Vivir de cara al Padre
Autor: P. Horacio Bojorge
Capítulo 13: Anexo III
Al Capítulo 5º
El Reino de Dios en la Redemptoris Missio
Juan Pablo II
Capítulo II - El Reino de Dios
12. « Dios rico en misericordia es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre;
cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha hecho conocer
». Escribía esto al comienzo de la Encíclica Dives in Misericordia, mostrando
cómo Cristo es la revelación y la encarnación de la misericordia del Padre. La
salvación consiste en creer y acoger el misterio del Padre y de su amor, que se
manifiesta y se da en Jesús mediante el Espíritu. Así se cumple el Reino de
Dios, preparado ya por la Antigua Alianza, llevado a cabo por Cristo y en
Cristo, y anunciado a todas las gentes por la Iglesia, que se esfuerza y ora
para que llegue a su plenitud de modo perfecto y definitivo. […]
Cristo hace presente el Reino
3. Jesús de Nazaret lleva a cumplimiento el plan de Dios. Después de haber
recibido el Espíritu Santo en el bautismo, manifiesta su vocación mesiánica:
recorre Galilea proclamando « la Buena Nueva de Dios: "El tiempo se ha cumplido
y el Reino está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" » (Mc 1, 14-15; cf.
Mt 4, 17; Lc 4, 43). La proclamación y la instauración del Reino de Dios son el
objeto de su misión: « Porque a esto he sido enviado » (Lc 4, 43). Pero hay algo
más: Jesús en persona es la « Buena Nueva », como él mismo afirma al comienzo de
su misión en la sinagoga de Nazaret, aplicándose las palabras de Isaías
relativas al Ungido, enviado por el Espíritu del Señor (cf. Lc. 4, 14-21). Al
ser él la « Buena Nueva », existe en Cristo plena identidad entre mensaje y
mensajero, entre el decir, el actuar y el ser. Su fuerza, el secreto de la
eficacia de su acción consiste en la identificación total con el mensaje que
anuncia; proclama la « Buena Nueva » no sólo con lo que dice o hace, sino
también con lo que es.
El ministerio de Jesús se describe en el contexto de los viajes por su tierra.
La perspectiva de la misión antes de la Pascua se centra en Israel; sin embargo,
Jesús nos ofrece un elemento nuevo de capital importancia. La realidad
escatológica no se aplaza hasta un fin remoto del mundo, sino que se hace
próxima y comienza a cumplirse. « El Reino de Dios está cerca » (Mc 1, 15); se
ora para que venga (cf. Mt 6, 10); la fe lo ve ya presente en los signos, como
los milagros (cf. Mt 11, 4-5), los exorcismos (cf. Mt 12, 25-28), la elección de
los Doce (cf. Mc 3, 13-19), el anuncio de la Buena Nueva a los pobres (cf. Lc 4,
18). En los encuentros de Jesús con los paganos se ve con claridad que la
entrada en el Reino acaece mediante la fe y la conversión (cf. Mc 1, 15) Y no
por la mera pertenencia étnica.
El Reino que inaugura Jesús es el Reino de Dios; él mismo nos revela quién es
este Dios al que llama con el término familiar « Abba », Padre (Mc 14, 36). El
Dios revelado sobre todo en las parábolas (cf. Lc 15, 3-32; Mt 20, 1-16) es
sensible a las necesidades, a los sufrimientos de todo hombre; es un Padre
amoroso y lleno de compasión, que perdona y concede gratuitamente las gracias
pedidas.
San Juan nos dice que « Dios es Amor » (1 Jn 4, 8. 16). Todo hombre, por tanto,
es invitado a « convertirse » y « creer » en el amor misericordioso de Dios por
él; el Reino crecerá en a medida en que cada hombre aprenda a dirigirse a Dios
como a un Padre en la intimidad de la oración (cf. Lc 11, 2; Mt 23, 9), y se
esfuerce en cumplir su voluntad (cf. Mt 7, 21).
Características y exigencias del Reino
14. Jesús revela progresivamente las características y exigencias del Reino
mediante sus palabras, sus obras y su persona.
El Reino está destinado a todos los hombres, dado que todos son llamados a ser
sus miembros. Para subrayar este aspecto, Jesús se ha acercado sobre todo a
aquellos que estaban al margen de la sociedad, dándoles su preferencia, cuando
anuncia la « Buena Nueva ». Al comienzo de su ministerio proclama que ha sido «
enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18). A todas las
víctimas del rechazo y del desprecio Jesús les dice: « Bienaventurados los
pobres » (Lc 6, 20). Además, hace vivir ya a estos marginados una experiencia de
liberación, estando con ellos y yendo a comer con ellos (cf. Lc 5, 30; 15, 2),
tratándoles como a iguales y amigos (cf. Lc 7, 34), haciéndolos sentirse amados
por Dios y manifestando así su inmensa ternura hacia los necesitados y los
pecadores (cf. Lc 15, 1-32).
