Reflexiones sobre un nuevo comienzo

 

Massimo Borghesi *

 

 

¿Cómo surge el cristianismo?, ¿cómo una persona se hace cristiana?, ¿por un proyecto cultural fincado en el poder —según una concepción integrista—, o bien por un proyecto revolucionario —según una óptica de izquierda—, o por un acontecimiento de Gracia? Para que acontezca de nuevo el cristianismo en un mundo pagano que se autodenomina postcristiano, Borghesi, siguiendo a Luigi Giussani, propone volver a la persona, al yo que exige una respuesta a su existencia. Se trata de convertirse en medio del mundo, por gracia, en cristiano. No se trata de restaurar un orden ya establecido, sino comenzar desde Uno, como en el principio: “Bien, este es el momento en que sería hermoso ser doce en el mundo. Es decir: es un momento en que se vuelve al principio, porque está demostrado que la mentalidad ya no es cristiana. El cristianismo como presencia estable, consistente y por ello  capaz de “tradece” —tradición, comunicación— ya no existe.” (Luigi Giussani)

 

 

“Se han examinado todas las posibilidades de la vida cristiana, las más serias y las más superficiales, las más exageradas y las más equilibradas: ha llegado la hora de descubrir algo nuevo”. La frase de Friedrich Nietzsche expresa la percepción general que se tiene en Europa a finales del siglo pasado y durante el presente: la idea de que el cristianismo, acabado su camino, se dirige hacia su fin. El mundo cristiano, tras casi dos mil años de historia, se estaba disolviendo. “Quien aún habla de religión –decía el filósofo italiano Giovanni Gentile- o es un clerical o es un místico, es decir, o pertenece a un mundo acabado para siempre o pertenece a un mundo diferente del mundo en el que todos viven”.  Antonio Gramsci, concordaba plenamente sobre este punto con el pensador y filósofo del fascismo. Para Gramsci, en el mundo contemporáneo, “todos tienen la vaga intuición de que se equivocan al hacer del catolicismo una norma de vida, tan es verdad que nadie se atiene al catolicismo como norma de vida, aunque se declare católico. Un católico integral, esto es, que aplicase en cada acto de su vida las normas católicas, parecería un monstruo, lo cual es, pensándolo bien, la crítica más rigurosa del catolicismo y también la más perentoria.”

 

En el mundo actual ya no se pude vivir el cristianismo: ésta es la conclusión a la que llegan tanto Nietzsche como Gentile y Gramsci. Puede sobrevivir, todavía durante algún tiempo, en sus formas institucionales y culturales, pero no puede presentarse como una experiencia viva y actual de un acontecimiento real. Esta experiencia, existencialmente hablando, ya no es posible. Ésta es la carcoma que destruye a la cristiandad y que hace que su porvenir esté marcado. En campo cristiano quien captó este punto con intensidad y dramaticidad sin igual fue Charles Péguy: “Da mucho que hablar –escribía en Notre Jeunesse- un cierto modernismo intelectual que no alcanza nunca la forma de una gran herejía, pero que es una especie de documento de la pobreza de la inteligencia moderna. Infinitamente peor es el modernismo del corazón; el cristianismo ya no es en sentido social una religión del substrato, del pueblo, de un pueblo temporal-eterno, una religión enraizada en lo más hondo de lo temporal, sino una miserable especie de religión mejor para gente presumiblemente mejor”.  La destrucción del cristianismo no sólo en las elites sino también en el pueblo, en ese pueblo “que era cristiano en las entrañas y el corazón” es el hecho nuevo que marca el tiempo presente.

 

“Ésta es la novedad. Esto es lo que hay que ver. Todo es acristiano. Perfectamente descristianizado. Esto es, pues, lo que los eclesiásticos no querrán ver; lo que se negarán a ver; lo que negarán obstinadamente; esto es lo que muchos católicos al igual que ellos rechazarán, lo que todos los católicos con ellos y después de ellos negarán y rechazarán obstinadamente, tan obstinadamente como ellos”.

