TRABAJO

1.  El ejemplo de Jesucristo.

2.  Medio y camino de santidad y de apostolado.

3.  Frutos sobrenaturales y humanos del trabajo.

4.  El trabajo y la dignidad del hombre

 

1. El ejemplo de Jesucristo

Esta verdad, según la cual a través del trabajo el hombre participa en la obra de Dios mismo, su Creador, ha sido particularmente puesta de relieve por Jesucristo, aquel Jesús ante el que muchos de sus primeros oyentes en Nazareth permanecían estupefactos y decían: ¿De dónde le vienen a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ...¿No es acaso el carpintero? (Mc 6, 2-3).

En efecto, Jesús no solamente lo anunciaba, sino que ante todo, cumplía con el trabajo el «evangelio» confiado a él, la palabra de la Sabiduría eterna. Por consiguiente, esto era también el «evangelio del trabajo», pues el que lo proclamaba, él mismo era hombre del trabajo, del trabajo artesano al igual que José de Nazareth (cfr. Mt 13, 55). (JUAN PABLO II, Encíclica Laborens exercens, V, 26).

Lo habréis notado a lo largo de los Evangelios: Jesús no hace milagros en beneficio propio. Convierte el agua en vino, para los esposos de Caná (cfr. Jn 2, 1-11); multiplica los panes y los peces, para dar de comer a una multitud hambrienta (cfr. Mc 6, 33-46). Pero El se gana el pan, durante largos años, con su propio trabajo (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 61).

2. Medio y camino de santidad y de apostolado

La oración no consiste sólo en las palabras con que invocamos la clemencia divina, sino también en todo lo que hacemos en obsequio de nuestro Creador movidos por la fe (SAN BEDA, Coment. Evang. S. Marcos).  En vuestra ocupación profesional, ordinaria y corriente, encontraréis la materia -real, consistente, valiosa- para realizar toda la vida cristiana, para actualizar la gracia que nos viene de Cristo (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 49).

Del mismo modo que al decir que las aves del cielo no siembran no reprobó el que se sembrara, sino el excesivo cuidado, así, cuando dice no trabajan ni hilan, no condena el trabajo, sino el excesivo celo de él (SAN JUAN CRISÓSTOMO, en Catena Aurea, vol. VI, p. 90).

Nazaret es la mansión del Hijo del carpintero. Aquí quisiéramos comprender y celebrar la ley severa y redentora del trabajo humano; restaurar la conciencia de la nobleza del trabajo; recordar que el trabajo no puede ser un fin en sí mismo, sino que su liberación y su nobleza le viene, más que de su valor económico, de los valores que lo inspiran (PABLO VI, Aloc. en Nazaret, 5-I-1964).

Es toda una trama de virtudes la que se pone en juego al desempeñar nuestro oficio, con el propósito de santificarlo: la fortaleza, para perseverar en nuestra labor, a pesar de las naturales dificultades y sin dejarse vencer nunca por el agobio; la templanza, para gastarse sin reservas y para superar la comodidad y el egoísmo; la justicia, para cumplir nuestros deberes con Dios, con la sociedad, con la familia, con los colegas; la prudencia, para saber en cada caso qué es lo que conviene hacer, y lanzarnos a la obra sin dilaciones... Y todo, insisto, por Amor, con el sentido vivo e inmediato de la responsabilidad del fruto de nuestro trabajo y de su alcance apostólico (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 72).

Todos, efectivamente, sabemos que en el trabajo del hombre está profundamente grabado el misterio de la cruz, la ley de la cruz. ¿Acaso no se comprueban ahí las palabras del Creador, pronunciadas después de la caída del hombre: Con el sudor de tu rostro comerás el pan (Gen 3, 19)? Ya sea el antiguo trabajo de los campos que hace nacer el trigo, también las espinas y los cardos, ya sea el nuevo trabajo de los altos hornos y las nuevas fundiciones, siempre se realiza con el sudor de la frente. La ley de la cruz está inscrita en el trabajo humano. Con el sudor de la frente ha trabajado el agricultor. Con el sudor de la frente trabaja el obrero siderúrgico. Y con el sudor de la frente, con tremendo sudor de la muerte, agoniza Cristo en la cruz.  No se puede separar del trabajo humano la cruz. No se puede separar a Cristo del trabajo humano (JUAN PABLO II, en Mogila 9-VI-1979). 

Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio.  Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplía es su responsabilidad individual y colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo (CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 34).  No debe enojarte sufrir los pequeños asaltos de la preocupación y los disgustos de tus múltiples deberes domésticos; antes, ello ha de servirte de ejercicio para la práctica de las virtudes más gratas al Señor. No lo dudes, la verdadera virtud no prospera en una vida descansada, como tampoco se nutren los peces delicados en las aguas insalubres de los pantanos (SAN FRANCISCO DE SALES, Epistolario, fragm. 57, 1. c., p. 691).

