Autor: José Maria Iraburu
Fuente: Infidelidades en la Iglesia
Unidad católica
Si la división de
opiniones es congénita en los protestantes, que edifican su fe sobre la arena
de su propia opinión, la unidad es, por el contrario, la nota propia de los
católicos, que construyen individual y comunitariamente su edificio espiritual
sobre la roca de la Iglesia.
De ahí se deduce que la confusión sólo puede
introducirse en aquella parte de la Iglesia católica que en alguna medida
admita el libre examen y en la que no se ejercite suficientemente la autoridad
apostólica, que es la única capaz de guardar el rebaño en la unidad de la
verdad y en la cohesión fraterna eclesial.
La Iglesia Católica es una
La unidad y la unicidad de la Iglesia ha sido afirmada
desde el principio de su historia, y también en grandes documentos católicos
de nuestro tiempo (1964, Vaticano II, decreto Unitatis redintegratio 2; 2000,
Congregación para la Doctrina de la Fe, Dominus Iesus IV).
La Iglesia de Cri sto es una, y es Iglesia en la
medida en que es una. El Hijo de Dios se encarnó y dió su vida en la Cruz
precisamente para eso, «para reunir en uno a todos los hijos de Dios, que
están dispersos» (Jn 11,52). El Buen Pastor, al precio de su sangre, se
adquiere un rebaño que permanece unido bajo su guía.
La Iglesia es, pues, la reunida, la convocada, la
única Esposa de Cristo, su único Cuerpo. Una Iglesia, pues, dividida y confusa
apenas es Iglesia. Como un rebaño disperso no puede decirse propiamente que
sea un rebaño.
La Iglesia está unida por el don del Espíritu Santo,
que en Pentecostés, al contrario de Babel, forma un pueblo unido «de todo
pueblo, lengua, raza y nación» (Ap 5,9). Ahora, como «todos hemos bebido de un
mismo Espíritu» (1Cor 12,13), «solo hay un Cuerpo y un Espíritu» (Ef 4,4), y
«la muchedumbre de los creyentes tiene un corazón y un alma sola» (Hch 4,32).
La Iglesia está unida por la verdad si los fieles
«perseveran en escuchar la ens eñanza de los Apóstoles» (Hch 2,42). No están
abandonados, como si fueran protestantes, a sus opiniones subjetivas; no
tienen por qué estarlo; sino que todos permanecen «concordes en un mismo
pensar y un mismo sentir» (1Cor 1,10; cf. 1Pe 3,8). Ésa es una de las notas
distintivas del catolicismo.
Está unida por la caridad fraterna, pues todos los que
confiesan «un solo Señor» (Ef 4,5), por la caridad y la obediencia,
«perseveran en la unidad fraterna (koinonía)» (Hch 2,42).
Está unida por la obediencia, que con la verdad y el
amor, es la fuerza unitiva por excelencia. Los católicos creen en la sucesión
apostólica, y reconocen en conciencia la obligación de obedecer a los Pastores
apostólicos puestos «por el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la
Iglesia de Dios» (Hch 20,28). La obediencia de los fieles a unos pastores
sagrados y a unas leyes de la Iglesia los guarda a todos en la perfección de
la unidad eclesial. Los protestantes, en cambio, ni tienen Autoridades
apostólicas, ni leyes eclesiales que obliguen en conciencia. Por eso su
desunión es congénita, normal y previsible.
Está unida por la Eucaristía, instituida por Cristo,
para generar siempre la unidad de la Iglesia: por ella, en efecto, «se
significa y se realiza la unidad de la Iglesia» (Unitatis redintegratio 2).
«Todos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de ese único pan» (1Cor
10,17).
La Iglesia, pues, es comunión, es unidad, y en la
medida en que esa nota constitutiva falta, a la Iglesia le falta ser; apenas
es. Insistimos: un rebaño disperso, en el que cada oveja sigue su camino, no
es un rebaño. Una comunidad cristiana en la que cada uno piensa y hace lo que
le parece apenas puede decirse católica. Es una falsificación de la Iglesia
Católica. La Iglesia Católica no es eso.
Nos detendremos aquí especialmente en la unidad de la
Iglesia en la verdad de la fe católica.
Es una en la verdad
«La Casa de D ios, que es la Iglesia de Dios vivo, es
columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,15). El Espíritu de la verdad la
guía siempre hacia la verdad completa (Jn 16,13). Él nos hace oír siempre, por
el ministerio de los Apóstoles, la voz de Cristo, que «nos habla desde el
cielo» (Heb 12,25).
