SENTIDO Y VIVENCIA DE LA LITURGIA FUNERARIA

 

En pocas ocasiones los asistentes a una celebración litúrgica están

anímicamente tan dispuestos a acoger un mensaje religioso como en

las liturgias funerarias. Y, sin embargo, esas ocasiones a menudo se

desaprovechan. De ahí la necesidad de revisar las líneas maestras

de la pastoral en este ámbito. El autor del presente artículo parte

de su propia realidad socio-cultural gallega. Pero, al brotar del núcleo

de la fe cristiana, sus reflexiones son en sí válidas y, por consiguiente,

aplicables a otros contextos.

Senso e vivencia da liturgia funeraria, Encrucillada 21 (1997) 317-333.

 

Es ya un tópico referirse a la importancia de la muerte en la cultura gallega: túmulos megalíticos y dólmenes prehistóricos, folklore, relaciones vecinales, auge de las empresas funerarias, inflación litúrgica… Tomando, pues, muy en serio los modos de su asimilación vivencial y de su incorporación cultural, nos interesamos aquí más bien por los aspectos de su celebración religiosa.

 

LA PASTORAL FUNERARIA

Una llamada a la conversión

Los hábitos ancestrales, las rutinas teológicas y litúrgicas e incluso los condicionamientos económicos tienden a perpetuar un estilo que en aspectos muy decisivos queda por debajo de lo que exigiría una conciencia teológica y espiritual verdaderamente actualizada. El Vaticano II insistió en que el rito de las exequias debe expresar más claramente el sentido pascual de la muerte del cristiano. Y el Concilio Pastoral de Galicia, en su documento La liturgia renovada en la pastoral de la Iglesia, abunda en el mismo sentido: En la revelación el tema central es la muerte-resurrección de Jesús y sus consecuencias para el cristiano. El ritual de las exequias concreta esta advertencia: Por este motivo, ya se trate de tradiciones familiares, de costumbres locales o de empresas fúnebres, aprueben de buen grado cuanto de bueno encuentren en ellas y procuren transformar cuanto parezca contrario al Evangelio, de manera que las exequias cristianas manifiesten la fe pascual y el verdadero espíritu evangélico.

Esta transformación no es fácil si se quiere tomar en serio la profunda remodelación que, en lo referente al misterio de la muerte y resurrección, está experimentando la teología. Este artículo, prescindiendo de ritos y detalles, se quiere concentrar en lo fundamental que significa la celebración eucarística de la muerte en cuanto vivida a la luz de la muerte y resurrección de Jesús, el Cristo, y cómo expresar y vivenciar en ella nuestras relaciones con Dios, con el difunto y con la comunidad.

 

Algunos presupuestos

El primero sería un concepto de resurrección como vida ya actual en Dios. Una vida llena por la comunión con él y, a través de él, con todos los santos y con todas las criaturas. Para la fe cristiana revelada en el destino de Jesús de Nazaret, morir es entrar en la salvación, en la vida eterna de Dios, es decir, morir es resucitar. Es preciso, pues, romper con dos importantes reliquias de la antigua concepción mitológica (en el sentido de una cosmovisión que ya no es la nuestra): 1) la idea de los cuerpos —de los restos mortales— esperando en el cementerio para erguirse un día en el Valle de Josafat; 2) la existencia de un período intermedio en el cual el alma estaría separada del cuerpo aguardándole (lo que no excluye un significado posible y real de esta categoría).

El segundo presupuesto se refiere a la oración cristiana en cuanto dirigida a un Dios que es amor y sólo amor. Un Dios, por tanto, a quien no necesitamos convencer de nada: es él quien está siempre tratando de convencernos a nosotros para que nos dejemos ayudar, salvar, perdonar; sólo aguardando a que nosotros le abramos la puerta de nuestra libertad y colaboración (véase Ap 3,20).

Y por último el presupuesto de una lectura no fundamentalista de los textos, tanto de los bíblicos como de los litúrgicos. Empeñarse en leer a la letra textos escritos en una cosmovisión definitivamente superada, además de ser algo imposible, equivale casi siempre a una máxima infidelidad: muchas veces se les obliga a decir algo absurdo o algo contrario a su intencionalidad más profunda. Si es estúpido no aprovechar con sumo cuidado la experiencia de textos multiseculares, es igualmente ingenuo no reconocer que existen en ellos oscuras reminiscencias de una pastoral del miedo, restos de concepciones ya superadas, acentos que exigen ser equilibrados. En el fondo, toda auténtica teología debe consistir en intentar su corrección y lograr un equilibrio desde el núcleo fundamental e irradiante de un Dios que, ante todo y sobre todo, logró revelarnos en Jesús que él «es amor» (1 Jn 4,8.16), es decir, que sólo en amor consiste su ser.

