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Síntesis teológica de la sexualidad

Freud se ubica en la antítesis del cristianismo, al calificar a la religión como la peor de las ilusiones

 

Apéndice. Síntesis Teológica de la Sexualidad

I. La persona humana


Inspirado en las enseñanzas del Papa Juan Pablo II sobre la teología del cuerpo, a continuación se pretende diseñar un bosquejo de antropología cristiana de la sexualidad y del matrimonio. De esta manera podrá emerger de forma aun más clara el contraste con Freud.

El hombre no encuentra en el mundo su morada definitiva, ninguna criatura ni la totalidad del universo da respuesta de su misterio: ésta es su soledad originaria. Tampoco la compañía de la mujer resuelve el misterio, aunque lo hace más habitable, lo comparte. Imagen y semejanza del Creador, sólo en Dios encuentra el sentido del propio ser, con la responsabilidad de entablar una relación decisiva. Ante la alianza que Dios le ofrece, debe empeñarse a fondo, elegir entre la vida y la muerte, en un movimiento radical de autoconciencia y autodeterminación. Con su libertad se auto determina, decide sobre sí mismo al definir la relación, positiva o negativa, que establecerá ante Dios, y también la postura que adoptará respecto al mundo.

El cuerpo es expresión de la persona y medio de conocimiento, al modo como la palabra y las imágenes son expresión del pensar y vehículos necesarios en su desempeño constructivo. La vida de la persona en su manifestarse corpóreo hace que el cuerpo humano se distinga esencialmente del animal: todo tiene valor de signo, está cargado de sentido e intencionalidad, aunque no aparezca siempre a nivel reflexivo o consciente. Resplandece con el sello de la autoconciencia y la autodeterminación y, como reflejo de la libertad de la persona, también ostenta la imagen del Dios trascendente.

A diferencia de los animales, es capaz de cultivar la tierra y ponerla al servicio de las propias necesidades y objetivos, desarrollando con su ingenio técnicas como instrumento de su trabajo. En relación con sus semejantes no debe limitarse en la perspectiva del dominio material, porque la otra persona representa el propio misterio: el trato que dispensa al otro es, en el fondo, el que vuelve hacia sí mismo.

II. Varón y mujer

Como imagen de la vida íntima de Dios y también como signo de la alianza con el Creador, varón y mujer están llamados a formar una comunión de personas.

Antes de unirse sexualmente se han "elegido", porque la unión se edifica sobre la libertad del reconocimiento mutuo plenamente consentido, fruto de autodeterminación consciente y no resultado de un impulso ciego: cada uno ha pronunciado el nombre del otro y ambos se han sentido interpelados, ofrendándose y aceptando el ofrecimiento del otro, con una determinación libre, sincera y total.

Cada uno comprende la soledad originaria del otro. En un respeto profundo por el misterio de la libertad que decidirá la relación trascendente de cada uno con Dios y no usurpando su lugar, se acogen íntima mente, asumen en sí el valor del otro y se confían recíprocamente la conciencia del propio valor.

En el paraíso terrenal cada uno se sabía plenamente reconocido y valorado en la conciencia del otro, serenos y seguros, sin sombra de desconfianza. Por el contrario, la vergüenza y el pudor surgirán después del pecado, cuando teman no ser estimados y aceptados en toda su verdad.
Adán y Eva se ofrecían y aceptaban recíprocamente como regalos de Dios, tanto la aceptación agradecida como la ofrenda se dirigían a Dios. De esta manera experimentaban de un modo nuevo el don de la propia humanidad, reconociéndola en el otro, se compenetraban más de su insondable riqueza y se religaban con su Origen personal.

En la desnudez del cuerpo transparentaban toda su luz interior y se ofrecían como don íntegro y perfecto. Lo íntimo de la persona, su interioridad espiritual, afloraba y se comunicaba en su cuerpo desnudo, puro e inocente, sin peligro de falseamiento y sin decaer en la categoría de "cosa".

Ninguno tiene miedo ni se defiende de la mirada del otro, porque cada uno se ilumina con el conocimiento del otro sin deformarlo. Ofreciendo libremente la propia intimidad se comunican el bien común que ambos constituyen en el amor: es un querer pleno y autodeterminado que vibra en la desnudez de sus cuerpos.