Por eso, de un lado queda la algarabía de opiniones
contrapuestas y cambiantes, que caracteriza las comunidades cristianas
abandonadas al libre examen de la Escritura, y que no tienen Autoridad
apostólica docente, ni están sujetas a tradiciones o concilios. De otro lado,
bien diferenciada, está la Iglesia, que por obra del Espíritu Santo, permanece
unida en la verdad, pues todos los creyentes reciben la enseñanza de los
Apóstoles (Hch 2,42), seguros de que quienes les oye a ellos, oye al Señor (Lc
10,16).
Por eso mismo, es posible que una comunidad
no-católica persista durante siglos en el error. Pueden, por ejemplo,
nestorianos y monofisitas mantenerse desde hace siglos en una cristología
falsa, nestoriana o monofisita. Pero ningún error puede perdurar en la Iglesia
Católica y arraigarse en ella establemente. Enseñada siempre por Cristo,
gracias a la sucesión apostólica, no es posible que en ella se establezca y
arraigue largamente una doctrina falsa.
Es cierto que, según las épocas y circunstancias,
pueden darse en la Iglesia Católica ciertos oscurecimientos de algunas
verdades, y debilitarse la práctica que de ellas se deriva. Pero el Espíritu
Santo siempre restaura en su Iglesia Católica la verdad que estuvo un tanto
contrariada, olvidada o ignorada.
Lo normal en la Iglesia es la unidad en la verdad
Es normal en las comunidades protestantes que los
profesores de teología sean más estimados que los simples pastores, y que
éstos se guíen frecuentemente por lo que enseñan aquéllos. Pero en la Iglesia
de Cristo la relación es inversa. Es el Magisterio apostólico del Papa y de
los Obispos el que tiene la plenitud de la aut oridad docente, y el que ha de
orientar y asegurar la investigación y la enseñanza de los doctores.
En efecto, el mismo pueblo cristiano, que en ciertas
épocas y lugares ha resistido firme en la fe ante escándalos morales del clero
y de los Obispos, y aún del Papa, pierde la fe y se aleja de la Iglesia cuando
la fe misma es lesionada, es decir, cuando es justamente el fundamento de la
fe lo que está siendo falsificado y destruido.
Por eso en la Iglesia Católica la confusión doctrinal
es absolutamente escandalosa e inadmisible. No puede, pues, hacerse en ella
crónica.
El escándalo de la confusión y de la división en la
Iglesia
La desunión entre los «cristianos» es un escándalo muy
grave, contrario a la voluntad de Cristo, que quiere que «todos sean uno» (Jn
17,21), y dificulta grandemente la misión ad gentes de la Iglesia.
Pero más grave escándalo todavía es el de la desunión
de los «católicos». Éste es el peor de los escándal os, y el que sin duda más
daña a la Iglesia y al mundo, a las misiones y también al ecumenismo.
Y sin embargo, este escándalo puede y debe ser
evitado. Está en la naturaleza de la Iglesia permanecer en la unidad de la
verdad, de la unión fraterna y de la obediencia. Está en su verdadera
naturaleza. Por tanto, la interna unidad de la Iglesia –aunque no se dé en la
tierra en un grado perfecto y celestial– es ciertamente posible, siempre que
la Autoridad pastoral se ejercite con fuerza y esperanza, y no permita la
difusión del espíritu protestante del libre examen.
¿Qué comunión real existe entre los católicos y los
miembros de entidades como la Sociedad de Teólogos y Teólogas Juan XXIII?
Ellos piensan y dicen que la Jerarquía católica ha sustituido el Evangelio por
los dogmas, que oprime a los teólogos con su prepotencia doctrinal, que es
dura e injusta al prohibir los anticonceptivos, que es cruel al negar el
sacerdocio a la mujer o la celebración de la eucaristí a a los laicos, cuando
no hay sacerdote ministro, etc.
Ahora bien, si así piensan y hablan públicamente, es
claro que están en comunión con otras confesiones cristianas protestantes.
¿Pero qué comunión real guardan con la Iglesia Católica? Son en realidad para
nosotros «hermanos separados». Ellos se han separado. ¿Conviene aparentar que
ese grado extremo de disidencia es compatible con la unidad católica de la
comunión eclesial?
