apóstol san Pablo, en especial, en su
enseñanza sobre el Espíritu Santo. El tema escogido fue: «El Espíritu de nuestros
corazones».
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Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, al igual que en las dos catequesis precedentes, volvemos a hablar de san Pablo y
de su pensamiento. Nos encontramos ante un gigante no sólo a nivel del apostolado
concreto, sino también a nivel de la doctrina teológica, extraordinariamente profunda y
estimulante. Después de haber meditado en la última ocasión en lo que escribió Pablo
sobre el puesto central que ocupa Jesucristo en nuestra vida de fe, veamos hoy lo que
nos dice sobre el Espíritu Santo y sobre su presencia en nosotros, pues también en esto
el apóstol tiene algo muy importante que enseñarnos.
Sabemos lo que nos dice san Lucas sobre el Espíritu Santo en los Hechos de los
Apóstoles, al describir el acontecimiento de Pentecostés. El Espíritu pentecostal
imprime un empuje vigoroso para asumir el compromiso de la misión para testimoniar
el Evangelio por los caminos del mundo. De hecho, el libro de los Hechos de los
Apóstoles narra toda una serie de misiones realizadas por los apóstoles, primero en
Samaria, después en la franja de la costa de Palestina, como ya recordé en un precedente
encuentro del miércoles. Ahora bien, san Pablo, en sus cartas, nos habla del Espíritu
también desde otro punto de vista. No se limita a ilustrar sólo la dimensión dinámica y
operativa de la tercera Persona de la Santísima Trinidad, sino que analiza también su
presencia en la vida del cristiano, cuya identidad queda marcada por él. Es decir, Pablo
reflexiona sobre el Espíritu mostrando su influjo no solamente sobre el actuar del
cristiano sino sobre su mismo ser. De hecho, dice que el Espíritu de Dios habita en
nosotros (Cf. Romanos 8, 9; 1 Corintios 3,16) y que «Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo» (Gálatas 4, 6). Para Pablo, por tanto, el Espíritu nos
penetra hasta en nuestras profundidades personales más íntimas. En este sentido, estas
palabras tienen un significado relevante: «La ley del espíritu que da la vida en Cristo
Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte… Pues no recibisteis un espíritu de
esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos
que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Romanos 8, 2.15), dado que somos hijos,
podemos llamar «Padre» a Dios. Podemos ver, por tanto, que el cristiano, incluso antes
de actuar, posee ya una interioridad rica y fecunda, que le ha sido entregada en los
sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, una interioridad que le introduce en
una relación objetiva y original de filiación en relación con Dios. En esto consiste
nuestra gran dignidad: no somos sólo imagen, sino hijos de Dios. Y esto constituye una
invitación a vivir nuestra filiación, a ser cada vez más conscientes de que somos hijos
adoptivos en la gran familia de Dios. Es una invitación a transformar este don objetivo
en una realidad subjetiva, determinante para nuestra manera de pensar, para nuestro
actuar, para nuestro ser. Dios nos considera hijos suyos, pues nos ha elevado a una
dignidad semejante, aunque no igual, a la del mismo Jesús, el único que es plenamente
verdadero Hijo. En Él se nos da o se nos restituye la condición filial y la libertad
confiada en nuestra relación con el Padre.
De este modo descubrimos que para el cristino el Espíritu ya no es sólo el «Espíritu de
Dios», como se dice normalmente en el Antiguo Testamento y como repite el lenguaje
cristiano (Cf Génesis 41, 38; Éxodo 31, 3; 1 Corintios 2,11.12; Filipenses 3,3; etc.). Y
no es tan sólo un «Espíritu Santo», entendido genéricamente, según la manera de
expresarse del Antiguo Testamento (Cf. Isaías 63, 10.11; Salmo 51, 13), y del mismo
judaísmo en sus escritos (Qumrán, rabinismo). Es propia de la fe cristiana la confesión
de una participación de este Espíritu en el Señor resucitado, quien se ha convertido Él
mismo en «Espíritu que da vida» (1 Corintios 15, 45). Precisamente por este motivo san
Pablo habla directamente del «Espíritu de Cristo» (Romanos 8, 9), del «Espíritu del
Hijo» (Gálatas 4, 6) o del «Espíritu de Jesucristo» (Filipenses 1, 19). Parece como si
quisiera decir que no sólo Dios Padre es visible en el Hijo (Cf. Juan 14, 9), sino que
también el Espíritu de Dios se expresa en la vida y en la acción del Señor crucificado y
resucitado.