 

EL NÚCLEO DE LO QUE CONFESAMOS

 

Cristo, «el primogénito de los difuntos»

La primera vez que, en una charla, se me ocurrió hablar de Jesús como «difunto», yo mismo sentí como un sobresalto. Y, sin embargo, nada más obvio y natural, nada más verdadero y realista. ¿Qué es un difunto sino alguien que ha muerto? Pero no creemos que Jesús está muerto, sino que, resucitado, está vivo en la plenitud de la vida eterna. Por eso, de entrada, nos resistimos espontáneamente a llamarle «difunto».

Pero si somos cristianos, ¿no es exactamente eso mismo lo que creemos y esperamos de nuestros difuntos?

Usar esta expresión tiene dos ventajas muy importantes. En primer lugar, contribuye a una visión realista de la figura de Jesús: él murió realmente, es de verdad un difunto. Pero en él se nos reveló que un difunto no es alguien que ha terminado definitivamente su función en la existencia (del latín, de-functus: el que ha desempeñado su función), que «finalizó » sin más (pensemos en la palabra «finado»). Murió a una dimensión de la vida, pero ha entrado en la vida definitiva, en la vida plena e infinitamente profunda. La segunda ventaja es que, de este modo, Jesús aparece claramente como nuestro modelo y pionero: como «el primogénito de los muertos» (Ap 1,5), texto que enlaza en la tradición paulina, la más central y reflexiva de la Biblia en este punto: «Cristo resucitó de los muertos, primicia de los que duermen» (1 Co 15,20).

Nunca meditaremos suficientemente sobre esta implicación mutua entre el destino de Jesús y el de todos y cada uno de nosotros. Y así, en 1 Co 15,12-21 argumenta Pablo de manera circular. Jesús ha resucitado: señal de que nosotros también resucita(re)mos; resucita( re)mos nosotros: señal de que Jesús ha resucitado. Esta implicación tiene un significado decisivo: si Cristo es el modelo para la comprensión del misterio de la muerte, también lo es para la comprensión de la celebración litúrgica de la misma. La Eucaristía es, ante todo y sobre todo, la celebración litúrgica de la muerte de nuestro hermano difunto Jesús de Nazaret.

 

Lázaro no está muerto

La frase anterior en rigor debería decir: «celebración litúrgica de la muerte y resurrección de nuestro hermano difunto Jesús de Nazaret». Así lo proclamamos en cada Eucaristía. Pero seamos consecuentes: eso mismo debemos pensar y decir de cada celebración de la muerte: es una celebración de muerte y resurrección de nuestro hermano o de nuestra hermana.

Aquí radica el núcleo de la celebración eucarística de la muerte. En ella celebramos uno de los grandes títulos de Dios: el que salva de la muerte, «del último enemigo» (1 Co 15,26). Aprendámoslo en Jesús, pero aprendámoslo también para todos nosotros. En la Eucaristía no pensamos en Jesús como en un muerto más, sino como en uno definitivamente vivo (Ap 1,18). De la misma manera es necesario pensar en aquél o en aquélla de quien celebramos la muerte, porque también ellos están definitivamente vivos (Jn 11,25-26).

Estamos proclamando la máxima utopía de la humanidad: la de vencer a la muerte, la más horrible devoradora de toda esperanza humana. Hablar, pues, de celebración no constituye un «como si», una moda retórica o una finura litúrgica, sino una honda y gloriosa verdad. Ya que, a pesar de la horrible evidencia del cadáver, en el dolor de la muerte estamos para celebrar la alegría de la resurrección, acompañando a alguien que goza de la plenitud de la vida. Es necesario luchar contra una concepción vaga —de ordinario, no reflexionada y por eso mismo muy eficaz— que piensa en los bienaventurados como seres etéreos, despersonalizados, con una identidad vaporosa, ajenos a sus relaciones y a sus cariños. Nada más lejos de la auténtica esperanza cristiana, que va exactamente en la dirección contraria. La primera carta de san Juan lo expresa bien: «Amigos míos, ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Nos consta que, cuando aparezca, seremos semejantes a él y lo veremos como él es» (1 Jn 3,2). Ignacio de Antioquía lo dijo de una manera más contundente: «Cuando llegue allí, seré verdaderamente hombre».