 

Obstinación de no querer ver, que tomaba como pretexto los pecados y la maldad de los tiempos. Mientras tanto, el hecho absolutamente nuevo, que modificaba radicalmente toda perspectiva  respecto al pasado, era la “renuncia de todo el mundo al cristianismo por entero.”

 

Ahora bien, frente a esta renuncia, las escapatorias del pensamiento católico para no tomar nota de la realidad han sido múltiples: desde las corrientes ideológicas y regímenes de derechas en el período de entreguerras, al americanismo de los años 50-60, al marxismo de los 70, al occidentalismo de los 80 que precedió y siguió a la caída de los regímenes del Este en 1989.

 

Todas estas opciones, en las que hemos ido confiando para retrasar o impedir el fin de la “cristiandad”, y para dar vida a una fe moribunda, se nos revelan, tras una lectura retrospectiva, como ilusiones. Es decir, cada una de estas opciones, que en el plano pragmático y contingente podía ser legítima —para salvaguardar un espacio de libertad para la Iglesia, en razón del adversario común, etc.— se han demostrado ilusorias en el momento en que s ha vivido la opción ideológicamente: como respuesta a la presunta crisis del cristianismo.

 

Es lo que pasó con el sueño de la “restauración católica” de los años treinta en los regímenes de derechas en Europa (excluido el nazismo por su carácter declaradamente pagano). Un sueño que quizá podía retrasar el proceso de disgregación de las formas cristianas, pero que, sin embargo, no podía generar ninguna novedad. Y también con el ideal “carolingio” de la Europa “cristiana” de Adenauer-de Gasperi-Schumann (premisa, más allá de sus innegables méritos políticos, del american way of life que se desarrollaría durante los años sesenta, es decir, de ese modelo de vida que traerá consigo una secularización y descristianización sin precedentes).

 

Lo mismo sucedió con el “tercermundismo” evangélico, convertido en “teología de la revolución”, que englobó el cristianismo totalmente en el marxismo. Y por último con el occidentalismo católico de los años ochenta que, concebido como solución de la crisis “moral” de Occidente y fundamento de los derechos humanos, ha desempeñado realmente un papel político en la caída de los regímenes del Este, pero del que no podemos decir que haya hecho lo mismo —a pesa de las ilusiones del post-89— en cuanto al renacimiento de la fe tanto en el Este como en el Oeste. A este nivel el prestigio adquirido por la Iglesia (quizá sería mejor decir que los medios de comunicación le han atribuido) se ha mostrado inútil.

 

En cada una de las cuatro posturas que hemos indicado, el “proyecto” cristiano —concebido, bien desde un punto de vista integrista como restauración desde arriba de una “sociedad” cristiana, bien laicamente como creación de una sociedad fundada en los derechos humanos— se ha superpuesto a la realidad histórica ignorándola, hasta el punto que ha impedido captar aquel factor que Nietzsche, Gentile, Gramsci y Péguy tenían bien presente y cuya ausencia hace que todo el proyecto “cristiano” sea vacuo e inconstante: la desaparición del cristianismo como fe viva y actual.

 

Algunas grandes figuras de cristianos de este siglo tienen el mérito de no haberse quedado en la imagen –en la esfera de la imaginación que tanto gusta a los intelectuales- sino de haber tocado la realidad y haberla evocado con fuerza. Entre ellos, además de Péguy, está Emmanuel Mounier. Mounier, que en 1950 publicará un panfleto titulado Feu la chrétienté, escribía ya en 1941, bajo el régimen de Vichy que, gobernado por el mariscal Pétain, pretendía fundarse en los valores y la tradición católica: “La cristiandad moderna sigue preparando su muerte: ésta será tan brutal, tan total, que nos dará la sensación de que el cristianismo ha sido borrado de Europa”. Y en otro punto: “A mi parecer, mientras más examino detenidamente la realidad inicial del cristianismo, comparándola con la realidad presente del cristianismo moderno, más me persuado de que todos nosotros volveremos a encontrar la verdadera fe sólo tras la caída tan general de la cristiandad moderna que muchos pensarán que ha llegado el fin del cristianismo. Pero quien sufrirá las consecuencias de la apostasía general no serán las nuevas generaciones; quienes llevarán el peso, el día del Juicio, no serán ellos, sino todos nosotros, los falsos testigos desde hace más de cuatro siglos”. El tono apocalíptico no se explica solamente en el contexto de una Europa que vive la catástrofe de la guerra, sino también por una impresión “visual” que debía impresionar mucho a Mounier.

