Transmisión de la fe y Universidad


José Ramón Villar
 



 

 

 

En cualquier marco existencial en que se encuentren los hombres es posible y necesario acometer un proceso de apertura a la verdad. En el creyente este proceso comporta la unidad o "circularidad" entre la fe y la razón [1]. Esta circularidad conduce a una síntesis intelectual que configura necesariamente las tareas que el cristiano realiza junto con los demás hombres, cristianos o no. Dicho proceso, de carácter radicalmente personal, conformará las instituciones sociales en la medida en que incida en ellas de una manera intelectualmente operativa.

Entre estas instituciones sociales se cuenta la institución universitaria que, de modo programático, se propone investigar la verdad en toda su amplitud. La Universidad es el lugar paradigmático de la "circularidad" mencionada. En la Universidad se lleva a cabo el proyecto dibujado en unas palabras de Juan Pablo II, que ya son clásicas: «La síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe... Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» [2].

Las breves consideraciones que siguen –formuladas casi a modo de "tesis"–, no pretenden ser originales, sino más bien apuntar unas modestas líneas de reflexión para quienes se hallan comprometidos en la tarea universitaria -e intelectual en general-, y que aspiran como cristianos a la "integración" o "circularidad" entre la ciencia y la fe, entre fe cristiana y cultura contemporánea.

1. De entrada, no es inútil afirmar que el trabajo del universitario cristiano respeta las características que ha adquirido la Universidad en la época moderna (en los campos de la metodología científica, la libertad académica, etc.). Lo cual no impide una distancia crítica con la afirmación algo tópica de que la fe presuntamente nada tendría que aportar a la búsqueda de la verdad, o incluso sería un importante obstáculo para la mentalidad científica genuina [3]. Frente a la actitud creyente, se alza la que propugna una radical separación entre fe y razón como presupuesto básico de progreso. Por lo que respecta a España, un diagnóstico sobre la década los años ochenta resulta característico: «Quienes hacen ahora cultura en España y la dictan al gran público, no son cristianos o, si lo son, no se les nota mucho... Son postcristianos confesos, peri- o para- cristianos declarados, e incluso anticristianos férvidamente militantes. Hemos sido transferidos así, en muy poco tiempo, de una cultura oficialmente confesante a una cultura devotamente increyente» [4]. No faltaban razones al autor a la vista de algunas afirmaciones paradigmáticas [5]. Estamos ante el conocido postulado laicista, que podría seducir, en su simplicidad, a espíritus poco avisados. Este fenómeno tiene una historia compleja que dejamos ahora [6]. No se trata aquí de polemizar con esta posición, ni de recordar la aportación indiscutible de la fe cristiana –bien lejana de la acusación de oscurantismo– en la historia cultural de Occidente.

Resulta, en cambio, urgente recordar que el creyente implicado en el trabajo intelectual reconoce su fe no como algo ornamental añadido a una actividad inicial y finalmente neutra, o como una yuxtaposición posterior al cultivo de su ciencia particular, sino como un impulso que la fe ofrece a la reflexión intelectual aportándole una "orientación radical" -según la expresión de R. L. Fetz [7]-, que influye desde el comienzo en la tarea universitaria. Aquí se hallaría "lo propio" del universitario creyente desde el punto de vista de la "formalidad" cristiana de su actividad intelectual. Esta orientación de la fe impulsa a la búsqueda de una totalidad de sentido, que constituya "algo más" que una suma de ciencias particulares, dando cuenta así de la riqueza de lo real.

En esta línea, es acertado el énfasis actual en la "interdisciplinariedad", como bien ponen de relieve por ej. los debates en torno a la bioética o la economía. La interdisciplinariedad resulta un método necesario para comprender los diversos aspectos de los problemas tratados. Pero la interdisciplinariedad, siendo necesaria, no es suficiente, ya que, en cuanto tal, es sencillamente una metodología. Ahora bien, la fe, además, ofrece un conocimiento, nuevo e inesperado, sobre Dios, el mundo y el hombre. Ciertamente, en una sociedad pluralista el debido respeto a las personas y sus opiniones descalifica cualquier imposición forzada de la propia manera de ver las cosas a quien no la comparte. Pero, a la vez, es la misma sociedad pluralista la que legitima y reclama –-si hay verdadera tolerancia– que cada persona pueda y deba hablar desde su propia identidad y ofrecer su aportación que, en el caso del cristiano, consiste en comprender al hombre desde Cristo, desde la llamada que Dios le dirige, y así adquiere conciencia de su valor como hombre, y advierte que su plenitud como persona se realiza yendo más allá de sí mismo [8].