Antes del pecado la unión carnal hubiera podido desenvolverse como un diálogo de absoluta franqueza, sin disimulos, sin dejar nada oculto, poniéndose las personas en su pura presencia desde sí mismas y a partir de su más profunda intimidad, pues la percepción exterior del cuerpo desnudo no tergiversaba su verdad interior. Al recibirse mutuamente acogían al mismo Dios vivo que revela su imagen en los cónyuges y participaban de la mirada divina sin alterar su designio. Cada uno se entregaba sin reservas como respuesta al regalo que Dios hacía de sí mismo. No existe en el paraíso la mínima ruptura entre sexo y persona, entre espíritu y sensibilidad. Varón y mujer se expresan mutuamente el misterio de la creación que tiene su fuente en el Amor divino: se comunican el mismo Amor de Dios, porque los esposos no son el origen primero ni el fin último del otro. Se entregan recíprocamente, y ambos se entregan a Dios. El cuerpo tiene un significado esponsalicio, cuya referencia a Dios es intrínseca y primaria.
Con la entrega matrimonial están en condiciones de actualizar los inéditos depósitos germinales que Dios ha escondido en sus cuerpos y en sus corazones. Cada uno se ofrece con la propia capacidad procreadora en la expectativa de proseguir la obra de la creación, mientras Dios mantiene la iniciativa de sacar a luz nuevas revelaciones de su Amor.

Para afirmar a la persona en toda su valor es preciso promover todo el caudal de vida que guarda en sus entrañas, en orden a una nueva comunicación de Dios. Los esposos forman una unidad que se erige en principio de una obra común, de modo que por su interme dio Dios mismo multiplica sus dones y reproduce su imagen. El Amor nunca está concluido, se abre siempre a nuevas manifestaciones: hacia los hijos y hacia los mismos padres que se enriquecen con más vida, amor y conocimiento.

El modo de valorar hasta el fondo a la otra persona es ofrecerle todo de sí, y también realizo mi valor en la medida que valoro a los demás. Adueñarme de la otra persona, sin que ésta se haya entregado libremente, sería una usurpación; pero acoger la ofrenda del otro sin el intercambio de mi entrega total, sería defraudarlo. El donar y aceptar el don se compenetran de tal manera que el propio valor que cada uno confía al otro sólo puede ser acogido y confirmado por la entrega recíproca. Cada uno se hace totalmente para el otro: "tú vales todo para mí y, con el propósito de afirmar todo tu valor, yo te hago el regalo de mi ser entero".

Cada uno vive a la otra persona en sí mismo; y quiere ser vivido y conocido por la otra persona en ella mis ma: "tú en mí y yo en ti", mutuamente. El tú se encuentra enriquecido, afirmado, siendo el término de la ofrenda de un yo. También el yo ofrendado se enriquece y descubre todo su valor al vivir en el tú. Ambos se poseen y se valoran íntegramente, son el medio por el cual el otro se pone de manifiesto y actualiza todas sus virtualidades.

Este diálogo amoroso trasciende la relación entre los esposos, pues se conjuga en la relación personal con Dios: cada uno se entrega al otro desde la conciencia de sí mismo que le confiere la llamada divina, y percibe en su cónyuge un signo elocuente de esa llamada. Obedecen a su voz para llevar a cabo en la comunión de sus personas humanas la representación del misterio divino de comunión personal. La voz humana no contradice ni opaca a la voz de Dios. Los esposos no están cerrados sobre sí mismos, son receptores y trasmisores del Amor divino, en una apertura cada vez mayor a la Revelación que se anuncia como la suprema novedad. Dios siemp re tiene la iniciativa, y es el contenido trascendente de todo don creado; así lo reconoce el hombre cuando está dispuesto a aceptar a los hijos, al otro cónyuge y a sí mismo como caminos abiertos a la Fuente increada de todo don.

La persona —cuando hace de sí una donación total— está en condiciones de llegar a su profundidad íntima y a disponer plenamente de sí misma. Si además es recibida y amada por el otro, plenifica su propio conocimiento y fortalece su libertad, de modo que puede reiterar su entrega aún con más plenitud. Si prosigue este intercambio recíproco, aumenta sin cesar la conciencia del don.

En esta recíproca compenetración de dar y recibir, el varón desempeña el papel de más iniciativa, un rol de cabeza dirigente respecto de su mujer: es el primero en aceptar a su compañera como un regalo precioso de Dios, después se entrega —ella es la primera en entregarse y la primera en ser recibida—, y la conduce a un mayor conocimiento de sí misma, al aprec io de su dignidad como esposa y a su plena irradiación. Por su parte, la mujer abre al varón un amplísimo espacio de exquisita intimidad y lo reintegra como colmando un abismo. La unidad de varón y mujer representa, entonces, la alianza gratuita entre Dios y la humanidad que —elevándola a la dimensión de la Vida divina e introduciéndola en su nueva morada— traspone el abismo de la diferencia infinita entre el Creador y la criatura.

