CIUDAD DEL VATICANO, domingo 18 marzo 2012 (ZENIT.org).- A mediodía de este domingo, IV de Cuaresma, el santo padre Benedicto XVI se asomó a la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico Vaticano para recitar el Ángelus con los fieles y los peregrinos congregados en la plaza de San Pedro. Ofrecemos las palabras del papa en la introducción a la oración mariana.
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¡Queridos hermanos y hermanas!
En nuestro camino hacia la Pascua, hemos llegado al cuarto domingo de Cuaresma. Es un camino con Jesús a través del "desierto", es decir, un período para escuchar más la voz de Dios y también para desenmascarar a las tentaciones que hablan dentro de nosotros. En el horizonte del desierto se vislumbra la Cruz. Jesús sabe que esa es la culminación de su misión: en efecto, la cruz de Cristo es la cumbre del amor, que nos da la salvación. Él mismo lo dice en el Evangelio de hoy: "Y como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna" (Jn. 3,14-15). La referencia es al episodio en el que, durante el éxodo de Egipto, los judíos fueron atacados por serpientes venenosas y muchos murieron; entonces Dios ordenó a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera sobre un asta: si alguno era mordido por las serpientes, mirando la serpiente de bronce, era sanado (cf. Nm. 21,4-9).
Incluso Jesús será levantado sobre la cruz, para que todo el que se encuentre en peligro de muerte a causa del pecado, dirigiéndose con fe a Él, que murió por nosotros, sea salvado. "Porque Dios --escribe san Juan--, no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn. 3,17).
San Agustín comenta: "El médico, por lo que le concierne, viene a curar al enfermo. Si uno no sigue las prescripciones del médico, se arruina a sí mismo. El Salvador vino al mundo... Si tú no quieres ser salvado por él, te juzgarás por ti mismo" (Sul Vangelo di Giovanni, 12, 12: PL 35, 1190). Así pues, si infinito es el amor misericordioso de Dios, que ha llegado al punto de dar a su Hijo único como rescate de nuestra vida, grande es también nuestra responsabilidad: cada uno, por tanto, debe reconocer que está enfermo para poder ser sanado; cada uno debe confesar su propio pecado, para que el perdón de Dios, ya dado en la Cruz, pueda tener efecto en su corazón y en su vida. San Agustín escribe: "Dios condena tus pecados; y si tú los condenas, te unes a Dios... Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces comienzan tus buenas obras, porque condenas tus malas obras. Las buenas obras comienzan con el reconocimiento de las malas obras" (ibid., 13: PL 35, 1191).
A veces, el hombre ama más las tinieblas que la luz, porque está apegado a sus pecados. Sin embargo, sólo abriéndose a la luz, y sólo confesando con franqueza las propias culpas a Dios, es que se encuentra la verdadera paz y la verdadera alegría. Es importante, entonces, acercarse al sacramento de la penitencia con regularidad, especialmente en la Cuaresma, para recibir el perdón del Señor y fortalecer nuestro camino de conversión.
Queridos amigos, mañana celebraremos la fiesta de san José. Agradezco sinceramente a todos aquellos que me recordarán en la oración, en el día de mi onomástico. En particular, les pido que oren por el viaje apostólico a México y Cuba, que haré a partir del próximo viernes. Confiémoslo a la intercesión de la bienaventurada Virgen María, tan amada y venerada en estos dos países que visitaré.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.