Al elaborar su proyecto cristiano, el creyente no se ve impulsado primariamente por una exigencia de coherencia "confesional", como condicionamiento externo a sí mismo, sino que percibe una exigencia de verdad en su propia inteligencia abierta a toda fuente de conocimiento, también aquel que proporciona la fe. Por eso sabe que "la necesaria objetividad científica rechaza justamente toda neutralidad ideológica, toda ambigüedad, todo conformismo, toda cobardía: el amor a la verdad compromete la vida y el trabajo entero del científico" [9]. Interesa analizar ahora el modo en que incide esta aportación de la fe en la vida universitaria, como tarea que tiene auténtico carácter de misión confiada principalmente a los cristianos laicos.

2. "La Iglesia no tiene un programa de escuela universitaria, de sociedad, sino que tiene un programa de hombre, del hombre nuevo renacido por la Gracia". Estas palabras de Juan Pablo II expresan otra convicción básica: el punto de encuentro o de "circularidad" entre las ciencias particulares y la fe se halla en la antropología [10]. Esto es así porque "todas las ciencias –en palabras de A. Llano– se hacen desde el hombre, y tratan acerca de él. El hombre es el hilo conductor para la articulación temática y para la articulación metodológica del saber (...). Cualquier posible articulación del saber es una antropología" [11]. Bien se trate de economía, o de ciencias humanas en general, de derecho o de política, de medicina o de ciencias naturales, siempre es el hombre y su destino quien se encuentra en el centro de los interrogantes; e, inversamente, detrás de toda solución o acercamiento a un problema hay una determinada visión del hombre.

Esto presupuesto, hay que añadir que la comprensión creyente del hombre lleva esencialmente incorporada la conciencia de su referencia ontológica a Dios, que se halla al principio, en medio y al final del misterio del hombre y del mundo. Toda concepción del hombre comporta plantearse el tema de Dios y su relación con el hombre. El encuentro de la inteligencia y de la fe permite entonces alcanzar la medida verdadera del hombre, creado "a imagen y semejanza de Dios" y redimido en Jesucristo. Por este motivo, "la antropología en cuanto saber sobre el hombre (...) ocupa un lugar primordial en el conjunto del proceder de nuestro pensamiento. Sin embargo, no es el saber único ni el saber supremo, ya que no es autosuficiente y necesita, para iluminarnos respecto a nosotros mismos, estar a la escucha del resto del saber y, muy especialmente, del saber sobre Dios y desde Dios, es decir, de la teología, que, al hacernos penetrar en el conocimiento de los designios divinos, nos sitúa, de manera definitiva, ante la verdad de nuestra vocación y de nuestro destino" [12]. De manera que puede hablarse, con Fetz, de una "teo-antropología" latente en toda la realidad.

La elaboración de esta antropología cristiana o "teo-antropología", es una empresa que tiene en cuenta todos los datos de las ciencias acerca de las dimensiones particulares de la realidad, percibidos en su sentido último a la luz del designio de Dios en Jesucristo. Contempla el dinamismo de la creación y de la redención incidiendo sobre la realidad humana [13]. Constituye el signo identificativo de una cultura que reconoce el valor de la libertad, de la dignidad, de la responsabilidad y la apertura a la trascendencia como dimensiones básicas de la persona. La fe fundamenta un "humanismo teologal" que comporta la precedencia de la ética frente a la técnica; el primado de la persona frente a las cosas; la superioridad del espíritu frente a la materia; en fin, la trascendencia del hombre sobre el mundo, y de Dios sobre el hombre.

