Teología, cultura y vida


José Morales
 



 

 

Cfr. Introducción a la Teología, Rialp, Madrid 2000, cap. V.

Sumario

1. El papel de la teología en el desarrollo de las relaciones entre fe cristiana y cultura humana.- 2. Cultura y pluralismo teológico.- 3. Teología y ciencia.- 4. Teología y vida.

 

1. El papel de la teología en el desarrollo de las relaciones entre fe cristiana y cultura humana

Que la teología no es un lujo ni un simple adorno intelectual para la Iglesia lo indica claramente el gran servicio que ha prestado y presta a la inserción armónica del Cristianismo en la cultura de los pueblos. La teología misma es, como la religión, parte de la cultura de la humanidad, y constituye muchas veces el alma de esa cultura considerada en su conjunto. Pero aquí nos referimos ahora al aspecto mediador que la teología desempeña en la relación que existe entre la religión cristiana —que como se dijo en el capítulo anterior, supone una doctrina, un culto, y un gobierno pastoral— y las manifestaciones de la actividad humana en el mundo y en la sociedad.

«De las fuentes bautismales nace el único pueblo de Dios de la nueva Alianza que trasciende todos los límites naturales o humanos de las naciones, las culturas, las razas y los sexos» [CEC, 1267]. La Iglesia trasciende las culturas creadas por la humanidad, está por encima de ellas, pero al mismo tiempo vive en ellas y realiza su cometido santificador y salvador a través de ellas. Está en el mundo sin ser del mundo.

Cuando hablamos de cultura, término que es objeto de innumerables definiciones, nos referimos a todo lo que realiza el ser humano para transformar y hacer más habitable el mundo en el que vive. Hacer cultura es, por lo tanto, esencial al hombre y a la mujer, y radicalmente propio de la humanidad, a la que Dios ha entregado la tierra para que la trabaje y domine como administrador [cfr Gen 1,26; 2,15]. Usamos también el término civilización como muy afín a cultura. Pero a efectos de lo que vamos a exponer en estas páginas, civilización se refiere más bien a las diferentes expresiones de la cultura humana según las contingencias de lugar y tiempo. En este sentido podemos decir que la cultura es un fenómeno único, típico del hombre, mientras que las civilizaciones son y serán muchas a lo largo de la historia.

La cultura se manifiesta no solamente en los aspectos intelectuales, educativos y artísticos de la sociedad. Comprende asimismo la técnica, la política, la economía, y otros campos de la actividad humana donde se despliega la creatividad del individuo y de las naciones. Entre la teología y espiritualidad cristianas y la cultura humana existe una estrecha relación. La cultura necesita de la visión espiritual para entender el sentido de lo que hace, orientarse adecuadamente, y obtener las energías morales que se requieren para contribuir a la formación y bienestar del ser humano completo. La teología necesita a su vez de la cultura ambiente para nutrir continuamente su reflexión sobre las cuestiones que de hecho afectan a los hombres de cada tiempo, y para renovarse ella misma en contacto con la ciencia del momento.

«La persona humana —dice el Concilio Vaticano II— lo es exclusivamente mediante la cultura, es decir, solamente por el cultivo de los valores y bienes naturales puede alcanzar su verdadera y plena humanidad. Por consiguiente, dondequiera que se habla de la existencia humana, la naturaleza y la cultura se encuentran en íntima conexión» [GS, 53]. La teología cristiana se ha interesado siempre por la cultura, llevada de su preocupación por el hombre y por los aspectos públicos y sociales del Cristianismo. La Iglesia, que «a través de muchas lenguas, culturas, pueblos y naciones no cesa de confesar su única fe» [CEC, 172], ha comunicado y dialogado en todas las épocas con la cultura ambiente. Lo ha hecho de manera natural y espontánea, en una actuación que no responde a estrategias pastorales, a mera experiencia humana o a sentido táctico. La comunicación de la Iglesia con la cultura arranca desde el interior mismo de la fe cristiana y la vocación de ésta a encarnarse y vivir en el mundo a través de los hombres y mujeres bautizados.

Así lo han visto y sentido los teólogos y los pastores de la Iglesia siempre que han tenido que dar ante el mundo razón de sus creencias, que son por definición sobrenaturales y al mismo tiempo razonables. Los primeros intelectuales cristianos —hombres como San Justino, Clemente Alejandrino, Orígenes, y otros muchos— eran filósofos platónicos, y nunca vieron incompatibles su Cristianismo y su cultura filosófica. Trataron en consecuencia de domiciliar su religión cristiana en el marco humanístico de su tiempo, adoptando las cautelas convenientes a fin de que su fe no sufriera deformaciones al entrar en contacto con el mundo de las opiniones humanas.