Hay una especie de mutua revelación de lo masculino y lo femenino. Aceptando el don de su esposo, la mujer muestra todo el aprecio que merece el varón en su significado de primer principio de luz y de vida, pues el varón representa a Dios amante y creador. Por su parte el varón ilumina toda la feminidad de la esposa, manifestándole su valor como gloria de su esposo, como espejo de la belleza infinita de Dios. Enriquecidos ambos por esta mutua revelación, pueden reiterar indefinidamente el don de sí mismos con una calidad siempre más acendrada de autoconciencia.

La unión sexual es un acto de conocimiento en el cual el hombre y la mujer se reconocen deslimitados en una nueva unidad, que si alguno de los dos destruyera, no sólo oscurecería el carácter único e irrepetible del otro, también se negaría a sí mismo en cuanto su ser se halla definitivamente comprometido y constituido en la comunión. Además, ambos se revelan como padre y como madre: el marido es padre en la mujer, y ésta es madre por el marido. No pueden considerarse separados, puesto que el hijo es de los dos y no de uno sólo. El hijo muestra la consistencia de la comunidad matrimonial que abraza y eleva a los esposos y la sella con la revelación de una nueva imagen de Dios, renovando así el misterio de la creación.

Dios interviene con su poder creador en la unión sexual para coronarla con el advenimiento de una nueva persona. Los esposos, al unirse entre sí, se confían a la acción de Dios que los traspasa, y se convierten en beneficiarios de u na inédita revelación divina en el hijo. Hasta que no madura en el hijo, es incompleto el conocimiento del varón y la mujer, pero será siempre inagotable en las sucesivas revelaciones que traigan los hijos, pues solamente Dios, en sí mismo, es el primer principio y el último fin.

III. La fractura del pecado

Habiendo rechazado el Amor de Dios, se desdibujó para el hombre el sentido de toda la creación; aparece la vergüenza ante un acto que se procura esconder. No quiere mirar en lo profundo de sí mismo, y por vez primera siente temor ante la presencia de Dios. Lo que antes era pura transparencia e interioridad rebosante, ahora está oscuro y empobrecido, alienado del Amor: se avergüenza de su desnudez.
Antes del pecado se aceptaba a sí mismo y a todo lo creado como un regalo del Amor; el cuerpo desnudo era manifestación visible de la persona humana en su verdad sin quiebras, la inocencia y el júbilo de su espíritu: la paz y el gozo de esa desnudez tras untaba la visión de Dios, el cual veía "ser muy bueno cuanto había hecho" (Gen. 1, 31).

Después del pecado experimenta temor y pudor, pues ha perdido la limpieza de la visión, su segura y nítida identidad. Sufre una desarmonía interna y externa, pues se levantan las pasiones como desvestidas de la luz superior, mientras el mundo también se vuelve hostil. Le espera la fatiga, consecuencia del duro trabajo en la tierra y, al cabo de una extenuante brega, la muerte. Se hace difícil transparentar su esencia interior en el cuerpo, que ha perdido la comunicabilidad que antes le proporcionaba el Espíritu de Dios; experimenta cierta contrariedad entre el cuerpo y el espíritu, inquietud y miedo, sentimientos de menoscabo y de peligro.

Con el pecado el hombre pretendió identificarse con Dios mediante la posesión del mundo, pero cayó en el vacío existencial, porque el mundo no puede llenar la expectativa asignada. También se atribuye a las sensaciones un predominio absolut o: el goce de la fruta, por sí sólo, debía conducir a la divinización. De esta manera en el terreno sexual el deseo concupiscente se antepone como tapadera, vuelve ciego para descubrir toda la riqueza personal de lo masculino y lo femenino, reduciéndola a objeto idóneo para una presunta plenitud de la sensibilidad buscada exclusivamente, es decir, antepuesta como un sucedáneo de la persona, considerada ahora como objeto de dominio. Cediendo a la concupiscencia, la persona pierde su capacidad de donarse, ahoga su interioridad, y somete al otro a la categoría de lo útil, restringiendo el conocimiento de su verdad íntima. Para defender su dignidad amenazada se levanta la barrera del pudor.

La desnudez ya no expresa la transparencia de la comunión personal, se desliza en el coto cerrado, y por eso alienante, de las meras "sensaciones" sexuales. Varón y mujer se sienten irresistiblemente atraídos; pero empujados en el lazo de la concupiscencia, se desarraigan del suelo de la li bertad; el camino de la decisión consciente sobre el que se edifica una verdadera comunión de personas, se ha vuelto pantanoso, difícil de transitar. En lugar de hacer el don de sí mismas, las personas experimentan el deseo de rebajarse a objeto de dominio. En esta acción devastadora de la concupiscencia, la mujer suele llevar la peor parte. El varón, que debería ser el fiel custodio de la reciprocidad del don, impulsado por la concupiscencia, se convierte en el más ciego depredador.