¿Cómo ha podido suceder?
Los errores en muchas Iglesias locales católicas ya no
son unas cuantas fieras sueltas, unas pocas, sino como nubes de mosquitos
dañinos en una zona pantanosa. En el capítulo precedente lo describíamos. Son
tantos, tantos, tantos los errores y abusos disciplinares que algunos llegan a
admitirlos como un pluralismo sano, perfectamente conforme a la realidad de la
Iglesia; y en todo caso, inevitable. Y eso no es cierto en absoluto. Son
divisiones totalmente escandalosas, inadmisibles en la Iglesia cat ólica y
ciertamente evitables.
¿Cómo es posible que en tantas Iglesias locales
católicas haya podido llegarse a una tan gran disgregación doctrinal y
disciplinar, y que perdure largamente?
Muchas son las causas, pero las dos principales, sin
duda, son éstas: que se ha sembrado abundantemente el error y que no se ha
impedido suficientemente esta mala siembra. Son numerosos los fieles
cristianos de buena voluntad y vida santa –sacerdotes, religiosos, seglares–
que llegan hoy de modo coincidente a ese diagnóstico. Y creemos que no se
equivocan.
«Señor ¿no has sembrado tú semilla buena en tu campo?
¿De dónde viene, pues, que haya [tanta] cizaña?... Eso es obra de un
enemigo... Mientras todos dormían, vino el enemigo y sembró cizaña entre el
trigo» (Mt 13,24-28).
El triple modo de servir a la verdad revelada
La unidad de la Iglesia se resquebraja cuando falta la
verdad que une, la obediencia que unifica, y la caridad, que es la fuerz a
unitiva por excelencia. Pero sigamos fijándonos aquí sobre todo en la unión en
la verdad.
El ministerio de la predicación apostólica exige tres
acciones unidas entre sí: 1.-predicar la verdad evangélica, 2.-defenderla de
los errores contrarios, y 3.-reprobar eficazmente a los maestros del error.
Esa triple pedagogía docente responde a la naturaleza de la mente humana, y ha
sido el modo usado por los profetas, por Cristo, por los apóstoles y por todas
las culturas, también por la Escuela cristiana clásica –la Summa Theologica de
Santo Tomás, por ejemplo–.
–El primer deber, predicar la verdad, es el principal:
«te conjuro ante Dios y Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, por
su aparición y por su reino: predica la Palabra, insiste a tiempo y a
destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2Tim
4,1-2).
Pablo VI, el maestro del diálogo con los alejados e
incrédulos (Ecclesiam suam, 1964), es el mismo Papa que precisa y urge: «No es
suficiente con acercarnos a los otros, admitirlos a nuestra conversación,
confirmarles la confianza que depositamos en ellos, buscar su bien. Es
necesario además emplearse para que se conviertan. Es preciso predicar para
que vuelvan. Es preciso recuperarles para el orden divino, que es único» (Disc.
27-VI-1968; en su exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 1975, desarrolla
ampliamente este tema).
–El segundo deber, refutar los errores, es también
necesario para servir a la verdad divina.
Enseña Santo Tomás que en una empresa va
necesariamente unido «procurar una cosa y rechazar su contraria. Por ello, así
como es misión principal del sabio meditar y exponer a los demás la verdad
[...], así también lo es impugnar la falsedad contraria» (Contra Gentes I,1).
–El tercer deber, refrenar a los maestros del error,
es también un ministerio necesario, sin el cual se harían inútiles los dos
anteriormente aludidos. Es necesario frenar la acción sinies tra de los que
están engañando al pueblo y llevándolo por caminos de perdición. Es necesario
combatirlos, denunciarlos, retirarlos, para que no sigan haciendo daño.
Comentando 1Tim 1,3 dice Santo Tomás que es deber del
superior, «primero, refrenar a quien enseña el error; y segundo, impedir que
el pueblo preste oídos a quien enseña el error».
Y en otro lugar: «Por parte de la Iglesia está la
misericordia para la conversión de los que yerran. Por eso no condena luego,
sino “después de una primera y segunda corrección” [Tit 3,10]. Pero si todavía
alguno se mantiene pertinaz, la Iglesia, sin esperar a su conversión, lo
separa de sí misma por sentencia de excomunión, mirando por la salud de los
demás» (STh II-II,11,3).