Lo mismo ocurre algún tiempo después cuando la doctrina cristiana expuesta por los Padres de los siglos IV y v (San Atanasio, San Basilio, San Gregorio de Nisa, San Ambrosio de Milán, San Agustín, etc.) se hace defensora de la racionalidad y de la sensatez filosóficas, en contra de las extravagancias y excesos irracionales de muchos intelectuales paganos y de cultos religiosos contemporáneos.

Es bien sabido cómo fueron los monjes cristianos, especialmente la orden benedictina, quienes trasmitieron la sabiduría de los siglos anteriores al medievo. Nombres como San Isidoro de Sevilla ( 636), de saber enciclopédico, están vinculados a este trabajo de conservar y transmitir cultura, tanto religiosa como profana.

Los primeros siglos medievales son un tiempo de decadencia cultural y educativa en Occidente, de modo que muchas obras y conocimientos del mundo clásico, incluidos los escritos de numerosos Padres de la Iglesia Oriental, permanecen desconocidos en el mundo latino. Durante los siglos IX al XIII prevalece la cultura islámica, impulsada sobre todo por minorías que habitan en los límites del recién creado imperio musulmán, como España, Turquía o Persia. Un intelectual cristiano de estos tiempos podía encontrarse más a su gusto en el mundo culto de Bagdad, Damasco, Córdoba o Khorasan, que dentro de los limitados horizontes de saber que eran capaces de proporcionar en aquel tiempo las escuelas y bibliotecas de Occidente.

Pensadores como Alfarabi ( 950), Avicena ( 1037), Albiruni ( 1050), Algacel ( 1111), Averroes ( 1198) no encuentran durante estos siglos en la Europa cristiana otros de talla intelectual parecida. Esta situación origina y estimula pronto en el Occidente un vivo interés por las obras y la ciencia que conoce el mundo islámico. La entrada de traducciones latinas y romances de muchos autores clásicos (filósofos, científicos, historiadores, etc.) supone en el Occidente una revolución intelectual, que ayuda a la exposición sistemática de la fe cristiana, y tiene mucho que ver con la constitución de la teología en el siglo XIII. Es una paradoja histórico-cultural que los libros dados a conocer por el Islam al Occidente han ejercido mucha más influencia en el pensamiento cristiano que en el mundo musulmán que los trasmitió, y que entró a partir del siglo XIII en un serio estancamiento cultural.

Los autores del Renacimiento (Pico della Mirandola, Nicolás de Cusa, Erasmo, Tomás Moro...) son también un testimonio de la preocupación cristiana hacia el mundo de la cultura humanística y científica, en su afán por asimilar nuevas dimensiones del pensamiento clásico, que reaparece con nuevas obras en Occidente después de la conquista de Constantinopla por los turcos otomanos (1453). Puede decirse que, en este tiempo, la cultura europea es una cultura cristiana. Existe aún la cristiandad, como orden cultural y político en el que imperan como elementos configuradores y unificadores los valores cristianos.

Después de la Reforma de Martín Lutero ( 1556) se debilita gradualmente la influencia cristiana global en el continente europeo, y esta situación se agrava por las guerras de religión (1618-1648) entre los príncipes católicos y protestantes. La fe religiosa es considerada por muchos de modo creciente como elemento conflictivo y factor de división, y es obligada un tanto a pasar a un segundo plano en la vida pública y en el ideario de los estados. Se acentúa el proceso de secularización de la cultura, y muchos hombres de pensamiento se afanan, siendo o no cristianos, en desprenderse de lo que consideran, con razón o sin ella, tutela eclesiástica en la filosofía y la literatura.

El resultado de estos hechos y apreciaciones es que la Iglesia se encuentra cada vez más ausente de los centros europeos de cultura y de influencia intelectual. La cultura comienza a elaborarse al margen de los valores cristianos. Las grandes obras literarias y artísticas nacen al margen del espacio influido por la Iglesia. Esta situación es tanto más sensible cuanto que hasta finales del siglo XVII ocurría más bien lo contrario: entonces era precisamente bajo inspiración e impulso cristianos como se habían llevado a cabo las grandes obras culturales, artísticas, pictóricas y literarias. Piénsese en las grandes Sumas medievales, las catedrales, obras como la Divina Comedia, o los proyectos humanísticos de carácter histórico y filológico de los siglos XV y XVI.