Las palabras de Jesús en Mt 22,30 («Cuando resuciten, ni ellos ni ellas se casarán, sino que serán como ángeles en el cielo») no anuncian una vida abstracta o despersonalizada: aluden simplemente al nuevo régimen de superación de las fronteras materiales y a la comunicación totalmente compartida. El amor, libre de egoísmo, no tendrá fronteras, pero por eso mismo no será ya más neutro y anodino, sino más personalizado e intenso. Los vínculos y cariños se conservan —¡cómo no!—, pero ya no limitarán la vida o las relaciones, sino que las expandirán para gozo y alegría de todos.

Manifestar esta verdad resulta muy importante para la vivencia de esta grande y frágil esperanza. Recuerdo que muerto mi padre, mi madre solía preguntarme con espontánea sencillez: «Andrés, ¿allí conoceré a tu padre? Porque entonces ya no me importa morir». Siempre le respondí que sí, sin dudar. De otra manera, ¿cómo podría haber salvación real y verdadera? Ahí radica, precisamente, la diferencia entre la esperanza cristiana, apoyada en la comunión personal con Dios, y el nirvana budista, que insiste en la disolución de la propia persona.

 

Todos somos Lázaro

Ya sabemos que, cuando hablamos de Lázaro, no deberíamos usar la palabra resurrección. Aunque se tome el relato a la letra, no se trata de una verdadera resurrección, en el sentido en que la aplicamos a Jesús, sino de una vuelta a la vida biológica con todas sus limitaciones y miserias de antes. En su novela sobre Jesús (O Evangelho segundo Jesus Cristo, Lisboa 1991), demuestra Saramago una certera intuición: Magdalena convence a Jesús para que no resucite a su hermano, porque «nadie en la vida tiene tantos pecados que merezca morir dos veces».

Hagamos un experimento mental: en un funeral, después de la lectura de la resurrección de Lázaro, la homilía puede hacerse desde una doble perspectiva, según se tome la narración en sentido literal o en sentido simbólico. A primera vista, parece más respetuoso con la Biblia e incluso más piadoso con los difuntos tomar la narración a la letra. Pero, ¿de qué sirve a los familiares esta narración? El familiar difunto sigue ahí muerto y la alegría de las hermanas de Lázaro de poco consuelo les sirve a los familiares. Podríamos incluso hablar de agravio comparativo. Y, además, la inteligencia de una persona normal, obligada a tomar a la letra esta narración, sufriría un duro golpe.

Teniendo en cuenta el peculiar estilo del «libro de los signos» del cuarto Evangelio, en el que cada palabra está medida al milímetro, el relato pide una lectura simbólica: el evangelista expresa una verdad teórica ilustrada con un ejemplo práctico. Recordemos que la afirmación del «pan de vida» está acompañada con la multiplicación de los panes y el tema de la «luz del mundo» con la curación del ciego. Ahora la afirmación «yo soy la resurrección y la vida» viene ilustrada con la resurrección de Lázaro. El evangelista quiere hablar de la vida eterna, que en Jesucristo se nos anuncia como liberación de la muerte. La muerte está ahí, inexorable y dolorosa, pero ella no es lo último y definitivo: «Quien cree en mí, aunque muera, vivirá». Por eso, a pesar de las apariencias, Lázaro no está preso en los lazos de la muerte («desatadlo»), sino que se fue a la vida del Padre («dejadlo ir»).

Lo que así se dice tiene plena vigencia para todos y para siempre: el misterio de la muerte queda iluminado con la luz radiante y misteriosa de la vida eterna, y a los familiares se les anuncia algo que vale exactamente igual para ellos que para las hermanas de Lázaro, igual para Lázaro que para el difunto. A todos y a cada uno se nos anuncia la esperanza de la resurrección, la victoria sobre la muerte. Lázaro somos todos. Una vez más, cuando la fe asume el coraje de actualizarse y el esfuerzo adulto de repensarse a fondo, desarrolla toda su profundidad. Entonces lo que parecía menos piadoso resulta ser lo profunda y decisivamente evangélico.

 

EL SENTIDO DE LA CELEBRACIÓN

 

Celebrar con el difunto, no por el difunto

Una aplicación decisiva es evidente: no celebramos la Eucaristía por nuestro hermano difunto, sino con nuestro hermano difunto. El difunto o la difunta no es simple recuerdo o un objeto pasivo, ni alguien indiferente, sordo y ciego ante nuestra presencia, sino que, igual que Cristo, desde su estar en Dios, aunque nosotros no lo podamos ver o sentir, constituye una presencia máxima, amor que abraza a todos, ya libre de limitaciones y egoísmos. Celebrar su muerte y resurrección significa, con toda verdad, que podemos hablar con ellos sabiendo que nos escuchan, comulgar con ellos sabiendo que nos aman más que nunca, vivir —en el misterio, pero también en la alegría de la fe— su misma vida, que es la vida eterna, la vida de Dios en todos.