Y el mismo Cristo dice con inmenso amor a su pueblo, a
los suyos: «si alguno escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí»,
engañándoles con errores contrarios a la fe, «más le valiera que le colgasen
al cuello una piedra de molino y le arrojaran al fondo del mar» (Mt 18,6).
Por tanto, no es fiel servidor de la verdad divina
aquel Obispo, por ejemplo, que enseña públicamente la doctrina de la Iglesia
sobre un tema, pero que pone o mantiene en su Seminario a un profesor que
impugna esa enseñanza, y que permite en su propia Librería diocesana la
difusión de libros contrarios a esa verdad católica.
Deber de denunciar el error
Salus animarum, suprema lex. Ya en el prólogo de esta
obra y en desarrollos posteriores hemos afirmado el deber de denunciar el
error. Lo manda la Iglesia:
«los fieles tienen el derecho, y a veces incluso el
deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de
manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al
bien de la Iglesia», etc. (canon 212,3).
Deber de combatir el error
Los Pastores sagrados han de predicar la verdad
evangélica –entera, toda; también aquella que puede ocasio nar rechazos–,
deben refutar los errores que dañan a los fieles, y están obligados, incluso
por el Derecho Canónico, a sancionar eficazmente a los maestros del error.
«Debe ser castigado con una pena justa quien 1º [...]
enseña una doctrina condenada por el Romano Pontífice o por un Concilio
Ecuménico o rechaza pertinazmente la doctrina descrita en el c. 752 [sobre el
asentimiento debido al Magisterio en materias de fide vel de moribus] y,
amonestado por la Sede Apostólica o por el Ordinario, no se retracta; 2º quien
de otro modo desobedece a la Sede Apostólica, al Ordinario o al Superior
cuando mandan o prohiben algo legítimamente, y persiste en su desobediencia
después de haber sido amonestado» (canon 1371).
Acerca de esto, en el Código de 1917, vigente hasta el
de 1983, la Iglesia determinaba estas penas: sean «apartados del ministerio de
predicar la palabra de Dios y oír confesiones sacramentales y de todo cargo
docente» (c. 2317).
Volviendo al Código actual, de 1983: la Autoridad
suprema de la Iglesia establece que «debe ser castigado» el que atenta contra
la doctrina o a la disciplina de la Iglesia. No dice simplemente que puede ser
castigado, sino que debe serlo. Es, pues, un deber pastoral de los Obispos.
Habrá ocasiones concretas en que el bien común exija,
como mal menor, demorar tal castigo o no aplicarlo. Ésa es una cuestión que la
prudencia pastoral debe discernir en cada caso. Pero es evidente que el Obispo
o Superior que habitual y sistemáticamente no cumple esta ley universal de la
Iglesia es infiel a su ministerio. Resiste al Espíritu Santo, que es el
Espíritu de la verdad y de la unidad, y se hace uno de los principales
responsables de las confusiones y divisiones que lesionan a su Iglesia.
«Mirad por vosotros y por todo el rebaño, sobre el
cual el Espíritu Santo os ha constituido Obispos, para apacentar la Iglesia de
Dios, que Él adquirió con su sangre. Yo sé que después de mi partida ve ndrán
a vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño, y que de entre vosotros
mismos se levantarán hombres que enseñen doctrinas perversas, para arrastrar a
los discípulos en su seguimiento. Estad, pues, vigilantes» (Hch 20,28-31:
episcopos = vigilante, guardián).
En fin, aparte de los argumentos teológicos y
canónicos brevemente aludidos, el deber de combatir los errores y a sus
maestros tiene su proclamación definitiva en el ejemplo de Cristo y de los
santos.
El ejemplo de Cristo
Cristo afirma la verdad con la fuerza de quien
personalmente es la Verdad: ante la admiración o el odio de sus oyentes,
«enseña como quien tiene autoridad» (Mt 7,29). También enseña con toda
libertad aquellas verdades –sobre el sábado, el trato con pecadores, la
extensión del Reino a los paganos, la pobreza, el peligro de las riquezas, la
condición de su cuerpo como alimento y de su sangre como bebida, etc.– que
fácilmente pueden ocasionarle fracaso o persecución. < br />
Con razón, pues, le decía uno: «Maestro, sabemos que
eres sincero, y que con toda verdad enseñas el camino de Dios sin que te dé
cuidado de nadie, y que no tienes acepción de personas» (Mt 22,16).