Nace así lentamente una cultura propia de los ambientes cristianos, que mantiene escasa relación con el mundo ambiente y parece a veces un ámbito cerrado en el que vive un pensamiento cristiano que ya no influye en el exterior y apenas se comunica con la sociedad profana. La Iglesia se ve así en la necesidad, por así decirlo, de recuperar la cultura, en un esfuerzo y con unas iniciativas que le resultan históricamente nuevas. Muchas de sus energías se dirigen después de Trento a combatir la Reforma protestante y a impulsar las misiones, que constituyen a partir del siglo XVII un brillante capítulo cristiano de abnegación, desinterés y eficacia.

El afán expreso por recristianizar la cultura europea rebrota con cierta intensidad, aunque con lentitud, en el siglo XIX. Numerosos intelectuales cristianos ven la urgente necesidad de que la Iglesia se abra a la nueva cultura que se forma en el continente europeo. Es un cometido que encierra dos aspectos complementarios. Se trata en primer lugar de asimilar la cultura para enriquecer y renovar la teología y el pensamiento cristiano. Se trata en segundo término de influir en el mundo cultural a fin de que éste pueda abrirse a los valores evangélicos.

El converso inglés John Henry Newman (1801-1890), hombre de gran ciencia teológica y de extraordinaria sensibilidad cultural, es un botón de muestra del deseo y la capacidad cristianos de incorporar a la teología ideas que se han demostrado fecundas en el campo de los conocimientos humanos, como la noción de desarrollo, la importancia de la historia, y la necesidad de influir en el mundo desde el interior de la sociedad.

La Iglesia ha desarrollado a lo largo del siglo XX éstas y otras preocupaciones semejantes, en un proceso que ha culminado en el Concilio Vaticano II y en los Pontificados de Pablo VI y Juan Pablo II. Los cambios y modificaciones culturales y técnicos que se han producido en el mundo durante los últimos decenios presentan a la Iglesia y a los cristianos tareas de evangelización de gran envergadura, a la vez que ofrecen oportunidades antes inexistentes o desconocidas. «Las condiciones de vida del hombre moderno han cambiado tan radicalmente en sus aspectos sociales y culturales, que se puede ya hablar de una nueva era en la historia humana. De ahí que estén abiertos nuevos caminos para perfeccionar este estado de civilización y darle una profundidad mayor» [GS, 54].

Uno de los aspectos centrales de la misión de la Iglesia es hacer que el Cristianismo y el mensaje evangélico sean de nuevo el alma de la cultura secular, en las diferentes condiciones del mundo moderno. La Iglesia institucional, con el Papa, los Obispos y los organismos que la relacionan y ponen en comunicación con el mundo, desempeñan en esta tarea cristianizadora un papel muy importante. Este papel se lleva a cabo en gran medida a través de las enseñanzas evangélicas, que los pueblos y las sociedades necesitan para su salud espiritual y muchas veces también temporal.

Pero esta tarea requiere esencialmente que los hombres y mujeres cristianos que viven en el mundo la tomen en sus manos como responsabilidad derivada de su vocación, y hagan llegar de modo capilar su fe y el ejemplo de su conducta evangélica a todos los rincones de la vida social y profesional. «Los creyentes en Cristo, peregrinando hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba, lo cual en nada disminuye, antes acrecienta, la importancia de la obligación que les incumbe de trabajar con los demás hombres en una construcción más humana del mundo. En los misterios de la fe cristiana habrán de encontrar importantes estímulos y ayudas para cumplir valerosamente su misión, sobre todo el sentido pleno de las actividades que señalan a la cultura el puesto eminente que le corresponde en la vocación integral del hombre» [GS, 67].

El cometido cristiano respecto a la cultura humana es relacionado así con líneas fundamentales de una eclesiología y una teología de la Creación surgidas en el Concilio, y que asignan expresamente a los laicos cristianos la tarea de perfeccionar con su trabajo la obra divina creadora, y de comprenderse a sí mismos como parte esencial del Pueblo de Dios.

Pablo VI se ha referido, siguiendo la pauta conciliar, a la necesidad de evangelizar la cultura y las culturas del hombre, «tomando siempre como punto de partida la persona humana y teniendo presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios» [EN, 20]. El Papa afirma que si bien es cierto que el Evangelio no se identifica con la cultura y es independiente de ella, es la cultura lo que permite a la religión cristiana estar en el mundo. Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna.

«La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas. De ahí que haya que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro con la Buena Nueva. Pero este encuentro no se llevará a cabo si la Buena Nueva no es proclamada» [Idem].

