La piedad popular:
valores y contravalores

José Márquez

 

 

Un sector amplio
del pueblo de Dios nunca va a formar parte de grupos comprometidos, y,
sin embargo, no por eso
va a dejar de considerarse
cristiano. Es evidente
que para muchas personas la piedad popular es
el punto de enganche más fácil y más lógico con
la Iglesia, y sólo desde
ahí podría ser posible su
necesaria formación

Hay mucho escrito sobre este tema; tal vez lo importante es ver cómo y dónde se sitúa cada uno. Posiblemente la posición inicial condicione lo que puedan ser los valores y los contravalores. Creo que el asunto es lo suficientemente importante como para que, si se tiene un poco de sensibilidad pastoral, se trate con la mayor objetividad posible.
Para empezar habría que decir que la religiosidad popular se expresa de una doble manera: por una parte está la vivencia interna, la devoción a unas determinadas imágenes y a unos ritos, el continuar con la tradición heredada de los mayores...; por otra, la manifestación externa, llena de múltiples elementos culturales, de la vivencia interior: procesiones, romerías, peregrinaciones...
Tanto en una como en otra tendría que estar presente el mundo de las hermandades y cofradías, al que tendré que referirme con frecuencia en estas páginas, porque, en muchos casos, suponen el soporte y la continuidad de la piedad popular presente en nuestro pueblo.

Haciendo un poco de historia
En la comprensión de la religiosidad popular, durante los últimos cincuenta años, se han dado las siguientes etapas: en los años posteriores a la guerra civil se fomentó desde todos los estamentos; Iglesia y Estado gustaban de grandes manifestaciones de fe y de piedad.
A raíz del concilio Vaticano II, se ponen en tela de juicio muchas de estas manifestaciones; la Iglesia busca una mayor autenticidad cristiana a través de grupos, catequesis, comunidades y movimientos, y se tiende a criticar con dureza la piedad tradicional del pueblo.

la religiosidad popular
refleja una sed de Dios
que solamente los pobres
y sencillos pueden conocer


En la década de los ochenta hay un redescubrimiento de la cultura y de los valores populares, llegándose incluso a potenciar todas las manifestaciones religiosas por parte de estamentos no eclesiales y, en ocasiones, opuestos a la misma Iglesia. Lo cual no quiere decir que no se diesen contradicciones pastorales por parte de quienes fomentaban y aplaudían las expresiones culturales de la fe en otras latitudes, y las criticaban en las propias.
Actualmente creo que se está llegando a una síntesis: hoy en día nadie podría negar que la piedad popular posee una serie de valores; pero, al mismo tiempo, también se es consciente que hay mucho que purificar. Lo expresa muy bien el Arzobispo de Sevilla: "Son muchas las personas que viven su fe de una manera muy sencilla, que confían en Dios, que buscan la intercesión de la Virgen María y de los santos. Todo ello les ayuda a mantener su fe cristiana e incluso a realizar, con su forma coherente de vivir, un cierto apostolado y no pocas obras de caridad. Sin duda alguna que estas gentes sencillas merecen la mejor consideración. Pero, precisamente por ese respeto a las personas y a su fe, hay que ayudarles a purificar esa religiosidad de no pocos elementos menos propios de una fe evangélica." (Carta pastoral de monseñor Carlos Amigo con ocasión del I Congreso internacional de Hermandades y Religiosidad Popular)

Valores y contravalores
El punto de partida debe ser la exhortación apostólica de Pablo VI sobre la evangelización del mundo contemporáneo:
«La religiosidad popular, hay que confesarlo, tiene ciertamente sus límites. Está expuesta frecuentemente a muchas deformaciones de la religión, es decir, a las supersticiones. Se queda frecuentemente a un nivel de manifestaciones culturales, sin llegar a una verdadera adhesión a la fe. Puede incluso conducir a la formación de sectas y poner en peligro la verdadera comunión eclesial.
Pero cuando está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene muchos valores. Refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores que raramente pueden observarse, en el mismo grado, en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción. Teniendo en cuenta esos aspectos, la llamamos gustosamente ‘piedad popular', es decir, religión del pueblo, más bien que religiosidad» (Evangelii Nuntiandi 48).

las fiestas religiosas de los pobres, lejos de resolverse en superficialidades exteriores, responden a sus profundas
exigencias y constituyen una celebración rica en símbolos,
en fantasía creadora y en teología narrativa


Resulta evidente que no todos los valores de la piedad popular se dan en las personas que la viven, ni se dan tampoco todos los contravalores en las personas que expresan su religiosidad de esta manera. Pero está claro que hay personas que han integrado en su fe los valores de la piedad popular; como las hay, también, que sólo, o casi, ponen de manifiesto las limitaciones de la misma. Valores y contravalores están muchas veces mezclados. Pero, ¿quién no tiene en la vivencia de su fe cosas buenas que conviven con algunas incoherencias?, ¿qué cristiano, qué grupo, movimiento o espiritualidad podría tirar la primera piedra?
Voy a desarrollar lo que, desde mi experiencia, veo que son los valores y los contravalores de la religiosidad popular.