 

No es casual que en L´ affrontement chrétien, en 1945, refiriéndose a los cristianos, escribiera: “El portero de la historia no mira sus razones, mira sus rostros.” Y añadía: “Estos seres encorvados que caminan por la vida de soslayo y cabizbajos, estas almas desquiciadas, estos calculadores de virtudes, estas víctimas del domingo, estos tímidos devotos, estos héroes linfáticos, estos tiernos bebés, estas vírgenes pálidas, estos vasos de tedio, estos sacos de silogismos, estas sombras de sombras, ¿pueden ser ellos quizá la vanguardia de Daniel en marcha contra la Bestia? Para borrar de un golpe tantas imágenes deprimentes bastan diez rostros de monjes perdidos en un monasterio o aquella campesina española que un día entreví en el más hondo secreto de una iglesia toledana, con los brazos abiertos en un gesto soberano, erguida como una reina, mientras arrodillada rezaba. ¿Tenemos, entonces, que rastrear en los monasterios y en las capillas castellanas para recoger los reflejos mortecinos de un fuego que debe incendiar al mundo?”

 

Para Mounier no se trataba de una pregunta retórica: “No hago una profecía —escribía—, entreveo una hipótesis que no es un juego del espíritu. En ese día, que puede ser que no llegue, como puede también que esté ya cerca, podremos preguntarnos si ha quedado un solo cristiano en el mundo civilizado. Habrá que buscar en las catacumbas y en la clandestinidad al cristianismo, una visión nueva de la tradición eterna. Que se plantee la cuestión en los términos trágicos o se plantee gradualmente con menor evidencia, que nuestro cristianismo perezca en la batalla o se adormezca lentamente en el bienestar, no escapará al juicio de la historia.”

 

Podríamos pensar que el pathos de Mounier es algo intrínseco a su persona, de quien se consideraba discípulo ideal de Péguy. Sin embargo, nos disuade de semejante impresión la reflexión de un autor que, distante de Mounier por formación y carácter, sacaba conclusiones muy parecidas respecto al destino del cristianismo en el mundo contemporáneo: Romano Guardini.

 

En 1950 Guardini publica Das Ende der Neuzeit [1] cuya tesis consistía en que la época  moderna sustancialmente ya había concluido precisamente a causa de la crisis del cristianismo histórico.

 

La idea, decididamente contracorriente, dado el énfasis con el cual la posguerra celebraba el reencuentro entre cristianismo e ilustración liberal con miras antitotalitarias, presuponía una lectura exacta del proceso de secularización. Para ella la modernidad, en sus valores fundamentales, se presentaba como resultado del humus de la tradición cristiana, pero, sin embargo, se trataba de un hijo que renegaba de su padre. Según Guardini, la “ambigüedad” de lo moderno estaba en esa doble relación que establecía con el cristianismo: por una parte lo negaba, o por lo menos consideraba insignificante el contenido de la Revelación; por otra, presumía que sus fundamentos eran precisamente los valores que se habían desarrollado bajo la influencia de la fe. Se establece de esta manera “un doble juego que, por una parte, rechazaba la doctrina y el orden cristiano de la vida, y, por otra, reivindica para sí mismo  las consecuencias humanas y culturales de esa doctrina. De ahí la incertidumbre del cristiano en sus relaciones con la época moderna. En ella veía ideas y valores cuyo origen cristiano era evidente, y que, en cambio, eran declarados propiedad común. Por todas partes partes encontraba valores esencialmente cristianos, que, en cambio, estaban dirigidos contra él.”