Un autor ha podido resumir estos rasgos configuradores de la fe cristiana de la siguiente manera: «Es claro que en la historia de la humanidad han existido, y existen, múltiples culturas con orígenes o componentes religiosos, aunque no todas las culturas, o lo que se llaman culturas, tienen el mismo valor por sus diferentes índices de humanismo. Al contacto con la palabra de Dios, revelada en Jesucristo y conservada en la Iglesia, aparecieron también, como no podía ser menos, las culturas cristianas en los pueblos que recibieron el Evangelio. Esas culturas aportaban (...) el número suficiente de componentes nuevos y dinámicos como para generar, mientras corrían los siglos, actitudes fundadas en valores altamente humanos. La fe en un solo Dios verdadero, Padre todopoderoso; la consiguiente desmitologización de la Naturaleza y sus fuerzas porque sólo Dios es Dios; la superioridad cualitativa del hombre sobre todo lo material; el componente espiritual de la persona humana y, por ello, su dignidad y su inmortalidad, que le constituyen en fin en sí mismo relativamente absoluto; la valoración positiva de la materia como buena en sí misma y puesta al servicio del hombre; el sentido lineal e irreversible del tiempo, de la vida del hombre, y consiguientemente de la historia; el libre albedrío humano no sometido a ningún fatum o anaké y, en consecuencia, la responsabilidad de cada hombre ante esta vida y ante la eterna, feliz o desgraciada; la igualdad esencial de todos los hombres; el amor mutuo como solidaridad, particularmente con "los hermanos pequeños" (Mt 25, 40, 45); la aceptación de una ley natural por la cual Dios nos manda vivir como personas y nos da el consiguiente derecho a ello, que fundamenta toda otra regla moral; la desmitificación del Poder, precisamente por la ley natural; la separación del ius sacrum del ius publicum; en fin, el impulso vital hacia lo divino, posibilitado de manera insospechada por las palabras y los sacramentos de Jesucristo y por el arquetipo de su vida, que quedará para siempre como definitivo paradigma humano, son los elementos esenciales de toda cultura cristiana» [14].

3. Ahora bien, este contenido, que podemos designar como el proprium cristiano, no puede ser operativo de modo inmediato en la tarea científica, porque la ciencia opera bajo la forma de ciencias particulares que en cuanto tales, y a primera vista, carecen de la referencia creyente. ¿Cómo, pues, incide en ellas esta "teo-antropología" presente desde el inicio de la tarea intelectual?

a) Cabe distinguir un primer nivel: el de las ciencias particulares, cultivadas con respeto de su objeto y metodología, que es condición esencial para su desarrollo científico. En este sentido, y por mencionar el conocido tópico, no existe una "matemática cristiana". En este ámbito, las ciencias particulares poseen su propia dinámica, tan autónoma en su desarrollo que sus cultivadores podrían sentirse aparentemente dispensados de transcender el nivel positivo en el que se sitúan. Sin embargo, hay que añadir algo más.

b) En efecto, existe un segundo nivel ineludible de reflexión sobre la realidad estudiada por las diversas disciplinas, que apunta a la "integración del saber", a la "organicidad" del conocimiento. De hecho, hoy en día existe una coincidencia creciente en la necesidad de superar la ausencia de sentido orgánico del saber, propiciado por la fragmentariedad y el aislamiento en las ciencias particulares. Si esa ausencia se prolongara crónicamente constituiría una grave patología de la institución universitaria. En realidad, la "falta de sensibilidad y de atractivo por la totalidad del saber y de la cultura lesiona una fibra bien íntima del ideal universitario. En efecto, ¿qué es la Universidad sino ‘un lugar donde se enseña el conocimiento universal y una escuela de conocimientos de todo tipo’ (J. H. Newman)?" [15].

El esfuerzo de encuadrar la investigación particular en el contexto de una visión coherente del mundo es absolutamente necesario porque la razón humana entrevé interrogantes a los que las diversas disciplinas no pueden responder desde su particularidad y que, en última instancia, encuentran su significado pleno en la concepción del hombre a la luz de Dios. El proprium cristiano entra en juego aquí como un momento interior de esta aspiración a la verdad a la que incita justamente la investigación misma. La "circularidad" de la razón creyente integra estos dos niveles [16], que no constituyen etapas cronológicas sucesivas, sino que se dan simultáneamente en la unidad del sujeto pensante y en la unidad del objeto, que es siempre, de un modo u otro, el hombre.

4. Ahora bien, para que este proprium cristiano despliegue su potencia intelectual es decisiva la conjunción armoniosa de la Filosofía y la Teología. La función epistemológica de la Filosofía señala el status de las respectivas ciencias particulares; ofrece los instrumentos necesarios para situar el alcance de sus afirmaciones; elabora la armadura conceptual en la que se basa la inteligibilidad de la fe y así, en fin, presta una función de mediación entre las ciencias particulares y la Teología [17].