Pablo nos enseña también otra cosa importante: dice que no puede haber auténtica
oración sin la presencia del Espíritu en nosotros. De hecho, escribe: «El Espíritu viene
en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como
conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que
escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a
favor de los santos es según Dios» (Romanos 8, 26-27). Es como decir que el Espíritu
Santo, es decir, el Espíritu del Padre y del Hijo, se convierte como en el alma de nuestra
alma, la parte más secreta de nuestro ser, de la que se eleva incesantemente hacia Dios
un movimiento de oración, del que no podemos ni siquiera precisar los términos. El
Espíritu, de hecho, siempre despierto en nosotros, suple nuestras carencias y ofrece al
Padre nuestra adoración, junto con nuestras aspiraciones más profundas. Obviamente
esto exige un nivel de gran comunión vital con el Espíritu. Es una invitación a ser cada
vez más sensibles, más atentos a esta presencia del Espíritu en nosotros, a transformarla
en oración, a experimentar esta presencia y a aprender de este modo a rezar, a hablar
con el Padre como hijos en el Espíritu Santo.
Hay, además, otro aspecto típico del Espíritu que nos ha enseñado san Pablo: su
relación con el amor. El apóstol escribe así: «La esperanza no falla, porque el amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado» (Romanos 5, 5). En mi carta encíclica «Deus caritas est» citaba una frase
sumamente elocuente de san Agustín: «Ves la Trinidad si ves el amor» (número 19), y
luego explicaba: «el Espíritu es esa potencia interior que armoniza su corazón [de los
creyentes] con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los ha
amado» (ibídem). El Espíritu nos pone en el ritmo mismo de la vida divina, que es vida
de amor, haciéndonos participar personalmente en las relaciones que se dan entre el
Padre y el Hijo. Es sumamente significativo que Pablo, cuando enumera los diferentes
elementos de los frutos del Espíritu, menciona en primer lugar el amor: «El fruto del
Espíritu es amor, alegría, paz, etc.» (Gálatas 5, 22). Y, dado que por definición el amor
une, el Espíritu es ante todo creador de comunión dentro de la comunidad cristiana,
como decimos al inicio de la misa con una expresión de san Pablo: «… la comunión del
Espíritu Santo [es decir, la que por Él actúa] sea con todos vosotros» (2 Corintios
13,13). Ahora bien, por otra parte, también es verdad que el Espíritu nos estimula a
entablar relaciones de caridad con todos los hombres. De este modo, cuando amamos
dejamos espacio al Espíritu, le permitimos expresarse en plenitud. Se comprende de este
modo el motivo por el que Pablo une en la misma página de la carta a los Romanos
estas dos exhortaciones: «Sed fervorosos en el Espíritu» y «No devolváis a nadie mal
por mal» (Romanos 12, 11.17).
Por último, el Espíritu, según san Pablo, es un anticipo generoso que el mismo Dios nos
ha dado como adelanto y al mismo tiempo garantía de nuestra herencia futura (Cf. 2
Corintios 1,22; 5,5; Efesios 1,13-14). Aprendamos, de este modo, de Pablo que la
acción del Espíritu orienta nuestra vida hacia los grandes valores del amor, de la alegría,
de la comunión y de la esperanza. A nosotros nos corresponde hacer cada día esta
experiencia, secundando las sugerencias interiores del Espíritu, ayudados en el
discernimiento por la guía iluminante del apóstol.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]