Juan Pablo II ha dedicado mucho esfuerzo en su pontificado a promover un auténtico encuentro consciente entre la cultura humana y la fe cristiana, como dos factores que se necesitan ellos mutuamente, y que hacen falta, también los dos, para construir la ciudad terrena.

En las enseñanzas de Juan Pablo II sobresale en todo momento el tema central de la verdad, como valor último capaz de ser conocido de modo suficiente por el hombre, y al que éste debe tender. La verdad ha de ser reconocida y buscada como un bien humano fundamental, que permite entender el verdadero sentido de la libertad. «Hay una exigencia de relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad, de modo que se evite cualquier libertad aparente o superficial» [RH, 12].

La importancia de esta visión de la realidad radica en el hecho de que «fuera de la libertad no puede haber cultura» digna de ese nombre, dado que «la verdadera cultura de un pueblo, su plena humanización, no se pueden desarrollar en un régimen de coerción... La cultura que nace libre debe además difundirse en un régimen de libertad» [Discurso a los hombres de la cultura en Río de Janeiro, 1-VII-1980]. El Papa pone de relieve que la cultura presupone y exige una idea integral del hombre y de la mujer, entendidos ambos en la plenitud de su vocación temporal y espiritual.

Esta concepción personalista conduce a la afirmación de que «para crear cultura hay que considerar íntegramente, y hasta sus últimas consecuencias, al hombre como valor particular y autónomo, como sujeto portador de la trascendencia de la persona. Hay que afirmar al hombre por él mismo y no por ningún otro motivo o razón: ¡únicamente por él mismo!» [Discurso en la sede de la Unesco, Paris, 2-VI-1980]. La autonomía de la cultura, corno realidad que tiene su dinámica y sus leyes propias, es tenida en cuenta por el Papa dentro de un marco general configurado por los principios de la verdad, la libertad, y una idea cristiana del hombre, creado por Dios y llamado a un destino eterno.

La cultura es una actividad esencialmente humana, que ha sido entregada por Dios a las iniciativas y capacidades de los hombres. Puede desarrollarse de muchas maneras, y son precisamente los cristianos quienes han de hacerlo, viendo la economía, el arte, la política, la literatura, etc., como parte esencial de la realización de la persona y la consecución del bien común temporal.

La cultura aparece hoy como un amplio espacio en el que la Iglesia y los cristianos comunican y se relacionan con toda clase de personas. La globalización hará del mundo un único ámbito cultural, lo cual plantea a la evangelización y a la cristianización de las profesiones unas posibilidades que antes eran desconocidas. Después de que la Iglesia ha visto abrirse sucesivos campos a su actividad evangelizadora a lo largo de la historia, debido a los descubrimientos geográficos, la imprenta, las nuevas posibilidades para desarrollar su labor asistencial, las profesiones, el mundo obrero, los medios de comunicación social, asistimos hoy a una situación del mundo en el que la cultura se ha extendido y popularizado y es más que nunca un vehículo privilegiado para difundir el Evangelio de modo capilar.

Atento a estos hechos, el Papa Juan Pablo II ha creado en mayo de 1982, el Consejo Pontificio para la Cultura, con el fin, según sus palabras, «de imprimir en toda la Iglesia un impulso vigoroso, y hacer a todos los responsables y a todos los fieles, conscientes del deber que nos incumbe de prestar atención al hombre moderno, no ya para aprobar todos sus comportamientos, sino para descubrir sobre todo sus esperanzas y sus aspiraciones latentes» [Alocución, 19-I-1983]. Las finalidades principales de este Consejo son testimoniar el profundo interés de la S. Sede por el progreso de la cultura y el diálogo entre culturas y Evangelio, y estimular en todos los cristianos una visión apostólica de su trabajo y actividades en el mundo.

2. Cultura y pluralismo teológico

a) La diversidad de la cultura humana repercute también en el campo de la teología, y hace que esta actividad intelectual de la Iglesia pueda adoptar diferentes opciones, especialmente de orden filosófico, para construirse y expresarse.

Resulta además que la riqueza y hondura del misterio divino son tantas que no podrían estudiarse con un solo tipo de pensamiento. El pluralismo teológico tiene que ver con la situación de pluralismo que vive la cultura profana, pero obedece a causas más profundas. No indica relativismo dogmático ni significa que todas las opiniones religiosas sean igualmente válidas. Expresa el hecho de que existen diversos modos legítimos de reflejar la única verdad revelada.

El fundamento del pluralismo teológico se encuentra en la Sagrada Escritura. Dios se ha servido de una gran variedad de caminos para comunicarse con los hombres. La variedad de los libros del canon bíblico habla de una pluralidad de estilos, lenguajes y métodos. Sólo a partir de la diversidad puede hablarse de unidad de la Biblia.

