Reflexión sobre la humildad
Autor: Jorge Enrique Mújica L. C.
Suele decirse que una persona es humilde cuando se abaja ante la grandeza de
otra, cuando aprecia una cualidad superior a la suya o cuando reconoce el mérito
del otro sin envidia. Pero eso no es humildad sino honradez.
Cuando María, la hermana de Lázaro, se inclina ante Jesús para ungirle los pies
con perfume de nardo puro y enjugárselos en seguida con su propia cabellera (cf.
Jn. 12, 3), no estaba ejecutando ningún acto de humildad sino de justicia.
Cuando Jesús se quita sus vestidos y se ciñe una toalla para lavar y secar los
pies de sus discípulos (cf. Jn. 13, 4-5), no estaba actuando justamente sino con
humildad.
La justicia reconoce la verdad honradamente; la humildad se inclina dócilmente
por amor gratuito. Suele decirse que una persona es humilde cuando se abaja ante
la grandeza de otra, cuando aprecia una cualidad superior a la suya o cuando
reconoce el mérito del otro sin envidia. Pero eso no es humildad sino honradez.
Por muy difícil que sea reconocer una grandeza que eclipsa nuestro propio ser y
nuestras cualidades, el hacerlo no es más que honradez.
La humildad no va de abajo hacia arriba, sino inversamente. No consiste en que
el más pequeño rinda homenaje al más grande, sino en que éste último se incline
respetuosamente ante el primero. Nos muestra claramente que es erróneo querer
derivar la mentalidad cristiana de las costumbres terrenas. Así vista, se
comprende muy bien que el grande se incline con bondad hacia el pequeño y
aprecie su valor, que se sienta emocionado por la debilidad y se coloque ante
ella para defenderla. La verdadera humildad estriba en esto, en el respetuoso
inclinarse del más ante el menos; del mayor ante el menor.
Pero al rebajarse así, ¿no significa perderse a sí mismo? No. El grande que
adopta la actitud humilde está seguro de sí y sabe que cuanto más intrépidamente
se lance hacia abajo tanto más seguramente se hallará a sí mismo. ¿Es que el
grande es recompensado por este movimiento? Ciertamente. Su humildad le hace
descubrir el valor de la pequeñez como tal; encuentra la grandeza de lo
diminuto, de lo chiquito, de las minucias; llega así a captar que la vida es un
continuo ejercicio de virtuosas pequeñeces que hacen la existencia grande y
valiosa. No comprende tan sólo que el pequeño “tiene también su valor”, sino que
es valioso precisamente porque es pequeño. He aquí un profundo misterio que se
manifiesta al hombre verdaderamente humilde.
Cuando nos arrodillamos ante un sacerdote durante la confesión, para recibir la
bendición o ante Jesús Sacramentado, no realizamos un acto de humildad sino un
acto de verdad ya que creemos que el presbítero hace las veces de Cristo,
escucha y perdona en su nombre, y creemos también en la grandeza de Dios
escondido en la Hostia. Somos humildes cuando nos abajamos a los pobres para
honrar en ellos el gran misterio de amor de Dios hacia todos y no por simple
humanitarismo. Y es que además, ¡nunca es más grande el hombre que de rodillas!
Quizá conocemos muy bien la teoría de la humildad; qué es, en qué consiste… y la
olvidamos fácilmente. Necesitamos modelos y, ciertamente, los tenemos. Santa
Bernardita, la vidente de la Virgen de Lourdes, expresaba ejemplarmente la
vivencia de esta virtud cuando, ya como religiosa, años después de las
apariciones, abre su alma y confiesa: “...Fíjese, mi historia es muy sencilla.
La Virgen se sirvió de mí. Después me dejaron en un rincón. Ése es ahora mi
sitio, ahí soy feliz, ahí me quedaré”. En los “Diálogos”, santa Catalina de
Siena presenta aquellas palabras que Jesús le reveló y que tanto le ayudaron
para caminar victoriosa por la vía de la santidad: “Tú eres lo que no eres; Yo
Soy el que Soy. Si conservas en tu alma esta verdad, jamás podrá engañarte el
enemigo, escaparás siempre de sus lazos”.
Pero es en Jesucristo en quien la humildad experimenta su apoteosis: ya no es el
hombre sino Dios mismo el que la hace suya y se identifica con ella. La más alta
cumbre de esta humildad divina tiene efecto, sobre todo, en dos momentos: el
nacimiento y la pasión. Los demás, la elección de los discípulos, la predicación
a las masas ignorantes, el perdón a los pecadores, la salud a los enfermos, los
milagros, el lavatorio de los pies…, son actos de humildad secundarios que
tienen sentido a la luz de la humildad vivida como pobreza en el nacimiento en
la cueva de Belén y en la humildad que dice degradación, ignominia, ofensa,
deshonra e iniquidad en la soledad de la cruz. Nacimiento y pasión: humildad por
amor. “¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes?” (Sal. 8, 5). Se entiende
la humildad divina cuando se ha captado que Dios nos supera, que está a otro
nivel; y es justamente en ese momento cuando se valora la humildad y se busca
necesariamente llevarla a la práctica.
Quien ha escuchado en su interior aquel “Sed perfectos como vuestro Padre
celestial es perfecto”, con la interpelación vivaz de la Palabra de Dios
meditada, sabe que la humildad, como las otra seis virtudes contrarias a los
pecados capitales, no es una opción ante la cual cabe declinar la invitación
sino una necesidad que, mientras falte, nos hará permanecer inquietos, sin paz,
intranquilos: imperfectos e infelices. Los hombres hallamos nuestra felicidad en
el Bien supremo que es Dios. Las virtudes –bienes que llevan al Bien– nos
perfeccionan; son la escalera de acceso que nos introduce en la casa del Bien.
Cuando Jesús pisó ese escalón no se renunció a sí mismo sino que nos reveló la
misteriosa grandeza divina de la humildad; un misterio que ha quedado bellamente
expresado en otra invitación que permanece como tarea para todo creyente: “Sed
mansos y humildes de corazón”. Qué duda cabe: la humildad es más fácil al que ha
llevado a cabo alguna cosa, que al que nunca ha hecho nada.