Cristo, pues –predica la verdad, –combate los errores,
–y lucha contra quienes los difunden. Nuestro Señor Jesucristo, por ejemplo,
no se limita a
1.- afirmar la verdadera primacía de lo interior para
la salvación: «el Reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21),
2.- sino que combate frontalmente el fariseismo, que
centra la salvación en meras exterioridades: refuta con argumentos muy
poderosos estos errores, y hasta los ridiculiza con ironías –«coláis un
mosquito y os tragáis un camello»–. Más aún,
3.- combate directamente a los fariseos, es decir, a
los difusores del error. Los combate con toda su alma, tratando incluso de
desprestigiarlos ante el pueblo, para que nadie les siga y se pierda. Con esto
pretende al mismo tiempo lib erar al pueblo de aquellos errores, y liberar del
fariseísmo a los mismos fariseos: «insensatos y ciegos. Todo lo hacen para ser
vistos de los hombres. Hipócritas. ¡Serpientes, raza de víboras! ¡Sepulcros
blanqueados!» (Mt 23).
Los fariseos gozaban de un inmenso prestigio popular.
Por eso, atreviéndose Cristo a esta lucha contra el error y contra sus
maestros, sabía perfectamente que arriesgaba gravemente su prestigio, su
credibilidad, incluso su propia su vida. Los fariseos procurarán su muerte de
modo implacable.
Pero Él ha «venido al mundo para dar testimonio de la
verdad» (Jn 18,37). Él sabe bien que solo la verdad hará libres a los hombres
(8,32) –a todos los hombres: pueblo judío, fariseos, sacerdotes, paganos–; que
solo la verdad les librará de la cautividad del Enemigo y que solo por ella
podrán llegar a la salvación. Y esa fidelidad a su misión, ese amor suyo a los
hombres, es lo que le hace refutar con tanta fuerza el error y a sus maestros,
sabiendo b ien que su combate le atraerá desprecio, persecución y muerte
ignominiosa.
Por otra parte, sabe Cristo perfectamente que en esta
lucha contra el error y sus maestros está combatiendo contra el Demonio, que
es «el padre de la mentira» (Jn 8,44). En esta lucha arriesga gravemente su
vida y la pierde para liberar a los hombres de la cautividad del Maligno.
Cuando Simón Pedro, por ejemplo, rechaza que la
salvación del mundo sea por la atrocidad de la Cruz, en ese momento, sin él
saberlo, está padeciendo en sí mismo un influjo diabólico. Por eso Cristo le
reprende con tanta fuerza: «¡apártate de mí, Satanás, que tú me sirves de
escándalo, porque no piensas según Dios, sino según los hombres!» (Mt 16,23).
E igualmente cuando los judíos escuchan a Cristo sin
entender ni recibir su palabra, Él les dice: «¿por qué no entendéis mi
lenguaje? Porque no podéis oir mi palabra. Vosotros tenéis por padre al
diablo... Cuando habla de la mentira, habla de lo suyo prop io, porque él es
mentiroso y padre de la mentira. Pero a mí, porque os digo la verdad, no me
creéis» (Jn 8,43-45).
Si Cristo se hubiera limitado a proclamar la verdad,
pero no la hubiera servido del triple modo, no hubiera muerto en la Cruz, y
tampoco hubiera revelado plenamente la luz del Evangelio. Aún estaríamos,
pues, bajo la cautividad del pecado y de la muerte, del mundo y del Padre de
la Mentira.
El ejemplo de los Apóstoles
Desde el principio de la Iglesia, la voz de los
apóstoles se ve combatida por las ruidosas voces de muchos falsos teólogos. Se
cumplen las palabras de Jesús: «saldrán muchos falsos profetas y extraviarán a
mucha gente» (Mt 24,11; +7,15-16; 13,18-30. 36-39).
Por eso los apóstoles sirven la verdad evangélica del
triple modo:
1.¬- proclaman la verdad del Evangelio, muy
conscientes de la autoridad que Cristo les ha comunicado, y así, ejercitando
su autoridad apostólica docente, suscitan «la obediencia de l a fe» (Rm 1,5;
cf. 10,16).
«Somos embajadores de Cristo, y es como si Dios os
exhortase por medio de nosotros» (2Cor 2,15). Por eso «al oír la palabra de
Dios que os predicamos la acogisteis no como palabra de hombre, sino como
palabra de Dios, cual es la verdad» (1Tes 2,13).
