«¿Quién o qué es el embrión
humano?»
Declaración de la Academia Pontificia para la Vida
CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 29 abril 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos la declaración final del congreso organizado por la Academia
Pontificia parta la Vida sobre «El embrión humano en la fase de la
preimplantación». Este documento fue publicado en la edición italiana del «L'Osservatore
Romano» el 23 de marzo de 2006.
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Con ocasión de su XII asamblea general, la Academia pontificia para la vida ha
celebrado un congreso internacional sobre el tema: «El embrión humano en la fase
de la preimplantación. Aspectos científicos y consideraciones bioéticas». Al
final de los trabajos, la Academia pontificia para la vida desea ofrecer a la
comunidad eclesial y a la sociedad civil en su conjunto algunas consideraciones
sobre lo que fue objeto de su reflexión.
1. A nadie escapa que gran parte del debate bioético contemporáneo, sobre todo
durante los últimos años, se ha centrado en la realidad del embrión humano, ya
sea considerado en sí mismo ya en relación a la actuación de los demás seres
humanos con respecto a él. Eso se explica bien teniendo en cuenta que las
múltiples implicaciones (científicas, filosóficas, éticas, religiosas,
legislativas, económicas, ideológicas, etc.) vinculadas a estos ámbitos acaban
inevitablemente por catalizar diferentes intereses, así como por atraer la
atención de quienes buscan un obrar ético auténtico.
Por eso, resulta ineludible afrontar una cuestión fundamental: «¿Quién o qué es
el embrión humano?», para poder derivar de una respuesta fundada y coherente a
esa pregunta criterios de acción que respeten plenamente la verdad integral del
embrión mismo.
Con ese fin, según una correcta metodología bioética, es necesario ante todo
dirigir la mirada a los datos que pone a nuestra disposición la ciencia más
actualizada, permitiéndonos conocer con gran detalle los diversos procesos a
través de los cuales un nuevo ser humano inicia su existencia. Esos datos
deberán ser sometidos luego a la interpretación antropológica, con el fin de
poner de relieve sus significados y sus valores emergentes, a los cuales, por
último, es preciso hacer referencia para derivar las normas morales del obrar
concreto, de la praxis operativa.
2. Así pues, a la luz de los logros más recientes de la embriología se pueden
establecer algunos puntos esenciales reconocidos universalmente:
a) El momento que marca el inicio de la existencia de un nuevo «ser humano» está
constituido por la penetración del espermatozoide en el oocito. La fecundación
impulsa toda una serie de acontecimientos articulados y transforma la célula
huevo en «cigoto». En la especie humana entran dentro del oocito el núcleo del
espermatozoide (incluido en la cabeza) y un centríolo (el cual desempeñará un
papel decisivo en la formación del huso mitótico en el acto de la primera
división celular); la membrana plasmática queda fuera. El núcleo masculino sufre
profundas modificaciones bioquímicas y estructurales que dependen del citoplasma
ovular y que van a predisponer la función que el genoma masculino comenzará
inmediatamente a desarrollar. En efecto, se asiste a la descondensación de la
cromatina (inducida por factores sintetizados en las últimas fases de la
ovogénesis) que hace posible la transmisión de los genes paternos.
El oocito, después del ingreso del espermatozoide, completa su segunda división
meyótica y expulsa el segundo glóbulo polar, reduciendo su genoma a un número
haploide de cromosomas con el fin de reconstituir, juntamente con los cromosomas
llevados desde el núcleo masculino, el cariotipo característico de la especie.
Al mismo tiempo, lleva a cabo una «activación» desde el punto de vista
metabólico con vistas a la primera mitosis.
Siempre es el ambiente citoplasmático del oocito el que lleva al centríolo del
espermatozoide a duplicarse, constituyendo así el centrosoma del cigoto. Ese
centrosoma se duplica con vistas a la constitución de los microtúbulos que
compondrán el huso mitótico.
Los dos set cromosómicos encuentran el huso mitótico ya formado y se disponen en
el ecuador en posición de metafase. Siguen las demás fases de la mitosis y al
final el citoplasma se divide y el cigoto da vida a los primeros dos
blastómeros.
La activación del genoma embrional es probablemente un proceso gradual. En el
embrión unicelular humano ya son activos siete genes; otros se expresan en el
paso de la fase de cigoto a la de dos células.
b) La biología, y más en particular la embriología, proporcionan la
documentación de una dirección definida de desarrollo: eso significa que el
proceso está «orientado» -en el tiempo- en la dirección de una progresiva
diferenciación y adquisición de complejidad y no puede retroceder a fases ya
recorridas.
c) Otro punto ya adquirido con las primerísimas fases del desarrollo es el de la
«autonomía» del nuevo ser en el proceso de autoduplicación del material
genético.
