Cuando el pueblo manda
Domingo Martín Olmo

 

El pueblo cristiano debe ser escuchado. Tiene derecho a sentirse
protagonista de su modo de creer. Defiende sus símbolos, ritos, formas expresivas..., pero no siempre el resultado es justo. La ambigüedad de la piedad popular es el contenido de la lucha de un cura rural

 

Me habían advertido que tenía que hacer "la novena de siempre", que la procesión, el día de la fiesta, tenía un recorrido largo y bien concreto, que el último día de la novena debía celebrar vísperas solemnes... Me habían dicho que sus tradiciones eran sagradas. Haré lo que el pueblo mande, me dije. Y me quedé tranquilo.

Pero, cuando comencé a leer aquel librito que habían dejado sobre la mesa del despacho parroquial, me sentí desconcertado y furioso. Las oraciones de aquella novena parecían intencionadamente torpes, ofrecía una espiritualidad rancia y sin ninguna sintonía con el Evangelio, el texto estaba minado de disparates teológicos y en él latía una visión de la persona humana ciertamente lamentable. Sí, no lo duden, en la segunda página se podía leer bien claro: «Con las debidas licencias». Y, por si quedaba alguna duda, en la página siguiente: esta obra «no contiene según la censura, cosa alguna contraria al dogma católico y sana moral». ¡Qué alivio! No quise saber quién era el autor. Metí aquel libro en un cajón, cogí papel y bolígrafo y me puse a escribir unas oraciones en las que -pensé- suene más y mejor el Evangelio.

Acababa de llegar al pueblo y me estrenaba como párroco. Después de la novena, se acercó mucha gente a saludarme. ¿Sólo a saludarme? Una mujer, anciana, levantó la voz en medio del grupo: «no nos ha hecho nuestra Novena». Era evidente que aquella voz me acusaba de algo muy grave. Y comprendí que casi todos participaban de aquel reproche. ¿Qué defendía aquella mujer? ¿Cómo era posible que estuvieran tan atados a un texto tan torpe? Años y años repitiendo, cansina y rutinariamente, aquellas oraciones. ¿O había algo más?

Pensé que era mejor empezar escuchando y obedeciendo al pueblo. Así que recuperé aquel librito e hice, día tras día, aquella novena. Eso sí, maquillando un poco el texto. Teníamos mucho tiempo para pensar y decidir juntos, despacio y a fondo las cosas.

la fe y el corazón
deben estar atados
al evangelio, no
a costumbres
y tradiciones

He celebrado muchas novenas desde entonces, pero nunca más he vuelto a utilizar uno de esos libritos. El pueblo cristiano sabe aceptar procesos de cambio -siempre tan difíciles- cuando se respetan sus ritmos, cuando él mismo es llamado a participar activamente en la necesaria purificación de sus costumbres y actitudes y en la búsqueda de formas nuevas de expresión.

Si hablamos de religiosidad popular, con sus formas y tradiciones, el pueblo manda. Y se siente protagonista (tantas veces sometido al anonimato y privado de todo protagonismo). Es un hecho. Y lo hace para defender sus gestos, sus símbolos, ritos, formas expresivas, sentimientos y experiencias con raíces muy profundas... Lo hace, también, para defender su fe. Frente a todo intento de eliminar algo que para él es profundamente significativo, el pueblo pide respeto. Y lo merece.

El hecho cierto de que en la religiosidad popular hay distorsiones y numerosos elementos negativos (superstición, magia, manipulación de lo sagrado, ritualismo, individulismo, separación o ruptura con la vida real, práctica sin conversión personal, etc.) no nos da autoridad para eliminar, de golpe y sin sentido algo que se ha integrado y forma parte de la psicología y de la cultura del pueblo. Y que no carece de valores. Los curas, y todos los agentes de pastoral, ante una realidad tan compleja, debemos tener, primero, mucha prudencia y, después, una buena dosis de lucidez, imaginación y creatividad. A no ser que queramos continuar con la «dictadura del clero», ahora de otro signo. Imposición pura y dura. No mandamos sobre el pueblo, le servimos. De él formamos parte. Con él somos.

Nadie lo duda. La fe y el corazón deben estar atados al Evangelio. No a costumbres y tradiciones. Pero, a veces, queremos un evangelio tan puro que nos alejamos del Evangelio de Jesucristo. Miremos un momento al Evangelio: la gente se acerca a Jesús con gestos que nos parecen tocados de magia y superstición; y, sin embargo, Jesús ve en ellos fe, y fe de la buena. La mirada de Jesús va siempre más al fondo, por debajo de toda apariencia. La Samaritana se acerca todos los días, con el mismo cántaro, al pozo de Jacob a buscar agua (a buscar vida).

es facilona la postura de repetir
año tras año los mismos ritos y las mismas
formas

En realidad, busca saciar su sed más honda. Sólo cuando Jesús le descubre otro manantial de agua viva, se olvida del pozo de Jacob y de su sed y abandona el cántaro. Dice el texto: «La mujer dejó el cántaro, se fue a la aldea...» (Jn 4,28). Había sido liberada de aquella sed precaria que la llevó hasta el pozo... Por cierto, Jesús no necesitó despreciar el pozo de Jacob ni la sed de aquella mujer. Tampoco necesitó romperle el cántaro.

Ante un pueblo, generalmente dócil, no es difícil descuidar e incluso eliminar las tradiciones populares. Y es facilona la postura contraria: repetir año tras año, cansina y rutinariamente, los mismos ritos, las mismas fórmulas..., sin ni siquiera tocar la extraordinaria novedad del evangelio, sin convocar a una fe viva y personal. El pueblo cristiano necesita y quiere algo más. Metido en un proceso de discernimiento -siempre tan necesario en la vida de la fe- reconoce cuanto hay de imperfecto, cuanto precisa ser purificado en muchas de sus tradiciones; pero, al mismo tiempo, quiere y pide, revitalizar los valores que hay en esas mismas tradiciones y ahondar en sus contenidos evangélicos y evangelizadores. Porque sólo así podrá despertar lo más profundo de la vida, de sus gestos y costumbres. Porque sólo así llegará el espíritu del Evangelio, su fuerza liberadora y humanizadora, a la vida misma del pueblo, el lugar más propio donde ha de crecer el Reino de Dios.

El pueblo cristiano debe ser escuchado. Es hora de que recupere y fortalezca su vocación bautismal, tan debilitada y atrofiada. Entonces se sentirá protagonista en la vida de la comunidad cristiana, recuperará su responsabilidad evangelizadora y misionera (abandonará cántaros y pozos de agua que no sacian) y podrá vivir y expresar toda su capacidad creativa bajo el impulso y guía del Espíritu Santo. La tarea es mucha y ha de ser paciente.

El pueblo necesita que el Evangelio entre en su cultura, abrace sus peculiaridades, renazca en sus gestos, convoque en sus costumbres, hable en su voz. Y el Evangelio necesita, para ser de verdad Buena Noticia, tocar carne, tocar vida y hacerse presente en todas y cada una de las dimensiones del ser humano. Esto, evidentemente, tiene sus riesgos, Los mismos riesgos que asumió la Palabra que se hizo carne y acampó entre nosotros.

Domingo Martín Olmo es cura rural
en la parroquia de Santa María de Mojados (Valladolid)