Secularidad cristiana y cultura de los derechos humanos. *

 

La relación entre libertad y verdad debería ser respetada también por los medios de comunicación, sin por ello coartar su libertad —ni siquiera su libertad para la estupidez—, pero sí fomentando su sentido de responsabilidad y castigando democráticamente su abuso


por
 
Martin Rhonheimer
Profesor de ética y filosofía política.

 
 

En las páginas que a continuación siguen me propongo bosquejar cómo se relaciona la identidad cristiana —pensando principalmente en los católicos— con el secularismo político moderno y qué significa esa relación para la justificación pública de los derechos humanos. 
 
Es bien sabido que la Iglesia católica sólo ha llegado a reconocer plenamente la secularidad del Estado y los principios políticos de la democracia constitucional como un logro cultural tras un largo periodo de mutua hostilidad y conflicto. pero al obrar así, la Iglesia se ha reconciliado con una parte esencial de su propio legado cultural, que está marcado por el dualismo, genuinamente cristiano, de poder espiritual y poder temporal y por la afirmación de la intrínseca secularidad del último. Esta evolución ha sido posible gracias a que ya en los primeros siglos de su existencia el cristianismo había asimilado el espíritu filosófico de la racionalidad y la cultura griegas y el espíritu racional del pensamiento jurídico romano. 
 
Es bien sabido, asimismo, que mientras que el catolicismo y el protestantismo europeos estuvieron marcados por largas tradiciones modernas de alianzas entre «el trono y el altar» y de Estados confesionales, en los Estados Unidos de América el reconocimiento de la secularidad del poder estatal y del gobierno fue una característica del proyecto fundacional de la Constitución estadounidense desde sus primerísimos comienzos. Una religión no oficial fue parte de la solución que permitió encontrar un modo pacífico de unir en un proyecto constitucional común a ciudadanos y grupos sociales de ideas religiosas y filosóficas divergentes. En consecuencia, la religión llegó a convertirse en una fuerza constructiva en la vida pública estadounidense, y la secularidad del Estado y la religión no se percibieron como valores necesariamente incompatibles. 
 
En Europa, en cambio, la religión fue considerada desde la Reforma protestante y las posteriores guerras de religión como un problema de primera magnitud. De aquí que la Ilustración europea y el constitucionalismo liberal llegasen a entender la libertad religiosa como un instrumento para asegurar la independencia y la secularidad del poder estatal en orden a neutralizar, si no a destruir, la posible influencia de la religión sobre la política. En el habitual modo europeo de entender las cosas, «secularidad» y «laicismo» significan frecuentemente una especie de credo político areligioso, que implica incluso la negativa a reconocer la tradición cristiana al menos como el legado cultural común que contiene los recursos que hicieron posible el Estado secular moderno. 
 
Este carácter parcialmente anticristiano, e incluso anticatólico y antieclesiástico, de la Modernidad europea ha sobrevivido en algunas formas extremas de «laicismo» (adquiriendo su expresión más típica en Francia). Este proceso ha llevado a alternativas engañosas: se opone la «secularidad» a la «fe religiosa», el «derecho a la libertad religiosa» (incorrectamente identificado con el «indiferentismo religioso») a la «existencia de la verdad religiosa», etc. Ese mismo proceso ha llevado también a hacer una desafortunada equiparación ideológica e institucional de estas alternativas. La secularización del poder estatal, su independencia y autonomía, especialmente en las condiciones que carac terizan a la soberanía popular democrática, así como la secularización de la sociedad en el sentido de su desclericalización, fueron percibidas, desde un punto de vista religioso o incluso clerical, como dirigidas esencialmente contra la misión misma de la Iglesia. Con el Concilio Vaticano II, sin embargo, la Iglesia católica ha llegado a reconocer plenamente el Estado secular y neutral en lo religioso como un valor positivo y como un logro cultural, y también junto con ello la idea moderna de los derechos humanos. Me parece significativo que en su mensaje navideño dirigido a la curia romana el 22 de diciembre de 2005 Benedicto XVI no sólo se haya referido positivamente al «modelo de Estado moderno» originado en la Revolución americana, sino que también haya distinguido la segunda fase de la Revolución francesa —su fase jacobina o «radical»— «que ya no quería dejar prácticamente espacio alguno a la Iglesia» de su primera fase liberal-constitucionalista. Ahora bien, esa primera fase, caracterizada por la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, fue condenada en su momento por el papa Pío VI como apostasía nacional de la fe católica. Este cambio de actitud hacia la realidad terrena del Estado y de la política —que no ha sido un cambio en la doctrina de la fe— no es sólo una prudente adaptación, comprensible porque hoy en día la Iglesia católica existe en un entorno secular y pluralista. Según muestra la declaración del Concilio sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae, se trata más bien de un cambio de actitud que refleja un giro hacia lo que ahora se juzga como más congruente con el espíritu del Evangelio.
 