 

Ante un mundo que, a nivel “natural” es “ya cristiano”, el creyente, cuando no se le considera superfluo, puede solamente hacer las funciones de guardían de un orden que otros ya han predispuesto, guardían de un humanismo cerrado y autosuficiente. Todo esto, según Guardini, estaba llegando a su conclusión. El proceso de secularización que había producido la infecundidad de la fe llevaba consigo el fin de la modernidad y con ella el fin del cristianismo “moderno”. De esta manera, el nudo central de la “deslealtad” moderna, la apropiación de los contenidos de la gracia a nivel de lo natural, podía deshacerse: “Estas ambigüedades acabarán. Se considerarán como  sentimentalismos los valores cristianos secularizados, y la atmósfera resultará purificada. Llena de hostilidades y peligros, pero limpia y despejada.”

 

Guardini —es importante subrayarlo— escribía  estas cosas en 1950, es decir, en un contexto aún profundamente marcado por la tradición cristiana y en el que, en el encuentro entre cristianismo y democracia, era legítimo confiar en una renovada presencia de la Iglesia en la nueva Europa. ¿Se puede hablar, como en los casos de Péguy y Mounier, de pesimismo ”visionario”? No, si tenemos presente los años ochenta, en los que el proceso de secularización ha realizado al pie de la letra de lo que Guardini indicaba: la disyunción-oposición entre cristianismo y humanismo laico y, con ella, la  crisis de las dos.

 

Por otra parte, que lo que Guardini “veía”, y antes que él vieron Péguy y Mounier, podía ser captado también por otros lo prueba el fundador de Comunión y Liberación, monseñor Luigi Giussani, cuya experiencia educativa, que está en la base de la génesis del movimiento, data de 1954. En una entrevista concedida en 1976, Giussani declaraba que “la tentativa a partir de la cual se desarrollaría después CL, partió precisamente de la constatación de que el hecho cristiano y eclesial no era ya para nada una realidad popular, no era ya un acontecimiento  para la gente, sino solamente un conjunto de preceptos y prácticas rituales. En el ambiente estudiantil, donde había comenzado mi tarea, ese estado de cosas era ya claro y evidente. Es cierto que en situaciones más estrictamente de base, la cosa podía no ser aún tan clamorosa, porque la supervivencia de las viejas formas —mediante el culto, las fiestas populares y la movilización católica— encubrían una situación de crisis  que, sin embargo, había alcanzado ya el corazón del catolicismo italiano. Entre los jóvenes estudiantes, el por el contrario, no había posibilidad de equívoco. El hecho que más me impresionaba era que casi todos eran bautizados y muchos de ellos iban a misa todos los domingos; pero en su jornada cotidiana era como si el cristianismo no tuviera ningún espacio, como si pertenecise a otro nivel de la existencia. Un nivel que no tenía nada que ver con la vida y todos sus apremios más significativos: con la concepción y el sentimiento de lo real, con la necesidad de juzgar, de darse cuenta de todo aquello que enriquece al hombre, le hace llegar a ser más humano y le permite construir su personalidad como centro de relaciones. Con todas estas realidades la fe no tenía nada que ver con nada que tuviera un relieve efectivo en la vida de la persona.” [2]

 

El catolicismo tradicional, que era todo lo que quedaba de la “cristiandad”, se demostraba incapaz de colmar la separación entre la fe y la vida. De lo que no se hablaba, pues se daba como un presupuesto obvio, era del anuncio del hecho cristiano: “La esencia del hecho cristiano no constituía una propuesta de  vida.”

 

Giussani afronta aquí el mismo problema con el que se habían enfrentado Péguy, Mounier y Guardini: la cristiandad, despojada de su contenido, corría el peligro de convertirse en una barrera, un obstáculo para comprender lo necesariodel “renacimiento” del cristianismo. No solamente la cristiandad europea y atlántica de los años 50, sino también la posconciliar, la dividida entre occidentalistas y tercermundistas, entre “derecha” e “izquierda”.

 

Un contraste que, a pesar de las críticas de los progresistas a la noción de “cristiandad”, está en su interior, dentro del mundo de los “valores” cristianos dado por adquirido, como si fuera una propiedad “natural” del mundo y no el resultado de la gracia.