La oración, que en todo trabajo humano aporta referencia a Dios Creador y Redentor, contribuye al mismo tiempo a la total «humanización» del trabajo.  «El trabajo existe... para que nos elevemos» (C.K. Norwid). Precisamente el hombre, que por voluntad del Creador ha sido llamado desde el principio a dominar la tierra mediante el trabajo, ha sido creado también a imagen y semejanza de Dios mismo. De ningún otro modo puede encontrarse a sí mismo, confirmar que es él, si no es buscando a Dios en la oración. Buscando a Dios, encontrándose con El en la oración, el hombre debe encontrarse necesariamente a sí mismo, siendo semejante a Dios. No puede encontrarse de otro modo a sí mismo, si no es en su Prototipo. No puede, a través del trabajo, confirmar su «dominio» sobre la tierra si no es orando contemporáneamente (JUAN PABLO II, en Czestochowa, 6-VI- 1979).

Una mujer ocupada en la cocina o en coser una tela puede siempre elevar su pensamiento al cielo e invocar al Señor con fervor. Uno que va al mercado o viaja solo, puede fácilmente rezar con atención. Otro que está en su bodega, ocupado en coser los pellejos de vino, está libre para levantar su ánimo al Maestro. El servidor, si no puede llegarse a la iglesia porque ha ido de compras al mercado o está con otras ocupaciones, o en la cocina, puede siempre rezar con atención y con ardor. Ningún lugar es indecoroso para Dios (SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. sobre la profetisa Ana, 4, 6).

3. Frutos sobrenaturales y humanos del trabajo

El trabajo debe ayudar al hombre a hacerse mejor, espiritualmente más maduro, más responsable, para que pueda realizar su vocación sobre la tierra, sea como persona irrepetible, sea en comunidad con los demás, y sobre todo en la comunidad humana fundamental que es la familia. El hombre y la mujer, uniéndose en esta comunidad, cuyo carácter ha sido establecido por el mismo Creador, desde el principio, dan vida a nuevos hombres. El trabajo debe hacer posible a esta comunidad humana encontrar los medios necesarios para formarse y para mantenerse. (JUAN PABLO II, en Czestochowa, 6-VI-1979).  [...] pensad que con vuestro quehacer profesional realizado con responsabilidad, además de sosteneros económicamente, prestáis un servicio directísimo al desarrollo de la sociedad, aliviáis también las cargas de los demás y mantenéis tantas obras asistenciales -a nivel local y universal- en pro de los individuos y de los pueblos menos favorecidos (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 121).

Como a hijos y enfermos, les da un consejo provechoso que es al propio tiempo un remedio para sus heridas: A estos tales les ordenamos y rogamos por el amor del Señor Jesucristo que, trabajando sosegadamente, coman su pan. Médico experto entre muchos, cura sus llagas y conjura el peligro atacando directamente la causa, la ociosidad, echando mano de un solo precepto: el trabajo. Sabe perfectamente que todas las enfermedades que pululan en un tronco común desaparecen al instante si se logra eliminar la infección principal que las origina (CASIANO, Instituciones, 10).  De donde aquella preciosa máxima -muy en boga entre los monjes egipcios- que nos legaron los antiguos Padres: «El monje que trabaja no tiene más que un demonio para tentarle, mientras que al ocioso y holgazán lo tortura una legión de espíritus malvados» (CASIANO, Instituciones, 11).  El agua estancada se corrompe, mas la que corre y se derrama por mil arroyos conserva su propia virtud. El hierro que yace ocioso, consumido por la herrumbre, se torna blando e inútil; mas si se lo emplea en el trabajo, es mucho más útil y hermoso y apenas si le va en zaga por su brillo a la misma plata. La tierra que se deja baldía no se ve que produzca nada sano, sino malas hierbas, cardos y espinas y árboles infructuosos; mas la que goza de cultivo se corona de suaves frutos. Y, para decirlo en una palabra, todo ser se corrompe por la ociosidad y se mejora por la operación que le es propia. Ya, pues, que sabemos cuánto sea el daño de la ociosidad y el provecho del trabajo, huyamos de aquélla y démonos a éste [...] (SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. sobre Priscila y Aquila).