Sin embargo, a mi parecer, no todos los problemas quedan resueltos con este reconocimiento de la cultura política secular y de la idea moderna de los derechos humanos. Una pregunta crucial para los cristianos, planteada por la Modernidad, sigue sin respuesta. Se podría formular esa pregunta como sigue: «¿Qué significa para los cristianos participar como cristianos en una cultura política y en una vida pública definidas por la idea moderna de secularidad?». O bien, con otras palabras: «¿Es posible para un cristiano que cree en una verdad religiosa determinada y se adhiere a valores morales objetivos enraizados en ella participar en una cultura política definida por los valores seculares, el pluralismo y la neutralidad en lo tocante a esa verdad religiosa y a las exigencias morales que dependen de ella?».
 
El problema al que hacen referencia estas preguntas no es el problema del multiculturalismo. Es un problema muy distinto. El problema que suscitan estas preguntas concierne al simple hecho de que el pluralismo de la Modernidad occidental es la consecuencia de la libertad y de las instituciones liberales características de una sociedad que reconoce los derechos humanos. Ahora bien, el pluralismo así originado es también el resultado de un desacuerdo sobre cuestiones morales fundamentales legítimo y en ocasiones epistemológicamente comprensible. El pluralismo, por otra parte, es también el resultado de la ignorancia, del abuso de la libertad y de hábitos viciosos. No obstante, es esencial para la libertad política y la libertad civil que esté permitido usarlas mal: de otro modo, no existiría libertad alguna. Forma parte de una cultura política que acepta plenamente la libertad permitir también esta clase de pluralismo, dentro de ciertos límites definidos por la ley. La libertad política y la libertad civil que lo hacen posible no dejan por ello de ser valores políticos. El pluralismo está definido como una especie de variedad interna —religiosa, ideológica, también étnica— de una cultura política determinada y está enraizado en su suelo común (parte del cual podría ser la cultura de los derechos humanos). Por lo tanto, el pluralismo no es un riesgo para la cooperación social, la unidad ni la paz. El multiculturalismo, por otra parte, no es sencillamente pluralismo, sino precisamente la variedad consistente en la coexistencia en una misma sociedad de suelos culturales comunes, y por ello también de culturas políticas y jurídicas. 
 
Es un grave problema y, como tal, no es posible aceptarlo sin poner en peligro el orden constitucional de una sociedad democrática. En suma: una sociedad multicultural en sentido estricto no es posible. Por esa misma razón, la vida pública internacional y la cultura de los derechos humanos presuponen un suelo cultural común. La cuestión es qué clase de suelo debe ser ése. 
 