 

 

 

 

Para que el cristianismo acontezca de nuevo en el mundo pagano

 

La perspectiva de Giussani es totalmente diferente. Lo demuestra, con impresionante evidencia, el volumen Un avvenimento di vita, cioé una storia, introducido por el cardenal Joseph Ratzinger. Leyéndolo se percibe claramente lo que puede significar que el cristianismo acontezca de nuevo en el contexto “posmoderno”, en el que la cristiandad de verdad ya no existe. La ilusión, que constituyó el presupuesto de la dialéctica entre conservadores y progresistas en los años 70 y también la premisa de la postura centrista, que auspiciada en los 80 una Europa fundada en los valores cristianos, aquí está totalmente ausente. Simplemente se constata el fin de un mundo, de una realidad, de una época donde la homologación cultural ha disuelto todas las formas de cultura y humanismo anteriores. Como afirmará Giussani en 1987: “En este contexto  humano y cultural el cristianismo corre el peligro de sobrevivir solamente como “esquema”... Por esto, como ha escrito Feuerbach, los testimonios del cristianismo moderno nos parecen “testimonios de una carencia”, porque dicho cristianismo parece vivir sólo de las limosnas de los siglos pasados.” [3]

 

Esta nueva realidad constituye para la fe una provocación radical, en una forma que repite, análogicamente, la condición del cristianismo naciente en el contexto de un mundo  pagano ignaro de su mesaje. En un horizonte semejante no aparecen en primer plano la institución o la tradición cultural, sino la persona. “Este es el tiempo —declaraba Giussani en 1980— del renacimiento de la conciencia personal. Es como si ya no se pudieran hacer cruzadas o movimientos... Cruzadas organizadas, movimientos organizados. Un movimiento nace precisamente cuando se reaviva a la persona. Es algo impresionante.” [4]

 

Es una intuición confirmada por el resultado, negativo para los  católicos, del referéndum (17-18 de mayo de 1981) que legitimaba en  italia el aborto. Precisamente mientras los  católicos estaban creando un “Movimiento por la vida” y experimentaban formas organizativas de resistencia al nuevo curso de los acontecimientos, Giussani afirma: “Bien, este es el momento en que sería hermoso ser doce en el mundo. Es decir: es un momento en que se vuelve al principio, porque está demostrado que la mentalidad ya no es cristiana. El cristianismo como presencia estable, consistente y por ello  capaz de “tradece” —tradición, comunicación— ya no existe.” [5]

 

Esta intuición se vuelve tangible para él, tras un viaje a Tierra Santa en 1986. “Viendo aquellos lugares —afirma— donde sólo una humanidad viva, aunque determinada embrional y seminalmente, pudo arraigar y tener la fuerza de resistir, de comunicarse y cambiar el mundo, resulta claro que en la vida de la Iglesia de hoy lo importante es la vivacidad de una fe renovada y no un poder derivado de una historia, de una institución que se ha afirmado o de un conjunto de normas intelectuales y teológicas. Lo realmente  importante es que la  vida  que comenzó en María y José, en Juan y Andrés, se vuelva a encender en el corazón de la gente y arrastre a la multitud hacia un encuentro que incida en la vida como sucedió en los  orígenes del cristianismo.” [6]

 

Un “encuentro”: hojeando las páginas del volumen citado, es éste uno de los motivos que aparece constantemente.

 

Esta afirmación,  que, como dice el cardenal Ratzinger en la presentación, manifiesta la intuición fundamental de la que surge la obra de Giussani, explica lo central del “encuentro”. Porque acontecimiento, precisamente por ser real e histórico, exige que vayamos a su encuentro. “Lo central de nuestra propuesta —afirma en el 87— es sobre todo el anuncio de un acontecimiento que ha sucedido, que sorprende a los hombres de la misma manera que, hace dos mil años, el anuncio de los ángeles sorprendió a los pobres pastores de Belén. Un acontecimiento que le acontece, antes de toda consideración, al hombre religioso o no religioso. Es la percepción de este acontecimiento lo que resucita o potencia el sentido elemental de dependencia y el núcleo de evidencias originarias que llamamos “sentido  religioso”.

