Sanación Interior

 

28 «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. 29 Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. 30 Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.»

Mt 11, 28 -29

 

Todos los que estamos participando en este Seminario, y todos los hombres en general, hemos sido llamados por el Señor a vivir en plenitud y en paz toda nuestra existencia, con esa paz que sólo Cristo nos puede dar. Quizás alguno de nosotros llegó a este Seminario creyendo que el Evangelio era una opción desalentadora que nos lleva al conformismo frente a nuestra situación y la adversidad, pero hemos venido descubriendo a lo, largo de estos temas que es todo lo contrario. Las palabras con que Jesús inició su predicación resuenan de manera cada vez más nítida y fuerte en nuestro corazón:

 

¡Bienaventurados! Y para ser bienaventurados es que nos ha creado y nos ha llamado Dios.

 

Cabe aquí que nos preguntemos:

¿Estamos viviendo esa vida en plenitud que Jesús nos ofrece y nos da?

 

A menudo nos ha podido suceder que luego de experimentar el amor de Dios y la salvación que Jesús nos da, estamos deseosos de hacer muchas cosas por Él y servirle con todas nuestras fuerzas y con todo nuestro amor.

 

Pero cuando nos disponemos a orar, o a dar testimonio ante los demás de lo que Jesús ha hecho en nuestra vida, o tenemos que realizar algún servicio que en principio nos parecía fácilmente realizable, nos encontramos con que no podemos hacerlo como queremos, estamos limitados y nos sentimos como atados. La oración no brota como quisiéramos, nos cuesta mucho para alabar al Señor, o no nos salen las palabras a la hora de testificar. Esa es la sensación de bloqueo que experimentamos en ocasiones y que tiene una razón de ser.

 

La realidad que notamos en la mayoría de nosotros es que ese caudaloso torrente de vida que brota del Espíritu Santo no se manifiesta en la misma medida en nosotros, debido a que el canal que somos se halla obstruido y muchas veces hasta bloqueado por una serie de barreras y obstáculos que hoy vamos a ir conociendo, y que no sólo son el pecado; barreras que, con la gracia de Dios, vamos a quitar desde hoy para que ese río de Agua Viva corra con toda libertad a través de nuestro ser, aceptando que sólo el amor de Jesús puede sanarnos.

 

LAS HERIDAS INTERIORES

Todos los seres humanos estamos expuestos a contraer una serie de enfermedades corporales, ya sea por contagio, una herida mal curada, o por el mal funcionamiento de algún órgano o sistema de nuestro cuerpo. De la misma manera, nuestro interior -alma y espíritu- es sumamente sensible (por más que algunos nos consideremos muy fuertes), y estamos sujetos a sufrir males interiores; esto es, heridas espirituales, emocionales, de nuestra vida afectiva, voluntad, recuerdos, actitudes, etc.

 

Las enfermedades interiores que pude sufrir cualquier persona en algún momento de su vida comprende las siguientes áreas enfermedades psíquicas, morales y espirituales.

 

Las enfermedades psíquicas son las que nos hacen obrar con temor, o que dejan librados nuestros sentimientos a un complejo de culpa o al complejo de inferioridad, o a cualquier otro complejo, o que nos impulsan a tener un odio, o que nos hacen decir o pensar "no sirvo", "no soy amado" , "debería hacerlo pero no me animo".

 

Las enfermedades morales son aquellas que traban la moral realización de actos virtuosos y que también impulsan a vicios contrarios. Por ejemplo, la gula, que además de ser un vicio, es también fuente de otras debilidades para el organismo interno, afloja la voluntad y llama a un cierto desprecio hacia si mismo. También es el caso del alcoholismo. Hay algo superior al esfuerzo del hombre, algo que no depende sólo de éste.

 

Las enfermedades espirituales son las que impiden relacionarse eficazmente con Dios, por sí mismas. Por ejemplo, un fuerte bloqueo a tener fe, o una vez que adviene la fe y se realizan los actos consecuentes, puede haber cierta frialdad y de fuerza para la realización de los mismos.