Valores para desarrollar
A diferencia de otras realidades eclesiales, ésta tiene un carácter fuertemente laical, y por eso, entre otras cosas, pone de manifiesto actitudes menos formales e intelectuales en relación con la religión.
El pueblo es siempre el protagonista, y de ahí la identificación existente, en muchas ocasiones, entre las devociones del pueblo y el pueblo mismo.
La vivencia de la fraternidad a través de las hermandades; la existencia de las casas de hermandad dan un marco apropiado a una experiencia que va más allá de los momentos concretos de manifestación religiosa.
En esta línea cabe decir el sentido de igualdad entre las clases sociales; con frecuencia, en las juntas de gobierno de las hermandades, conviven personas de diferentes rangos sociales, y éstos no dificultan la convivencia, ni siquiera el normal desarrollo de las actividades propias de cada uno.
Hay un sentido creciente de solidaridad con los más pobres a través de las bolsas de caridad, haciendo posible la ayuda o el sostenimiento de instituciones que atienden a los más desfavorecidos.

a veces se dan divisiones, roces y tensiones entre personas por cuestiones
que, vistas desde fuera,
son secundarias
y superficiales.


Actualmente se está dando una mayor presencia y colaboración con las comunidades parroquiales en las que las devociones de la piedad popular están más arraigadas. En este sentido es grande el esfuerzo que se está haciendo por renovarse, por formarse, por participar en las catequesis de la parroquia...
Las procesiones, en una sociedad laica y aconfesional, ponen de manifiesto, en no pocas ocasiones, un testimonio público de fe y de
creencia en unos valores que van más allá de los que la sociedad está mostrando.
Para muchas personas que no tienen acceso al Evangelio, las imágenes y los ritos de la piedad popular son como una catequesis audiovisual, que les puede ayudar a acercarse a la vivencia religiosa.
La piedad popular tiene una gran riqueza de signos y de símbolos religiosos, que, para la gente sencilla, tienen una mayor comprensión que los aportados por la misma liturgia. La ritualidad popular expresa una necesidad de salvación que se despliega a todos los niveles, y que afecta tanto a los problemas particulares como a los sociales.
La religiosidad del pueblo lleva consigo el desarrollo de la dimensión festiva de la persona. «Las fiestas religiosas de los pobres, lejos de resolverse en superficialidades exteriores, responden a sus profundas exigencias y constituyen una celebración rica en símbolos, en fantasía creadora y en teología narrativa... En la fiesta, el pueblo encuentra fuerza para vivir y la capacidad de volver con renovada esperanza a la lucha cotidiana. La fiesta es la expresión de una solidaridad profunda, la recuperación de la conciencia de no estar solos en la lucha y de trabajar por una convivencia humana distinta» (L. Maldonado).
Gran parte de la devoción a María que se encuentra en el Pueblo de Dios se debe a la religiosidad popular.

Contravalores a purificar
Con frecuencia se da mucha separación fe–vida; la piedad es un recurso para determinados momentos de la vida o del año, y el resto del tiempo no tiene influencia alguna en las relaciones familiares, laborales, sociales...
En general hay una formación deficiente, por lo que la catequesis queda relegada sólo a la infancia. Falta implicación en la vida de la parroquia, dando la impresión de que estas personas van un poco por libre, y que sólo les preocupa sus expresiones y manifestaciones de fe. En este sentido suele haber, por parte de bastantes, poca participación en los sacramentos.
Por razones que habría que buscar un poco en la historia, hay como una especie de desconfianza innata hacia la jerarquía, a la que se ha visto tradicionalmente como al margen o incluso como ‘represora' de las expresiones populares de la fe.
Como las formas suelen ser muy importantes, a veces se dan divisiones, roces y tensiones entre personas por cuestiones que, vistas desde fuera, son secundarias y superficiales. En ocasiones la vivencia de la fraternidad puede quedar mediatizada por estas cosas.
Hay una preocupación excesiva por la conservación del patrimonio: cosas de arte, imágenes, enseres... Puede llegar a darse que los aspectos culturales, de hecho, estén por encima de los religiosos o espirituales.
Supervaloración de los aspectos cultuales, quedando muy en segundo plano los catequéticos, formativos o de caridad. La obsesión ritualista puede hacer caer en un sentido mágico del rito y la celebración.
La frecuente tentación de hacer de la religiosidad una piedad interesada, que instrumentaliza la religión al servicio de las necesidades personales más inmediatas de la vida.
Se tiende a una multiplicación de mediadores, con olvido frecuente del que es el único mediador.
La piedad popular no está exenta de altas dosis de fanatismo, celo excesivo, búsqueda de la emoción y el sentimiento..., y no siempre aparece la verdadera conversión del corazón.

Conclusión
Hace unos años, en los momentos en los que se hacía una mayor crítica a la religiosidad popular, se escribió lo siguiente:
«Con todos sus valores humanos y cristianos, y también con todos sus aireados fallos y deformaciones, encarnan las hermandades el fenómeno que más masivamente polariza la vida religiosa, la fe popular y la tradición cristiana de nuestro pueblo» (Juan Ordóñez).
Después de todo este tiempo siguen estando vigentes todas estas afirmaciones. Ni ha podido toda la creciente secularización acabar con la religiosidad del pueblo ni ha habido, tampoco, la suficiente purificación de elementos extraños al evangelio de Jesús. Tal vez, entre otras cosas, porque no se haya dado aún la suficiente y necesaria comunión entre los laicos que viven de esta forma su fe y los pastores que deben guiarles.
Para entender la piedad popular hay que estar muy abiertos al pueblo y a su cultura, querer a la gente, identificarse con sus expresiones, con sus gestos, con sus signos y sus símbolos. Sólo desde dentro se puede llevar a cabo una tarea necesaria de purificación y evangelización. Y creo que todos nos jugamos mucho: unos para encauzar su fe, y otros para hacer posible respuestas pastorales. La Iglesia de hoy necesita de ambas cosas.

José Márquez es claretiano pastoralista
especializado en misiones populares