BENEDICTO XVI PRESENTA A PABLO DE TARSO
En la audiencia general de este miércoles
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 25 octubre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la
intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general de este miércoles en la
que presentó la figura de Pablo de Tarso.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
Hemos concluido nuestras reflexiones sobre los doce apóstoles, llamados
directamente por Jesús durante su vida terrena. Hoy comenzamos a acercarnos a
las figuras de otros personajes importantes de la Iglesia primitiva. También ellos
gastaron su vida por el Señor, por el Evangelio y por la Iglesia. Se trata de
hombres y mujeres que, como escribe Lucas en los Hechos de los Apóstoles, «han
entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo» (15, 26).
El primero de éstos, llamado por el mismo Señor, por el Resucitado, a ser también
él auténtico apóstol, es sin duda Pablo de Tarso. Brilla como una estrella de primera
grandeza en la historia de la Iglesia, y no sólo en la de los orígenes. San Juan
Crisóstomo le exalta como personaje superior incluso a muchos ángeles y
arcángeles (Cf. «Panegírico» 7, 3). Dante Alighieri en la Divina Comedia,
inspirándose en la narración de Lucas en los Hechos de los Apóstoles (Cf 9, 15), le
define simplemente como «vaso de elección» (Infierno 2, 28), que significa:
instrumento escogido por Dios. Otros le han llamado el «decimotercer apóstol» --y
realmente él insiste mucho en el hecho de ser un auténtico apóstol, habiendo sido
llamado por el Resucitado, o incluso «el primero después del Único». Ciertamente,
después de Jesús, él es el personaje de los orígenes del que más estamos
informados. De hecho, no sólo contamos con la narración que hace de él Lucas en
los Hechos de los Apóstoles, sino también de un grupo de cartas que provienen
directamente de su mano y que sin intermediarios nos revelan su personalidad y
pensamiento. Lucas nos informa que su nombre original era Saulo (Cf. Hechos
7,58; 8,1 etc.), en hebreo Saúl (Cf. Hechos 9, 14.17; 22,7.13; 26,14), como el rey
Saúl (Cf. Hechos 13,21), y era un judío de la diáspora, dado que la ciudad de Tarso
se sitúa entre Anatolia y Siria. Muy pronto había ido a Jerusalén para estudiar a
fondo la Ley mosaica a los pies del gran rabino Gamaliel (Cf. Hechos 22,3). Había
aprendido también un trabajo manual y rudo, la fabricación de tiendas (cf. Hechos
18, 3), que más tarde le permitiría sustentarse personalmente sin ser de peso para
las Iglesias (Cf. Hechos 20,34; 1 Corintios 4,12; 2 Corintios 12, 13-14).
Para él fue decisivo conocer la comunidad de quienes se profesaban discípulos de
Jesús. Por ellos tuvo noticia de una nueva fe, un nuevo «camino», como se decía,
que no ponía en el centro la Ley de Dios, sino la persona de Jesús, crucificado y
resucitado, a quien se le atribuía la remisión de los pecados. Como judío celoso,
consideraba este mensaje inaceptable, es más escandaloso, y sintió el deber de
perseguir a los seguidores de Cristo incluso fuera de Jerusalén. Precisamente, en el
camino hacia Damasco, a inicios de los años treinta, Saulo, según sus palabras, fue
« alcanzado por Cristo Jesús» (Filipenses 3, 12). Mientras Lucas cuenta el hecho
con abundancia de detalles --la manera en que la luz del Resucitado le alcanzó,
cambiando fundamentalmente toda su vida-- en sus cartas él va directamente a lo
esencial y habla no sólo de una visión (Cf. 1 Corintios 9,1), sino de una iluminación
(Cf. 2 Corintios 4, 6) y sobre todo de una revelación y una vocación en el encuentro
con el Resucitado (Cf. Gálatas 1, 15-16). De hecho, se definirá explícitamente
«apóstol por vocación» (Cf. Romanos 1, 1; 1 Corintios 1, 1) o «apóstol por voluntad
de Dios» (2 Corintios 1, 1; Efesios 1,1; Colosenses 1, 1), como queriendo subrayar
que su conversión no era el resultado de bonitos pensamientos, de reflexiones, sino
el fruto de una intervención divina, de una gracia divina imprevisible. A partir de
entonces, todo lo que antes constituía para él un valor se convirtió
paradójicamente, según sus palabras, en pérdida y basura (Cf. Filipenses 3, 7-10).
Y desde aquel momento puso todas sus energías al servicio exclusivo de Jesucristo
y de su Evangelio. Su existencia se convertirá en la de un apóstol que quiere
«hacerse todo a todos» (1 Corintios 9,22) sin reservas.
De aquí se deriva una lección muy importante para nosotros: lo que cuenta es
poner en el centro de la propia vida a Jesucristo, de manera que nuestra identidad
se caracterice esencialmente por el encuentro, la comunión con Cristo y su Palabra.