La Encíclica Fides et ratio describe la función decisiva de la Filosofía para la razón creyente. La Filosofía, dice el Papa (cfr. nn. 65.66), ofrece su aportación sobre la estructura del conocimiento y de la comunicación personal, sobre las diversas formas y funciones del lenguaje. Es necesaria para la comprensión de la Tradición eclesial, de los pronunciamientos del Magisterio y de las afirmaciones teológicas. Sin la Filosofía no se podría ilustrar el lenguaje sobre Dios, las relaciones personales dentro de la Trinidad, la acción creadora de Dios en el mundo, la relación entre Dios y el hombre, la identidad de Cristo, los conceptos de ley moral, conciencia, libertad, responsabilidad personal, culpa, etc., que son definidos por la ética filosófica. Y concluye: "Es necesario, por tanto, que la razón del creyente tenga un conocimiento natural, verdadero y coherente de las cosas creadas, del mundo y del hombre, que son también objeto de la revelación divina; más todavía, debe ser capaz de articular dicho conocimiento de forma conceptual y argumentativa. La teología (...) presupone e implica una filosofía del hombre, del mundo y, más radicalmente, del ser, fundada sobre la verdad objetiva" (n. 66)

La Teología, por su lado, aporta la explicitación sistemáticamente elaborada del specificum cristiano, y forma parte del proceso reflexivo del cristiano. "Guiados por las aportaciones específicas de la filosofía y de la teología, los estudios universitarios se esforzarán constantemente en determinar el lugar correspondiente y el sentido de cada una de las diversas disciplinas en el marco de una visión de la persona humana y del mundo iluminada por el Evangelio y, consiguientemente, por la fe en Cristo-Logos, como centro de la creación y de la historia" (Ex Corde Ecclesiae, 16). Esta integración de los saberes necesita "personas especialmente competentes en cada una de las disciplinas, dotadas de una adecuada formación teológica y capaces de afrontar las cuestiones epistemológicas a nivel de relaciones entre fe y razón" (ibid. 46). En efecto, la Teología no podrá ofrecer su aportación si no se mantiene en contacto y a la escucha de los demás saberes particulares, acompañada de la reflexión filosófica: "La referencia a las ciencias –concluye Juan Pablo II–, útil en muchos casos porque permite un conocimiento más completo del objeto de estudio, no debe sin embargo hacer olvidar la necesaria mediación de una reflexión típicamente filosófica, crítica y dirigida a lo universal" (n. 69).

Todo lo anterior significa que no basta "tener fe", "ser creyente" para que sin más se pueda calificar cualquier tarea universitaria de "cristiana". Es necesario el estudio filosófico y teológico de los temas, porque la Teología (con la Filosofía) constituye la mediación que dota de inteligibilidad y posibilita la comunicación de la fe con las ciencias. Y, más en concreto, "todo universitario [cristiano] puede y debe vivir de fe, pero, si aspira a que esa fe informe su inteligencia y la ciencia que personalmente cultiva, es necesario que su creer desemboque en Teología. Sin una presencia efectiva de la Teología, y por tanto de instituciones que cultiven el saber teológico, la fe no podrá informar el conjunto de una labor universitaria" [18].

La existencia de una Facultad de Teología en la Institución universitaria, aun siendo una consecuencia de la universalidad a la que aspira la "universitas studiorum", no garantiza, por el solo hecho de su presencia, la orientación cristiana de una Universidad en su conjunto. Lo decisivo es que la visión de Dios, del hombre y del mundo presente en la "universitas magistrum et scholarium" responda a la inspiración de la fe [19]. Una Facultad de Teología es, por así decir, la "memoria" activa de esa antropología teologal a la que aludíamos y, por tanto, implica una aportación decisiva, pero no elimina la necesidad para el creyente del proceso intelectual ulterior, la circularis progressionis, que hemos tratado de describir. La presencia institucional de la Teología no dispensa, sino que promueve aquel proceso –estrictamente personal– de "circularidad" al que exhorta la Encíclica del Papa Juan Pablo II, de manera que la unidad vital entre fe y razón es consecuencia de una fe que se ha hecho cultura en los miembros del conjunto de la comunidad universitaria.