El Nuevo Testamento usa, por ejemplo, una gran diversidad de expresiones para mostrar la identidad de Jesucristo, como se aprecia en los títulos cristológicos (Señor, Cristo, Hijo de Dios, Profeta, el Justo, Siervo de Yahveh...) que proceden de ambientes judeo-cristianos o de ambientes gentiles.

La teología cristiana presenta en el curso de su larga historia muchas manifestaciones de pluralismo. Diferentes tradiciones teológicas, escuelas y autores individuales han pensado y formulado la doctrina de modos distintos e igualmente válidos.

La teología Oriental cristiana es más sensible al Misterio divino como inefable respecto a los conceptos humanos. Da consiguientemente más importancia a la negatividad y al silencio que a la palabra.

El Occidente, en cambio, está más atento a los aspectos racionales de la Palabra divina y a su capacidad de traducirse en reflexión conceptual y en actuación práctica. Parece detenerse más en la encarnación que en la trascendencia.

La pluralidad puede derivarse también de las ideas iniciales, intelectuales y espirituales, de las que proceden elaboraciones sistemáticas. Sistemas teológicos como el agustinismo, escotismo, molinismo, y tomismo derivan de opciones, apreciaciones espirituales e instrumentos filosóficos diferentes. Ha habido generaciones de teólogos que han considerado al tomismo como la forma científica de la teología, mientras que algunos usan hoy otros métodos, sin dejar nunca de lado la autoridad y las pautas siempre validas de Santo Tomás. Puede decirse que el Magisterio de la Iglesia ha procurado asegurar el respeto a estas y parecidas opciones para desarrollar la teología (cfr. DS 2654-65).

b) La pluralidad en teología se ha planteado con especial intensidad en los años inmediatamente anteriores y posteriores al Concilio Vaticano II (1962-1965).

La teología que se hace en torno al Concilio Vaticano I (1869-1870) se basaba en la correlación de Revelación-Fe-teología. La Revelación se entendía como un conjunto de verdades sobrenaturales; la fe se entendía correlativamente como la profesión de las verdades reveladas; y la teología era consiguientemente la deducción, y por tanto, las conclusiones obtenidas de las verdades reveladas.

Hubo, sin embargo, dos motivos que modificaron esta situación teológica, en la que el pluralismo era muy difícil: de un lado, la idea de Revelación, entendida como manifestación de la Verdad en la Persona de Jesucristo, que escapa por principio a toda sistematización uniforme y absoluta; de otro la cuestión misional, planteada ahora, de modo expreso, corno la apertura del Evangelio a todas las culturas.

Esta situación se refuerza por la afirmación de Juan XXIII (1958-1963), en el discurso de apertura del Concilio Vaticano II (11-X-1962), de que ·una cosa es la sustancia de la doctrina perenne del depositum fidei, y otra cosa es la formulación que pueda revestirla. Aunque el término pluralismo es evitado aún por el Magisterio hasta Pablo VI, se trata ya de algo que, terminológica y realmente, ha entrado en la Iglesia. Para Pablo VI el pluralismo teológico representa una novedad que exige precisiones. Para Juan Pablo II es una realidad adquirida, que exige desde luego precisiones, pero de diferente naturaleza.

El Concilio Vaticano II ha aceptado y estimulado la pluralidad y anima a plantar la semilla de la fe en el suelo de las costumbres, la sabiduría, las artes y las ciencias de los pueblos evangelizados (cfr. Decreto Ad Gentes, n. 22).

La diversidad en disciplina, ritos, teología y espiritualidad es considerada como expresión y signo de la catolicidad de la Iglesia (LG 23; AG 22; UR 4). El Concilio habla también de una legítima variedad en el campo de las expresiones teológicas de la doctrina (URl7; AG 22; GS 62). Esta variedad no va contra la unidad de la Iglesia, sino que, por el contrario, se ordena a promoverla (LG 13; UR 16; OE 2).