La concupiscencia se adueña del cuerpo e invade el campo de los sentimientos y del corazón. La interioridad baja al sepulcro, el hombre se derrama en lo exterior sin encontrarse a sí mismo, el desasosiego lo consume. Un sordo temor y una negra inquietud es lo que queda de la conciencia cuando se ha sofocado su voz. Separada de su raíz —el Amor divino—, la pasión desgasta, embota la capacidad reflexiva, quebranta las fuerzas más profundas del corazón y de la conciencia, deteriora con el dinamis mo característico de lo que se usa y se deshecha.

Sin embargo, a pesar del evidente influjo del pecado, la persona humana no se ha convertido en un puro ser concupiscente como pensaba Lutero. La auténtica antropología cristiana sostiene que, aunque herido por la concupiscencia, el hombre no ha perdido del todo su capacidad de autodeterminarse, su naturaleza humana no se halla esencialmente corrompida, pues sigue experimentando la atracción del Amor divino, y si responde libremente a la obra redentora de Jesucristo, es conducida con creces al cumplimiento de su suprema vocación.
En el lado opuesto se encuentran las antropologías de raíz fatalista y luterana, para las cuales la triple concupiscencia es el criterio único y absoluto, la clave interpretativa de todo el actuar humano. Para Nietzsche, por ejemplo, el hombre se define por la soberbia de la vida —la voluntad de poder—, y sólo podrá realizarse plenamente cuando esa voluntad de predominio consiga expandirse en t odo su vigor.
Marx, por su parte, calificaba al hombre como un ser exclusivamente necesitado de bienes sensibles y materiales. Su única aspiración auténtica estaría centrada en la "concupiscencia de los ojos".

Finalmente, Freud establece el impulso de placer —la concupiscencia de la carne, siguiendo la fórmula del apóstol San Juan—, como el criterio más originario que explica el conjunto del comportamiento a través de específicas transformaciones de la libido.
IV. REDENCIÓN Y SANACIÓN DE LA CONCUPISCENCIA
Para restaurar al hombre caído y comunicarle su propia Vida, Dios lo llama de nuevo en Jesucristo.
La respuesta a ese llamamiento implica la acción de la Gracia: una libertad repristinada, una firme autodeterminación, para soltar las cadenas de la concupiscencia: mediante la Gracia de su Espíritu Santo, Jesús libera al hombre de sus pecados y de la constricción de los deseos concupiscentes, restituyendo la libertad para que pueda realizar el don de sí. En este ámbito esclarecido, la dignidad de la mujer vuelve a resplandecer en el corazón del hombre, y viceversa.

En la ética cristiana lo erótico no permanece alejado del significado esponsalicio del cuerpo. Con espontaneidad madura, el hombre se yergue como auténtico señor de sus impulsos. La excitación sensual no se aparta de la emoción profunda, y la otra persona es elegida libremente en todo su valor. La espontaneidad madura —fruto del ejercicio de las virtudes con la gracia de Dios— consiste en que los actos procedan de la esfera más interior: liberados los nobles deseos ya no sufren el sofocamiento. Así el hombre interior se comporta como el verdadero sujeto ético de su cuerpo.

Por el ejercicio de las virtudes, entre las que figuran la templanza y la continencia, el cuerpo humano puede exhibir nuevamente la visibilidad de Dios: la unión sexual sella la comunión de personas del matrimonio y expresa precisamente el misterio divino.

La antropologí a cristiana se fundamenta en el nuevo nacimiento que procede del Espíritu Santo, que redime al cuerpo y lo ilumina con la resurrección. La virtud de la pureza abre la conciencia para apreciar, en un ámbito cordial y confiado, toda la hermosura de la persona que se convierte en un don para el otro. Es una alegría sencilla y límpida, un gozo nuevo y duradero que no conoce el desgaste.

V. Vocación escatológica del cuerpo

El carácter esponsal de la persona manifestado en el cuerpo se refiere de modo prioritario y definitivo a la comunión con Dios en la Vida eterna. En la casa del Padre, a la que el hombre está llamado con su cuerpo, no habrá procreación carnal ni matrimonio terreno.

Participando de la Vida del Espíritu —la Vida de Dios Trino— el cuerpo encontrará su perfección: su significado esponsalicio, su expresividad como don y acogida de una persona a la otra, arribará al cumplimiento definitivo en la visión cara a cara, en la entrega mutua y sin velos entre Dios y el hombre. El significado del cuerpo aparecerá de un modo pleno y nuevo, sin que esto suprima lo que el matrimonio y la procreación hayan verificado en la caducidad de la historia y en perfecta consonancia con el designio creador revelado "desde el principio". El matrimonio terreno y la procreación no marcan de modo absoluto el significado esponsalicio del cuerpo, solamente dan realidad sensible a ese significado en las dimensiones limitadas de la historia.

