Valores, ¿cuáles valores?
Los valores
religiosos y morales son y deben ser los más importantes, porque se refieren a
la dimensión decisiva de la existencia humana.
Autor: P. Fernando Pascual
Fuente: Forum libertas
La
educación en los valores está de moda. La familia y la escuela, los gobiernos
y diversos grupos sociales buscan enseñar y promover valores entre la gente,
sobre todo entre los niños, adolescentes y jóvenes, aunque también entre los
adultos.
La pregunta resulta necesaria: ¿cuáles valores? La lista de valores es
inmensa. Existen, además, valores que son más apreciados por algunos pueblos y
culturas, mientras que otros valores son menos apreciados. Los valores
enseñados en el pasado no son los mismos que los enseñados en el presente.
Para responder, resulta necesario aclarar qué es “valor”. Se trata de una
propiedad o una dimensión que descubrimos en “algo” y que perfecciona a quien
escoge ese “algo”.
La definición es intencionalmente abstracta. Bajémosla a algunos ejemplos.
Juan y Matilde tienen hambre. En la nevera encuentran quesos y jamones,
tomates y pescado congelado. Cada uno de esos alimentos puede satisfacer, de
modos distintos, el hambre de Juan y de Matilde: es “valioso” para empezar a
comer. Si, además, alguno de esos alimentos es más saludable y permite cumplir
con una dieta impuesta por los médicos, su “valor” aumenta, sin que el
alimento haya cambiado, porque “perfecciona” más a quien lo come desde su
situación particular.
En palabras más sencillas, el valor de “algo” (un objeto, una idea, un acto,
una persona) consiste en su poder perfeccionar a alguien, a quien escoge ese
“algo”, y mucho (no todo) depende de quién es ese alguien que escoge ese
“algo”.
Nos damos cuenta de que existen un número inmenso de valores. El balón de
fútbol tiene un valor muy grande para miles de niños, mientras que interesa
muy poco a muchos ancianos. El color de la ventana es un valor para dos recién
casados. El trabajo realizado con gusto es un valor para el campesino, el
oficinista o el conductor de camiones. La participación en misa todos los
domingos es un valor para los católicos que quieren vivir en serio su fe.
Entre la multitud de valores, descubrimos que unos son más importantes, más
hermosos y más nobles, porque llegan a aspectos centrales del corazón humano.
Otros valores, en cambio, tienen una importancia menor, porque quedan en lo
periférico, o porque producen un resultado muy pobre (el placer o la
autocomplacencia son resultados efímeros y vanos de quien escoge valores
empobrecedores), o porque satisfacen un deseo pero dañan al mismo tiempo
dimensiones profundas de las personas. ¿No es un valor conseguir más dinero,
pero no es un daño enorme conseguir ese dinero a través de un fraude?
Las diferencias que existen entre los valores permiten establecer una
jerarquía entre los mismos. Hay valores más importantes y otros más
accesorios. Hay valores que llegan al espíritu y otros que miran sobre todo al
cuerpo. Hay valores que promueven la unión y la armonía entre los hombres y
otros que llevan al egoísmo y a la violencia. Hay valores que sirven sólo para
la vida terrena y otros que llegan a la vida que existe tras la muerte.
Cuando entendemos lo que es un valor, descubrimos que casi siempre está
acompañado por un “antivalor” o un “desvalor”. El valor de la solidaridad
encuentra su antivalor en la insolidaridad. El valor del respeto tiene su
correspondiente antivalor en el desprecio, etc.
A lo largo del siglo XX algunos filósofos elaboraron listas de valores y
establecieron una escala de los mismos. Como un ejemplo, tomado del P. Joseph
de Finance (1904-2000), podemos clasificar los valores en estos grupos:
a. Valores infrahumanos: existen realidades que valen para el ser humano en su
dimensión más periférica. Por ejemplo, el placer, la fuerza física, la salud.