Aplicado al campo de la liturgia, todo esto significa que las celebraciones litúrgicas «deben corresponder al genio y a la cultura de los diferentes pueblos (cfr. SC 37-40). Para que el Misterio de Cristo sea "dado a conocer a todos los gentiles para obediencia de la fe" (Rm 16, 26), debe ser anunciado, celebrado y vivido en todas las culturas, de modo que éstas no son abolidas sino rescatadas y realizadas por él (cfr. CT 53). La multitud de los hijos de Dios, mediante su cultura humana propia, asumida y trasfigurada por Cristo, tiene acceso al Padre, para glorificarlo en un solo Espíritu» [CEC, 1204].

c) El documento de la Congregación para la Educación Católica acerca de la formación teológica de los futuros sacerdotes (mayo 1976) expresa muy bien el alcance y posibilidades del pluralismo en teología cuando dice: «El actual pluralismo teológico, a diferencia del que se conocía en el pasado, se distingue por una amplitud y una profundidad, que en ocasiones adoptan formas radicales... Desde el punto de vista del planteamiento y del espíritu de la teología, el pluralismo de hoy obedece a la diversidad de métodos usados, a la variedad de filosofías aplicadas, a la multiplicidad de terminologías y de perspectivas fundamentales» [nº 65].

El método plural en teología presenta por lo tanto, unos límites, que derivan de la misma naturaleza del saber teológico, y que lejos de suponer restricciones indebidas, forman las condiciones mismas de un pluralismo sin deformaciones.

Criterios básicos en este campo son los siguientes:

1. El pluralismo de la teología debe construirse sobre el reconocimiento del carácter objetivo y trascendente de la fe, y de la posibilidad de alcanzar la verdad, de modo que ésta resulte la base de una comunicación enriquecedora. Un pluralismo mal entendido, que no tenga en cuenta la creencia común de la Iglesia, será de hecho una amenaza contra la unidad y la pureza de la fe misma.

2. El teólogo ha de trabajar en el marco de la fe de la Iglesia, como sujeto comunitario creyente, y único sujeto adecuado del Misterio y la Palabra trascendentes. La verdadera teología, en su unidad y variedad, sólo puede nacer y desarrollarse dentro de la comunidad y de la vida eclesiales.

3. No todas las verdades de fe poseen el mismo rango: algunas pertenecen al núcleo central, mientras que otras se orientan más hacia la periferia. Por tanto, «el criterio fundamental es la Sagrada Escritura en relación con la confesión de la Iglesia que cree y ora. Entre las fórmulas dogmáticas, tienen prioridad las de los antiguos concilios. Las fórmulas que expresan una reflexión del pensamiento cristiano se subordinan a las que expresan los hechos mismos de la fe» [cfr Pablo VI, Discurso a la Conferencia Episcopal Italiana, 11-IV-1970: Insegnamenti 8, 1970,304; Juan Pablo II, Ut unum Sint, nº 81].

4. La distinción entre sustancia y revestimiento terminológico e histórico justifica y posibilita el pluralismo, y a la vez exige que cualquier teología haya de presentarse como portadora de aquella sustancia, sin alterarla con especulaciones excesivas o el uso de filosofías inadecuadas.

3. Teología y Ciencia

En los inicios del siglo XX eran numerosos los autores que, al describir el desarrollo de la ciencia moderna, hablaban de su enfrentamiento con la teología y la visión religiosa del mundo.

Puede decirse, sin embargo, que en los últimos decenios asistimos a una nueva relación entre la fe y la ciencia. Son dos caminos para conocer la realidad que no pueden ignorarse mutuamente, y que, siendo diferentes bajo diferentes aspectos, se ayudan y complementan. La religión sin la ciencia puede quedar encerrada en sí misma, y con escasa capacidad para comprender la realidad. Una ciencia ajena a la religión se haría incapaz para entender el sentido de lo que investiga.

Los factores que han influido en la actual aproximación entre teología y ciencia son diversos.

La relación que historiadores de la ciencia han creído advertir entre la cosmovisión bíblica y la actitud científica ha contribuido a crear un clima más favorable al diálogo. La doctrina cristiana de la Creación, con su énfasis en la racionalidad del Creador (que produce por tanto un universo inteligible), y en su absoluta libertad (que produce un mundo contingente, cuya naturaleza sólo puede descubrirse mediante la investigación y el experimento, y no por la mera especulación) ha proporcionado en parte la base para el desarrollo de las empresas científicas. Muchos hablan por ese motivo de una continuidad entre Revelación cristiana y ciencia moderna.

La superación del positivismo científico ha significado también un gran paso en la misma dirección convergente. La ciencia moderna camina hacia una visión más realista del mundo y suele aceptar sus límites para conocer la naturaleza de las cosas, a la vez que los científicos se hacen preguntas que sólo encuentran una respuesta teológica.

La teología ha procurado asimismo superar actitudes defensivas que se habían originado en el siglo XVII. El reconocimiento creciente de la interacción teología-ciencia en la vida social, y la búsqueda de visiones unitarias de la realidad, parecen señalar también el nacimiento de una nueva época en las relaciones de la fe con las ciencias positivas.