Precisamente los desafíos del multiculturalismo —planteados sobre todo por el fundamentalismo islamista en la medida en que es hostil al pluralismo secular— nos proporcionan la evidencia de que en la raíz del pluralismo occidental hay un fundamento común de valores, aunque ese fundamento está definido en la mayor parte de las ocasiones en términos políticos de un tipo estrictamente secular. La ciudadanía misma, que es un valor político y público básico, debe ser definida sobre un suelo común de valores culturales compartidos; no se la puede definir de un modo multicultural. La cultura moderna de los derechos humanos en la forma occidental de entenderlos deja su impronta en el modo de entender la ciudadanía de una manera concreta y específica que no está abierta a cualificación multicultural alguna. La ciudadanía entendida en estos términos es una especie de «absoluto político». Esta es la razón de que una «sociedad multicultural» en sentido estricto no resulte posible: ya que no podría definir «estándares» comunes de ciudadanía, ni los derechos, libertades y valores políticos correspondientes1. 
 
En el modo europeo de entenderlo, la naturaleza de ese suelo común es la idea de ciudadanía liberal-democrática —«liberal» en un sentido amplio— que está estrechamente relacionada con libertades y derechos básicos que definen el estatus de los ciudadanos independientemente de sus identidades religiosas, culturales o étnicas. La variedad «multicultural » o el pluralismo en este nivel son imposibles. No existe un término medio o coexistencia, por ejemplo, entre la sharia por un lado y el modo secular occidental de entender el imperio de la ley. Creo que se puede aplicar esto mismo, mutatis mutandis, a la vida pública internacional. 
 
También a mí me parece evidente que los cristianos, particularmente los católicos que creen sin reservas pueden y deben compartir el modo secular de entender la ciudadanía democrática moderna. Igualmente, deben participar en la implementación de los derechos humanos en el plano internacional. Sin embargo, lo harán —o, en mi opinión, deberían hacerlo— de una forma distinta de la que emplee, por ejemplo, un ciudadano ateo, agnóstico o sencillamente no creyente. El ideal de ciudadanía secular democrática de un cristiano podría ser lo que me gustaría denominar «secularidad cristiana». «Secularidad cristiana », según yo la entiendo, significa desarrollar la propia identidad cristiana y realizar la propia vocación cristiana en el contexto de una sociedad —y de una comunidad internacional— cuyas instituciones públicas están definidas de forma secular, aceptando plenamente —con la información y a la luz que proporciona la experiencia histórica— esa secularidad como un valor político y considerando esa aceptación parte integrante de la propia autocomprensión como cristiano. Para utilizar un término rawlsiano, «secularidad cristiana» significa para los cristianos entrar en un overlapping consensus o «consenso entrecruzado», que podría ser apoyado y alimentado epistemológicamente por las firmes convicciones morales y religiosas que albergan los cristianos, pero que no es idéntico a ellas ni se deriva de ellas. La secularidad cristiana, así definida, significa ser capaz de vivir una especie de «identidad diferenciada » o «doble» como cristiano y como ciudadano.
 
Es de notar que esa «identidad doble» o «diferenciada» no significa partirse uno en dos realidades existenciales, ni vivir una doble vida, ni tampoco, como ciudadano y primariamente en la esfera pública, dejar de comportarse y de tomar decisiones propias de un cristiano. «Doble identidad» significa, más bien, la capacidad (exigida a todos los ciudadanos) de cooperar políticamente en condiciones de desacuerdo, incluso profundo, sobre valores morales esenciales, y, con ello, de afrontar constructiva y pacientemente configuraciones concretas de pluralismo que el cristiano, en tanto que tal, podría considerar ajenas al verdadero bien común de la sociedad humana y necesitadas de cambio (por ejemplo, lo que Juan Pablo II denominó «cultura de la muerte»). También significa, asimismo, la capacidad de distinguir entre, por un lado, lo fundamental en el nivel de los valores políticos para una sociedad civil y para el bien común estrictamente político, y, por otra parte, lo más alto y, desde las propias convicciones religiosas y morales, más santo en el nivel de los valores. Por consiguiente, «doble identidad» significa la disposición a reconocer la legitimidad procedimental de las decisiones democráticas incluso cuando contradigan las propias convicciones fundamentales acerca del bien, y por tanto a apoyar como legítimas a instituciones políticas incluso cuando, en determinados casos, generen decisiones que uno mismo considere profundamente injustas y corruptoras del bien común. Esto, finalmente, implica la disposición a anular esas decisiones o enmendar esas instituciones solamente con medios legales, democráticos, tratando de convencer a otros ciudadanos de la razonabilidad de las propias demandas, lo cual, en realidad, refuerza la legitimidad de las instituciones democráticas (es decir, no actuar así solamente porque se considere improbable que los medios ilegales o incluso violentos tengan éxito).
 