La vocación escatológica del cuerpo —de la íntegra persona— no es algo sobreañadido en vistas de un más allá, sino que alimenta desde lo más profundo la experiencia del propio ser. El hombre de la resurrección —el hombre celestial— cuyo prototipo es Jesucristo resucitado, no es la antítesis y negación del hombre terreno, cuyo prototipo es el primer Adán, sino el cumplimiento y la confirmación de todo el misterio psicosomático de la humanidad en los designios de Dios. Con la resurrección de Jesucr isto, con cuerpo sexuado, se revela en este mundo una realidad que pertenece a la vocación de cada hombre y que, mediante la gracia, ya está actuando con miras a su estadio culminante: toda la sensibilidad corpórea participará también en el gozo de la vida trinitaria; entonces, el Espíritu Santo en toda la persona humana —alma y cuerpo, varón o mujer— cosechará el fruto maduro de la resurrección de Cristo.

En el Reino tendrá lugar asimismo la perfecta comunión entre las personas creadas: será el descubrimiento de la nueva y más honda subjetividad de cada uno en correspondencia con la plena intersubjetividad de todos.

VI. La virginidad como vértice de la sexualidad

Como signo escatológico del significado esponsalicio del cuerpo, la virginidad ofrece una elocuencia particular: es la expresión máxima de la respuesta, mediante el don de sí, a la entrega radical y total de Dios al hombre.

Como tensión hacia el Reino y como anuncio que ya lo hace presente, término donde se llegará a la completa unidad interior y profundidad subjetiva, la virginidad expresa la vocación trascendente del hombre y pone de manifiesto el significado más alto del matrimonio. Sirve como confirmación del sentido esponsalicio del cuerpo en su masculinidad y feminidad. La virginidad por el Reino de los cielos, que es lo único necesario, patentiza la impronta de la Vida nueva y eterna, mientras que el matrimonio, ligado a la escena de este mundo, lleva en cierto modo la marca de la caducidad.
En el matrimonio de María y José, la virginidad muestra el misterio de la más acendrada comunión de personas y de la fecundidad en el Espíritu Santo, siendo Cristo el modelo perfecto de este misterio.

La continencia por el Reino de los cielos es una participación muy íntima y especial en el amor entre Cristo y la Iglesia. La virginidad reproduce la entrega de Cristo por la Iglesia y contiene también la respuesta de la Iglesia. Toca las raíces de la libertad, con la cual la persona puede hacer de sí misma un don perfecto. Pone así de relieve la plenitud y la libertad de la entrega a Cristo, Esposo de las almas. Si se desarrolla con la generosidad que corresponde, la virginidad cristiana se hace grávida con la paternidad y maternidad espiritual —fecundidad en el Espíritu Santo— de modo análogo al amor conyugal que madura en la paternidad y maternidad física.

VII. El matrimonio cristiano como signo del desposorio de Cristo con la Iglesia


En el matrimonio cristiano la unión sexual forma parte del sacramento como signo sensible de una realidad invisible: la comunión de la humanidad con Dios en Cristo. Por eso las relaciones entre los cónyuges deben estar penetradas del misterio de Cristo.

Esa unidad —hecha de recíproco don y acogida— es también una mutua sumisión: libremente se sujetan el uno al otro como la Iglesia se somete a Cristo y como el mismo Cristo se entrega sin límites para salvar a su Iglesia. Con el amor redentor con el que eternamente el hombre ha sido amado por Dios, la mujer debe amar y sujetarse al marido como la Iglesia a Cristo, y el marido amar a la mujer como Cristo a la Iglesia.

Prefigurado desde el principio en el designio de Dios, el matrimonio cristiano es el signo del eterno misterio del Amor divino, y, el sexo, moldeado y purificado a fondo por la gracia de Cristo, interviene en calidad de su expresión sensible, sacramental.

Con vivos colores San Pablo muestra la imagen del matrimonio cristiano. Jesucristo se une a la Iglesia con vínculo permanente; con su Amor infinito y creador es su Cabeza, la gobierna, le transmite la Vida, la luz y la doctrina, de modo que la santidad de la Iglesia depende del Amor con que su Esposo la edifica. Así, el marido es "cabeza" de la mujer y ésta el "cuerpo" del marido, como si los dos cónyuges formaran una unidad orgánica. "Las casadas estén sujetas a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia y salvador de su cuerpo. Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo. Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla, purificándola, mediante el lavado del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e intachable. Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, y nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo" (Efesios 5, 22-31).