Bajo su luz, cualquier otro valor debe ser recuperado y purificado de posibles
escorias. Otra lección fundamental dejada por Pablo es el horizonte espiritual que
caracteriza a su apostolado. Sintiendo agudamente el problema de la posibilidad
para los gentiles, es decir, los paganos, de alcanzar a Dios, que en Jesucristo
crucificado y resucitado ofrece la salvación a todos los hombres sin excepción, se
dedicó a dar a conocer este Evangelio, literalmente «buena noticia», es decir, el
anuncio de gracia destinado a reconciliar al hombre con Dios, consigo mismo y con
los demás. Desde el primer momento había comprendido que ésta es una realidad
que no afectaba sólo a los judíos, a un cierto grupo de hombres, sino que tenía un
valor universal y afectaba a todos.
La Iglesia de Antioquia de Siria fue el punto de partida de sus viajes, donde por
primera vez el Evangelio fue anunciado a los griegos y donde fue acuñado también
el nombre de «cristianos» (Cf. Hechos 11, 20.26), es decir, creyentes en Cristo.
Desde allí tomó rumbo en un primer momento hacia Chipre y después en diferentes
ocasiones hacia regiones de Asia Menor (Pisidia, Licaonia, Galacia), y después a las
de Europa (Macedonia, Grecia). Más reveladoras fueron las ciudades de Éfeso,
Filipos, Tesalónica, Corinto, sin olvidar tampoco Berea, Atenas y Mileto.
En el apostolado de Pablo no faltaron dificultades, que él afrontó con valentía por
amor a Cristo. Él mismo recuerda que tuvo que soportar «trabajos…, cárceles…,
azotes; peligros de muerte, muchas veces…Tres veces fui azotado con varas; una
vez apedreado; tres veces naufragué… Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros
de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en
ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos;
trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin
comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la
preocupación por todas las Iglesias» (2 Corintios 11,23-28). En un pasaje de la
Carta a los Romanos (Cf. 15, 24.28) se refleja su propósito de llegar hasta España,
hasta el confín de Occidente, para anunciar el Evangelio por doquier hasta los
confines de la tierra entonces conocida. ¿Cómo no admirar a un hombre así? ¿Cómo
no dar gracias al Señor por habernos dado un apóstol de esta talla? Está claro que
no hubiera podido afrontar situaciones tan difíciles, y a veces tan desesperadas, si
no hubiera tenido una razón de valor absoluto ante la que no podía haber límites.
Para Pablo, esta razón, lo sabemos, es Jesucristo, de quien escribe: «El amor de
Cristo nos apremia… murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven,
sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Corintios 5,14-15), por nosotros,
por todos.
De hecho, el apóstol ofrecerá su testimonio supremo con la sangre bajo el
emperador Nerón aquí, en Roma, donde conservamos y veneramos sus restos
mortales. Clemente Romano, mi predecesor en esta sede apostólica en los últimos
años del siglo I, escribió: «Por celos y discordia, Pablo se vio obligado a mostrarnos
cómo se consigue el premio de la paciencia… Después de haber predicado la justicia
a todos en el mundo, y después de haber llegado hasta los últimos confines de
Occidente, soportó el martirio ante los gobernantes; de este modo se fue de este
mundo y alcanzó el lugar santo, convertido de este modo en el más grande modelo
de perseverancia» (A los Corintios 5). Que el Señor nos ayude a vivir la exhortación
que nos dejó el apóstol en sus cartas: «Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo»
(1 Corintios 11, 1).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit
Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. Estas
fueron sus palabras en español:]
Queridos hermanos y hermanas:
Con Pablo de Tarso iniciamos unas catequesis sobre otros personajes importantes
de la Iglesia primitiva, que también dieron su vida por el Señor. Pablo estudió la ley
mosaica en Jerusalén con el gran Rabino Gamaliel. Persiguió a los discípulos de
Jesús, pues como judío celoso no aceptaba que tuvieran como núcleo de la nueva
fe la persona de Cristo en lugar de la Ley de Dios. En el camino hacia Damasco, y
tocado por la gracia divina, Saulo se convirtió poniendo a partir de entonces todas
sus energías al servicio exclusivo de Jesucristo y del Evangelio. De Pablo
aprendemos que la persona Jesús ha de ser el centro de la vida del cristiano. Así
mismo tiempo, el Apóstol anuncia que en Cristo muerto y resucitado Dios ofrece la
salvación a todos los hombres sin distinción. Partiendo de Antioquia, realizó varios
viajes apostólicos, y en la carta a los Romanos expresa su deseo de llegar hasta
España. En su apostolado afrontó con valentía muchas situaciones difíciles, hasta
derramar su sangre aquí en Roma como supremo testimonio de amor a Cristo.
Me es grato saludar a los visitantes de lengua española, en particular a los
sacerdotes latinoamericanos del curso de Espiritualidad y Animación Misionera, al
grupo de Alianza de amor con el Sagrado Corazón de Jesús, a la peregrinación de la
parroquia Santa Teresa del Niño Jesús, de Barcelona, y a la Adoración Nocturna de
Villacarrillo, Jaén. Saludo también a los demás grupos parroquiales y asociaciones,
así como a los peregrinos de México y del Perú. Os invito a seguir las enseñanzas
de san Pablo: que el amor de Cristo nos impulse siempre a vivir no ya para
nosotros mismos sino para Él que por nosotros murió y resucitó.
¡Que el Señor os bendiga a todos