Dios nos lo dijo todo en su Hijo bienamado. Era la Palabra por antonomasia en la que todo fue hecho (Col 1, 16) y en quien todo fue dicho (Jn 1, 1-3). Aquella Palabra aparentemente enmudeció en una muerte no fingida, en una muerte de cruz (Filp 2, 8). Pero esa Palabra vive y habla para siempre tras la resurrección.

Jesús mismo nos pidió que guardásemos sus palabras, aunque la pequeñez frágil y vulnerable de nuestra vida hace que no siempre las entendamos o que fácilmente lleguemos a olvidar lo que a duras penas hemos entendido alguna vez. Por eso Él prometió el envío de un Consolador que viniese precisamente a enseñar y recordar cuanto el Maestro dijo: "el Consolador, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas, y os recordará todas las cosas que os he dicho" (Jn 14, 26).

La historia de la Iglesia es el lugar en donde esta promesa se ha venido cumpliendo como en un Pentecostés de y para cada generación cristiana. Siempre hay una palabra de Jesús que hay que entender en cada época, siempre hay una palabra suya que volver a recordar. Y esto es lo que hace el Espíritu Santo que Jesús nos prometió: enseñarnos lo que no acabamos de entender y recuperar lo que habiéndolo entendido se ha podido olvidar. Así se han suscitado los diversos carismas que han dado lugar a las distintas familias religiosas, como una actuación en el tiempo de la promesa de Jesús con el envío del Espíritu Santo.

La Vida Consagrada en todas sus formas tiene esa estrecha relación con la Palabra de Dios, porque representa el corazón de la Iglesia que acoge incesantemente a quien incesantemente nos regala su hablar. Detrás de cada fundador y fundadora, detrás de cada fundación consagrada, hay una Palabra de Jesús que es preciso saber guardar en el corazón como María.

El doble relato de la anunciación del Bautista y de Cristo, nos presenta las dos maneras de situarnos ante lo que Dios dice: Zacarías escuchó con un escepticismo asustado lo que le desbordaba en el mensaje de Gabriel, y se quedó mudo. María escuchó conmovida el mensaje similar de aquel mismo mensajero, pero pidió ayuda para acoger tan desbordante propuesta, y la Palabra se hizo carne de su ser. Ser mudez sórdida porque no escucha o ser eco e icono de la Palabra y la Belleza del mismo Dios. A esto se le llama a la Vida Consagrada: acoger el Evangelio de Cristo en el corazón, guardando en él lo que Dios dice y lo que Dios calla, como aprendemos en María de una manera dulce y fecunda.

El pasado año, el Santo Padre invitaba a los miembros de la Vida Consagrada a que acogieran la luz del Señor como la Virgen Santa y San José al presentar al Niño en el Templo. Esa luz que resulta ser el más luminoso eco de lo que el Señor dice: "queridos consagrados y consagradas, haced que esta llama arda en vosotros, que resplandezca en vuestra vida, para que por doquier brille un rayo del fulgor irradiado por Jesús, esplendor de verdad. Dedicándoos exclusivamente a él (cf. Vita consecrata, 15), testimoniáis la fascinación de la verdad de Cristo y la alegría que brota del amor a él. En la contemplación y en la actividad, en la soledad y en la fraternidad, en el servicio a los pobres y a los últimos, en el acompañamiento personal y en los areópagos modernos, estad dispuestos a proclamar y testimoniar que Dios es Amor, que es dulce amarlo" (Benedicto XVI, Discurso al final de la concelebración eucarística, 2 febrero 2007).

Esta luz elocuente la deseamos poner en el candelero de nuestra vida, dejando que con ella Dios siga narrando su buena noticia para la salvación de los hombres.

Jesús Sanz Montes, ofm
Obispo de Huesca y de Jaca
Presidente de la C.E. para la Vida Consagrada