Razón filosófica del cristianismo al alba del terder milenio

Jean Ladirère
Traducción: Nazario Vivero

NOTA DEL TRADUCTOR. El presente trabajo es la traducción, del original francés, de un extracto del Postfacio, redactado por el autor, a la obra Raison philosophique et christianisme à l´aube du iiiè. millénaire, editada por Philippe Capelle y Jean Greisch, en las Edic. du Cerf, Paris, 2004, pp. 345 a 386.

Desde el punto de vista de los grandes acontecimientos cósmicos, nada particular se relaciona con el año 2,000, cuya posición singular, en la articulación de dos milenios, resulta simplemente de las convenciones que están en la base del calendario actualmente en vigor. En cuanto al decursar de la historia, él ha estado marcado, durante el último siglo, por acontecimientos mucho más importantes que los acaecidos el 1º. de Enero de 2001. Sin embargo, estamos tan habituados a establecer nuestras referencias temporales con respecto al calendario, que el paso del segundo al tercer milenio de nuestra era nos parece constituir, por sí mismo, un acontecimiento de alta significación, que sugiere la idea de un nuevo comienzo. En verdad sabemos muy bien que las problemáticas actuales se inscriben en una sucesión continua y que su comienzo remite a procesos históricos que ya habían comenzado mucho antes de la llegada del tercer milenio. No obstante, puede ser oportuno sacar provecho de una circunstancia de carácter convencional, como es un cambio de milenio, para tomar cierta distancia con relación a la marcha de los acontecimientos y recapitular las acciones en curso.

La acción sujeta a interrogación durante el Coloquio cuyas actas se recogen en el presente volumen es la del caminar filosófico, considerado, como lo indicaba el título dado al Coloquio, desde el punto de vista de sus relaciones con el cristianismo. La cuestión que las mismas plantean remonta a los inicios del cristianismo; a ese momento en que los primeros testigos del Evangelio se encontraron con la filosofía tal cual ella se había constituido en la cultura griega, como se ve, por ejemplo, en ese pasaje de los Hechos de los Apóstoles en el que se lee que san Pablo, hablando de la Resurrección, recibió de sus interlocutores la siguiente respuesta: “Sobre eso te escucharemos una próxima vez”. San Pablo, debía, sin duda, esperar una  tal reacción. En la Primera Carta a los Corintios él desarrolla una antítesis radical entre la sabiduría, en el sentido de los Griegos, y la sabiduría de Dios: “Mientras los Judíos piden signos y los Griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos. …Lo que es locura de Dios es más sabio que los hombres y lo que es debilidad de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Cor, 1, 23-25).

Esto parece reclamar una estrategia de ruptura con respecto a la filosofía. Sin embargo, aun manteniendo firmemente la trascendencia absoluta de la Palabra de Dios con respecto a los discursos de sabiduría, en el sentido de la filosofía, la tradición de la Iglesia siempre ha dado crédito a la razón, a nombre mismo de la palabra de la fe. La razón humana pertenece al orden creado, que es obra de Dios, y si la naturaleza humana ha sido afectada por el pecado, permanece, sin embargo, totalmente fiable en su constitución esencial. Cuando la teología se construye en forma sistemática, ella no duda en asumir, mediante las modificaciones que la fidelidad al dato cristiano exigía, toda una organización racional, procedente de todo lo que le había permanecido asequible de la tradición filosófica griega. Ahora bien, si la Iglesia reconoce a la filosofía un valor propio, desde el punto de vista mismo de la fe cristiana, no es sólo en razón de los servicios que ella puede ofrecer así a la teología, sino también en virtud de la significación intrínseca de la filosofía como dimensión irreductible de la vida del espíritu.

