Autor: P. Antonio Izquierdo, L.C
Siete palabras para siempre
El P. Antonio Izquierdo medita las palabras que Cristo pronunció en la cruz y nos lleva a entender nuestra misión como cristianos.
Jesucristo en la cruz pronunció siete
palabras, tal como lo han testimoniado los cuatro evangelistas. Siete
palabras, tres recogidas por Lucas, tres por Juan y una misma por Marcos y
Mateo.
Las Palabras sobre las que vamos a reflexionar son nuevas, muy nuevas
podríamos decir, porque Jesús las pronuncia a cada instante. Y no envejecen,
porque las pronuncia a cada corazón y a cada hombre en el hoy de la
historia. Son palabras para siempre. Sí, estas palabras históricas
pronunciadas desde la cruz son palabras eternamente nuevas, y hacen a
quienes las acogen y las viven hombres también nuevos.
Primera palabra
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
¡Qué diferente, qué nuevas se nos hacen, por contraste, las palabras de
Jesús en el momento supremo de la cruz! Jesús nada sabe de venganza, no
siente que ha perdido su dignidad filial, no pide ni promete castigos ni
maldiciones. "Padre, perdónalos, porqu e no saben lo que hacen". Padre,
perdona a todos: a los ladrones, a las autoridades judías, al gentío, a los
transeúntes, a los soldados, a mis discípulos; perdona a todos: a los
corruptos, a las prostitutas, a los hipócritas, a los desinhibidos, a los
hutus y a los tutsis, a los serbios y a los kosovares, a los que construyen
las armas y a los que hacen las guerras, a los genocidas y a los abortistas,
a los que pecan de oculto y a los que lo hacen en público, a los criminales
de profesión y a los que lo son sin que lo aparenten...
Segunda palabra
Te aseguro hoy estarás conmigo en el paraíso.
En el Antiguo Testamento se habla del sheol después de la muerte, ese lugar
tenebroso, algo fantasmal y como lleno de sombras, bastante triste en que
yacían las almas de los muertos. Muy lejos se está todavía de considerar el
paso de la vida a la muerte, como el paso al paraíso, el lugar de todas las
delicias y felicidades. La concepción judía sobre la resurr ección estaba
relacionada con el fin de los tiempos, no con el hoy con que Jesucristo la
asegura: HOY estarás conmigo en el paraíso. En la Torah se dice que es
maldito quien cuelga de la cruz, puesto que eso significa que se trata de un
criminal, de alguien que no ha cumplido la Ley de Dios y sus preceptos.
Jesús acepta que su interlocutor es un criminal, pero no lo considera
maldito, sino bendito, digno de gozar eternamente del paraíso; él es muy
consciente de que no ha venido a salvar a los justos, sino a los pecadores.
La novedad de esta palabra de Jesús requiere un corazón de niño, un volver a
nacer por obra del Espíritu. Así es ahora el corazón de este hombre que de
ladrón se ha convertido en niño: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas como
rey. También nosotros digamos: "Yo quiero ser como un niño". Y como niños
escucharemos de labios de Jesús: Hoy estarás conmigo en el paraíso... Con
Jesús, la vida, cualquiera que sea su circunstancia, es un paraíso, el único
paraíso.
Tercera palabra
"Mujer, ahí tienes a tu hijo". después dijo al descípulo: "Ahí tienes a tu
madre".
En el Antiguo Testamento el pueblo de Israel es simbolizado por una esposa.
"Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré en justicia y en derecho,
en amor y en ternura, te desposaré en fidelidad, y tú conocerás al Señor"
(Os 2, 21-22). Pero, que yo recuerde, no existe el símbolo de una madre
aplicado a Israel; el símbolo de padre y madre es aplicado a Yavéh
únicamente. En el Nuevo Testamento la Iglesia, el nuevo Israel, es
presentada por varios símbolos: ciertamente el de esposa (Ef 5,21-33) y el
de hijo que puede llamar papá a Dios (Gál. 4, 6-7), pero también el de
madre, como aquí en la cruz. María, la madre de Jesús, la mujer nueva de la
historia, simboliza la Iglesia que nos engendra a la fe, a la esperanza y al
amor de Dios. A su vez, el discípulo amado, representa a la Iglesia que día
tras día vamos engendrando mediante la palabra y el sacrame nto. De modo que
la Iglesia es madre como María e hijo como el discípulo amado. Cristo en la
cruz regala a la Iglesia, simbolizada en María, un atributo de Dios: el ser
padre, el ser madre de los creyentes, de la humanidad.
Hoy la Iglesia, desde su cruz y desde nuestra cruz, nos da a María, como
madre y maestra de vida, como compañera de camino, como modelo de
generosidad y de entrega, como símbolo de la unidad, santidad, catolicidad y
apostolicidad de la Iglesia.
María simboliza y promueve la unidad porque todos los cristianos somos sus
hijos; simboliza y promueve la santidad, con su amor y su ternura hacia su
Hijo y hacia la voluntad del Padre; simboliza y promueve la catolicidad,
porque es la nueva Eva, la madre de la nueva humanidad, a la que todos los
hombres estamos llamados; simboliza y promueve la apostolicidad, con su
presencia y su solicitud por los apóstoles como en el cenáculo en los días
de Pentecostés. María es Iglesia. María hace Iglesia, engend ra la Iglesia.
Cuarta palabra
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
En el libro de los salmos encontramos muchos que hablan de peligros,
persecuciones, intrigas, malignidad humana... y de confianza en Yahvéh que
salva al que ora de todo ello. El salmo 22 pertenece a este grupo de salmos.