Notas

[1] Idea que es el trasfondo de la Encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II, y es mencionada en su n. 73: circularis progressionis.

[2] Juan Pablo II, Discurso en la Universidad Complutense de Madrid, 3-III-1982; vid. F. Miguens, Fe y cultura en la enseñanza de Juan Pablo II, Madrid 1994. Cfr. G. Tanzella-Nitti, Passione per la verità e responsabilità del sapere. Un’idea di università nel magistero di Giovanni Paolo II, Casale Monferrato 1998; J. J. Arnal, Principios para una comprensión del papel de la Universidad en la sociedad contemporánea; reflexiones teológicas en torno al magisterio de Juan Pablo II, Roma 1996.

[3] Ibid.

[4] Sobre el tema vid. también N. Luyten, Idee und Aufgabe einer katholischen Universität, en R. Schwartz (ed.), Universität und moderne Welt, Berlin 1962, pp. 593-609.

[5] «Se podrá ser creyente por originalidad, desesperación, inercia, o quién sabe qué tipo de conveniencia... Si a nivel personal alguien, razonablemente instruido, sigue siendo un creyente, se da por supuesto que esa misma persona, en cuanto normal y partícipe en los cánones teóricos y prácticos vigentes, orientará su vida prescindiendo de tal religiosidad» (J. Sádaba, Ateismo en la vida cotidiana, Madrid 1980, p. 39s).

[6] Cfr. J. L. Illanes, Teología y Facultades de Teología, Pamplona 1991, pp. 229-254; Idem, Teología y ciencias en una visión cristiana de la Universidad, en "Scripta Theologica" 14 (1982), particularmente pp. 879-881.

[7] R. L. Fetz, Katholische Universität und moderne Universitätsidee, en M. Seybold (hrsg.), Katholische Universität. Wesen und Aufgabe, Eichstätt 1993, pp. 39-55.

[8] Cfr. J. L. Illanes, o. c. en nota 6, p. 876.

[9] Beato Josemaría Escrivá, El compromiso de la verdad, en Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, Pamplona 1993, p. 24.

[10] Y, expresado en términos de misión, cabe añadir: "en la actual etapa de la historia la evangelización debe tener como tarea propia la verdad sobre el hombre, superando las diversas formas de la reducción antropológica" (Juan Pablo II, Discurso en la clausura de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para Europa, 14.XII.91, n. 3. Esta centralidad del hombre es recurrente en Juan Pablo II: cfr. L. Negri, L’uomo e la cultura nel magistero di Giovanni Paolo II, Milano 1988. A. Strumia, L’uomo e la scienza nel magistero di Giovanni Paolo II, Casale Monferrato 1987.

[11] A. Llano, La articulación de los saberes, pro manuscripto 16-VI-1994, p. 8.

[12] C. Valverde, en Catolicismo y cultura, Madrid 1990, pp. 42-44.

[13] Vid. J. L. Lorda, Para una idea cristiana del hombre. Aproximación teológica a la Antropología, Madrid 1999.

[14] Ibidem

[15] J. M. Odero, El lugar de la teología en la Universidad, en "Nuestro Tiempo" nº 426 (1989) p. 118.

[16] Podría hablarse estrictamente de tres niveles si, además del nivel de las ciencias positivas, desglosamos en el segundo nivel la antropología filosófica y la antropología teológica. Aquí queremos subrayar su integración: "si la filosofía trasciende a las ciencias, y está por tanto en condiciones de hablar no ya sobre aspectos del hombre, sino sobre el hombre en su globalidad, la teología a su vez trasciende la filosofía, ya que puede hablar del hombre desde la profundidad que nos otorga la Palabra divina, asumiendo al hacerlo la verdad que la razón filosófica hubiera podido alcanzar a fin de sirtuarla en el interior de una verdad más amplia" (J. L. Illanes, Vertiente antropológica de la Teología, cit. en nota 12, p. 110).

[17] J. Ladrière, Conclusion, en R. Gryson (ed.), Nature et mission de l’université catholique, Louvain 1987, pp. 90-91

[18] J. L. Illanes, o. c. en nota 6, p. 881.

[19] Cfr. N. A. Luyten (ed.), Recherche et culture, Fribourg 1965, pp. 3-4