En realidad, igual como sucede con Cristo, la Eucaristía no es el único lugar de esta presencia, sino sólo un momento privilegiado, el principal. Porque desde ella comprendemos que nuestros difuntos y difuntas están siempre presentes, atentos, activos, puesto que participan ya de la plenitud de Dios y, de cara a nosotros, pueden identificarse con su presencia y con su amor. La celebración consiste, precisamente, en hacernos sensibles a nosotros mismos, en abrirnos a esta presencia —misteriosa, pero viva— desde las limitaciones de la corporalidad, desde nuestra incapacidad de estar siempre atentos. Como sucede en toda celebración litúrgica, esta intensificación de la presencia, no queda aislada, sino que se convierte en signo y sacramento de la realidad verdadera y profunda: nuestros muertos-resucitados están siempre y en todas partes con nosotros.

No es, pues, un artificio hablar con ellos, vivenciar su presencia, gozarse en su felicidad, sentirse acompañados por su amor. Con las cautelas necesarias, no se deberían rechazar sin más las experiencias muy intensas y concretas que con frecuencia se viven después de la muerte de seres muy queridos: toda la antropología del luto y del duelo merece la atención de la teología para aprovecharlos no como experiencias milagrosas o parapsicológicas, sino como una especie de indicios y sacramentos que ayudan a vivir la realidad que conocemos por la fe.

1. A Dios no necesitamos ni convencerle ni aplacarle. Ante todo cambia de manera radical la manera de situarnos ante Dios y de expresar nuestra oración. Si la estructura fundamental de la liturgia es la celebración de la victoria de Dios sobre la muerte, se comprende sin la menor dificultad que no tiene ningún sentido tratar de suplicar a Dios y, menos aún, intentar aplacarlo para que sea piadoso con el difunto. No tiene ningún sentido por lo que ya hemos dicho al principio: por la maravilla del Dios que en la absoluta iniciativa de su amor, antes de que nosotros se lo pidamos, está siempre sosteniendo, ayudando y salvando. Y ahora, más en concreto, no tiene ningún sentido por la bondad infinita del Dios de la vida, que lo ha hecho y lo hace todo para rescatar de la muerte a sus hijos y a sus hijas.

Asombra pensar que nosotros podamos tener la ocurrencia de intentar convencer a Dios, como si nuestro amor por los difuntos fuese mayor que el suyo. Pero plegarias y ritos, objetivamente considerados, suponen demasiadas veces que nosotros somos los buenos, los cariñosos, los misericordiosos que estamos esforzándonos por convencer a un Dios cruel, justiciero y terrible, a quien es necesario propiciar por todos los medios. La liturgia está llena de oraciones en forma de súplica que, por la manera de expresarse, hacen depender de nuestras plegarias la misericordia de Dios y, por lo mismo, parecen poner en duda el amor primero, gratuito e incondicional del Señor: «Escucha nuestras oraciones… y haz que nuestro hermano…»; «Abre bien tus oídos al clamor de nuestra súplica y que tus ojos se compadezcan »; «Ten misericordia… para que no sufra el castigo»; «No seas severo en tu juicio…». Por otra parte, no han sido eliminadas fórmulas que dan la impresión de que es Dios quien manda la muerte, reforzando así una visión incorrecta del problema del mal. Las sensibilidades cambian y lo que en épocas pasadas podía no extrañar, resulta muchas veces intolerable en la actualidad (Agustín metía en el infierno a los niños sin bautismo; Tomás de Aquino pensaba que la contemplación de los tormentos de los condenados aumentaba el gozo de los justos). Siguiendo a Pablo (2 Co 3,6) podemos decir que tomar a la letra la liturgia no es el mejor modo de preservar su espíritu, más cuando la letra de muchas oraciones toman ideas del Antiguo Testamento sin tener en cuenta las correcciones que la novedad del Dios revelado en Jesús está pidiendo: después del Abbá de Jesús y de la experiencia de su resurrección nada obliga a seguir manteniendo un sentido expiatorio (como el que encontramos en 2 M 12,45).