Cristo embellece a su Iglesia, la lava con el Bautismo; así purificada, la recibe como digna Esposa y la dispone, mediante el lavado de su sangre, para el encuentro nupcial escatológico, glorificada, toda hermosa en su cuerpo, sin pecado y eternamente joven.

Desbordante de esta generosidad creativa, el marido debe cuidar a su esposa, desear su belleza y ayudar a recrearla, para que ésta experimente todo el valor de su gracia y hermosura —la santidad transparentada en el cuerpo— y se ofrende, arropada y nutrida por el conocimiento que el marido tiene de ella. La esposa necesita ser valorada completamente por parte del marido, descubrirse a sí misma en ese amor, pues en cierto modo el marido "crea" el bien y la belleza de su amada, al descubrirla y afirmarla en su dignidad. Es guiada y como iluminada en la iniciación de la vida conyugal. La sumisión de la mujer al marido significa especialmente "experimentar" el amor, como la sumisión de la Iglesia a Cristo. El amor del marido la embellece y recrea; su obediencia consiste en ser llevada a esa experiencia embellecedora.

En la unión, la mujer quiere ser "carne" de su marido, ser asumida por él como su propia carne, amada como él se ama a sí mismo. Por este amor se compenetran mutu amente, se pertenecen el uno al otro.

El sacrificio de Cristo, su amor redentor por la Iglesia, tiene un sentido nupcial y también es modelo del matrimonio cristiano. Desde el principio, en el matrimonio de nuestros primeros padres, Dios se revelaba, pero en la alianza de Cristo con la humanidad revela definitivamente el misterio nupcial de su plan salvífico.

Si bien el matrimonio cristiano está inmerso en el misterio y lo muestra de modo sensible, no desvela su más elevado cumplimiento que sólo tendrá lugar en la gloria del Cielo; en este mundo, la virginidad por el reino de los cielos lo traduce de modo más realista y cabal.

La alianza de la humanidad con Dios, simbolizada por el matrimonio como unión del hombre con la mujer, se rompe por el pecado, y esta ruptura también arroja una sombra sobre la limpia verdad del matrimonio. El mismo vínculo de la mujer con el hombre cae bajo diversas formas de alienación. Los profetas de Israel con imágenes dram áticas describen la respuesta negativa del pueblo a su vocación divina: infidelidad, adulterio, prostitución... Es el lenguaje del amor nupcial que Yahvé nutre por su pueblo y que no encuentra acogida ni correspondencia. El "adulterio" de Israel, su traición e infidelidad, se evidencian en la idolatría, el culto a los dioses extranjeros.

A pesar de la conducta infiel de su pueblo, Dios reitera la elección y el llamamiento, con el propósito de restituirle el honor perdido. Es un don de Amor, doblemente gratuito. Dios declara su Amor a Israel, su Esposa, unido al solemne juramento de fidelidad sempiterna. El Amor creador y redentor no tiene otro motivo que su misma elección, no se basa en las cualidades previas de su Esposa.

En su primer origen el Amor divino tiene un sentido paternal; posteriormente, cuando se trata de levantar del pozo, de renovar la belleza perdida y purificar de la corrupción, se anuncia el Dios redentor en calidad de marido: el Hijo eterno, e l Unigénito del Padre, el Elegido, el Amado, será el Esposo en quien todos recibimos la adopción de hijos. Así el amor paterno de Dios tiene su más preciado remate en el amor conyugal.
Jesucristo ofrece a los esposos el ejemplo y la gracia de una entrega total e irrevocable, que no se deja condicionar por la respuesta: aunque los hombres lo traicionen El no retira su Amor. Así, cada cónyuge debe amar con esa radicalidad, sostenido por la gracia sacramental, ante la posible miseria y defección del otro. Configurados con Cristo, los esposos deben entregarse hasta el extremo, dispuestos a cargar con las múltiples contingencias del deterioro ocasionado por las actitudes o defectos del otro. En la economía redentora, el matrimonio tiene también una función sanante de la concupiscencia que restaura las deformaciones introducidas por el pecado.
Al unirse en una sola carne, hombre y mujer deben permanecer en la verdad y en la caridad de los hijos de Dios, hijos adoptivos en el Hijo Unigénito. El Amor del Padre y del Hijo —el Espíritu Santo— debe vivificar de continuo y progresivamente todas las relaciones esponsales y filiales de la convivencia familiar.

Con la entrega del Hijo que se encarna y sacrifica, Dios recompone la alianza quebrantada: Jesucristo reabre el camino hacia el Padre, para que la humanidad pueda aceptar la nueva donación de Dios. El mismo Hijo encarnado se encarga también de representar a todo el género humano, de modo que la respuesta sea positiva y se consagre la Alianza nueva y eterna, la unión conyugal de la humanidad con Dios.