 

El ser humano está hecho para vivir y andar en el amor, y es por eso que la base afectiva es de suma importancia para el crecimiento sano de la persona en todos los niveles.

 

Las heridas pueden producirse debido una inesperada frustración o fracaso; un fuerte golpe emocional, una situación traumática provocada por un grave accidente o una violación; un largo período de soledad; una decepción causada por un ser querido o cercano en quien tanto confiábamos y que traicionó dicha confianza; la separación repentina de aquel ser a quien mucho amábamos y que se marchó de nuestro lado sin explicación; un severo regaño que nos hicieron siendo pequeños nuestros padres o alguna persona adulta que representaba en ese momento la autoridad, un error o pecado grave que cometimos y que no nos perdonamos a nosotros mismos; un defecto o limitación física que poseemos y que ha sido motivo de continuas burlas o desprecios por parte de los demás.

 

Estos y otros muchos casos son ejemplos de situaciones que en nosotros pueden ocasionar heridas interiores debido a conflictos no resueltos, heridas que a veces se tornan muy serias, dolorosas y prácticamente imposibles para nosotros de superar, en especial aquellas producidas desde hace mucho tiempo. Hoy se sabe que las heridas ocurridas a más temprana edad, incluso las que se produjeron aún antes de nuestro nacimiento, cuando captábamos y asimilábamos las reacciones e impresiones más fuertes de temor, rechazo y dolor de nuestra madre, son las más difíciles de superar y las que más nos afecta en nuestro comportamiento actual.

 

La manera en que todos estos conflictos no resueltos repercuten en nuestra forma de ser y vivir es muy notoria, pues pueden llegar a afectar nuestros sentimientos y relaciones con los demás, nuestro estado de ánimo, nuestras actitudes frente a la vida y las demás personas y la forma como reaccionamos ante determinadas situaciones repentinas que se nos presentan.

 

Así tenemos, que ante ciertas situaciones, podemos reaccionar violentamente o con un irrefrenable temor. Sentimos un rechazo hacia determinadas personas que no sabemos de dónde proviene. No sentimos el amor que quisiéramos tener por los demás; y sí lo sentimos, nos encontramos con que no podemos demostrárselo por una incapacidad de dar y demostrar afecto y cariño a los otros. En ocasiones, nuestro comportamiento y actitudes ante determinadas personas están marcadas por un aislamiento incomprensible, complejos o patrones de culpabilidad; o con frecuencia nos colocamos ciertas máscaras delante de los demás, que ocultan lo que verdaderamente somos y sentimos.

 

Incluso, estos conflictos no resueltos pueden, con el tiempo desencadenar en males físicos, hoy llamados enfermedades psico-somáticas; es decir, enfermedades físicas generadas en nuestra mente o espíritu.

 

Y la realidad es que, mientras estas heridas permanezcan abiertas, esos problemas actuales que son consecuencias de ellas, quedarán sin solucionar.

 

Los conflictos y problemas no se pueden "Tapar" o postergar, porque peor va a ser para nosotros. Los conflictos que no podemos manejar, aquello que no aceptamos, aquello que rechazamos, termina transformándose con el tiempo en nuestro enemigo. Tenemos por ello que enfrentarlos y buscar su solución.

 

La Psicología muchas veces nos ayuda vivir con nuestro problema; es decir, que no nos cura interiormente, sino que nos hace aceptar la situación y nos ayuda a sobrellevarla mejor para que no nos cree más conflictos. Pero hay Alguien que si puede sanar por completo y de raíz todos nuestros males físicos y espirituales. Él es Jesús.

 

JESÚS NOS QUIERE SANOS

Ante nuestra notoria limitación e impotencia muchas veces para sanar por nosotros mismos de estas heridas, sobre todo cuando nuestra voluntad ha sido mellada por la angustia, el dolor y el pecado, se alza el amor y la misericordia de nuestro Señor Jesucristo. La misericordia de ese mismo Jesús que nos amó "hasta el extremo”.