Afirmados en esta conciencia de que el Señor estaba
con ellos y hablaba a través de ellos, «daban con gran fortaleza el
testimonio» de Cristo (Hch 4,33), predicaban «con franca osadía el misterio
del Evangelio» (Ef 6,19). Y se atrevían a predicar también aquello que a los
mundanos les parecía «locura y escándalo» (1 Cor 1,23). Nunca se avergonzaban
de ninguna verdad del Evangelio. Llegaban a pedir, por ejemplo, a los
cristianos que no tuvieran pleitos, que «prefieran sufrir la injusticia y ser
despojados» (1Cor 6,7), imitando así a Cristo (1Pe 2,19-23).
2.- combaten los errores que comienzan a formarse ya
en su tiempo, las falsedades de nicolaítas, docetas, judaizantes, escatolo
gistas, libertinos...
3.- y luchan contra los maestros del error, luchan
contra ellos con gran potencia, con fuertes palabras y argumentos, bien
conscientes de que en realidad, al impugnarlos, están combatiendo contra el
Padre de la Mentira.
Santiago considera que la doctrina de estos maestros
de la mentira es «terrena, natural, demoníaca» (3,15). San Pedro los ve «como
animales irracionales, destinados por naturaleza a ser cazados y muertos» (2
Pe 2,12). También San Judas los considera «animales irracionales» (10), y
dedica casi toda su carta a denunciarlos como «árboles sin fruto, dos veces
muertos», destinados a una condenación eterna (3-23). San Juan en el
Apocalipsis, en sus cartas a las siete Iglesias de Asia (2-3), hace
acusaciones de enorme gravedad acerca de desviaciones doctrinales y
disciplinares (cf. 1Jn 2,18.26; 4,1). Según él, esos falsarios no son del
Reino divino: «son del mundo; por eso hablan el lenguaje del mundo y el mundo
los escucha» (1Jn 4,5-6; +Jn 15,18-27).
En fin, todos los apóstoles estiman eclesialmente
correcto y necesario denunciar una y otra vez tanto los errores, como los
maestros del error. Y lo hacen con gran fuerza y frecuencia. En modo alguno
están dispuestos a tolerar un magisterio paralelo de teólogos contrario al
Magisterio apostólico. Es impensable –valga el anacronismo– que los apóstoles
permitieran que en sus Seminarios y Facultades, o en sus Librerías diocesanas,
se difundieran tranquilamente errores contrarios al Magisterio apostólico. Es
absolutamente impensable.
San Pablo contra los magisterios paralelos
contrarios
San Pablo, a los corintios –que con frecuencia le
daban problemas, considerándole algunos «poca cosa y de palabra
menospreciable» (2Cor 10,10)–, les escribe:
«Las armas de nuestra milicia [apostólica] no son
carnales, sino poderosas por Dios para derribar fortalezas, destruyendo
consejos y toda altanería que se levante contra la ciencia de Dios, y
doblegando todo pensamiento a la obediencia de Cristo, prontos a castigar toda
desobediencia y a reduciros a perfecta obediencia» (10,4-6).
Con especial dureza lucha contra aquellos
judeocristianos que exigen la continuidad de la Ley mosaica, y concretamente
la circuncisión; de éstos dice: «¡ojalá ellos se castraran del todo!» (Gál
5,12).
El Apóstol en sus cartas ataca frecuentemente a los
falsos doctores del Evangelio. Hace de ellos un retrato implacable, los
denuncia, los ridiculiza, los desprestigia, para que ninguno de los fieles les
siga, dejándose engañar por ellos.
Son «hombres malos y seductores» (2Tim 3,13), que
«resisten a la verdad, como hombres de entendimiento corrompido» ( 3,8). «Su
palabra cunde como gangrena» ( 2,17). Y aunque presumen de inteligentes, son
unos pedantes, que «no saben lo que dicen ni entienden lo que dogmatizan»
(1Tim 1,7; +6,5-6.21; 2Tim 2,18; 3,1-7; 4,4.15; Tit 1,14-16; 3,11). Son
«muchos, insubordinado s, charlatanes, embaucadores», y a todos les apasiona
la publicidad (Tit 1,10).
¿Qué buscan? ¿Dinero, poder, prestigio?... Será
distinta la pretensión en unos y otros. Pero, eso sí, todos buscan el éxito
personal en el mundo presente (Tit 1,11; 3,9; 1Tim 6,4; 2Tim 2,17-18; 3,6).
