Todo empieza de
nuevo, Cristo ha resucitado!
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Cipriano Sánchez LC
Vamos a hacer de esta reflexión una contemplación de la experiencia que Pedro
tiene sobre la resurrección de Cristo. Dice el Evangelio: “Estaban juntos
Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Nathanael, el de Caná de Galilea, los
de Zebedeo y otros dos de sus discípulos”.
Recordemos que Cristo ha resucitado. Todos han sido testigos: ha estado con
ellos, les ha hablado y les ha prometido que dejaba al Espíritu Santo, han
visto el milagro de Tomás; sin embargo, la soledad vuelve a rodearles.
“Simón Pedro les dice: ‘Voy a pescar’. Le contestan ellos: ‘También
nosotros vamos contigo’. Fueron y subieron a la barca, pero aquella noche no
pescaron nada”. Los apóstoles estaban solos respecto a Cristo, solos
respecto a su oficio de pescadores. ¡Y de pronto sucede algo que ellos no
esperaban!
Una de las características de las apariciones de Cristo es la gratuidad.
Cristo no se aparece para dar gusto a nadie. Cristo mantiene en sus
apariciones una gratuidad. “Me aparezco cuando quiero, porque yo quiero”. Con
lo que Él nos vuelve a manifestar que Él es el verdadero Señor de la
existencia.
“Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no
sabían que era él. Díeles Jesús: Muchachos, ¿no tenéis pescado?”
¡Imagínense cómo le contestarían..., después de toda la noche trabajando se
habían acercado a la orilla, y un señor imprudente les pregunta si no tienen
pescado! Y Él les dice: “Echad la red a la derecha de la barca y
encontraréis”. Echan la red y resulta que ya no la pueden arrastrar por la
abundancia de peces. ¿Qué sentirían?
“El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: Es el Señor”.
De nuevo se repiten las mismísimas situaciones al primer encuentro con Jesús:
Un día, después de pescar infructuosamente, todos en la barca regresan. Los
experimentados han fracasado, y un novato les dice que echen ahí las redes,
que ahí hay peces. La echan y efectivamente la red se llena.
¡Cuántas cosas semejantes al primer amor! Juan no lo narra, lo narran los
otros evangelistas, pero sabe al primer encuentro. Y Juan, que ama y es amado,
dice: “Es el Señor”. Reconoce los detalles del inicio de la vocación.
Es como si Cristo buscase dar marcha atrás al tiempo para decir: “Todo empieza
de nuevo, sois verdaderamente hombres nuevos”, como en el primer momento, como
en el primer instante. Como que el primer amor vuelve a surgir desde el fondo
de nosotros mismos para recordarnos que somos llamados por Cristo.
Juan, en la fe y en el amor, reconoce al Señor, y Pedro sin pensar dos veces,
se lanza de nuevo hacia Él. Ya no es el Pedro del principio de este Evangelio:
amargado, triste, enojado. Es un Pedro que ha oído: “Es el Señor”; y se lanza
al agua. Y después viene toda esa hermosísima escena de la comida con Cristo,
en la que el Señor produce de nuevo la posibilidad de comunión con Él, en
amistad, en cercanía y en abundancia. “Siendo tantos los peces, no se
rompió la red”.
Todo esto va preparando la experiencia de Pedro con Cristo. Hay ciertos temas
que Pedro no ha tocado aún, hay ciertas situaciones que Pedro no se ha
atrevido a señalar. Hay un aspecto que Pedro, aun estando con Cristo
resucitado, no ha resuelto todavía: la noche del Jueves Santo; la negación de
Pedro. Es un tema que Pedro tiene encerrado en un closet con siete llaves. Tan
es así, que Pedro se lanza al aguan como diciendo: “aquí no ha pasado nada, yo
vuelvo a ser el primero”. Y Cristo dice: “traed los peces”. Y Pedro es
el primero en ir a buscarlos. Como si a base de estos gestos uno quisiese
tapar aquellas cosas que no nos gustan que los demás vean.
Y continúa el Evangelio diciendo: “Después de haber comido, dice Jesús a
Simón Pedro: Simón, hijo de Juan ¿me amas?”. Cristo vuelve a preguntar por
el amor. “[...] Apacienta a mis ovejas.” Cristo confirma a Pedro su
misión.
Y este amor que Cristo nos propone, es un amor nuevo. No es el amor de antes,
no es el amor de aquella jornada junto al lago en la que Cristo les pregunta:
“¿Quién soy yo para vosotros?”, y Pedro responde: “eres el Hijo de Dios.”
No es el amor de la sinagoga de Cafarnaúm cuando Cristo les dice: “¿También
vosotros queréis marcharos?”, y responde Pedro: "Señor, ¿a dónde iremos?"