La reflexión emprendida en el marco del Coloquio, cuyas actas se presentan aquí, retoma, de manera eminentemente constructiva, toda esta problemática de las relaciones entre filosofía y cristianismo, situándola en el contexto de la cultura contemporánea y proponiendo no sólo una visión comprehensiva de la situación actual de la filosofía, sino también y sobre todo, líneas de investigación que sugieren, de manera directa, tareas a proseguir o a emprender. De modo muy patente, los organizadores del Coloquio se han empeñado en situarlo, desde el inicio, en el terreno de una reflexión sistemática, que encare toda la problemática de manera renovada, sin hacer intervenir estudios de carácter puramente histórico y sin situarse en el punto de vista de tal o cual tradición particular. Se ve así que, en las comunicaciones presentadas, no se encuentran una referencia directa a las discusiones del siglo pasado sobre la filosofía cristiana ni tampoco reflexión alguna, a manera de balance, sobre el gran proyecto de la neo-escolástica. No obstante, lo más significativo en el Coloquio, más aún que su preocupación por la sistematicidad, es la de la búsqueda de universalidad verdadera y, por lo tanto, necesariamente también, la de asumir la diversidad. De este modo se pueden reconocer tres momentos en la reflexión planteada: la ubicación del cuestionamiento inducido por el título del Coloquio, la presentación de la situación actual de la filosofía desde el punto de vista del encuentro de culturas, la exploración de problemáticas consideradas particularmente importantes y que desembocan directamente en programas concretos de investigación.

La filosofía es una empresa que se ha dado de una vez, desde su inicio, un carácter de radicalidad, pero que, por otra parte, siempre ha estado en la incertidumbre con respecto a sus objetivos. Ella se descubre, siempre de nuevo, en el esfuerzo mismo por el cual intenta ponerse en marcha. De una cierta manera ella es totalmente autónoma, en el sentido de que le pertenece definirse ella misma y asignarse a sí misma las tareas en las cuales cree poder reconocer la forma concreta de la exigencia que está en el principio de su caminar. Sin embargo, por otra parte, ella depende de la situación histórica en la cual se instaura, en el sentido de que es a partir de aquello que adviene en el proceso de la historia, que ella puede elaborar, de una manera precisa, las cuestiones a las cuales ella se propondrá  a sí misma la tarea de responder. No obstante, es de su propia iniciativa que depende la formulación de dichas cuestiones, y es ella misma quien debe juzgar de su pertinencia. De este modo se puede decir que la filosofía se construye definiéndose e, inversamente, que ella se define construyéndose. No hay un movimiento lineal, partiendo de un problema claramente formulado y que progresa por etapas hasta una solución satisfactoria. Hay más bien el descubrimiento progresivo de un cierto cuestionamiento e incluso un caminar que ha comenzado en una relativa oscuridad, sin clara visión de lo que ella implícitamente comprometía. Es precisamente en el cuestionamiento así instaurado, que la filosofía se reconoce ella misma y que, de una cierta manera, ella recomienza. Ahora bien, en dicho recomenzar, ella se apoya sobre lo que ya ella instituyó y puede así tematizar el movimiento mismo que ella realiza, dándose así una conciencia más clara de sus desafíos.

Este proyecto de tematización encuentra su efectividad y al mismo tiempo su representación en el paso a un plano “meta”, en el cual el pensamiento se hace presente a sí mismo, precisamente como instauración de un cierto cuestionamiento, que se cuestiona a sí mismo tematizándose. Por medio de esta reflexividad, él asume el talante de un momento primero, en el cual el pensamiento se asume a sí mismo en una autoposición que le da su sentido……

Un segundo grupo de comunicaciones se relaciona (como ya se ha indicado) con “la situación actual de la filosofía desde el punto de vista del encuentro de las culturas”. Lo que en dicha situación resulta problemático para la reflexión filosófica, no es la diversidad como tal, que es tan sólo un hecho cultural, sino lo que concretamente se revela en la diversidad, a saber, la diferencia. Ahora bien, si hay una diferencia que se puede relacionar globalmente con el conjunto de dimensiones constitutivas de una cultura, también existe otra, de carácter específico, que opera al interior de la dimensión que se puede calificar como “filosófica”. Esta situación podría expresarse distinguiendo la “diferencia cultural” y la “diferencia filosófica”. Esta última puede ser considerada como el reflejo, en el pensamiento, de la primera. Sin embargo, ella puede igualmente manifestarse como interna a un mismo campo cultural.

El tercer momento de la reflexión se consagró a la exploración de cuatro problemáticas particulares, dependientes de cuatro regiones típicas del ámbito filosófico: epistemología, fundamentos de la ética, filosofía de la religión, filosofía política. Para cada caso, la preocupación ha sido ir al encuentro de las cuestiones particularmente representativas del trabajo filosófico contemporáneo y que tienen, al mismo tiempo, una incidencia directa sobre las relaciones entre razón filosófica y cristianismo….