Éxito que normalmente consiguen, pues basta con que se enfrenten con la
Iglesia y la denigren, para que el mundo les apoye con entusiasmo.
El ejemplo de los santos
Como Cristo y los Apóstoles, los santos de todos los
tiempos difunden la verdad del triple modo. Es frecuente, pues, ver en los
santos Padres refutaciones de errores que atribuyen a nombres concretos:
Contra Celsum, Adversus Nestorii blasphemias, Contra Eunomio, Contra Iulianum...
Son impugnaciones nominativas, las más eficaces en una
circunstancia concreta. La encíclica Veritatis splendor, por ejemplo, dando,
lógicamente, una doctrina de validez universal, enseña la verdadera moral
católica y refuta ci ertos errores presentes, haciendo así un inmenso servicio
a la Iglesia (1993).
Pero no obstante esta doctrina apostólica, la Moral de
actitudes, por ejemplo, del profesor Marciano Vidal sigue difundiéndose
pacíficamente en Seminarios y Facultades, como si nada de lo enseñado o
refutado por la encíclica le afectase. Los errores de este autor son frenados
con eficacia cuando, como hemos recordado, en 2001 la Congregación de la Fe
publica una Notificación sobre algunos escritos del Rvdo. P. Marciano Vidal,
C.Ss.R. Entonces es cuando la reprobación de la Moral de actitudes se hace
eficaz: cuando viene a ser explícita y nominal.
Por otra parte, la Iglesia siempre ha considerado
ejemplar la lucha de los santos contra el error y contra los que yerran,
consciente de que así siguen fielmente el ejemplo de Cristo y de los
apóstoles, y sabiendo que de este modo ayudan al pueblo a permanecer en la luz
de la verdad y lo guardan de las tinieblas del error. La afirmación que
acabamos de hacer se ve confirmada claramente en las breves biografías que el
Oficio de Lectura trae sobre los santos en la Liturgia de las Horas. En ellas,
con gran frecuencia, se dice de los santos, con gratitud y elogio, que
combatieron los errores de su tiempo:
San Justino (+165; 1-VI), San Ireneo (+200; 28-VI),
San Calixto I (+222; 14-X), San Antonio Abad (+356; 17-I), San Hilario (+367;
13-I), San Atanasio (+373; 2-V), San Efrén (+373; 9-VI), San Basilio (+379; 2-II),
San Cirilo de Jerusalén (+386; 18-III), San Eusebio de Vercelli (+371; 2-VIII),
San Dámaso (+384; 11-XII), San Ambrosio (+397; 7-XII), San Juan Crisóstomo
(+407; 13-IX), San Agustín (+430; 28-VIII), San Cirilo de Alejandría (+444;
27-VI), San León Magno (+461; 10-XI), San Hermenegildo (+586; 13-IV) , San
Martín I (+656; 13-III), San Ildefonso (+667; 23-I), San Juan Damasceno (+mediados
VIII; 4-XII), San Romualdo (+1027; 19-VI), San Gregorio VII (+1085; 25-V), San
Anselmo (+1109; 21-IV), Santo Tomás Beck et (+1170; 29-XII), San Estanislao
(+1079; 11-IV), Santo Domingo de Guzmán (+1221; 8-VIII), San Antonio de Padua
(+1231; 13-VI), San Vicente Ferrer (+1419; 5-IV), San Juan de Capistrano
(+1456; 23-X), San Casimiro (+1484; 4-III), San Juan Fisher (+1535; 22-VI),
Santo Tomás Moro (+1535; 22-VI), San Pedro Canisio (+1597; 21-XII), San
Roberto Belarmino (+1621; 17-IX), San Fidel de Sigmaringa (+1622; 24-IV), San
Pedro Chanel (+1841; 28-IV), San Pío X (+1914; 21-VIII).
Por eso, no deja de ser sorprendente y alarmante que
hoy esta misma conducta, común a todos los santos de todos los tiempos, sea
proscrita en tantos lugares de la Iglesia como claramente inconveniente,
generadora de tensiones y conflictos, etc.
Esa actitud, contraria a Cristo, a los santos y a
quienes imitan a los santos, favorece sin duda a quienes difunden los errores.
