Sobre la Tolerancia
Ante los conflictos que pueden poner en peligro
la convivencia a diversos niveles se insiste hoy frecuentemente en la práctica
de la tolerancia
Ante los conflictos que pueden poner en peligro la convivencia a diversos
niveles en la familia, o en las relaciones sociales entre las personas o con
el Estado, se insiste hoy frecuentemente en la práctica de la tolerancia,
presentándola a veces como el supremo remedio. No todos tienen, sin embargo,
la misma idea de lo que significa este término y de su aplicación.
En sentido propio, tolerar significa no impedir algo que se considera ilícito,
sin aprobarlo. Tolera un error o un mal quien tiene la facultad moral de
impedirlo, pero no la ejerce para evitar un daño más grave (cfr. Juan Pablo II
Litt. enc. Evangelium vitae, 25-111-1995, n. 71). Hay situaciones en las que
tolerar un mal es lícito -como se dirá después-, y otras en las que no lo es.
En todo caso, el amor a la verdad y el amor a las personas son, especialmente
para un cristiano, premisas de la recta tolerancia.
Actualmente, sin embargo, se ha difundido otra idea según la cual sería
tolerante la persona que considera que todas las opiniones y los
comportamientos poseen en la práctica igual valor. De acuerdo con esta visión,
la práctica de la tolerancia sería incompatible con la aceptación de unos
valores absolutos que deban ser tomados como rectores de la convivencia. O,
dicho de otro modo, el relativismo moral sería una condición indispensable de
todo comportamiento auténticamente tolerante.
Defensa de la verdad y peligro del relativismo
Es cierto que, a lo largo de la historia, se han pretendido justificar no
pocas veces, la intolerancia y las ofensas a la libertad de las conciencias
con la defensa de la verdad.
Víctimas de esta concepción fueron los mártires cristianos; pero también los
mismos cristianos, católicos y no católicos, se han dejado arrastrar en
ocasiones por esa mentalidad y han recurrido a la violencia.).
Para superar esa mentalidad y esos peligros, la solución no está en negar la
verdad religiosa y ética, o en arrinconarla en el ámbito de las opiniones
privadas, o en desvirtuarla de cualquier otra manera. Esto es lo que sucede
cuando se tiene una visión relativista de la tolerancia: visión que se quiere
presentar a veces como la condición de posibilidad de la pacífica convivencia
democrática. «Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo
escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondiente a las
formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la
verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista
democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que
sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito hay
que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la
acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser
instrumentalizadas fácilmente para fines de poder» (Juan Pablo II, Litt. enc.
Centesimus annus, 1-V-1991, n. 46. cfr. Litt. enc. Veritatis splendor, 6-VIlI-1993,
n. 101). A las graves consecuencias de esas posturas relativistas se ha
referido de nuevo recientemente el Papa, afirmando que «es cierto que en la
historia ha habido casos en los que se han cometido crímenes en nombre de la
"verdad". Pero crímenes no menos graves y radicales negaciones de la libertad
se han cometido y se siguen cometiendo también en nombre del "relativismo
ético"» (Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitae, 25-III-1995, n.70. El
Papa se refiere en particular a los delitos contra la vida humana: "Cuando una
mayoría parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la
vida humana aun no nacida, aunque sea con ciertas condiciones, ¿acaso no
adopta una decisión "tiránica" respecto al ser humano más débil e indefenso?"
(Ibid.).
Pluralismo y respeto de la libertad
Para entender mejor qué sea la tolerancia conviene distinguirla del respeto a
la legítima variedad de las opiniones y de los comportamientos. Hay muchas
cosas opinables, en las que de hecho los hombres juzgamos y actuamos
diversamente. La convivencia con quienes nos rodean -la verdadera convivencia,
que no consiste en vivir al lado de otros, como extraños, sino que pide el
diálogo y la comprensión requiere no ya soportar, sino respetar positivamente
esa variedad: aceptar que hay otros que piensan de distinta manera, que tienen
otros gustos y aficiones, otra visión de las cosas. Aceptar que hay personas a
!as que no somos simpáticos: nadie es moneda de oro que a todos satisface.
Todos en esta vida tienen opositores: porque se han hecho con distintas ideas,
o porque chocan los respectivos intereses, o porque aspiran a un mismo puesto.