2. Consecuencias pastorales. Éstas son conocidas. La salvación tendría un precio y ante Dios se mantendrían las clases y rivalidades. Es verdad que se ha avanzado mucho: el escándalo de los entierros de primera y de tercera está casi extinguido y la visión comercial de «cuantas más misas y responsos más seguridad de salvación » va desapareciendo. Pero no está de más recordarlo. En primer lugar, porque estos fenómenos estaban en paralelo estricto con aquellas ideas que, así, quedan desenmascaradas. En segundo lugar, porque no pueden darse sin más por liquidadas, ya que siguen conformando muy profundamente el imaginativo colectivo y pueden continuar presentes bajo formas renovadas y sutiles.

Es necesario no bajar la guardia. Las empresas funerarias están ahí para luchar pomposamente contra la gratuidad de la salvación y contra la absoluta igualdad de los hijos e hijas de Dios. Y una pastoral que no tenga el coraje de renovarse más a fondo, tanto en las ideas de su predicación como en la manera de configurar la liturgia —aniversarios indefinidos y multiplicados, triduos, septenarios, gregorianas, etc.— y de administrar los estipendios, puede caer muy fatalmente en la trampa y continuar las viejas rutinas bajo nuevas formas.

 

Liturgia para nuestra salvación

En primer lugar, celebrar la Eucaristía en la muerte de nuestros difuntos consiste en confesar nuestra fe y vivenciar la alegría de nuestra esperanza. Pero, al mismo tiempo, significa tratar de alimentar esta fe y afianzar esa esperanza. La terrible oscuridad de la muerte va royendo continuamente la certeza de la resurrección y las brutales evidencias del mundo palpable ponen sin cesar a prueba las íntimas y oscuras evidencias de la fe.

En segundo lugar, cultivar la solidaridad. Celebrar juntos constituye la mejor manera de acompañar en el dolor a los más directamente afectados con una proximidad física humana, proximidad que se trasparenta y se refuerza mediante la oración en común, la proclamación conjunta de la fe y la celebración de la misma esperanza (1 Ts 4,18). Esta solidaridad no debe quedar reducida ni al momento de la muerte ni a la pura celebración litúrgica, sino que se ha de extender sobre la realidad de cada día. Siempre la meditatio mortis (meditación de la muerte) fue luz para la autenticidad de la vida e incluso ha cobrado especial relevancia para nuestro tiempo, tanto en el aspecto más íntimamente existencial (Heidegger) como en el aspecto social e histórico (Franz Rosenzweig, teologías política y de la liberación). Para la conciencia religiosa, la celebración de la muerte, con su referencia a los valores últimos y a la visión de la existencia como englobada en la comunión de los santos y en el amor insondable y solidario de Dios, constituye sin duda un momento privilegiado para orientar la vida personal y romper de indiferencias, odios o divisiones que estorban la convivencia comunitaria. Y un tercer aspecto, más sutil y misterioso: la solidaridad cismundana con los difuntos. Hay un aspecto importante en el cual la comunión con nuestros difuntos puede tener una efectividad real aquí en la tierra: en la medida en que, para bien o para mal, el influjo de su vida y de su conducta sigue operando en las personas y en las instituciones, queda abierto a la historia y, de alguna manera, entregado también a nuestra solidaridad.

Una obra empezada y no acabada a causa de su muerte puede ser una llamada a continuarla por nuestra cuenta: ese es el realismo verdaderamente carnal de la comunión de los santos y puede constituir la mejor muestra de amor, de agradecimiento y de unión con ellos. De igual modo, también los efectos perniciosos de las acciones malas, o simplemente no acertadas, pueden pedir nuestra colaboración: que los ayudemos —ahora que ya no intervienen en la facticidad de la historia— a reparar los daños e incluso a obtener el perdón de los ofendidos.

He aquí un significado profundo —posible y legítimo— para el anteriormente citado texto de 2M 12,45, que invita «a orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados». Una versión literal, que trate de obtener en su lugar el perdón de Dios, ofrece todos los flancos a la crítica de Kant, quien con toda razón protestaba contra una «satisfacción» de carácter moral que sustituyera la libertad del interesado sin suponer un cambio interno en él. Nuestra interpretación, en cambio, deja intacta la intimidad moral de la persona difunta, que queda en las amorosas manos de Dios, pero abre los efectos de su presencia histórica a la solidaridad de los hermanos.

Acabo este escrito en el centenario del nacimiento de Pablo VI. Permítaseme cerrar esta reflexión con unas palabras suyas, en las que canta la gloria de nuestro destino a la luz de la salvación anunciada en Cristo: «Maravilla de las maravillas, el misterio de nuestra vida en Cristo. Aquí la fe, aquí el amor cantan el nacimiento y celebran las exequias del hombre. Yo creo, yo espero, yo amo, en tu nombre, Señor».

Tradujo y condensó: MIQUEL SUÑOL