Y vuestro fruto permanezca. Todo cuanto hacemos en este mundo apenas tiene duración hasta la muerte; y llegando ésta, arranca el fruto de nuestro trabajo. Pero cuando trabajamos de cara a la vida eterna, el fruto de nuestro trabajo permanece [...] Cuando se ha llegado al conocimiento de las cosas eternas, dejan de tener importancia los frutos temporales (SAN GREGORIO MAGNO, Hom. 27 sobre los Evang.).

4. El trabajo y la dignidad del hombre

Cristo no aprobará jamás que el hombre sea considerado o se considere a sí mismo solamente como un instrumento de producción; que sea apreciado, estimado y valorado según ese principio. ¡Cristo no lo aprobará jamás! Por esto se ha hecho clavar en la cruz, como sobre el frontispicio de la gran historia espiritual del hombre, para oponerse a cualquier degradación del hombre, también a la degradación mediante el trabajo. Cristo permanece ante nuestros ojos sobre su cruz, para que todos los hombres sean conscientes de la fuerza que El les ha dado: Les ha dado el poder de llegar a ser hijos de Dios (Jn 1, 12). De esto deben acordarse tanto los trabajadores como los que proporcionan trabajo; tanto el sistema laboral, como el de retribución. Lo deben recordar el Estado, la Nación y la Iglesia (JUAN PABLO II, en Mogila, 9-VI-1979).  Todo el que llegue a vosotros en nombre del Señor, sea recibido; luego, examinándole, le conoceréis [...] Si el que llega es un caminante, no permanecerá entre vosotros más de dos días o, si hubiera necesidad, tres. Pero si quiere establecerse entre vosotros, teniendo un oficio, que trabaje y así se alimente. Mas si no tiene oficio, proveed según vuestra prudencia, de modo que no viva entre nosotros ningún cristiano ocioso. Si no quiere hacerlo así, es un traficante de Cristo; estad alerta contra los tales (Didaché, 12).  El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad.  Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que vive, y al progreso de toda la Humanidad (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 47).

De hecho, la problemática contemporánea -¿solamente contemporánea?-del trabajo humano, en último término, no se reduce [...] ni a la técnica, ni tampoco a la economía, sino a una categoría fundamental: a la categoría de la dignidad del trabajo, es decir, de la dignidad del hombre. La economía, la técnica y tantas otras especialidades y disciplinas tienen su razón de ser en aquella única categoría esencial. Si no la alcanzan, si se constituyen fuera de la dignidad del trabajo humano, están en el error, son nocivas, están contra el hombre.

Esta categoría fundamental es humanística. Me permito decir que esta categoría fundamental -la categoría del trabajo como medida de la dignidad del hombrees cristiana. La encontramos, en su más alto grado de intensidad, en Cristo (JUAN PABLO II, en Mogila, 9-VI-1979).

Los hombres y las mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia (CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 34).

El buen trabajador recibe con libertad el pan de su trabajo; pero el perezoso y holgazán no se atreve a mirar la cara del amo (SAN CLEMENTE, Epístola a los Corintios, 34, 1).

Todos los males han venido a la vida de que muchos consideran como la máxima dignidad no poner la mano en sus propios oficios y como la suprema ignominia parecer que saben una palabra de ellos. Pablo no se avergonzaba de manejar la lezna y cortar las pieles y hablar a la vez a los más altos dignatarios; más bien alardeaba de ello en el momento mismo en que venían a él un sinnúmero de hombres ilustres y distinguidos. Y no sólo no se abochornaba de su trabajo, sino que en sus epístolas [...], dejó inscrito para la posteridad el oficio que practicaba. Así, pues, lo que desde el principio aprendió eso siguió luego ejerciendo, aun después de haber sido arrebatado al tercer cielo, aun después de haber sido trasladado al paraíso y haber tenido parte en las palabras inefables de Dios (SAN JUAN CRISOSTOMO, Hom. sobre Priscila y Aquila).

De ahí que Pablo trabajara continuamente, no sólo durante el día, sino durante la noche misma, y así pudo decir: Trabajando día y noche, a fin de no gravar a ninguno de vosotros (1 Tes 2, 9). Y no se dedicaba Pablo al trabajo simplemente por recreo y distracción, como lo hacían muchos de sus hermanos, sino que desplegaba en él esfuerzo tal que podía subvenir a las necesidades de los otros [...]. Un hombre que imperaba a los démones, que era maestro de todo el universo, a quien se le confiaron los habitantes todos de la tierra y todas la iglesias situadas bajo el sol, el que cuidaba con toda solicitud de pueblos, naciones y ciudades, ese hombre, repito, trabajaba día y noche [...]. Nosotros, empero, que no tenemos una milésima parte de sus preocupaciones [...], ¿qué excusas [...] tendremos? (SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. sobre Priscila y Aquila).