Pero ninguno de esos motivos -ni otro alguno- debe ser obstáculo para el
diálogo, para la amistad porque el amor de Dios supera las diferencias ( De
nuestro Padre, Carta, 24-X-1965, n. 32)
Esta actitud abierta es inseparable, en la práctica, del respeto a la libertad
personal. La libertad es un bien, un grandísimo don de Dios, condición
necesaria para la búsqueda de la verdad digna del hombre y para la adhesión a
la misma» (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (1991), 8-XII-1990,
I). Y o, lo cual no quiere decir que se apruebe cualquier uso que se haga de
la libertad.
Libertad religiosa y tolerancia
La Iglesia ha enseñado siempre que el acto de fe es y debe ser un acto libre.
"Credere non potest horno nisi volens", escribió San Agustín (In Ioann., 26
(PL 35, 1607)).: el hombre sólo puede creer si lo quiere libremente. Nadie
puede ser obligado a creer.
Esta realidad, que se encuentra en la base de la doctrina de la Iglesia acerca
del respeto a la libertad en materia religiosa, ha sido enseñada con especial
claridad en el Concilio Vaticano II (cfr Decl. Dignitatis humanae, 7-XII-1965).
Se trata de una doctrina que es de fundamental importancia para distinguir
entre lo que es objeto de tolerancia y lo que debe ser visto como derecho de
libertad.
El derecho a la libertad religiosa, «consiste en que todos los hombres han de
estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas singulares como de
grupos sociales y de cualquier potestad humana, de tal manera que en materia
religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida,
dentro de los límites debidos, que actúe conforme a su conciencia, en privado
y en público, solo o asociado con otros» (Ibid.,n.2). El objeto de este
derecho es, por tanto, la inmunidad de coacción en materia religiosa;
inmunidad que ha de recibir tutela jurídico-positiva (cfr. Juan Pablo II,
Mensaje para la jornada Mundial de la Paz (1991), 8-XII-1990, VI).
El Magisterio de la Iglesia enseña que el fundamento de este derecho estriba
en que todos los hombres, «conformemente a su dignidad de personas, dotadas de
razón y de voluntad libre (...) tienen la obligación moral de buscar la
verdad, sobre todo la que se refiere a la religión (...), y de adherirse a la
verdad conocida y ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad»
(Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n. 2). Esta obligación no
podrían cumplirla si no gozaran de inmunidad de coacción externa. «Por
consiguiente, el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición
subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza, por lo cual el derecho a
esta inmunidad permanece en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la
verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio no puede ser impedido con tal de
que se guarde el justo orden público» (Ibid.).
El hecho de ser persona comporta una dignidad fundamental, que no desaparece
en los que yerran. Esta dignidad básica se deriva de que todo hombre ha sido
creado a imagen de Dios y está llamado a ser miembro del Cuerpo de Cristo (cfr.
Santo Tomás de Aquino, S. Th., I, q. 3, a. 4, III, q. 8, a. 3). El fundamento
es, pues, la dignidad común a toda persona humana, y no una inexistente
igualdad entre las religiones.
El derecho a la libertad religiosa expresa, en último término, la
transcendencia de la persona sobre la sociedad y su íntima orientación a Dios
y a la verdad. Como ha escrito Juan Pablo II, «ninguna autoridad humana tiene
el derecho de intervenir en la conciencia de ningún hombre.
El Estado y la libertad religiosa
Reconocer el derecho a la libertad religiosa no significa que se pruebe
cualquier uso que se pueda hacer de esa libertad. Lo mismo sucede también
cuando se trata de otros derechos. Por ejemplo, que e1 Estado reconozca un
derecho a la libertad de prensa, no quiere decir -como es evidente- que
considere a priori verdadero y bueno todo lo que los ciudadanos puedan
escribir en los periódicos; significa solamente que el Estado no tiene un
derecho-deber de intervenir en esa materia mientras no se lesione el bien
personal y común que debe tutelar.