No es el amor del jueves por la tarde, cuando Cristo le dice: “Uno de
vosotros me va a entregar”, y Pedro salta. Cristo le dice: ¿Sabes qué? Tú
me vas a negar tres veces. Y Pedro, explotando, dice: Yo antes daré mi vida
que negarte a ti.
No es ese amor, no es el amor antiguo, el amor que nace de la propia decisión,
el amor que nace, como un río, del propio corazón. Es el amor que, como
lluvia, Cristo deposita sobre el desierto del alma de Pedro. Es el amor que se
derrama sobre el alma, un amor que ya no procede de mi certeza, de mi
convicción, de mi inteligencia, de mis pruebas, de mi tecnicismo; es el amor
que nace sólo del apoyo que Cristo da a mi vida. Y ese amor es el amor que me
va a hacer superar la debilidad para ponerme de nuevo en el seguimiento del
Señor. No es el amor que nace de mí, sino el amor que viene de Él.
“En verdad, en verdad te digo, cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e
ibas a donde querías; pero cuando llegues a viejo extenderás tus manos y otro
te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras.” Con esto indicaba la clase
de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: Sígueme.
Y Pedro ve a Juan y le dice a Jesús; “Señor, y éste ¿qué?” Y Jesús le
responde: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú,
sígueme”. Con esto Jesús le está diciendo: Olvídate de tu alrededor, deja
de lado todos los otros apoyos que hasta ahora has tenido; tú, sígueme.
La resurrección, por sí misma, no es una garantía de nuestra proyección y
lanzamiento con corazones resucitados. Habiendo sido testigos, nuestra vida
puede continuar igual, sin transformaciones reales. Y esto lo vemos cada uno
de nosotros en nuestra vida constantemente. Somos testigos de tantas cosas, y
a lo mejor nuestra vida sigue igual.
La resurrección, el hecho de que veamos a Cristo, de que experimentemos a
Cristo resucitado, la alegría de Cristo resucitado, a lo mejor, lo único que
hace es dejar nuestra vida un poco más tranquila, pero no renovada. Sobre
nuestra vida puede proyectarse la sombra del pasado o la incertidumbre del
futuro. Nuestra vida puede seguir aferrada a antiguas certezas, a los
criterios que nos han servido de brújula durante mucho tiempo.
Es bonito que Cristo haya resucitado, pero repasemos nuestra vida para ver
cuántas veces pensamos que no nos sirve de mucho y que en el fondo hasta es
mejor que las cosas sigan como están. Pedro no parece tener todavía una
conciencia plena de lo que significa la resurrección de Jesucristo: lo vemos
apegado a sus antiguos hábitos. Pedro sigue siendo el mismo, nada más que
ahora se siente más solo, porque casi lo único que ha sacado en claro es la
debilidad de su amor. Después de tres años, para Pedro lo único que
prácticamente hay claro es que su amor es sumamente débil. Pedro se ha dado
cuenta de que puede fallar mucho y de que no sabe ser roca para los demás.
Junto a todas las cosas de que ha sido testigo tras la resurrección de Cristo,
en el corazón de Pedro hay algo que pesa: la pena, el fracaso para con quien
él más ama.
Esto es como una herida tremenda en el corazón de Pedro, que ni el Domingo de
Resurrección, ni las otras apariciones han sido capaces de curar, de limpiar,
de purificar. A pasar de todos sus esfuerzo —cuando le dice María Magdalena:
“ahí está el Señor”, y corre; le dice Juan: “es el Señor”, y se lanza
al agua—, el corazón de Pedro tiene una experiencia de profunda tristeza. Él
sabe que es muy débil, más aún, nada le garantiza que no lo volvería a hacer,
y casi prefiere ni pensar.
Quizá nosotros, después de esta Cuaresma en la que hemos ido recogiendo, como
un odre, todas las gracias, todos los propósitos de transformación, todas las
necesidades de cambio, todas las ilusiones de proyección, todavía podríamos
tener un peso en nuestra alma: el saber que somos débiles, que nada nos
garantiza que no volveríamos al estado anterior. Y, la verdad, se está muy a
gusto pensando en la resurrección, mejor que pensar en esto.
La resurrección por sí misma no es garantía; pero, si queremos dar un paso
adelante, nos daremos cuenta de que Cristo a Pedro lo renueva en el amor y en
la misión. El diálogo en la playa entre Cristo y Pedro es un diálogo de
renovación en el amor. Pedro amaba a Cristo, y desde el primer momento en que
Cristo le pregunta: “Simón, hijo de Juan”,( ya no le dice Pedro) me amas
más que éstos?” Le dice él: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Esa
certeza, el amor a Cristo, Pedro la tiene clavadísima en su alma.
