En la actualidad, los análisis
históricos más rigurosos coinciden en afirmar con toda certeza —incluso
prescindiendo por completo de la fe y del empleo de las fuentes históricas
cristianas para evitar cualquier posible suspicacia— que Jesús de Nazaret
existió, vivió en la primera mitad del siglo primero, era judío, habitó la mayor
parte de su vida en Galilea, formó un grupo de discípulos que lo siguieron,
suscitó fuertes adhesiones y esperanzas por lo que decía y por los hechos
admirables que realizaba, estuvo en Judea y Jerusalén al menos una vez, con
motivo de la fiesta de la Pascua, fue visto con recelo por parte de algunos
miembros del Sanedrín y con prevención por parte de la autoridad romana, por lo
que al final fue condenado a la pena capital por el procurador romano de Judea,
Poncio Pilato, y murió clavado en una cruz. Una vez muerto, su cuerpo fue
depositado en un sepulcro, pero al cabo de unos días el cadáver ya no estaba
allí.
El desarrollo contemporáneo de la investigación histórica permite establecer
como probados, al menos esos hechos, que no es poco para un personaje de hace
veinte siglos. No hay evidencias racionales que avalen con mayor seguridad la
existencia de figuras como Homero, Sócrates o Pericles —por sólo citar algunos
muy conocidos—, que la que otorgan las pruebas de la existencia de Jesús. E
incluso los datos objetivos, críticamente contrastables, que se tienen sobre
estos personajes son casi siempre mucho menores.
Pero el caso de Jesús es distinto, y no sólo por la honda huella que ha dejado,
sino porque las informaciones que proporcionan las fuentes históricas sobre él
delinean una personalidad y apuntan a unos hechos que van más lejos de lo
imaginable, y de lo que puede estar dispuesto a aceptar quien piense que no hay
nada más allá de lo visible y experimentable. Los datos invitan a pensar que él
era el Mesías que habría de venir a regir a su pueblo como un nuevo David, e
incluso más: que Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre.
Para acoger de veras esa invitación se requiere contar con un auxilio divino,
gratuito, que otorga un resplandor a su inteligencia y la capacita para percibir
en toda su hondura la realidad en la que vive. Pero se trata de una luz que no
desfigura esa realidad, sino que permite captarla con todos sus matices reales,
muchos de los cuales escapan a la mirada ordinaria. Es la luz de la fe.