Como se ve, el Coloquio del año 2000 ha permitido establecer una especie de diagnóstico de la situación presente de la filosofía, considerada en sus relaciones con el cristianismo. Ahora bien, su aporte esencial es haber puesto en evidencia las problemáticas que se abren para el trabajo filosófico a partir de dicho diagnóstico y haber propuesto un marco general de reflexión en el cual se inscriben programas de investigación directamente inspiradores y que sugieren prolongaciones fecundas del encuentro de marzo 2000. Entre las problemáticas que se presentaron, la más significativa, sin duda, desde el punto de vista de la evolución actual de la civilización, es la que concierne a las implicaciones, para la filosofía, del encuentro de las culturas. En el contexto de dicho proceso histórico, el concepto de universalidad, adquiere un sentido totalmente concreto. Ahora bien, por lo mismo, se abre un debate sobre las relaciones que pueden y deben  pensarse entre la realidad de la universalización y las condiciones de enraizamiento de la filosofía, las cuales son necesariamente particularizantes y que, además, muestran insistentemente su valor en lo que se ha llamado “la reivindicación de identidad”.

Se trataba, sin embargo, de examinar esta problemática desde el punto de vista del objetivo asignado al Coloquio. Por lo tanto, la reflexión se ha centrado en la significación del encuentro de las culturas, tanto para la filosofía como para el cristianismo, más precisamente aún para la teología, que es el componente reflexivo de este último. Ahora bien, resulta que la cuestión de las relaciones entre “filosofía” y “teología” no se plantea de la misma manera en los diferentes ámbitos culturales, por una parte, porque el modo de recepción del cristianismo (y en particular de la teología, por lo tanto) ha estado fuertemente condicionado por las circunstancias históricas y las diferencias culturales, pero también y sobre todo, por otra parte, porque el término “filosofía” debe ser entendido, en el contexto de esta cuestión, en un sentido muy general, cubriendo de hecho formas de pensamiento que, como se ha señalado anteriormente, difieren no sólo en sus contenidos explícitos, sino también, más profundamente aún, por lo que podría llamarse, en términos husserlianos, sus respectivas intencionalidades constituyentes.

Sin embargo, uno se da cuenta de que, si no se puede pasar simplemente de una forma de pensamiento a otra por una simple transposición de significaciones, existe como una posibilidad de resonancia, que permite reconocer afinidades e incluso descubrir convergencias. Tal vez se podría útilmente, en el diálogo generalizado que se busca instaurar, comenzar por plantear cuestiones que permitirían dar un contenido concreto a las intenciones que llaman al diálogo. Por supuesto, el cuestionamiento se ejerce necesariamente a partir de una situación cultural determinada y no a partir de un punto de vista que se creería en capacidad de comprenderlo todo. Ahora bien, una cuestión puede crear una resonancia y suscitar, como respuesta, otras cuestiones. De este modo, el diálogo podría tener sus oportunidades…

…..Conviene recordar, de entrada, según lo sugiere el título del Coloquio, que sólo existe problema en la medida en que se acepta que hay un espacio de pensamiento que se distingue del pensamiento propiamente religioso, tal cual éste se ha elaborado en la tradición cristiana y que, incluso si él tiene ciertas afinidades con este último, posee un estatuto de autonomía que lo hace diferente. Por otra parte, supuesto esto como aceptado, sólo existe problema si este espacio de pensamiento autónomo, de alguna manera, tiene el proyecto de construir un discurso en el cual podría expresarse una palabra concerniente a las últimas condiciones de la existencia humana e incluso de toda la realidad. En toda generalidad, la filosofía puede, precisamente, ser caracterizada por un proyecto tal. Si se admiten estas dos condiciones, la primera cuestión que se plantea inevitablemente es la de la compatibilidad entre ambas formas de pensamiento. Aunque el término “filosofía” sea usado aquí en un sentido muy amplio, es en el marco de la tradición filosófica “occidental” que dicha cuestión queda así planteada. Ella tiene, pues, un carácter particular, pero está formulada con la expectativa de que la misma podrá coincidir con cuestionamientos análogos, elaborados a partir de otras formas de pensamiento “filosófico”.