Las palabras pronunciadas por A. Einstein en 1940 —«La ciencia sin religión se encuentra tullida, y la religión sin ciencia es ciega»— indican lo mucho que han cambiado las cosas, porque la observación del gran físico predomina hoy en la comunidad científica. Resulta evidente que la ciencia puede purificar la religión de posibles errores y supersticiones, mientras que la religión puede librar a la ciencia de nuevas idolatrías.

Decía Juan Pablo II en 1982: «Es cierto que ciencia y fe representan dos órdenes distintos de conocimiento, autónomos en sus procedimientos, pero convergentes finalmente en el descubrimiento de la realidad integral que tiene su origen en Dios» [Insegnamenti 5, 3 (1982), 1098]. Entre la ciencia y la fe no puede existir contradicción verdadera, ya que toda realidad procede en última instancia de Dios Creador.

«Si en el pasado se produjeron serios desacuerdos o malentendidos entre los representantes de la ciencia y de la Iglesia —dice el Papa—, esas dificultades están hoy prácticamente superadas, gracias al reconocimiento de los errores de interpretación que han podido deformar las relaciones entre fe y ciencia, y sobre todo gracias a una mejor comprensión de los respectivos campos de saber» [Idem, 1099]. Conflictos derivados de presunción por parte de los científicos, y de interferencias indebidas por parte de autoridades eclesiásticas pertenecen prácticamente al pasado.

La contribución de la ciencia y de la tecnología al bienestar de la humanidad y a la mejora de la calidad de vida en la vivienda, la higiene, la alimentación, las comunicaciones, etc., no puede ponerse en duda. La ciencia hace posible que, en muchos aspectos, el hombre pueda llevar una vida más humana y digna. Dice Juan Pablo II: «Consideremos los resultados de las investigaciones científicas para un mejor conocimiento del universo, para una profundización del misterio del hombre, pensemos en los beneficios que pueden procurar a la sociedad y a la Iglesia los nuevos medios de comunicación y de encuentro entre los hombres, la capacidad de producir innumerables bienes económicos y culturales y, sobre todo, de promover la educación de masas, de curar enfermedades consideradas antes como incurables. ¡Cuántas admirables realizaciones! Todo ello para el honor del hombre» [Discurso a los miembros del Consejo Pontificio para la Cultura, 18-I-1983].

Pero la técnica no es neutral. Tiene un carácter ambivalente y encierra una triste capacidad destructiva del hombre al que debe servir. Puede ponerse al servicio de causas perversas y vincularse en exceso al ejercicio del poder y a las peores ambiciones humanas. Se aprecia, en efecto, un desarrollo de la tecnología que, vinculado a intereses egoístas de dominio, no se inserta en proyectos de provecho común. Es evidente que la humanidad no ha logrado aún suficientemente desarrollar una conciencia ética que sea proporcionada al impresionante nivel técnico adquirido durante los últimos decenios.

Se hace necesaria —ha dicho el Papa— «la unión del pensamiento científico con la fuerza de la fe (...). La lucha por el nuevo humanismo sobre el que pueda fundamentarse el desarrollo del tercer milenio tendrá éxito sólo si en ella el conocimiento científico entra de nuevo en relación víva con la verdad, la cual se revela al hombre como regalo de Dios. La razón humana es un grandioso instrumento para el conocimiento y la configuración del mundo. Sin embargo, para llevar a su realización el amplio abanico de todas las posibilidades humanas, la razón necesita una apertura a la palabra de la verdad eterna, que en Cristo se ha hecho hombre» [Discurso a profesores y estudiantes en la Catedral de Colonia, 15-XI-1980].

La teología debe y puede contribuir a que los cultivadores de la ciencia vivan y desarrollen su trabajo corno una acción moral que verdaderamente ayude a elevar las condiciones de vida de la humanidad. El saber sagrado se encuentra en condiciones de señalar caminos para hacerlo, sin entrometerse por ello en asuntos que no son de su competencia ni atribuirse ningún tipo de tutela sobre la ciencia.

4. Teología y vida

La teología y la formación en la doctrina no son algo yuxtapuesto a la vida espiritual del cristiano o un camino simplemente paralelo a ésta. La teología, como la misma fe cristiana, está ordenada a nutrir el intelecto del hombre y la mujer creyentes, y ayudarles a vivir su vocación cristiana en el mundo. La teología es para la vida.