Como dijimos, cada uno de esos valores tiene sus antivalores (el dolor, la
debilidad, la enfermedad, etc.).
b. Valores económicos y “eudemónicos”: realidades con las que el hombre cree
alcanzar cierta ganancia o beneficio desde el cual puede luego conquistar
otras metas. Por ejemplo, el valor de la prosperidad, del triunfo, del dinero,
etc.
c. Valores espirituales: realidades que valen porque permiten al hombre
satisfacer sus deseos más profundos como persona, el conocer y el amar. Aquí
encontramos los siguientes grupos de valores: del conocimiento (la verdad, la
perspicacia, la memoria), de la experiencia estética (la belleza), de la vida
social (la cohesión, la armonía, la solidaridad). También entran aquí los
valores de la voluntad (fuerza de carácter, constancia). Algunos de estos
valores se poseen de modo casi espontáneo; otros sólo pueden ser alcanzados
después de un largo trabajo de formación y de esfuerzo.
d. Valores morales: son valores que tocan al ser humano en lo más profundo de
sí mismo, en el uso de su libertad, en su responsabilidad. La enumeración
podría ser larga, pero podemos mencionar los siguientes: la bondad de corazón,
la rectitud de conciencia, la sinceridad, la autenticidad, la lealtad, la
laboriosidad, la fidelidad, la generosidad, la servicialidad, la magnanimidad,
la justicia, la honradez, la gratitud, etc.
e. Valores religiosos: son valores que se refieren a nuestras relaciones con
Dios. Aquí podemos mencionar, por ejemplo, el valor de la oración, de la
piedad, de la veneración, etc.
Si analizamos algunos programas para educar en los valores, notamos en seguida
la ausencia de muchos de los valores que acabamos de mencionar, y la presencia
de otros valores que tienen su importancia, pero que no son esenciales para la
vida humana.
Por ejemplo, se habla mucho de la tolerancia, del respeto, de la apertura, del
diálogo. Pero se olvida que cada uno de esos valores (a veces son virtudes)
están relacionados o dependen de otros valores (y virtudes) sin los cuales no
se consigue nada.
En otros programas hay cierta confusión, pues aparecen como superiores valores
que son inferiores, si es que no se llega a mezclar valores y antivalores.
Hablar, por ejemplo, del valor del sexo como si cualquier acto sexual fuese
“valioso” por el hecho de producir un placer es no sólo contraproducente sino
dañino, y lleva a consecuencias dramáticas al fomentar el desenfreno y la
adicción (dos antivalores) en no pocos adolescentes.
Una sociedad que haga de la belleza física, de la “línea” (aparecer ante los
demás con una figura juvenil), de la fuerza o del dinero los valores más
importantes ha perdido la cabeza y avanza hacia su desintegración profunda,
con consecuencias funestas en las vidas de miles de personas.
Para evitar esos errores, cualquier auténtica educación en los valores
necesita reflexionar seriamente sobre lo que es el hombre y sobre aquellos
bienes valiosos que le permiten acometer su existencia humana de modo correcto
y bueno. Sólo con una buena antropología podemos reconocer la jerarquía de
valores que pone a cada cosa en su sitio.
Los valores religiosos y morales son y deben ser los más importantes, porque
se refieren a la dimensión decisiva de la existencia humana: su relación
temporal y eterna con Dios y con los otros seres humanos. Luego siguen los
valores del espíritu, que incluyen la disciplina mental para acceder a la
verdad, para “retenerla” con una buena memoria y expresarla de modo claro y
honesto; la fuerza de voluntad, que permite comprometerse en el trabajo, en el
estudio o en las mil actividades de la vida familiar; la solidaridad, que
lleva a los hombres a unir sus esfuerzos en la construcción de un mundo más
acogedor; la justicia, que permite no sólo respetar los acuerdos o los
derechos ajenos, sino promoverlos allí donde todavía son pisoteados... La
lista podría ser muy larga, pero da una idea de lo urgente que es elaborar
buenos programas de formación en los valores.
Una sociedad que sepa proponer un programa exigente y completo de valores,
apoyados y vividos desde una educación para la virtud, permitirá que los
niños, adolescentes, jóvenes y adultos maduren cada día en su humanidad, vivan
abiertos a los demás, y se preparen en serio a la meta en la que se decide,
para siempre, el bien verdadero de cada uno de nosotros: el encuentro eterno
con Dios. ¿No debería ser esa la señal inequívoca de que hemos sabido ofrecer
un buen programa de formación en los valores?