En el caso de la libertad religiosa, su ejercicio está limitado, como afirma
el Magisterio, por el respeto del orden público, que el Estado tiene el deber
de custodiar como parte fundamental del bien común (cfr. Concilio Vaticano II,
Decl. Dignitatis humanae, n.2). El concepto de orden público incluye, entre
otros aspectos, la salvaguarda de la moralidad pública, la paz pública, y la
tutela de los derechos de todos los ciudadanos ."Dado que la sociedad civil
tiene derecho a protegerse contra los abusos que puedan darse bajo pretexto de
libertad religiosa, corresponde principalmente al poder civil prestar esa
protección (...)según normas jurídicas conformes con el orden moral objetivo.
Normas que son requeridas por la tutela eficaz, en favor de todos los
ciudadanos, de estos derechos (...) por la adecuada promoción de la honesta
paz pública (...) y por la debida custodia de la moralidad pública. Todo esto
constituye una parte fundamental del bien común y está comprendido en la
noción de orden público" (Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae,
n.7).
Vale la pena insistir; por tanto, en que, cuando se dice que el Estado debe
respetar la libertad religiosa de los ciudadanos, no se está afirmando que
deba aprobar cualquier uso que hagan de esa libertad; simplemente se afirma
que el Estado «excede sus límites si pretende dirigir o impedir los actos
religiosos» (Concilio Vaticano 11, Decl. Dignitatis humanae, n. 3), esto
último, como se ha dicho, fuera de los casos en que se compromete el bien
común. Esta doctrina se funda en la distinción de fines y medios propios de la
Iglesia y del Estado, y de ninguna manera significa que el Estado no tenga
obligaciones hacia Dios y hacia la verdadera religión; es más, «debe reconocer
la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla» ( Conc. Vaticano II, Decl.
Dignitatis humanae, n. 3).
El principio de libertad religiosa, que presupone la esencial ordenación de la
conciencia a la verdad, es incompatible con cualquier concepción relativista.
Del mismo modo que, cuando un cristiano -especialmente constituido en
autoridad dentro de la sociedad- respeta la libertad religiosa de los demás,
no lo hace, ni mucho menos, porque que todas las religiones son verdaderas o
valen lo mismo, sino que ama y respeta la libertad que Dios nos ha dado para
que le conozcamos y le amemos, y sabe que la verdad no se puede imponer
mediante la coacción.
Sin el menor asomo de coacción
Ante el error o ante el mal uso de la libertad en materia religiosa, el
cristiano no puede permanecer indiferente. Debe respetar la liberta de las
conciencias, pero tiene el deber de poner los medios a su alcance -medios
sobrenaturales y humanos- para atraer a las almas, libremente y sin coacción,
a la única verdadera religión, la Religión Católica, siguiendo el mandato
divino: Id, pues, y enseñad a todas gentes, bautizándolas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo
os he mandado (Matth. XXVIII, 19-20) El Romano Pontífice ha prevenido del
peligro de dejarse influir por quienes «con la acusación de proselitismo, o
echando mano de conceptos como pluralismo y tolerancia, entendidos unilateral
y tendenciosamente (...) quizá tratan de arrancar a la Iglesia el coraje y el
empuje para acometer su misión evangelizadora» (Juan Pablo II, Cruzando el
umbral de la esperanza, XVIII). El apostolado «surge de la misma vocación
cristiana» (Conc. Vaticano II Decr. Apostolicam actuositatem, n. 1). De ahí
nace en nosotros la cristiana preocupación por hacer que desaparezca cualquier
forma de intolerancia, de coacción y de violencia en el trato de unos hombres
con otros. También en la acción apostólica -mejor: principalmente en la acción
apostólica-, queremos que no haya ni el menor asomo de coacción. Dios quiere
que se le sirva en libertad y, por tanto, no sería recto un apostolado que no
respetase la libertad de las conciencias (De nuestro Padre, Carta, 9-1-1932,
n.66).
El respeto a la libertad religiosa, dentro de sus justos límites, antes
señalados, es una exigencia estricta de la dignidad humana, y, en el ámbito
civil, es un derecho fundamental de la persona. Por eso, «la libertad
religiosa no puede limitarse a una simple tolerancia» (Juan Pablo II,
Discurso, 13-I-1990, n. 16). Se tolera en sentido moral lo que es un mal, y en
sentido político lo que se opone al bien común que el Estado debe custodiar.