Jesús llamó a la vida según el Evangelio renacimiento o nacimiento que viene de lo alto (Juan 3, 3). San Pablo se refiere a ella como nueva creación (Gál 6,15). San Juan la llama semilla de Dios en el hombre (4, 37), y San Pedro la denomina participación en la naturaleza divina (2 Pe 1, 4). Son todas ellas expresiones que indican los elevados valores de la vida originada por la fe y la gracia. Su desarrollo adecuado y pleno exige que se impregnen de los misterios sobrenaturales que profesamos en el Credo de la Iglesia. La Teología sirve a la vida. Y la vida hace creíble y operativa la teología.

El Cristianismo es una religión eminentemente activa. Pero es también una religión contemplativa, que adora el misterio divino, lo considera con la mente, y lo estudia con la debida veneración. La teología no es una ciencia de teorías elaboradas solamente con el intelecto. Está llamada a dar sentido y base a los diferentes aspectos y campos que componen la actividad humana.

En la existencia del hombre figuran necesariamente diversas clases de acción y de trabajo que le permiten estar y desarrollarse en el mundo. Se cuentan entre ellas las actividades familiares, económicas, culturales, artísticas, políticas, etc. La actividad espiritual y religiosa, que establece la relación con Dios y con los demás como hijos de Dios y hermanos en Jesús, es también imprescindible para el bienestar humano. Pero esta actividad espiritual no debe meramente existir junto a las demás, como si fuera un simple sumando que se añade a los otros. Las actividades profanas y seculares no pueden desde luego reemplazar a la religión en el hombre, pero la religión no se ha hecho para vivir aislada y al margen de aquéllas.

Las ocupaciones habituales del ser humano de cualquier época de la historia tienden fácilmente a operar como en compartimentos estancos respecto a la religión, y no se dejan siempre vivificar por ella. Los actos religiosos de culto y de oración no deben ser momentos de relación con Dios cerrados en sí mismos y en discontinuidad con el resto de la vida cotidiana. Cuando antes se despedía a los fieles al final de la Misa con las palabras ite missa est o se les dice ahora podéis ir en paz, no se les envía al trabajo cotidiano olvidados de la adoración a Dios y del servicio a los demás por Dios. Se les envía más bien a vivir su existencia ordinaria como buenos cristianos, por haberse alimentado del Cuerpo y la Sangre de Jesús.

«Una vez afianzados en la fe -dice el Cardenal Newman—, la trama toda de nuestra vida es, por decirlo así, un continuo acto de fe, de la misma manera que nuestro trabajo viene a ser un continuo acto de obediencia». Esto significa que todas las nobles tendencias y actividades de la naturaleza humana pueden y deben cooperar, bajo Dios, a las aspiraciones y a la plenitud del cristiano.

El beato Josemaría Escrivá de Balaguer ha dado a esta visión de las cosas una expresión que es ya clásica en la Teología espiritual de nuestra época cuando observa que a veces «se ha querido presentar la existencia cristiana como algo solamente espiritual —espiritualista, quiero decir—, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí.

»Cuando se ven las cosas de este modo, el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino. La doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él».

Después de referirse al marco natural que encuadra la ceremonia litúrgica que está celebrando, añade: «¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es la vida ordinaria el verdadero lugar de vuestra existencia cristiana? Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres» [Amar al mundo apasionadamente, Homilía pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra el 8 de octubre de 1967].

La doctrina cristiana y la teología son un factor muy importante de unidad para todas las dimensiones y frentes de la existencia humana. Contribuyen en armonía con la piedad y la devoción a la unidad de la vida cristiana. Ambas —doctrina y piedad— representan unidas una vacuna eficaz contra el activismo sin rumbo y contra un Cristianismo entendido solo como pensamiento. Cuando San Pablo ve al Resucitado en el camino de Damasco y conoce que es Jesús, es movido inmediatamente a preguntar lo que debe hacer (Hechos 9, 5). Conocimiento y acción —teología y vida— están llamados a ser unidad.

La armonía entre ambos aspectos de la existencia cristiana brilla en la actividad y en los libros del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, que ha escrito: «Piadosos, pues, como niños: pero no ignorantes, porque cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe; y todo esto es la teología. Piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos.

»El afán por adquirir esta ciencia teológica —la buena y firme doctrina cristiana— está movido, en primer término, por el deseo de conocer y amar a Dios. A la vez, es también consecuencia de la preocupación general del alma fiel por alcanzar la más profunda significación de este mundo, que es hechura del Creador» [ECP, 10].

Más adelante leemos: «El cristiano ha de tener hambre de saber. Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios. Porque no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean.

»Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con Él, de la mañana a la noche» [ECP, 10].