El sólo hecho de experimentar el gran amor que nos tiene Jesús ya produce en nosotros un efecto salvador sobre muchas de nuestras heridas que producían, por ejemplo, temores y fobias. Y es que, como lo dice la Palabra del Señor, "Donde hay amor no hay miedo. Al contrario, el amor perfecto echa fuera el miedo " (I Jn 4, 18).

 

¿Cuántos de nosotros, al sentirnos por primera vez inundados por el infinito amor del Señor hemos experimentado que ese amor nos iba sanando y nuestros temores a su vez iban desapareciendo? Y es que en esos momentos Jesús conoce cuáles son nuestras necesidades y se manifiesta en nosotros como cada uno requiere y nos ama como cada uno necesita ser amado. A quienes necesitan perdón, se les revela como un Dios de Misericordia. A quienes sufren de angustia, los llena de su paz; a los temerosos los llena de su amor y a los enfermos los sana.

 

Pero quizás nos habremos preguntado alguna vez: ¿El Señor quiere realmente que nos sanemos o nos prefiere enfermos para que así nos "Purifiquemos" y santifiquemos?

 

Para quienes piensan lo segundo, tendríamos que decirles que en toda la Biblia no encontrarán ni un solo versículo en que el Señor nos diga que su voluntad es vernos dolientes y sufridos, tristes y abatidos. En cambio, las páginas del Evangelio, en especial, están llenas de narraciones de curaciones realizadas por el Señor del cuerpo y del alma, liberaciones de la acción de los espíritus malignos y tantos mensajes en que nos decían que Él nos quiere libres de todas la ataduras.

 

Cuando Jesús afirma, en Juan 10, 10: "Yo he venido para que tengan vida, y que la tengan en abundancia", nos está diciendo que Él quiere que vivamos en plenitud, en todo orden de cosas, incluyendo por supuesto la salud interior y corporal. Jesús nos da vida plena y abundante, vida nueva en el Espíritu, y en ella no caben la enfermedad ni la muerte. "Cristo es nuestra paz" nos dice Pablo (Ef 2, 14), y nos repite: "Cristo mismo es la vida de ustedes" (Col 3, 4).

 

Él mismo toma incluso nuestros cansancios y cargas cotidianas, de las cuales nos quiere aliviar: "Vengan a mí todos ustedes que están cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar" (Mt 11, 28).

 

Es cierto que nuestra fe ha de ser probada por el fuego muchas veces (ver 1 Pe 1, 6-7), y el Señor espera que pasemos por diversas pruebas y dificultades para que, al ser superadas, nuestra voluntad y nuestra fe se fortalezcan y purifiquen. Pero las heridas y enfermedades interiores, como el temor, el rencor, un trauma, vicio o complejo, no nos permiten vivir plenamente ni desarrollamos. Son ataduras, y Jesús no nos quiere con ataduras de ningún tipo; Él nos hizo y nos quiere libres y por ello es capaz de romper toda atadura de nuestro corazón y de nuestro cuerpo: "Cristo nos dio libertad para que seamos libres" nos recuerda san Pablo (Ga 5, 1).

Jesús quiere que enfrentemos las pruebas, pero quiere que lo hagamos con las manos libres para poder luchar y emplear las armas que Él nos dio. La enfermedad es enemiga de Dios, por ello en la primera curación que hizo, Jesús reprendió la fiebre de la suegra de Pedro, y ella quedó sana (Lc 4, 39).

 

JESUS TIENE PODER PARA SANARNOS

Para todos nosotros no debe quedar ninguna duda de que Jesús quiere librarnos de toda atadura, no sólo del pecado y de la muerte, sino también de nuestras enfermedades físicas e interiores, de nuestros temores y complejos, de nuestros sentimientos de culpabilidad y resentimientos, de nuestros recuerdos dolorosos y traumas, de nuestros sentimientos de soledad y de vacío interior. Todo aquello que nos afecta y preocupa, le preocupa e interesa también a Él.