El caminar filosófico podría caracterizarse, incluso cuando se presenta bajo la forma de un sistema conceptual abstracto, como el esfuerzo de la existencia para comprenderse ella misma y para reapropiarse su ser. Lo que este retorno de la existencia sobre sí misma muestra, es que, a la vez, ella está separada, en su efectividad, de lo que sería su ser realizado, y es deseo de reencontrarse ella misma en su verdad auténtica. En la tensión que la atraviesa así ella se descubre responsable de sí misma o, en otros términos, portadora de una destinación. Esta, aquello a lo que ella está llamada, es el acceso a la vida feliz, en la reconciliación con su propio ser y con todas las condiciones que deben hacer posible esta última realización de sí misma.

La filosofía, en esta perspectiva, es el movimiento reflexivo por el cual la existencia se compromete en la reapropiación de su ser. De manera más precisa aún, ella es el descubrimiento de las estructuras constitutivas que hacen posible su estatuto y, por lo tanto, en particular, que fundamentan su responsabilidad con respecto a sí misma. Ahora bien, uno debe preguntarse si ella no es algo más. La existencia sólo es real en una efectividad, en la que se pone en juego precisamente aquello anunciado por el movimiento reflexivo. Retomando una célebre expresión utilizada por Wittgenstein a propósito del lenguaje, se podría decir que la existencia recibe su efectividad en una “forma de vida”, es decir, en las disposiciones concretas en y por las cuales ella se inscribe en el curso del mundo y se sitúa efectivamente con respecto a los otros, a la historia, al cosmos, al núcleo más recóndito de la realidad total. El problema que la existencia  es para sí misma es el de su compromiso en una forma de vida que sea para ella un encauzamiento concreto hacia su ser auténtico. La propia filosofía podría ser una tal forma de vida y, por lo tanto, ser ella misma la asunción por la existencia de su responsabilidad con respecto a sí misma.

Si la filosofía es tan sólo este caminar reflexivo que hace aparecer las estructuras constitutivas de la existencia, tales como la temporalidad, la corporeidad, la relación con la alteridad, ella sólo visualiza la existencia desde un punto de vista formal. Se podría decir que ella es tan sólo una lógica de la existencia y, en ese caso, no se ve claro lo que podría hacerla incompatible con la fe cristiana. Por el contrario, se podrá decir que ella aclara la existencia sobre su propia constitución y, en particular, sobre las condiciones estructurales que hacen posible esta forma de vida particular que es la vida según la fe cristiana. La reflexión, ciertamente, pide un compromiso, pero se trata de un compromiso que sólo concierne a la existencia de manera aún indirecta, en cuanto que pone en juego la comprehensión que la existencia puede darse de su estatuto y de su responsabilidad. No es aún una forma de vida, que compromete directa y radicalmente, y en totalidad, a la existencia con respecto a su propio ser.

Sin embargo, si se hace de la propia filosofía una forma de vida, como encauzamiento hacia la vida auténtica y ya, por lo tanto, como anticipación de ésta, uno se ve conducido a reinterpretar el contenido de la fe cristiana como no siendo otra cosa sino la presentación, en términos simbólicos, de lo que la filosofía expresa en su propio lenguaje, puramente conceptual, convertido en adecuado a los datos efectivos de la experiencia. Ahora bien, una interpretación semejante es exactamente una destrucción de la fe. Lo cual significa que entre ésta y una tal filosofía existe franca incompatibilidad. Sin embargo, existe una manera de comprender la tarea filosófica en una forma que no es la de un discurso puramente formal ni la de una  “deconstrucción” radical. Al parecer, hay que admitir que existe en el proyecto filosófico algo más que la idea de una clarificación de carácter radical, léase, un movimiento que compromete ya a la existencia con respecto a su ser auténtico.