En el pasado, esto de la «secularidad cristiana» se consideraba una paradoja. Así, era típico de los católicos reclamar el derecho a la libertad religiosa sólo para los católicos, y conceder a las otras creencias una prudente tolerancia. No encontraba aceptación el principio de reciprocidad implícito en la aceptación de una democracia constitucional, puesto que la tradición católica previa al Concilio Vaticano II no aceptaba como valor político la fundamental reciprocidad de las demandas de derechos políticos con independencia de que fuesen o no ejercitados de conformidad con la verdad. La reciprocidad es esencial también para una cultura de los derechos humanos en el plano internacional. Y es que presupone para los miembros de otras culturas y religiones algo análogo a lo que he denominado «secularidad cristiana».

La antes mencionada «doble identidad» como cristiano y como ciudadano no significa que sea necesario renunciar al carácter transformador del mundo que es propio del cristianismo, ni que los cristianos no tengan que hacer una contribución específica como cristianos a la conformación social y política de este mundo y, así, al contenido de la ciudadanía. Muy al contrario: la fe cristiana, basada en la fe en la encarnación del Verbo Divino, está llamada a seguir siendo una fuerza transformadora del mundo, pero en un mundo secularizado y de un modo secular. Un mundo secularizado es un mundo sin instituciones religiosas que, por razones espirituales, estén en condiciones de establecer efectivamente limitaciones de la soberanía de las instituciones políticas o de ejercer alguna forma de tutela políticamente institucionalizada. De igual modo, un mundo secularizado es un mundo en el cual los cristianos, siguiendo su conciencia bien formada, están llamados a cooperar codo con codo con todos los hombres, compartiendo con ellos su identidad común como ciudadanos y sin reclamar otros derechos que los que comparten con todos los ciudadanos. 
 
La secularidad tiene consecuencias no sólo para la cooperación política de los ciudadanos en general —y, en el plano internacional, para la cooperación de las naciones, que pueden ser consideradas ciudadanas de una comunidad internacional— sino en primer lugar para la razón pública y los discursos justificativos públicos. Concierne al modo en que los «ciudadanos de fe»2 se relacionan con la cultura política pública. La mejor manera de ilustrarlo es tomar como ejemplo la justificación de los derechos humanos. Existen diferentes discursos acerca de los derechos humanos: discursos exclusivamente políticos, pero también discursos religiosos y metafísicos. De hecho, la Iglesia católica usa ambos. A veces se dice que los derechos humanos sólo se pueden fundamentar firmemente en la verdad metafísica sobre el hombre, o que su fundamentación estable presupone incluso la aceptación de la antropología cristiana, de conformidad con la cual el hombre ha sido creado a imagen de Dios. Sin embargo, dado el hecho del pluralismo moderno y del carácter multicultural de la plaza pública y de la vida política internacionales, proporcionaría una base política muy débil a los derechos humanos. Si su efectivo reconocimiento político y su validez jurídica necesitasen depender de supuestos metafísicos compartidos acerca de la naturaleza del hombre, o de un reconocimiento compartido de la verdad teológica de que ha sido creado a imagen de Dios, la posición política de los derechos humanos sería bien incierta y frágil. En realidad, los fundamentos metafísicos y teológicos estarían lejos de proporcionar un suelo común, y serían más bien objeto de disputas y desacuerdos, como lo son generalmente los asuntos metafísicos y teológicos. 
 