 

Incluso, nuestras necesidades interiores son más importantes para Jesús que las físicas y materiales. Cuando aquella vez le bajaron a un paralítico en una camilla desde el techo de una casa (Ver Lc 5, 17-26), en éste, antes de sanarle del cuerpo, vio primero su necesidad interior y le perdonó sus pecados, para posteriormente sanarle de su parálisis.

 

Pero es importante que entienda que Jesús no sólo quiere sanarle, sino que además ÉL puede hacerlo. "Tenemos confianza en Dios, porque sabemos que si le pedimos algo conforme a su voluntad él nos oye nuestras oraciones, también sabemos que ya tenemos lo que le hemos pedido" (1 Jn 5, 14-15). Sí hermanos, sabemos que ya tenemos lo que le hemos pedido; es decir, que Jesús ya nos lo ha dado. Y así nos enseñó ÉL mismo a orar, cuando nos dijo: "por eso les digo que todo lo que ustedes pidan en oración, crean que ya lo han conseguido y lo recibirán" (Mc 11, 24). Ésta es la condición para recibir sus gracias: creer que ya lo hemos conseguido de parte del Señor. Esta es la fe.

 

Y así no veamos aún los resultados, debemos creer que ya tenemos lo que le pedimos, pues "tener fe es tener la plena seguridad de recibir lo que se espera; es estar convencidos de la realidad de cosas que no vemos" (Hb 11, 1). No esperes, pues, ver que ya estás curado para recién empezar a creerlo.

 

Jesús nos enseñó también dos formas en que nuestra oración será más poderosa y efectiva: La primera, pedir en nombre "Les aseguro que el Padre les dará todo lo que le pidan en mi nombre. Hasta ahora, ustedes no han pedido nada en mi nombre: pidan y recibirán, para que su alegría sea completa" (Jn 16, 23-24).

 

La segunda forma es ponernos de acuerdo para pedir: "Sí dos de ustedes se ponen de acuerdo aquí en la tierra para pedir algo en oración, mi Padre que está en el cielo se lo dará. Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 19-20).

 

Hermanos, aquí somos más de dos y nos vamos a poner de acuerdo para pedirle al Señor que nos sane de todas aquellas heridas que aún nos oprimen, y sabemos que Él nos va a oír, porque nos ama más que nadie y la oración hecha con fe tiene mucho poder.

 

Abandónate pues a sus brazos de amor y misericordia, como un niño en el regazo de su madre, y deja que sus manos, con esas llagas de amor por las que "hemos sido curados" (1 Pe 2, 24) toquen hoy tu interior y lleguen a lo más recóndito de tu corazón, y sanen completamente tus recuerdos, emociones, y todas las áreas de tu alma que se encuentren dañadas y te causen dolor.

 

Jesús no sólo realizó estas curaciones mientras estuvo en la tierra, y las que aparecen escritas en la Biblia no fueron las únicas que hizo. Jesús vive hoy, hermanos, y está presente y sanando hoy a todo aquel que acude a Él, porque "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8).

 

De todas partes escuchamos los testimonios de lo que Jesús está haciendo en su Iglesia, que como Cuerpo suyo que es, tiene que estar sana y llena de vida, y tú eres parte de su Iglesia y, por tanto, parte de su Cuerpo e hijo de Dios, tienes pleno derecho a reclamar que en ti se cumplan sus maravillosas promesas.

 

"Que Dios mismo, el Dios de paz, los haga a ustedes perfectamente santos, y les conserve todo su ser, espíritu, alma y cuerpo, sin defecto alguno, para la venida de nuestro Señor Jesucristo. El que los ha llamado es fiel, y cumplirá todo esto" (1 Tes. 5, 23-24).