Para precisar esto, puede ser útil recurrir a la distinción, ya clásica, entre el punto de vista existenciario, que concierne los aspectos estructurales de la existencia, sus principios de constitución, su armazón formal, expresado por la idea de una “lógica de la existencia”, y el punto de vista existencial, que concierne la efectividad de la existencia, la manera en que ella se compromete concretamente con respecto a sí misma; en resumen, la forma de vida que ella asume. La idea de una pura lógica de la existencia no puede bastar para dar cuenta de la dimensión de responsabilidad y de compromiso de la filosofía, es decir, de su dimensión existencial. Sin embargo, ello no implica necesariamente una concepción de la filosofía como forma de vida que encamina a la existencia hacia la vida auténtica, es decir, como vía de salvación. Si, en efecto, existen condiciones constitutivas de la existencia como tal, también existen condiciones relativas a la instauración y a la asunción de tal o cual forma de vida particular, es decir, de las condiciones de carácter existencial. Ellas tienen, en cuanto condiciones, lo mismo que las condiciones constitutivas, un carácter formal y su análisis no es aún la asunción efectiva, en una forma de vida específica, de la forma de existencia concreta que ellas hacen posible. De este modo, la distinción heideggeriana entre lo auténtico y lo inauténtico, no es, por sí misma, un compromiso en tal o cual modalidad de existencia, pero ella indica formalmente de qué se trata existencialmente en un compromiso semejante. En particular, la filosofía puede perfectamente darse como tarea analizar las condiciones de posibilidad del compromiso existencial que la fe cristiana presupone, lo que ya pone en juego un cierto compromiso, en el reconocimiento de lo que constituye auténticamente la experiencia de esta fe, sin asumirla efectivamente en un compromiso religioso.

Se podría incluso ir más lejos, tomando en consideración un tipo de filosofía que se presentaría como encauzamiento hacia la vida auténtica y que caracterizaría a ésta como participación en la vida del Absoluto, ya sea que éste sea concebido como Acción, como Pensamiento, como Querer o según tal o cual otra calificación. En vez de interpretar la fe cristiana como una expresión simbólica de dicho discurso filosófico, se podría, invirtiendo los términos, interpretar éste como una representación simbólica de lo que de sí misma dice la fe cristiana. La “representación” tiene por función relacionar un sistema de determinaciones de carácter abstracto y la realidad concreta en la cual dichas determinaciones encuentran su efectividad. El discurso filosófico de este tipo podría  ser así comprendido como una especie de itinerarium mentis, que sería como una imagen, poniendo en relación las condiciones de posibilidad de carácter formal, tales como un cierto tipo de historicidad, con la forma de vida de la fe cristiana, o lo que, en definitiva, sería lo mismo, con el proceso histórico concreto en el cual se construye progresivamente el “reino de Dios”.

Si se suponen satisfechas las condiciones de compatibilidad, uno se encuentra con una cuestión que ya no tiene que ver con la simple posibilidad de una fe religiosa, como la fe cristiana, sino con el contenido mismo de dicha fe: ¿existiría un caminar propiamente filosófico que tendría una relación directa con el contenido de la fe cristiana? Se podría intentar precisar esta cuestión general distinguiendo dos ámbitos de cuestionamiento: un primero sería el de las cuestiones inducidas por la idea de revelación; el segundo el de las cuestiones filosóficas inducidas por la estructura dogmática de la fe cristiana.

La fe cristiana remite a “acontecimientos fundadores”, que están esencialmente (es decir, independientemente de los acontecimientos anunciadores reportados en el Antiguo Testamento) constituidos por la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo, y por el contenido de la predicación de Jesús, tal cual ha sido relatado por los primeros discípulos y recibido en la tradición de la Iglesia. Lo que se ha producido en dichos acontecimientos ha sido comprendido por los cristianos como una “revelación”, es decir, como una manifestación de Dios, que de una cierta manera ha hecho visible algo del misterio de Dios o del proyecto de Dios para los hombres. La persona misma de Jesús ha sido comprendida como la forma por excelencia de esta manifestación, la visibilidad misma de la divinidad, según la palabra del propio Jesús: “el que me ha visto ha visto al Padre”. Siendo una pura iniciativa de Dios, la revelación se dirige a los hombres como una invitación a entrar en lo que ella propone, a saber, en la efectividad de lo que ella instaura y promete,