Sobre él, como sobre un pentagrama, parece haber sido redactado el texto de
la pasión de Jesucristo. Escuchemos algunos fragmentos:
"¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? ¿por qué no escuchas mis
gritos y me salvas?...
todos los que me ven se ríen de mí:
’Se encomendó al Señor, ¡pues que él lo libre,
que lo salve, si es que lo ama!’...
...taladran mis manos y mis pies,
puedo contar todos mis huesos,
se reparten mis vestiduras,
echan a suerte mis ropas".
Si nos fijamos en la figura de Job, los
lamentos en su desgracia, son impresionantes a nuestros oídos:
"Desap arezca el día en que nací
y la noche que dijo: Ha sido concebido un hombre.
Que ese día se convierta en tinieblas...
Lo único que me quedan son mis gemidos;
como el agua se derraman mis lamentos...
No tengo paz, ni calma, ni descanso,
y me invade la turbación" (Job 3,3-4.20-26).
Jesús es el último y supremo de entre los justos perseguidos. "El mismo
Cristo, en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con
grandes gritos y lágrimas a aquél que podía salvarlo de la muerte" (Hbr
5,7). Pero es también el Hijo obediente y el sumo sacerdote que ofrece
voluntariamente su vida para la salvación de la humanidad: "Fue escuchado en
atención a su actitud reverente. Y aunque era Hijo, aprendió sufriendo lo
que cuesta obedecer" (Hbr 5,7-9). Jesús no grita a su Padre que le libre de
la muerte como el justo perseguido, Jesús no se lamenta de su estado
desgarrador e inhumano al estilo de Job, Jesús grita al Padre el abandono
que siente su alma, y el deseo de consumar hasta el final su sacrificio
redentor.
Quinta palabra
Tengo sed
En el Antiguo Testamento la sed está muy presente. Se nos habla del pueblo
de Israel, sediento cuando marcha por el desierto, y que se queja de haber
sido conducido allí para morir en él de sed (cf. Ex 17,1ss).
¡Cuánto mejor estaban en Egipto!
De sed se habla también en algunos de los salmos. Por ejemplo, en el salmo
41: "Tengo sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo entraré a ver el rostro de
Dios?" o en el salmo 68: "Los insultos me han roto el corazón y desfallezco;
espero compasión, y no la hay; nadie me consuela. Me pusieron veneno en la
comida, me dieron a beber vinagre para mi sed".
Jesús tiene sed, como junto al pozo de Jacob en Siquén, pero ahora ya no
pide que le den de beber, como lo hizo allí cuando se dirigió a la
samaritana (Jn 4,10-15). Jesús en las bienaventuranzas dijo:
"Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
saciados" (Mt 5, 6), y ahora el Padre, no los hombres, sacia misteriosamente
esa sed de justicia de Jesús, es decir, de redención. Y al término del libro
del Apocalipsis dice Jesús: "Si alguno tiene sed, venga y beba de balde, si
quiere, del agua de la vida" (22,17), porque "el que viene a mí no volverá a
tener hambre; el que cree en mí nunca tendrá sed" (Jn 6,35). Y el
Apocalipsis no es sino el eco de unas palabras del Evangelio: "El último
día, el más importante de la fiesta (fiesta de los tabernáculos), Jesús,
puesto en pie ante la muchedumbre, afirmó solemnemente: Si alguien tiene
sed, que venga a mí y beba" (Jn 7, 37-38). Y en el gran momento del juicio
final escucharemos estas palabras de Jesús: "Venid, benditos de mi Padre,
porque estuve sediento y me disteis de beber" (Mt 25, 31-40).
Es nueva la sed de Jesús. No es sed del Dios vivo, porque esa sed está
completamente saciada. No es tampoco la palabra de Jesús un grito de queja,
de desesperación, de rebelión, como en el caso de los israelitas. Es sed
real, sí, pero no sólo en su realidad física, sino sobre todo en su realidad
más íntima y espiritual. Es sed de justicia, de redención por la sangre. Es
sed que sólo el Espíritu Santo puede apagar en el corazón de Cristo y del
cristiano. Es sed que no es suya, sino de sus hermanos los hombres, hecha
propia por él en el calvario.
Sexta palabra
Todo está cumplido
Ha ido a donde el Padre quería; ha predicado cuando, donde y por el tiempo
que el Padre quería; ha hecho los milagros que el Padre quería; ha elegido a
los hombres que el Padre le indicó; ha predicado la verdad y la justicia,
como el Padre quería; ha vivido conforme a lo que predicaba, para agradar a
su Padre; ha sufrido los tormentos indescriptibles de la pasión y de la
cruz; ha cumplido las Escrituras. Ahora ya puede expirar como un soldado
valiente que ha combatido el buen combate y que grita: Adsum!
Séptima palabra
Padre, a tus manos confío mi espíritu.
A ti, Señor, me acojo; no quede yo defraudado...
Sé para mí roca de cobijo y fortaleza protectora...
guíame y condúceme, por el honor de tu nombre...
En tus manos encomiendo mi espíritu;
tú, Señor, el Dios fiel, me rescatarás (Sal 31, 2-6).
Jesús, con este salmo, llama a Dios su roca y su fortaleza. Esa roca y
fortaleza ya no es Yahvéh, es el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Hay una
novedad radical: No es la relación de un vasallo con su rey, sino la de un
hijo para con su Padre. No se abandona a las manos poderosas de Yahvéh, el
Señor de los ejércitos, el rey de las naciones, sino en las manos tiernas y
benditas del Padre. Digamos también nosotros: Padre, a tus manos confío mi
espíritu, mi vida entera, ahora en el tiempo de la lucha, luego en la
eternidad del amor.