El politólogo canadiense Michael Ignatieff arguye, por tanto, que la fuerza de una cultura basada en los derechos humanos está precisamente en suministrarles justificaciones exclusivamente políticas que sean lo más independientes que resulte posible de supuestos y pretensiones de verdad metafísicos o religiosos, y que apelen más bien a convicciones compartidas intuitiva y comúnmente acerca del carácter ventajoso de esos derechos: aunque no podamos ponernos de acuerdo acerca de por qué tenemos derechos, todos vemos de qué nos sirven en realidad y por qué los necesitamos, y esas «razones prudenciales para creer en los derechos humanos son mucho más seguras»3. 
 
Esto puede sonar a provocación o incluso una muestra de cinismo —principalmente porque Ignatieff opone a la «política de los derechos humanos» la «idolatría de los derechos humanos»— pero en realidad es el modo en que tienden a funcionar las cosas en la moderna sociedad pluralista. La Modernidad secular, que es esencialmente pluralista, está necesitada de un mínimo fundamento para conseguir un máximo consenso. Según hemos mencionado más arriba, esto es incluso más verdadero cuando se aplica a la vida pública internacional en un mundo globalizado, que a la vez que es genuinamente multicultural está necesitado de «estándares» compartidos de justicia y de cooperación equitativa. En este sentido, el carácter secular de las organizaciones internacionales es una ventaja. En suma: la idea moderna de los derechos humanos es, en realidad, una concepción política basada en un fundamento justificativo relativamente tenue. Cuanto más ligada esté su justificación pública a premisas metafísicas y religiosas, menos capaz será de hacerse valer políticamente y de llegar a ser implementada universalmente.
 
Ahora bien, eso es sólo una verdad a medias. Es, por así decir, la mitad estrictamente política de la cuestión. La otra mitad, sin embargo, no es necesariamente idolatría o, como sugiere Michael Ignatieff, «imperialismo moral». La política vive, en realidad, de recursos morales que no pueden crearse a sí mismos. Además, muchos de esos recursos morales surgen, no sólo históricamente, sino también en la conciencia de los ciudadanos, de sus convicciones religiosas, o al menos están ligados a ellas. Este es el caso, o debería serlo, principalmente de los cristianos, cuyo credo, junto a su carácter sobrenaturalmente revelado, incluye también —al menos en su forma católica— una tradición de ley natural que posee en sí misma una dimensión política y secular, es decir, puramente racional. Por otra parte, la política misma es un tipo específico de comportamiento moral y debe ser evaluada en último término con criterios de moralidad. Así pues, incluso una cultura de los derechos humanos justificada en la esfera pública mediante valores exclusivamente políticos debe ser entendida por sus partidarios como un valor moral. Dado el carácter secularizado y pluralista —y, en el plano internacional, incluso multicultural— de la realidad política moderna, la justificación política reductiva es una necesidad política. No obstante, el pluralismo necesita fundamentos categóricos que no sean a su vez pluralistas o meramente políticos, o que al menos sean aptos para darle base sobre convicciones morales firmes y sobre la clase de discurso racional apoyado en la justicia que denominamos «ley natural»4. 
 