La cuestión que se plantea entonces es la de saber cómo puede ser recibida esta revelación. Las condiciones de su receptividad no son todavía la revelación misma; ellas necesariamente la preceden. Ellas deben, por lo tanto, estar inscritas en el propio ser del hombre. La revelación tiene un sentido soteriológico; ella se presenta a sí misma como el anuncio y también ya como la realización de la salvación en Jesucristo. La venida de ésta sólo tiene sentido si el hombre se encuentra, por su estado, en una situación de aflicción, de la cual él no puede salir por sí mismo, y de la que puede esperar liberarse sólo por una salvación que necesariamente debe venirle de otra parte. Una primera condición de receptividad es lo que se podría llamar la correspondencia entre el estatuto existencial del hombre y el carácter salvífico de la revelación. Dicha correspondencia es la presencia, en el estatuto ontológico del hombre, de una dimensión de derelicción y, al mismo tiempo, de un deseo de salvación. Por lo demás, ya que la revelación es una proposición que espera una respuesta, ella supone una cierta forma de encuentro y, por lo tanto, la existencia de una especie de espacio común en el que el hombre puede hacerse sensible a lo que Dios manifiesta de Sí mismo revelándose. Sin embargo, esto requiere una condición correlativa, a saber, la capacidad, en el ser humano, de percibir, en los signos y las palabras en los cuales se expresa la revelación, la significación de éstos. Dicho de otro modo, la revelación sólo puede ser efectiva si en el ser del hombre existe una potencia de comprehensión que lo hace capaz de concordar con lo que se revela, pese a la relativa oscuridad en virtud de la cual la fe sólo nos hace ver como “en enigma”. Una cuarta condición concierne la respuesta a lo que la revelación propone. Dicha respuesta no es simplemente una palabra de aquiescencia, sino un compromiso de todo el ser, por el cual éste ratifica la palabra revelante y se inscribe en el gran proceso del advenimiento de la salvación. Un tal compromiso comporta, de suyo, una dimensión de abandono de sí, lo que supone la capacidad de salir de sí y de abrirse a una alteridad radical, y una dimensión de confianza, la cual supone, a su vez, la capacidad de confiar su ser a la potencia salvífica reconocida en aquello por medio de lo cual ella se manifiesta.

Ahora bien, estas diferentes condiciones se relacionan con capacidades y propiedades que pertenecen a la constitución misma del ser humano y que debe ser posible examinar en un movimiento analítico y reflexivo que la razón humana puede realizar sin todavía entrar en el reconocimiento explícito de la revelación y sin por ello, pues, comprometerse en una experiencia propiamente religiosa. La cuestión de saber si esas condiciones están efectivamente presentes en la estructura de la existencia y en la percepción que el ser humano tiene de sí mismo es una cuestión filosófica. Sin embargo, ella tiene su motivación en una cuestión teológica, que concierne directamente la naturaleza y las condiciones de la revelación.

El segundo ámbito en el que se puede encontrar este mismo tipo de situación es el de las cuestiones de naturaleza filosófica inducidas por la estructura dogmática de la fe cristiana. Dicha estructura es directamente visible en la organización interna del Credo, el cual expresa lo esencial del contenido objetivo de la fe cristiana. Ahora bien, incluso sin entrar en un esfuerzo de comprehensión de dicho contenido, se puede destacar que las grandes articulaciones del Credo, las cuales evocan sucesivamente la creación, la Encarnación-Redención, la recepción del Espíritu y la vida de la Iglesia, corresponden a lo que la fe cristiana afirma del ser de Dios, a saber, que Él es trino y que la unidad de la naturaleza divina se distribuye, de algún modo, en tres personas: al Padre se le atribuye la creación, al Verbo la Redención, al Espíritu la santificación, tal como ésta se lleva adelante en la vida de la Iglesia. Ahora bien, la teología ha intentado pensar la constitución trinitaria por medio de los conceptos de procesión y de relación, y comprendiendo a la “persona” como “relación subsistente”. Esto parece dar la prioridad a la relación sobre la sustancia e introduce implicaciones ontológicas de gran alcance. Estos datos teológicos sugieren, pues, cuestiones propiamente filosóficas, que pueden ser tomadas en consideración independientemente de todo contexto teológico. Una primera cuestión se refiere a una ontología de la relación: ¿cómo hay que comprender la idea de fundamento para dar cuenta de la posibilidad de una realidad procesual y relacional? Resulta natural pensar entonces en las perspectivas especulativas abiertas por el pensamiento de Whitehead.

La estructura trinitaria del Credo expone la doble procesión en la cual no cesa de realizarse el movimiento interno de la única esencia divina. Sin embargo, al mismo tiempo ella da cuenta del doble movimiento ad extra que planta en la existencia a la realidad finita y que aporta a los hombres la salvación. La primera fase de dicho movimiento concierne la constitución de las cosas: es la instauración de un régimen de existencia que no es el de Dios, aunque pueda ser pensado como participando, de una cierta manera, en el de Dios. Ese gesto primero, al suscitar un mundo que es para el hombre un habitat, proporcionado a su propia esencia, instaura, de algún modo, la condición previa a la segunda fase del movimiento, es decir, a la instauración del orden de la gracia, marcado por el acontecimiento de la Encarnación del Verbo y por los de la vida, la muerte y resurrección de Cristo, de la venida del Espíritu y de la historia de la Iglesia.