La liberación y la salvación que el Reino de Dios trae consigo alcanzan a la
persona humana en su dimensión tanto física como espiritual. Dos gestos
caracterizan la misión de Jesús: curar y perdonar. Las numerosas curaciones
demuestran su gran compasión ante la miseria humana, pero significan también que
en el Reino ya no habrá enfermedades ni sufrimientos y que su misión, desde el
principio, tiende a liberar de todo ello a las personas. En la perspectiva de
Jesús, las curaciones son también signo de salvación espiritual, de liberación
del pecado. Mientras cura, Jesús invita a la fe, a la conversión, al deseo de
perdón (cf. Lc 5, 24). Recibida la fe, la curación anima a ir más lejos:
introduce en la salvación (cf. Lc 18, 42-43). Los gestos liberadores de la
posesión del demonio, mal supremo y símbolo del pecado y de la rebelión contra
Dios, son signos de que « ha llegado a vosotros el Reino de Dios » (Mt 12, 28).
15. El Reino tiende a transformar las relaciones humanas y se realiza
progresivamente, a medida que los hombres aprenden a amarse, a perdonarse y a
servirse mutuamente. Jesús se refiere a toda la ley, centrándola en el
mandamiento del amor (cf. Mt 22, 34-40); Lc 10, 25-28). Antes de dejar a los
suyos les da un « mandamiento nuevo »: « Que os améis los unos a los otros como
yo os he amado » (Jn 15, 12; cf. 13, 34). El amor con el que Jesús ha amado al
mundo halla su expresión suprema en el don de su vida por los hombres (cf. Jn
15, 13), manifestando así el amor que el Padre tiene por el mundo (cf. Jn 3,
16). Por tanto la naturaleza del Reino es la comunión de todos los seres humanos
entre sí y con Dios.
El Reino interesa a todos: a las personas, a sociedad, al mundo entero. Trabajar
por el Reino quiere decir reconocer y favorecer el dinamismo divino, que está
presente en la historia humana y la transforma. Construir el Reino significa
trabajar por la liberación del mal en todas sus formas. En resumen, el Reino de
Dios es la manifestación y la realización de su designio de salvación en toda su
plenitud.
En el Resucitado, llega a su cumplimiento y es proclamado el Reino de Dios
16. Al resucitar Jesús de entre los muertos Dios ha vencido la muerte y en él ha
inaugurado definitivamente su Reino. Durante su vida terrena Jesús es el profeta
del Reino y, después de su pasión, resurrección y ascensión al cielo, participa
del poder de Dios y de su dominio sobre el mundo (cf. Mt 28, 18; Act 2, 36; Ef
1, 18-31). La resurrección confiere un alcance universal al mensaje de Cristo, a
su acción y a toda su misión. Los discípulos se percatan de que el Reino ya está
presente en la persona de Jesús y se va instaurando paulatinamente en el hombre
y en el mundo a través de un vínculo misterioso con él. […]
El Reino con relación a Cristo y a la Iglesia
17. Hoy se habla mucho del Reino, pero no siempre en sintonía con el sentir de
la Iglesia. En efecto, se dan concepciones de la salvación y de la misión que
podemos llamar « antropocéntricas », en el sentido reductivo del término, al
estar centradas en torno a las necesidades terrenas del hombre. En esta
perspectiva el Reino tiende a convertirse en una realidad plenamente humana y
secularizada, en la que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación
socioeconómica, política y también cultural, pero con unos horizontes cerrados a
lo trascendente. Aun no negando que también a ese nivel haya valores por
promover, sin embargo tal concepción se reduce a los confines de un reino del
hombre, amputado en sus dimensiones auténticas y profundas, y se traduce
fácilmente en una de las ideologías que miran a un progreso meramente terreno.
El Reino de Dios, en cambio, « no es de este mundo, no es de aquí » (Jn 18, 36).
Se dan además determinadas concepciones que, intencionadamente, ponen el acento
sobre el Reino y se presentan como « reinocéntricas », las cuales dan relieve a
la imagen de una Iglesia que no piensa en si misma, sino que se dedica a
testimoniar y servir al Reino. Es una « Iglesia para los demás », —se dice— como
« Cristo es el hombre para los demás ». Se describe el cometido de la Iglesia,
como si debiera proceder en una doble dirección; por un lado, promoviendo los
llamados « valores del Reino », cuales son la paz, la justicia, la libertad, la
fraternidad; por otro, favoreciendo el diálogo entre los pueblos, las culturas,
las religiones, para que, enriqueciéndose mutuamente, ayuden al mundo a
renovarse y a caminar cada vez más hacia el Reino.
Junto a unos aspectos positivos, estas concepciones manifiestan a menudo otros
negativos. Ante todo, dejan en silencio a Cristo: el Reino, del que hablan, se
basa en un « teocentrismo », porque Cristo —dicen— no puede ser comprendido por
quien no profesa la fe cristiana, mientras que pueblos, culturas y religiones
diversas pueden coincidir en la única realidad divina, cualquiera que sea su
nombre. Por el mismo motivo, conceden privilegio al misterio de la creación, que
se refleja en la diversidad de culturas y creencias, pero no dicen nada sobre el
misterio de la redención. Además el Reino, tal como lo entienden, termina por
marginar o menospreciar a la Iglesia, como reacción a un supuesto «
eclesiocentrismo » del pasado y porque consideran a la Iglesia misma sólo un
signo, por lo demás no exento de ambigüedad.
18. Ahora bien, no es éste el Reino de Dios que conocemos por la Revelación, el
cual no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia.
Referencias
Selección de fragmentos del Capítulo II