Por consiguiente: ni una concepción política de la justicia justificada en el contexto de un «consenso entrecruzado» entre ciudadanos de distinta orientación filosófica y religiosa ni las instituciones correspondientes pueden vivir sin ser alimentadas con la sustancia moral de las creencias, credos y convicciones de quienes forman ese consenso. En este nivel de argumentación, estamos convencidos como cristianos de que sólo una fundamentación enraizada en la verdad metafísica acerca del hombre puede proporcionar a una cultura de los derechos humanos la base cognitiva última y estable y de que, por lo tanto, la secularidad cristiana tiene una misión crucialmente importante. Considerando las comprensibles dificultades que no sólo el catolicismo sino también amplias corrientes del protestantismo han tenido con la creciente cultura política de la Modernidad secular y la idea misma de los derechos humanos y la igualdad política civil, como cristianos tenemos que afirmar esto con una cierta humildad. Al mismo tiempo, sin embargo, como cristianos deberíamos tener lo que ha sido denominado «complejo de superioridad»5: deberíamos saber que, una vez aceptada la lógica del mundo secular y del pluralismo como resultado de la libertad, la revelación cristiana y la fe cristiana proporcionan el más fuerte apoyo cognitivo —y de ese modo, indirectamente, también político— a una cultura política basada en dar fuerza de ley a los derechos humanos. El magisterio de Juan Pablo II sobre los derechos humanos ha hecho su más decisiva contribución precisamente en ese plano y en ese sentido. Particularmente en su encíclica Centesimus annus encontramos la reconciliación de la Modernidad política secular (constitucionalismo, democracia, la prioridad de la libertad, los derechos humanos) con una fundamentación trascendental, metafísica y en último término religiosa de la base moral de la secularidad moderna6. Esta lógica de la política es necesaria y plenamente idónea para proporcionar una plataforma común a la cooperación de los ciudadanos en condiciones de pluralismo. Pero la lógica de esta política no es capaz de mantener en pie su legitimidad y rectitud morales sin tener raíces en algo que es esencialmente no sólo «político». 
 
En lo que he denominado «secularidad cristiana » hay, así, una paradoja: es la paradoja de la necesidad existente en las sociedades seculares modernas y pluralistas y en la vida pública internacional de, a la vez, una justificación política minimalista de los derechos humanos, la justicia política, etc., y una concepción metafísica y ética de esas nociones que no sólo vaya mucho más allá de tales justificaciones meramente políticas, sino que también les preste apoyo. 
 
A mi parecer, esta paradoja, en primer lugar, prueba la inesquivable validez del principio moderno —unilateral en su original forma hobbesiana — authoritas, non veritas facit legem, es decir, el principio de la primacía institucional, legal y práctica de lo político sobre lo metafísico. Ni que decir tiene que estoy lejos de abogar por la solución hobbesiana de este problema, que somete las pretensiones de verdad y las normas de justicia enteramente a la factualidad de la ley positiva7. Pero suscribo esa máxima en el sentido de reconocer la legitimidad democrática y, así, la validez legal de la ley aun en los casos en que se considere, dentro de ciertos límites, que es injusta, falsa y necesita ser anulada por medios igualmente legales y democráticos. Este es el precio que tenemos que pagar por la cooperación pacífica social e internacional, la prosperidad, la justicia —siempre imperfecta— y, sobre todo, la libertad política y civil. Sin embargo, este precio es más bien bajo y, ciertamente, es razonable pagarlo. Según sabemos por la historia, las alternativas son la continua amenaza de guerra civil o bien, en otros casos, la represión autoritaria o incluso totalitaria en nombre de alguna ideología que pretende estar en posesión de la verdad, y, en el plano internacional, la dominación injusta y la guerra. 
 
En segundo lugar, y precisamente por la razón de la inevitable primacía práctica de lo político sobre lo metafísico, se debe reforzar entre los ciudadanos la verdad acerca del hombre. Justamente porque la libertad política en el plano nacional y los derechos de participación en las organizaciones internacionales se definen y legitiman por su relación no con la verdad moral y religiosa, sino con valores políticos como la paz, la libertad, la igualdad, la eficiencia económica, el desarrollo, etc., la conciencia de la relación de la libertad con la verdad se debe reforzar en el nivel no político o prepolítico. Se la debe cultivar primariamente en la familia y, en general, en la educación. El sistema educativo de la sociedad no puede seguir la lógica pluralista y meramente política de la justificación pública, aunque también tiene que respetar valores fundamentales de libertad civil e igualdad. La educación tiene que promover virtudes morales. Mientras que la política y la ley hablan predominantemente el idioma de los «derechos» (que, por supuesto, siempre generan deberes de terceros), la educación y las virtudes morales deben, principal aunque no exclusivamente, hablar el idioma de los deberes y del compromiso con lo verdaderamente bueno. Finalmente, la relación entre libertad y verdad debería ser respetada también por los medios de comunicación, sin por ello coartar su libertad —ni siquiera su libertad para la estupidez—, pero sí fomentando su sentido de responsabilidad y castigando democráticamente su abuso: la manipulación y la estupidez se deberían castigar mediante las leyes del mercado, es decir, rehusando consumir productos que ofendan a la dignidad humana o sencillamente sean indecorosos. 
 