Ahora bien, a esas dos fases del movimiento ad extra corresponden estatutos ontológicos profundamente diferentes. Por una parte, lo que hay es un proceso que termina por establecer un orden de cosas que tiene en sí mismo los recursos necesarios para mantenerse en el ser, y que, de este modo, es, en un cierto sentido, autónomo. Este orden es el reinado de lo constituido. En cuanto tal él contiene en sí lo que es la fuente siempre presente de la constitución de lo constituido, aquello que se puede denominar lo originario. Por otra parte, en la segunda fase, lo que hay es una llegada imprevista, la cual está en el origen de un orden no reductible al de la constitución, y en ese sentido, gratuito, trascendente con respecto a lo constituido. El se presenta al ser humano como una proposición y un llamado y, de este modo, él es condición de posibilidad de una destinación. Ya presente, como realidad advenida, él es también, como llamado, todavía algo por venir. Lo que está por venir, según lo que dice la última frase del Credo, es del orden de un eschaton. A lo originario, que es una llegada imprevista, se opone el momento del cumplimiento, que es una destinación. Lo que caracteriza al estatuto del orden de la gracia podrá expresarse por medio del concepto de acontecimiento.

Esta dualidad entre lo que es del orden de lo constituido y aquello que es del orden del acontecimiento sugiere una cuestión de orden filosófico. Esta es independiente de lo que la sugiere, pero la reflexión que ella suscita puede, tal vez, ser iluminadora para la teología, en la medida en que ésta la recoge como algo que viene de ese otra parte que, con respecto a ella es el campo filosófico. Existe una mirada sobre las cosas que las fija, por así decirlo, en su constitución, como lo dice la idea de esencia. Sin embargo, como ya se ha indicado, existe también otra mirada que las ve como atravesadas por una corriente procesual. Ahora bien, si existe un tipo de proceso que es tan sólo el despliegue de una esencia, también existe otro tipo de proceso - que la visión teológica ejemplifica de manera eminente, pero que ya está presente en la realidad constituida en cuanto tal- en el cual intervienen momentos en los que hay una pura venida intempestiva, discontinuidad, emergencia, irreductibilidad a lo ya constituido; en resumen, aquello precisamente que expresa el concepto de acontecimiento. Lo que adviene, la pura ocurrencia, es lo que no está previsto ni esperado, sino lo que sólo se deja encontrar. No obstante, aunque no deriva de lo ya constituido, el acontecimiento, en cuanto encuentro, sólo tiene sentido, como acontecimiento, en la medida en que él concierne a lo constituido y él sólo puede concernirlo en la medida en que éste último contiene ya en sí mismo la posibilidad de ofrecerse al encuentro, de interiorizarlo, y, en definitiva, de acogerlo. La cuestión filosófica que se plantea aquí puede ser formulada de la siguiente manera: ¿cómo se puede pensar el estatuto ontológico del acontecimiento y cómo hay que pensar lo constituido para dar cuenta de la posibilidad del encuentro de éste y de lo que es puro advenimiento?

          El cuestionamiento filosófico inspirado por los problemas conceptuales que la teología encuentra no puede, sin embargo, quedarse ahí. Hay que intentar descubrir aquello que puede unificar las dos perspectivas presentadas: la relativa a las condiciones de receptividad de la Palabra de Dios y la relativa a los presupuestos implicados por el contenido mismo de la fe cristiana. Podría mostrarse la unidad de ambas perspectivas retomando de la primera la idea de la existencia como “deseo de encontrarse ella misma en su verdad auténtica”, y tomando de la segunda la idea de acontecimiento. Se podría mostrar entonces que ambas ideas se reúnen en la idea de esperanza. Ahora bien, esto supone una reflexión sobre el estatuto ontológico de la existencia. Ella se descubre como dada a sí misma y como debiendo recibirse de dicha donación. Lo que ella recibe es la capacidad de erigirse ella misma, lo cual fundamenta su responsabilidad con respecto a sí misma. Por ello, ella debe ser comprendida como el acontecimiento continuado de dicha donación en la cual ella recibe su autoconstitución. Pero ella la recibe como determinando una tarea: la reapropiación, por medio de lo que ella hace de sí misma, de su ser auténtico, es decir, de todas las condiciones implicadas en el acontecimiento originario del cual ella procede. Ahora bien, al inscribir esta tarea en su constitución, este acontecimiento inscribe en ella también una promesa. La tensión que la encamina hacia su realización puede entonces ser comprendida como esperanza. Se puede decir que es una esperanza ontológica. Perteneciendo al orden de lo constituido, puesto que está inscrita en la estructura de la existencia, ella no es esta esperanza eficaz, la cual es, en el orden de la salvación, “la espera de los bienes por venir”. Pero sí es el constitutivo más fundamental de esta apertura que hace a la existencia capaz de recibir el anuncio de la salvación.