d) También están estrechamente relacionados con la propiedad de la «continuidad»
las características de «gradualidad» (el paso, necesario en el tiempo, de una
fase menos diferenciada a la más diferenciada) y de «coordinación» del
desarrollo (existencia de mecanismos que regulan en un conjunto unitario el
proceso de desarrollo). A estas propiedades -al inicio casi olvidadas en el
debate bioético- cada vez se les da mayor importancia en los últimos tiempos, a
causa de los logros positivos que la investigación ofrece sobre la dinámica del
desarrollo embrional incluso en la fase de «mórula» que precede a la formación
de blastocito. El conjunto de estas tendencias constituye la base para
interpretar el cigoto ya como un «organismo» primordial (organismo monocelular)
que expresa coherentemente sus potencialidades de desarrollo a través de una
continua integración primero entre los diversos componentes internos y luego
entre las células a las que da lugar progresivamente. La integración es tanto
morfológica como bioquímica. Las investigaciones que se están llevando a cabo
desde hace ya algunos años no hacen más que aportar nuevas «pruebas» de estas
realidades.
3. Esos logros de la embriología moderna necesitan ser sometidos al análisis de
la interpretación filosófico-antropológica para poder percibir los grandes
valores que todo ser humano, aunque sea en la fase embrional, lleva consigo y
expresa. Por consiguiente, se trata de afrontar la cuestión fundamental del
status moral del embrión.
Es sabido que, entre las diversas propuestas hermenéuticas presentes en el
debate bioético actual, se han indicado varios momentos del desarrollo embrional
humano a los cuales unir la atribución al mismo de un status moral, a menudo
aduciendo razones fundadas en criterios «extrínsecos» (es decir, partiendo de
factores externos al embrión mismo). Pero ese modo de proceder no es idóneo para
identificar realmente el status moral del embrión, dado que todo posible juicio
acaba por basarse en elementos totalmente convencionales y arbitrarios.
Para poder formular un juicio más objetivo sobre la realidad del embrión humano
y, por tanto, deducir indicaciones éticas, es preciso más bien tomar en cuenta
criterios «intrínsecos» al embrión mismo, comenzando precisamente por los datos
que el conocimiento científico pone a nuestra disposición. A partir de ellos se
puede afirmar que el embrión humano en la fase de la preimplantación es: a) un
ser de la especie humana; b) un ser individual; c) un ser que posee en sí la
finalidad de desarrollarse en cuanto persona humana y a la vez la capacidad
intrínseca de realizar ese desarrollo.
¿De todo ello se puede concluir que el embrión humano en la fase de la
preimplantación ya es realmente una persona? Es obvio que, tratándose de una
interpretación filosófica, la respuesta a esta pregunta no es de «fe definida» y
permanece abierta, en cualquier caso, a ulteriores consideraciones.
Con todo, precisamente a partir de los datos biológicos de los que se dispone,
consideramos que no existe ninguna razón significativa que lleve a negar que el
embrión es persona ya en esta fase. Naturalmente, eso presupone una
interpretación del concepto de persona de tipo substancial, es decir, referida a
la misma naturaleza humana en cuanto tal, rica en potencialidades que se
expresarán a lo largo de todo el desarrollo embrional y también después del
nacimiento.
En apoyo de esta posición, conviene observar que la teoría de la animación
inmediata, aplicada a todo ser humano que viene a la existencia, resulta
plenamente coherente con su realidad biológica (así como en «substancial»
continuidad con el pensamiento de la Tradición). «Porque tú mis riñones has
formado, me has tejido en el vientre de mi madre; yo te doy gracias por tantas
maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma conocías cabalmente»,
dice el Salmo (Sal 139, 13-14), refiriéndose a la intervención directa de Dios
en la creación del alma de todo nuevo ser humano.
Además, desde el punto de vista moral, por encima de cualquier consideración
sobre la personalidad del embrión humano, el simple hecho de estar en presencia
de un ser humano (y sería suficiente incluso la duda de encontrarse en su
presencia) exige en relación con él el pleno respeto de su integridad y
dignidad: todo comportamiento que de algún modo pueda constituir una amenaza o
una ofensa a sus derechos fundamentales, el primero de los cuales es el derecho
a la vida, ha de considerarse gravemente inmoral.
Para concluir, deseamos hacer nuestras las palabras que el Santo Padre Benedicto
XVI pronunció en su discurso a nuestro congreso: «El amor de Dios no hace
diferencia entre el recién concebido, aún en el seno de su madre, y el niño o el
joven o el hombre maduro o el anciano. No hace diferencia, porque en cada uno de
ellos ve la huella de su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26). No hace diferencia,
porque en todos ve reflejado el rostro de su Hijo unigénito, en quien “nos ha
elegido antes de la creación del mundo (...), eligiéndonos de antemano para ser
sus hijos adoptivos (...), según el beneplácito de su voluntad” (Ef 1, 4-6)
(Discurso a los participantes en la asamblea general de la Academia Pontificia
para la Vida y al Congreso internacional sobre «El embrión humano en la fase de
la preimplantación», 27 de febrero de 2006: L’Osservatore Romano, edición en
lengua española, 3 de marzo de 2006, p. 4).