La Iglesia vive del don de Cristo y lo completa, como la mujer-cuerpo plenifica al esposo-cabeza. El Cristo total es cabeza y cuerpo, de manera que la Encarnación redentora del Hijo alcanza su finalidad con la incorporación de los redimidos. Y, análogamente a la mujer que se convierte en madre fecunda gracias a la unión con su esposo, la Iglesia encuentra su fecundidad y maternidad espiritual en su unión con Cristo: engendra y forma a sus hijos por la virtud de su divino Esposo, pues de El los recibe con apertura incondicional.

Ese espíritu de acogida por el que la Iglesia acepta sin condiciones toda la Revelación de Dios y espera aún la última Revelación en la Gloria prometida, es el que anima a los cristianos para recibir a los hijos como don del Padre, en quienes Dios siempre imprime algún rasgo inédito de su imagen. Porque los esposos no son dueños absolutos del amor ni de la vida, están abiertos a la maravilla del regalo, a la insospechada novedad que Dios les brinda. Y continuamente revitalizados por el Espíritu, a través del lenguaje del cuerpo, mediante todas las expresiones de ternura que proceden del hombre interior, profundizan su amor y fidelidad, edifican más y más su comunión indisoluble.

CONCLUSIÓN

En su momento señalamos que la incompatibilidad entre el amor y la real alteridad de las personas era un elemento clave de la antropología freudiana. El amor que, según Freud, siempre va mezclado con el odio, no tolera que la otra persona puede gozar de una libre y propia existencia. El individuo sólo se afirma a sí mismo, es esencialmente narcisista.

La dinámica amor-odio responde al intento de absorber a las otras personas, anulando su autonomía: un foso profundo separa la vida psíquica del sujeto de la realidad, así aunque experimenta identificaciones, no entabla libre alianza con otras autonomías. El niño se identificaba con el padre para desahogar su erotismo con la madre, o se sometía en actitud femenina, identificándose previamente con la madre.

Si bien Freud observa que en el fenómeno del enamoramiento una persona se halla entregada enteramente a la otra, esto no rebasa el nivel de la sugestión hipnótica, no es el fruto de un acto deliberado. La otra persona no cuenta en su propia realidad y se reduce a una identificación del yo.
Puesto que cualquier amor es una moda lidad de autosatisfacción, Freud niega la posibilidad de amar al prójimo como a uno mismo. Sólo se advierte la realidad de los otros como instrumento o freno de la propia complacencia.

Este monismo subjetivista se concentra en torno al concepto de libido o energía amorosa, cuyo único sentido es la expansión y la descarga. La libido es un flujo transeúnte, una pulsión cuya descarga produce placer, si bien el yo la atrae sobre sí mismo. La libido no tiene otro destino que ser reprimida o abocar a la nada. Jamás cabe interpretarla como una respuesta a una interpelación, más bien son los objetos los que están determinados o "recubiertos" por la libido.
No se concibe, en la teoría de Freud, que la persona pueda hacer de sí misma un don para el otro. Ninguna instancia psíquica puede habilitarla en ese sentido. El Ello, generador energético, es ajeno a toda responsabilidad y deliberación; el Yo por su parte no goza de plena autoridad gubernativa, es una máscara que no vale c omo verdadero principio unificador y totalizante.
El hombre tropieza en su interior con una oscuridad insalvable: sus instintos movilizan toda la vida anímica, pero están en pugna con lo real. Las modulaciones impuestas por el Yo en base al principio de realidad no revelan su sentido intrínseco. Por sí mismos los instintos no aportan otra luz que una tensión hacia lo placentero y cuyo último horizonte desvanece en la nada. El hombre no tiene un facultad cognoscitiva confiable que le permita encararse con el ser.

Cuando confrontamos a Freud con la antropología cristiana, la noción de pecado original nos asiste con su abundante luz. El pecado es la máxima injusticia: el hombre se autodetermina como relación negativa con Dios-Amor. Este hombre que ha rechazado a Dios es el que cae bajo la mirada escrutadora de Freud, pero esa mirada no abraza las dimensiones reales del drama y se limita a registrar una versión tergiversada.

Tengamos en cuenta que el hombre es el término de la elección creadora del Amor divino. Sólo en cuanto elegido por el Amor divino el hombre llega a reconocerse a sí mismo y a entablar relaciones auténticas.
Dios crea libremente, y después apela a la libertad humana para concertar una alianza de amor. Se entrega por completo, y solicita como respuesta el don de sí, pues sólo cuando las personas comprometen su totalidad pueden llegar al encuentro y participar cada una en el ser de la otra, viviéndose íntimamente.