A este resumen de un cuestionamiento posible, que concierne a la filosofía como tal, en su autonomía, tal vez es necesario añadir la evocación de dos cuestiones que conciernen a la filosofía desde el punto de vista de la teología: ¿cómo se explica el crédito otorgado por el cristianismo a la filosofía, considerada independientemente de la ayuda directa que ella puede aportarle a la teología?; y ¿cuál podría ser su significación en la economía de la vida cristiana? Nos limitaremos aquí a breves sugerencias.

La cuestión del crédito otorgado a la filosofía podría ser abordada a partir de la distinción, antes mencionada, entre lo constituido y lo que es del orden del acontecimiento. La filosofía es un esfuerzo de comprehensión de carácter radical que versa sobre la totalidad de lo que, de manera directa o indirecta, es dado en la experiencia. Lo que la distingue de la ciencia es, sin duda, por una parte, su proyecto de radicalidad, que la conduce a intentar develar todos los presupuestos de la experiencia, hasta los más originarios, y, por otra parte, la necesaria puesta en juego de la existencia que dicho proyecto implica. De este modo ella está se ve llevada a concebir la existencia como portadora de una destinación y como responsable de su ser por venir. Ahora bien, es precisamente esta existencia, con sus estructuras constitutivas y su carácter de destinación, la que constituye el desafío de la experiencia religiosa. La teología, reflexionando sobre la significación de esta experiencia, reinterpreta la relación de la existencia con una destinación como espera de una salvación. La fe religiosa, por su parte, reasume en la perspectiva escatológica que ella instaura, la dinámica existencial que la reflexión filosófica descubre en el núcleo de la realidad humana. Ella integra así en lo que de acontecimiento tiene la venida del Reino de Dios todo lo que pertenece a lo constitutivo de la existencia. La comprehensión de dicho constitutivo es el previo indispensable para la comprehensión del acontecimiento. Corresponde a la teología pensar la articulación de ambas dimensiones de comprehensión, en la fidelidad simultánea a lo que es dado en la donación originaria que subtiende a la existencia y a lo dado en el acontecimiento siempre actual de la Encarnación-Redención.

En cuanto a la significación que podría serle reconocida a la filosofía desde el punto de vista de la fe cristiana, se la podría religar a la estructura trinitaria del Credo. En cuanto que ella explora en su constitución más esencial, la realidad en general y, en particular la realidad humana, y, por lo tanto, el orden de la creación en toda su amplitud, la filosofía intenta manifestar la inteligibilidad intrínseca de ello.  A dicho título, ella puede ser considerada como una forma de celebración de la creación, susceptible, por lo demás, de hacerse eco, según sus recursos propios, de las formas propiamente religiosas que pueden tener la misma finalidad. En cuanto que ella visualiza una comprehensión radical, contribuye a la constitución de un orden de la razón (entendida en el sentido más amplio) y es la auto-reflexión de dicha razón. El dinamismo que ella pone así por obra puede ser considerado como la traza, en el mundo visible, de la presencia actuante del Verbo eterno, “por el que todo ha sido hecho” y que ha venido a este mundo para conducirlo hacia su salvación. Al asumir su parte en la construcción de un universo de sentido, la filosofía rinde testimonio a la acción del Verbo en la historia. Por último, al mismo tiempo que búsqueda de la comprehensión, la filosofía en su práctica, es también un compromiso que tiene alguna relación con la destinación de la existencia. En cuanto que ella es de este modo un itinerarium mentis, puede ser considerada como una parábola del caminar del alma que va al encuentro de aquello que el anuncio de la salvación le hace esperar, bajo la moción del Espíritu Santo.