 

Históricamente, este acontecimiento asume el rostro de quienes Le pertenecen, de tal manera que la comunidad cristiana es signo y señal real de la Presencia de Cristo. “La comunidad, amistad entre nosotros —esa emergencia de la Iglesia que nos ha atrapado— es literalmente el lugar de la continuidad del Acontecimiento de Cristo, de aquel Acontecimiento de hace dos mil años, de  aquel encuentro con Simón, con la  Samaritana,  con Zaqueo. La comunidad es el lugar de la continuidad de aquella mirada, de aquel toque, de aquel acento, que nos ha dado un presentimiento de vida nueva, de una promesa de vida verdadera, y que ha hecho que estemos juntos. La comunidad es el lugarde la continuidad de Cristo, el lugar del Acontecimiento de Cristo que nos ha tocado.” [7] Como dice repetidamente en otras ocasiones: “El gran Hecho de su Presencia emerge corporalmente en una compañía, como ámbito en el que el Misterio de la Iglesia, lugar propio de la Presencia de Cristo, nos aferra de manera viva.”Corporalmente” es aquí analógico, pero la analogía establece, identifica, una verdad real.” [8]

 

Es posible ver aquí una diferencia sensible entre la perspectiva de Giussani y la de Mounier y Guardini. Estos dos, en la oscuridad provocada por el eclipse del cristianismo, no indican un lugar de renacimiento. Las páginas finales de Das Ende der Neuzeit pueden solamente ofrecer la imagen de un “creyente capaz de resistir, sin lugar y sin refugio”, que puede sólo experimentar “la soledad de la fe”, que “será tremenda”. El horizonte  de Guardini es el de la “resistencia”, un horizonte que en Mounier tiene un sentido  revolucionario dirigido utópicamente al futuro. Frente a la pérdida generalizada de la fe se trata de “resistir”, de conservar la  propia identidad, de no dejarse aplastar. Para Giussani este momento negativo, gracias a la existencia de la comunidad cristiana en la historia, se supera pasando de la perspectiva de quien es aún cristiano y persevera mientras un mundo  se derrumba a la perspectiva de quien está en el mundo y se  hace, por la gracia, cristiano. Detrás, como es evidente, está el reconocimiento asombrado y humilde de la fascinación de un testimonio cristiano, personal y comunitario, en un mundo que es, en cambio, impersonal y fragmentario. Existe la certeza  de que “la emergencia del hombre, la reconquista de la  identidad, es posible no por un razonamiento o una autorreflexión, sino sólo por un encuentro: el encuentro con una realidad.

 

Notas

 

[1] Romano Guardini, El Ocaso de la  Edad Moderna,  Guadarrama, Madrid, 1963.

 

[2] Luigi Giussani, El movimiento de Comunión  y Liberación, Ediciones Encuentro,  Madrid, 1985.

 

[3] Luigi Giussani, Un avvenimiento  di vita, cioé una  storia, Il  Sabato, Roma 1990.

 

[4] Giovanni Testori-Luigi Giussani, Il  sensodella nascitá, Milán, 1980, pp.71-72.

 

[5] Luigi Giussani,  op.cit., p.145.

 

[6] Ibid. p .28.

 

[7] Ibid. p. 338.

 

[8] Ibid. p. 9

 


 


* Dr. en Filosofía. Catedrático de Filosofía de la Religión en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Perugia (Italia). Así mismo, imparte clases de Estética, Ética y Teología filosófica en la Pontificia Facultad Teológica “S. Buenaventura”, recientemente ha tomado la cátedra “filosofía y cristianismo” en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Entre sus obras publicadas destacan: La figura di Cristo in Hegel, (1983), Romano Guardini. Dialettica e antropología (1990), L´etá dello Spirito in Hegel. Dal Vangelo “storico” al Vangelo “eterno” (1995), Posmodernidad y cristianismo. ¿Una radical mutación antropológica? (1997), y recientemente, Memoria, evento, educazione (2000). Colaborador de las revistas 30Días, Il Nuovo Areopago, COMMUNIO. Revista Católica Internacional de Teología.