Pero la libertad religiosa, dentro de los límites que hacen justo su
ejercicio, no sólo no es un mal sino que «es una cualidad esencial de la
sociedad justa» (Juan Pablo II, Discurso, 28-XI-1992).
La tolerancia del mal
Para que un mal pueda ser objeto de posible tolerancia por parte de la
autoridad, ha de tratarse de un comportamiento externo, de carácter público
-en el sentido de que afecte a otras personas-, y que sea contrario a los
bienes que la autoridad debe custodiar: ámbito en el que tiene, por tanto,
derecho a intervenir.
El Magisterio de la Iglesia ha enseñado en diversas ocasiones que el deber de
impedir el mal no tiene un carácter «absoluto e incondicionado» (cfr. Pío XII,
Discurso Ci riesce, 6-XII-1953, n. 16. "Dios no ha dado a la autoridad humana
un precepto semejante absoluto y universal ni en el campo de la fe ni en el de
la moral. No conocen semejante precepto, ni la común convicción de los
hombres, ni la conciencia cristiana, ni las fuentes de la Revelación, ni la
práctica de la Iglesia" (Ibid.)), y que pueden existir situaciones que hagan
moralmente lícito, e incluso debido, no impedir un mal que en principio se
podría prohibir. La tolerancia se fundamenta así en el principio de que el
deber de reprimir las transgresiones morales «no puede ser una norma última de
acción. Debe estar subordinado a más altas y más generales normas, que en
algunas circunstancias permiten y, es más, quizá presentan como lo mejor; el
no impedir el error para promover un bien mayor» (Ibid.). Según este
principio, que debe aplicarse a la luz de la jerarquía de bienes y de la
relación existente entre el bien particular y el bien común (cfr. Santo Tomás
de Aquino, S. Th., II-II, q. 58, a. 7, ad 2), cuando impedir un error comporta
un mayor mal o impedir un bien superior y más necesario, la tolerancia está
justificada y, en muchos casos, será incluso éticamente obligatoria (cfr. Pío
XII, Discurso al Tribunal de la S. Rota, 6-X-1946). En este sentido, por lo
que se refiere a la tolerancia por parte del Estado, SantoTomás de Aquino
afirma que «es propio del sabio legislador permitir las transgresiones menores
para evitar las mayores» (Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 101, a. 3,
ad 2); y que «los que gobiernan en el régimen humano toleran algunos males
para que no sean impedidos otros bienes o para evitar males mayores» (Ibid.,
II-II, q. 10, a. 11. Cfr. Matth. XIII, 24-30; San Agustín, De ordine, 4 (PL
32, 1000)).
Criterio fundamental para la aplicación de la tolerancia por parte de quienes
gobiernan la sociedad es el bien común que el Estado debe procurar y custodiar
con los medios que posee y puede emplear legítimamente, también mediante el
derecho penal cuando sea necesario. El ejercicio de la tolerancia -tanto la
conveniencia o no de aplicarla, como la elección de los medios- plantea en la
práctica difíciles problemas que solicitan la prudencia del gobernante.
En todo caso, es preciso tener en cuenta que hay unos límites claros para la
tolerancia civil. El Papa Juan Pablo II ha recordado, concretamente, que «la
ley civil debe asegurar a todos los miembros de la sociedad el respeto de
algunos derechos fundamentales, que pertenecen originariamente a la persona y
que toda ley positiva debe reconocer y garantizar (...). Si la autoridad
pública puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar
prohibido, un daño más grave, sin embargo, nunca puede aceptar legitimar; como
derecho de los individuos -aunque éstos fueran la mayoría de los miembros de
la sociedad-, la ofensa infligida a otras personas mediante la negación de un
derecho tan fundamental como el de la vida. La tolerancia legal del aborto o
de la eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de
los demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de
protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo
el pretexto de la libertad» Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitae, 25-III-1995,
n. 71.
Tampoco pueden ser objeto de tolerancia las lesiones graves de otros derechos
fundamentales. La trascendencia de la persona respecto a la sociedad (cfr.
Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 21, a. 4, ad 3) y la dignidad del
hombre, que se deriva de su llamada a la comunión con Dios ( Cfr. Conc.
Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes. n. 14), reclaman el reconocimiento
y el respeto de esos derechos, fundados en la ley moral natural. Una de las
competencias esenciales de la ley civil es, precisamente, «la de asegurar el
bien común de las personas, mediante el reconocimiento y la defensa de sus
derechos fundamentales» (Juan Pablo II Litt. enc. Evangelium vitae, 25-III-1995,
n. 71). No puede ser; pues, objeto de tolerancia el que la vida u otros bienes
fundamentales de una persona queden enteramente en manos y al arbitrio de otra
o de otras (Cfr. Ibid. De lo contrario -y esto, al menos, debería estar claro
para cualquiera- se violenta el principio básico de la igualdad de todos ante
la ley. Cfr. Juan Pablo II, Litt. Enc. Evangelium vitae, 25-III-1995, n. 72).
En fin, la tolerancia rectamente aplicada es necesaria para el bien común,
pero no puede ser vista como el sumo ideal de progreso civil. La meta última
no puede ser tolerar el mal, sino vencer con el bien el mal (cfr. Rom. XII,
21): ahogar el mal en abundancia de bien, sembrando a nuestro alrededor la
convivencia leal, la justicia y la paz (Es Cristo que pasa, n. 73). El
cristiano, y todo hombre honrado, debe procurar que la sociedad esté regida
por leyes conformes a la dignidad de la persona. Esta actitud cristiana -que
es efectiva preocupación por el bien de todos, por su felicidad-, no debe ir
acompañada jamás de la violencia. Pero sostener leyes justas, empleando medios
lícitos, nunca es violencia; por el contrario, la ley injusta siempre acaba
haciendo violencia a la persona y a la sociedad (Cfr. Juan Pablo II, Litt. enc.
Evangelium vitae, 25-III-1995. n. 72; S. Th. , I-II, q. 93, a. 3, ad 2).
Amor a la verdad
El cristiano cumple el mandato divino del amor a todos los hombres proclamando
la verdad con caridad (cfr. Ephes. IV, 15). Y al difundir la verdad defiende
la libertad, pues la verdad hace libres (cfr. Ioann. VII, 32). Para esto es
preciso conocer bien la verdad -tener buena doctrina- y comunicarla a los
demás con don de lenguas -capacidad y esfuerzo para llegar a sus inteligencias
(Surco n. 430)- y con amor a los que la reciben. ¿Por qué, entre diez maneras
de decir que "no", has de escoger siempre la más antipática? -La virtud no
desea herir (Ibid. n. 808).
La firmeza en la verdad no sólo no está reñida con la tolerancia, sino que la
hace posible y evita que degenere en indiferencia ante el error y en positiva
autorización del mal. La caridad de Jesucristo -escribió nuestro Padre en
Camino- te llevará a muchas concesiones nobilísimas. -Y la caridad de
Jesucristo te llevará a muchas intransigencias..., nobilísimas también
(Camino, n. 369).
El espíritu de comprensión es muestra de la caridad cristiana del buen hijo de
Dios: porque el Señor nos quiere por todos los caminos rectos de la tierra,
para extender la semilla de la fraternidad -no de la cizaña-, de la disculpa,
del perdón, de la caridad, de la paz. No os sintáis nunca enemigos de nadie.
El cristiano ha de mostrarse siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a
todos -con su trato- la posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. Ha de
sacrificarse gustosamente por todos, sin distinciones, sin dividir las almas
en departamentos estancos, Sin ponerles etiquetas como si fueran mercancías o
insectos disecados. No puede el cristiano separarse de los demás, porque su
vida sería miserable y egoísta: debe hacerse todo para todos, para salvarlos a
todos (1 Cor, IX, 22).
¡Si viviésemos así, si supiésemos impregnar nuestra conducta con esta siembra
de generosidad, Con este deseo de convivencia, de paz! (...) El cristiano
sabría defender antes que nada la libertad ajena, para poder después defender
la propia. Tendría la caridad de aceptar a los otros como son -porque cada
uno, sin excepción, arrastra miserias y comete errores-, ayudándoles con la
gracia de Dios y con delicadeza humana a superar el mal, a arrancar la cizaña,
a fin de que todos podamos mutuamente sostenernos y llevar con dignidad
nuestra condición de hombres y de cristianos (Es Cristo que pasa, n. 124)
Fuente:Encuentra.com