ROMA, martes, 28 agosto 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo «La
búsqueda del sentido de la vida - Recordando a Viktor Frankl a los 10
años de su muerte» que ha publicado en Análisis Digital el padre
Fernando Pascual, L.C., profesor de Filosofía en el Ateneo Pontificio
«Regina Apostolorum».


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Hace 10 años, el 2 de septiembre de 1997, moría en Viena un famoso
psiquiatra, Viktor Frankl. Su voz se difundió por los cinco
continentes a través de innumerables conferencias en las que defendió
su teoría psicoterapéutica: la logoterapia. Sus libros continúan entre
nosotros y nos dan un testimonio particularmente vivo a favor de la
dignidad del hombre, de un hombre dotado de libertad y de
responsabilidad con las que puede hacer el bien o el mal.

No podemos recordar en pocas líneas lo que nos enseñó este hombre, un
hebreo que sobrevivió al horror de los campos de exterminio nazi.
Quizá su misma lucha en favor de la vida y de la dignidad de cada ser
humano sea el resultado de una experiencia profunda que habla más que
sus palabras.

De todos modos, vamos a espigar algunas ideas de Frankl que encierran
una fuerza particular. Cada hombre, tú, yo, el más desgraciado de los
miserables, tenemos dentro de nosotros una mente y un corazón que
nadie puede tocar, que nadie puede destruir. Es cierto que nos pueden
secuestrar, encadenar, amenazar. Pero nadie nos puede obligar a pensar
lo que no queremos, ni amar lo que odiamos, ni despreciar aquello que
es lo más importante para nosotros. A lo sumo, podrán dañar nuestro
sistema nervioso o destruir partes importantes de nuestro cerebro,
pero entonces no habrán doblegado la capacidad del espíritu: un hombre
enloquecido no puede usar plenamente de sus facultades, no es capaz de
amar en plenitud.

En los campos de concentración, decía Frankl, los verdugos querían
anular la dignidad y las energías espirituales de sus prisioneros.
Algunos, quizá muchos, sucumbían, y llegaban a ser con sus compañeros
tan crueles como crueles eran los carceleros. Pero otros, con una
energía espiritual indestructible, eran capaces de abrir el corazón a
la esperanza, de ayudar al vecino de cama menos afortunado, o de
soñar, al anochecer, entre el frío y el cansancio, en la esposa o el
esposo que quizá les seguía esperando en algún rincón del planeta.

No han desaparecido, por desgracia, los campos de concentración y de
exterminio. Pero resulta dramático encontrarse con jóvenes o adultos
desesperados, dispuestos al suicidio o al abandono, cuando conservan a
veces todas sus energías físicas e, incluso, bienes materiales más que
suficientes. ¿Por qué su angustia, por qué su "neurosis"? Quizá, nos
diría Frankl, porque no han encontrado el sentido de su vida. Es
cierto que muchas neurosis tienen un origen psicosomático. Pero
también es cierto que hay neurosis que nacen, precisamente, del
sentimiento del fracaso de quien no tiene ningún proyecto serio por el
que luchar, por el que sufrir.

Cada hombre y mujer, en esta tierra, puede vivir para algo, puede
vivir para alguien. Querer vivir "para nada", en la desesperación y en
el vacío de quien busca atrapar el placer del momento sin ningún
proyecto serio, sin ningún amor sincero, es caminar hacia la propia
destrucción emocional y existencial. Es un suicidio moral, quizá tan
grave como el suicidio físico, al que no pocas veces, por desgracia,
conduce.

Por eso la terapia a la neurosis moderna radica en ayudar a los demás
(y ayudarnos a nosotros mismos) a descubrir nuestro quehacer, nuestra
misión en esta vida. No se trata de encontrar que de la noche a la
mañana puedo empezar a ser pintor, o médico, o bombero. Lo que debo
hacer, con seriedad y con realismo, es ver lo que ha sido mi
trayectoria personal para coger los hilos que me dicen qué espera de
mí la vida, qué anhelan los demás de mi existencia.

Un marido descubrirá, tal vez, que se ha drogado con su trabajo y ha
dejado de lado a aquella a la que amó algún día, y que no piensa en
sus hijos sino cuando hay que tocar temas económicos. Un borracho
llorará al darse cuenta de lo mucho que podría consolar a su madre
enferma si dejase, esta vez para siempre, las cervezas para cumplir
con sus deberes de hijo. Un joven que vive de discoteca en discoteca
descubrirá, si tiene valor para pensar en serio, que una buena familia
no nace de las fiestas, sino del estudio y del trabajo de quien decide
amar de verdad.

Alguno pensará que hay situaciones sin sentido. Un cáncer en un
adolescente, un accidente de carretera que deja inválido a un padre de
familia, una hemorragia cerebral que obliga a una madre a quedarse
para siempre en una silla de ruedas, ¿pueden tener un significado, un
valor? Frankl nos diría que sí. El espíritu humano es tan fuerte que
puede sobreponerse al dolor y darle una luz y un significado
superiores. También es cierto que puede haber quien no soporte ni un
dolor de estómago y que se desespere cuando pierde el dedo de una
mano. Pero eso es señal de un fracaso más profundo: no hemos sabido
descubrir lo que la vida nos estaba pidiendo en los pequeños o grandes
dolores de cada día.

En el horizonte de las infinitas situaciones humanas, Frankl supo
descubrir la presencia ignorada y escondida de Dios. Hay un designio
que nos supera, nunca comprendido del todo; hay un proyecto en el que
cada uno tiene un lugar maravilloso. Descubrir ese proyecto de Dios,
pensado para mí, para mi propia felicidad y para el bien del mundo, es
una tarea que nos pide a todos abrir el corazón a la esperanza. El
dolor no es el fracaso de una vida sin sentido. El dolor es una
invitación a dar sentido a lo que parece una vida fracasada, pero no
lo es: todo vale en el horizonte del amor de Dios.