Por el pecado el hombre rechaza a Dios, se autoafirma como absoluto, permaneciendo una relación negativa con el Amor divino. Autodeterminado de esta manera se incapacita para establecer verdaderas comuniones interpersonales. Si no ama a Dios, tampoco amará a su imagen; y si se afirma como absoluto, no podrá sintonizar con otras libertades.

El pecado significa ponerse en el lugar de Dios, procurando la gnosis, el conocimiento divino, como efecto de la fruición del mundo. Este acto de ho stilidad contra Dios tuvo también un resultado configurante sobre el modo de sentir. No es acertado afirmar que antes del pecado las pasiones estaban "sujetas" y que después se "desataron". Originariamente la sensibilidad no tenía una propia forma opuesta al espíritu. Fue el pecado, como acto libre, que le confirió una forma distorsionada, generando la inclinación afectiva que denominamos "concupiscencia".

El pecado produce una fractura en la unidad de la persona —que de algún modo Freud percibe con su teoría de la estructura anímica— y trabaja interiormente cuando se asumen actitudes inspiradas en el orgullo y en el egoísmo. No son tendencias esencialmente "anteriores" a la voluntad, porque ésta es el origen de los actos libres. Se puede decir que Adán modeló de modo negativo las disposiciones afectivas, pero después cada hombre puede orientar su vida en un sentido o en otro sin estar predestinado por las malas disposiciones heredadas o acumuladas en el curso de su existe ncia individual.

La sensibilidad sufrió un remodelamiento como consecuencia del pecado original: aunque no sea de modo consciente ni reflexivo, el deseo de placer se antepone como fautor de una gnosis panteísta. Esa tendencia es la marca del pecado original: el impulso concupiscente, cuyo eco puede considerarse la teoría de Freud sobre la libido.
Satanás había deslizado la sospecha de que Dios coarta la libertad, que el bien y el mal no deben estar opuestos sino unidos en una gnosis panteísta. Cayendo en este engaño, el hombre frustró la oportunidad de establecer una relación positiva con Dios, y comprobó el fraude satánico, pues el mal no constituye ninguna conquista: es la pérdida del bien.

Si el hombre se deja seducir por el orgullo, herencia del pecado original, intentará dominar o destruir a los demás, absorbiendo toda alteridad real en un único principio subjetivo.

En Jesucristo Dios ofrece la salvación a toda la humanidad, renueva el ofrec imiento de una alianza de Amor. Si el hombre lo acoge, también se acepta a sí mismo y adquiere la libertad de entablar relaciones auténticamente humanas con sus semejantes.

Característica de la persona es la capacidad de anudar relaciones libres de íntima participación en el ser. En el libre juego de las relaciones se actualizan sus mejores posibilidades. Por el contrario, sobre la base de la libido freudiana que fluye sin libertad, las personas no pueden entrar en un vínculo verdaderamente humano.
En la comunión de Amor con Dios todo es gratuito y el hombre no necesita afirmarse a sí mismo, porque acepta la afirmación creadora que Dios le brinda. Pero cuando la rechaza, queda esclavizado en el ansia de afirmarse contra Dios y sobre los demás: entonces, el ansia de ser amado también esconde el deseo de autoafirmación, y se debate en la alternativa de dominar o ser dominado, sugestionar o sufrir la sugestión. Así ya no es posible la comunión entre las personas.
Cuando se opone a Dios, el hombre se hincha con el deseo imposible de alcanzar la plenitud por su propio empeño. En el marco de un panteísmo autoevolutivo, erige su voluntad en único principio de donde nacen todos los connatos autorredentores, que no pueden desprenderse de la típica mezcla de fatalismo y desesperación paganos. Es el mundo alucinante que genera el pecado, un frenesí vacío de realidad; es la imposición de las fuerzas condicionantes que no hacen justicia a la persona, porque ésta sólo puede emerger en el amor, acogida incondicionalmente.

Con su llamamiento, Dios pone al alcance del hombre la más alta posibilidad de ejercer la libertad, en el don de sí, pues para poder entregarlo debe asumir del todo el propio ser. Si se niega, hace un absoluto de la subjetividad y se pierde en la dispersión.

Freud se ubica en la antítesis del cristianismo, al calificar a la religión como la peor de las ilusiones. En cambio, la verdadera fe es todo lo contrario de una "proyección" de deseos humanos: es apertura a Dios, infinitamente más de lo que el hombre pueda querer o desear.

Para el monismo freudiano, la alteridad del Dios trascendente se reduce a un simple desdoblamiento del Yo. Toda distinción de personas se diluye en la identificación. Pero si fuera así, el hombre no podría relacionarse con nadie, no escucharía su nombre de la boca de Quien lo conoce eternamente, sería un extraño, para siempre alienado de la maravillosa novedad del encuentro.