De este modo, «secularidad cristiana» significa reconocer la secularidad de las instituciones políticas y simultáneamente apoyarlas, e incluso impregnarlas con la sustancia moral de la fe cristiana y de la rectitud; ello debe tener lugar principalmente en el nivel regulado por la ley natural, que, como tal, no es «cristiana», sino sencillamente humana, si bien hoy en día son sobre todo los cristianos quienes la promueven y defienden. Por ejemplo: garantizar legalmente un derecho al aborto y apoyar con el sistema público de salud las correspondientes decisiones es, ciertamente, un gran mal, y se opone al bien común de la sociedad humana, pero de ello no tienen la culpa la cultura política democrática o la secularidad del Estado, sino que, antes bien, es un problema de la sociedad civil y de su sistema predominante de valores, que hace posibles tales leyes o tal jurisprudencia. Es exacta y predominantemente en este nivel donde el fermento cristiano está llamado a hacerse notar, y en el plano internacional a veces encuentra aliados en otras culturas. 
 
De este modo, la famosa y tan denostada frase de Ernst-Wolfgang Böckenförde de que el Estado secular moderno vive de presuposiciones que él mismo no puede crear ni garantizar pudiera ser invocada una vez más, e incluso extendida a la vida pública internacional y a sus instituciones de autoorganización política: esas presuposiciones son la sustancia moral de sus ciudadanos y de la sociedad como un todo, y también de naciones enteras8. Es en este nivel, donde yo veo el papel de la Iglesia como institución jerárquica con autoridad: actuar a través de sus enseñanzas y de su atención pastoral sobre las conciencias de los ciudadanos, pero no participar directamente en la política misma. Implicarse en política es tarea de los laicos cristianos, y lo harán como ciudadanos, pero como ciudadanos de fe, ejercitando por ello sus derechos políticos libre y responsablemente9. 
 
En mi opinión, aún tenemos que descubrir el moderno ciudadano cristiano para el que el carácter secular de la vida pública y del pluralismo no es sencillamente una molestia o incluso un atropello, sino que se siente en él como en casa y reconoce el pluralismo, en cuanto resultado de la libertad política, como un valor político fundamental que ha de ser defendido. La secularidad, sin embargo, no es un proyecto consistente en secularizar la plaza pública en el sentido de una ideología de laicismo que aspire a la ausencia en la misma de cualquier referencia a la religión o a los valores religiosos. 
 
La secularidad no es libertad respecto de la religión, sino libertad religiosa, que sólo es posible si el Estado ni entra en una alianza con un credo religioso, ni sucumbe a tentaciones de definir o incluso imponer una verdad religiosa. Admito que libertad religiosa también significa proteger de la religión las instituciones públicas que encarnan el poder coercitivo del Estado. No obstante, para obtenerla, no se necesita una cultura pública de «no religión», «antirreligión», «agnosticismo» o cosas parecidas. Lo que se necesita, en vez de eso, es una conciencia pública no sólo de la incompetencia del poder coercitivo del Estado para definir y sancionar la verdad religiosa, sino también, y simultáneamente, de la importancia que tiene para la sociedad estar formada por ciudadanos que mantengan firmes convicciones morales —estén o no enraizadas en una religión— que den soporte y alimento a la cultura política secular. El ideal del Estado secular y de la cultura política secular no corre peligro por semejante presencia de la religión en la vida pública nacional e internacional. 
 