Por tanto, aquellos círculos católicos de nuestro tiempo, sean teológicos,
populares o episcopales, que descalifican sistemáticamen te a quienes hoy
defienden la fe de la Iglesia y combaten abiertamente las herejías, actúan en
contra de la tradición católica. En la guerra que existe entre la verdad y la
mentira, aunque no lo pretendan conscientemente, ellos se ponen del lado de la
mentira, y son de hecho los adversarios peores de la verdad católica y de sus
fieles servidores. Y esto aún en el caso de que ellos también prediquen esa
verdad.
Los santos pastores y doctores de todos los tiempos
combatieron a los lobos que hacían estrago en las ovejas adquiridas por Cristo
al precio de su sangre. Estuvieron siempre vigilantes, para que el Enemigo no
sembrara de noche la cizaña de los errores en el campo de trigo de la Iglesia
(Mt 13,25). Combatieron contra los errores y los errantes con extrema
celeridad. En tiempos en que las comunicaciones eran muy lentas, cuando el
fuego de un error se había encendido en algún campo de la Iglesia, se
enteraban muy pronto –estaban vigilantes–, y corrían a apagarlo, antes de que
produjera un gran incendio.
No se vieron frenados en su celo pastoral ni por
personalidades fascinantes, ni por Centros teológicos prestigiosos, ni por
príncipes o emperadores, ni por levantamientos populares, ni por temores a que
en la comunidad eclesial se produjeran tensiones, divisiones y
enfrentamientos. No dudaron tampoco en afrontar marginaciones, destierros,
pérdidas de la cátedra académica o de la sede episcopal, ni vacilaron ante
calumnias, descalificaciones y persecuciones de toda clase. Y gracias a su
martirio –gracias a Dios, que en él los sostuvo– la Iglesia Católica permanece
hoy en la fe católica.
Los Padres antiguos combatieron –como se dice en frase
habitual– «los errores de su tiempo» y sus maestros. Así obró San Atanasio con
los arrianos, o San Agustín con donatistas y pelagianos, o San Roberto
Belarmino ante los protestantes. Combatieron, insistimos, «los errores de su
tiempo». Agustín y Pelagio, por ejemplo, son exactamente contempor áneos.
Y sobre la contundencia que usaban en la afirmación y
defensa de la fe se podrían multiplicar los ejemplos. Cuando San Jerónimo
impugna el pelagianismo, escribe Contra Vigilantium (406) –un pastor que, por
lo visto, no hacía honor a su nombre–, y le llama Dormitantium.
Otro ejemplo. Las Órdenes Mendicantes, al nacer,
fueron gravemente atacadas por los maestros de París, especialmente por
Gerardo de Abbeville, a causa de su nueva modalidad de pobreza religiosa. En
tal ocasión, hacia 1269, San Buenaventura toma la pluma y publica su famosa
Apologia pauperum contra calumniatorem. El llamado Doctor Seráfico escribe
así:
«En estos últimos días, cuando con más evidente
claridad brillaba el fulgor de la verdad evangélica –no podemos referirlo sin
lágrimas–, hemos visto propagarse y consignarse por escrito cierta doctrina,
la cual, a modo de negro y horroroso humo que sale impetuoso del pozo del
abismo e intercepta los esplendorosos rayos del Sol de j usticia, tiende a
obscurecer el hemisferio de las mentes cristianas.
«Por eso, a fin de que tan perniciosa peste no cunda
disimulada, con ofensa de Dios y peligro de las almas –máxime a causa de
cierta piedad aparente que, con serpentina astucia, ofrece a la vista–, es
necesario que sea desenmascarada, de suerte que, descubierto claramente el
foso, pueda evitarse cautamente la ruina. Y puesto que este artífice de
errores [Gerardo de Abbeville], siendo como es viador todavía, puede
corregirse, según se espera, por la divina clemencia, han de elevarse en su
favor ardientes plegarias a Cristo, a fin de que, acordándose de aquella
compasión con que en otro tiempo miró a Saulo, se digne usar de la eficacia de
su palabra y de la luz de su sabiduría, atemorizando al insolente, humillando
al soberbio y buscando, corrigiendo y reduciendo al descarriado».
Es evidente: estos Doctores de la Iglesia, lo mismo
que Cristo y los Apóstoles, luchan tan apasionadamente por la verd ad y contra
el error y los errantes, porque saben que en esa verdad de la fe se está
jugando la salvación de los hombres y porque son conscientes de que su lucha
es principalmente contra el Diablo, el padre de la mentira. Eso es lo que
explica en Cristo y en sus santos la contundente dureza de sus combates
doctrinales.