Pedro, después de tres veces de preguntarle Cristo sobre el amor de su alma,
se da cuenta de que, muy posiblemente, ese triple amor está curando una triple
negación. Pedro constata que su amor se había quedado enredado en las tres
veces que dijo: “No conozco a este hombre”.
Cuando lo negó por tres veces, sus palabras, sus miedos encadenaron el amor
vigoroso de Pedro. Y cuando Cristo sale al patio y lo mira, esa mirada hizo
que Pedro se diera cuenta de las cadenas que él había echado.
Y Cristo como que quiere retomar la escena. Y así como retoma la escena de la
vocación de ese primer momento, Cristo retoma la escena de la negación, como
si Cristo le dijera a Pedro: “¿dónde estás?, ¿dónde te quedaste?, ¿te quedaste
en el Jueves Santo?; vamos a volver ahí.
Y Cristo renueva el diálogo con Pedro donde se había quedado, y Cristo renueva
su amor a Pedro y el amor de Pedro hacia Él, donde se había quedado atorado,
en el jueves por la noche.
Cristo nos enseña que amarle en libertad significa ser capaces de mirar de
frente nuestras debilidades, de volver a recorrer con Él los caminos que por
miedo no nos atrevemos a cruzar.
Quizá, cada uno de nosotros tenga un jueves por la noche; quizá, cada uno de
nosotros tenga una criada, una hoguera, unos soldados y un gallo que canta. Y
Cristo, con amor, nos enseña a mirar de frente esa negación para que ya no nos
atoremos ahí: “Si un día me dijiste no, camina ahora conmigo”.
El día que Pedro negó a Jesucristo, a lo que Pedro le tuvo miedo fue a morir
por Cristo, a morir con Cristo. Pedro sabía que si decía que era discípulo del
Señor, le podían echar mano y llevarlo al calabozo. Pero el amor de Cristo
retoma a Pedro y se lo lleva, purificándolo hasta anunciarle que él también un
día va a morir por Él. “Cuando eras joven te ceñías tú mismo, cuando seas
viejo extenderás los brazos, otro te ceñirá y te llevará adonde tú no
quieras”. Y luego añadió: “Sígueme”.
Cristo nos renueva con su amor para que atravesemos ese tramo de nuestra vida
en el que el miedo a morir con Él, el miedo a entregarnos a Él nos dejó
atorados. Ese tramo de nuestra vida en el que todavía nosotros no hemos
atrevido a poner nuestros pies porque sabemos que significa extender las manos
y ser crucificados.
Cristo no le pregunta a Pedro: “¿me vas a volver a negar?” Sino que le
pregunta: “¿me amas?”. A Cristo le interesa el amor. Sólo el amor construye,
porque sólo el amor repara, une, sana y da vida. El amor renovado, el amor
resucitado es el lazo que Cristo vuelve a lanzar a Pedro. El amor capaz de
pasar a través de la propia experiencia, ese amor que es capaz de pasar por lo
que uno una vez hizo y preferiría no haber hecho, y guarda su conciencia; ese
amor que es capaz de pasar por el propio pasado, por la imagen que yo hubiera
podido forjarme de mí mismo. Ese amor es el inicio que reconstruye un corazón
cansado, porque este amor ya no se apoya en nosotros, sino en Cristo.
«Sígueme», no te sigas a ti mismo, no sigas tus convicciones, tus gustos, tus
ideas. Este amor ya no se apoya en ti; es el amor que proviene de Cristo, el
amor que nace de Dios. Dirá San Juan: “Queridos, amémonos unos a otros, ya
que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.
Quien no ama, no ha conocido a Dios porque Dios es amor. En esto se manifestó
el amor que Dios nos tiene, en que Dios envió al mundo a su Hijo Único, para
que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor, no en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo
como propiciación para nuestros pecados. Si Dios nos amó de esta manera,
también nosotros nos debemos amarnos unos a otros”.
La experiencia de Pedro es la experiencia de un amor renovado. Pero al mismo
tiempo, la experiencia que Pedro tiene de Cristo resucitado, es un amor que no
se puede quedar encerrado, es un amor que se hace misión. Es un amor que
renueva la misión de apóstoles que nos ha sido dada; es un amor que, en
nuestro caso, renueva el vínculo con la misión evangelizadora de la Iglesia,
renueva el compromiso cristiano a que fuimos llamados al ser bautizados. No es
un amor que se queda en un cofre guardado, es un amor que se invierte, es un
amor que se reditúa, es un amor que se expande. Y este amor es un amor que no
teme; no teme a la cruz que significa la misma misión, porque va acompañado de
Cristo que me dice: “Sígueme”.