Así, incluso en el marco de la secularidad y del pluralismo modernos hay muchas posibilidades de integrar las creencias religiosas y las pretensiones de verdad metafísica con un modo democrático, constitucional y liberal (en el sentido amplio del término) de entender la vida política. La conformación concreta de esa integración, en el plano de cada país, dependerá de las tradiciones y particularidades de las diferentes naciones. En presencia de los desafíos del multiculturalismo, esencialmente la presencia en países europeos de un creciente número de ciudadanos musulmanes que no comparten el legado común occidental y cristiano, Europa tendrá que cobrar conciencia de sus raíces cristianas, no para «recristianizar» la vida pública en el sentido de invertir el proceso de secularización moderna y discriminar a los no cristianos, sino exactamente al contrario: para mantener y, si es necesario, defender la fuerza pacificadora e integradora de una cultura política secular basada en los derechos humanos y en las libertades políticas fundamentales. 
 
Quizá vaya resultando cada vez más obvio que necesitamos recordar las raíces cristianas de la secularidad y de la cultura política modernas precisamente para defenderlas con éxito y seguir desarrollándolas en su secularidad misma. Sobre esa base podremos también como ciudadanos ofrecer una integración real a quienes posean un origen cultural distinto del nuestro: sin urgirles a que entren en una cultura cristiana, pero también sin negar que este mundo moderno secular es un fruto maduro de la índole civilizadora histórica del cristianismo capaz de llegar a ser patrimonio global en un mundo multicultural. 
 
Qué suceda finalmente en el plano de la vida pública internacional no puede ser sino una reacción a la exitosa acomodación entre religión, cultura y valores seculares en la vida de las distintas naciones. 
 

(*)Texto integro de la ponencia elaborada por Martin Rhonheimer, profesor de ética y filosofía política en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma), para el simposio «Una disparidad creciente. Raíces cristianas vivas y olvidadas en Europa y los EE.UU.», celebrado en Viena en 2006, dentro de un ciclo de sesiones sobre los principios rectores de la vida pública internacional. La traducción del original en inglés ha sido realizada por José Mardomingo. Publicado en Nueva Revista,

 

N O T A S 
 
1 Ver mi trabajo «Cittadinanza multiculturale nella democrazia liberale: le proposte di Ch. Taylor, J. Habermas e W. Kymlicka», en Acta Philosophica 15:1 (2006), 29-52. 
2 Tomo esta expresión de John Rawls, «The Idea of Public Reason Revisited», en Rawls, The Law of Peoples, with «The Idea of Public Reason Revisited» (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1999). 
3 Michael Ignatieff, Human Rights as Politics and Idolatry (Princeton: Princeton University Press, 2001), 55. 
4 Ver mi conferencia de 2005 (Notre Dame Law School) sobre la ley natural (de próxima publicación) The Political Ethos of Constitutional Democracy and the Place of Natural Law in Public Reason: Rawls’s «Political Liberalism» Revisited, «The American Journal of Jurisprudence» 50 (2005). 
5 Esta expresión era usada frecuentemente por San Josemaría Escrivá. 
6 Cf. Russell Hittinger, «The Pope and the Liberal State», First Things 28 (Dec. 1992), 33-41. 7 Ver mis estudios «Autoritas non veritas facit legem: Thomas Hobbes, Carl Schmitt und die Idee des Verfassungsstaates», Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie, 86 (2000), y La filosofia politica di Thomas Hobbes. Coerenza e contraddizioni di un paradigma (Roma: Armando, 1997). 
8 E.-W. Böckenförde, Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation, en E.-W. Böckenförde, Staat, Gesellschaft, Freiheit. Studien zur Staatstheorie und zum Verfassungsrecht (Frankfurt/M.:Suhrkamp, 1976), 60. 
9 Cf. mi trabajo «Laici e cattolici: oltre le divisioni.
Riflessioni sull’essenza della democrazia e della società aperta», Fondazione Liberal, n. 17 (2003), 108-116.