Autor: P. Antonio Rivero, L.C.
Fuente: Catholic.net
¿Qué es la espiritualidad?
La Espiritualidad de la Iglesia Católica trata de ser equilibrada entre doctrina y vivencia, entre teoría y práctica, entre contemplación y apostolado.
¿Qué es la espiritualidad?
INTRODUCCIÓN
1. ¿Qué es la espiritualidad?
Parte de la teología que estudia el dinamismo que
produce el Espíritu en la vida del alma: cómo nace, crece, se desarrolla, hasta
alcanzar la santidad a la que Dios nos llama desde toda la eternidad, y
transmitirla a los demás con la palabra, el testimonio de vida y con el
apostolado eficaz.
Por tanto, se busca doctrina teológica y vivencia
cristiana. Si sólo optara por la doctrina teológica quitando la vivencia,
tendríamos una espiritualidad racional, intelectualista y sin repercusión en la
propia vida. Y si sólo optara por la vivencia cristiana, sin dar la doctrina
teológica, la espiritualidad quedaría reducida a un subjetivismo arbitrario,
sujeta a las modas cambiantes y expuesta al error. Así pues, la verdadera
espiritualidad cristiana debe integrar doctrina y vida, principios y
experiencia.
2. Así ha sido el testimonio de los santos. Santa
Teresa de Ávila dice: “No diré cosa que no la haya experimentado mucho” (Vida
18, 7; Camino, prólogo 3). Pero ella valoraba también mucho el saber
teológico: “No hacía cosas que no fuese con parecer de letrados” (Vida 36,
5). Y decía: “Es gran cosa letras, porque éstas nos enseñan a los que
poco sabemos y nos dan luz, y allegados a verdades de la Sagrada Escritura
hacemos lo que debemos. De devociones a bobas líbrenos Dios” (Vida 13, 16).
3. Hay varios peligros y errores en la
búsqueda de una auténtica espiritualidad.
a) Por una parte, la ignorancia en los
temas espirituales es grande y a veces lleva a que cada quien se forje su propia
espiritualidad, su propio criterio. Se suele dar por supuesto que la conciencia
y la mente están siempre bien formadas, y se sabe muy bien discernir lo bueno y
lo malo. Pero, a decir verdad, no siempre es así.
b) Por otra parte, están también los que ofrecen
doctrinas falsas o mediocres en temas espirituales. No es raro en temas
de espiritualidad un subjetivismo arbitrario, que no se interesa por la
Revelación, el Magisterio, la teología o enseñanza de los santos. Se contentan
con seguir sus propios gustos y opiniones. Serán falsas todas aquellas
espiritualidades que no conducen a la perfecta santidad y al compromiso
apostólico, produciendo cristianos cómodos, sabihondos, soberbios intelectuales,
o con ideas confusas, extravagantes y etéreas...que va sacando de la chistera un
malabarismo pseudoespiritual, que intenta agradar y hacer reír a su público,
ávido de espectáculo y de la comezón curiosa. Ya lo decía san Pablo: “No
soportan la doctrina sana; sino que, según sus caprichos, se rodean de maestros
que les halagan el oído” (2 Tm 4, 3). ¡Qué bueno es tener buenos guías
espirituales! San Juan de la Cruz recomienda mucho “mirar en qué manos se
pone, porque cual fuere el maestro, tal será el discípulo” (Llama de amor viva,
3, 30-31). Y santa Teresa confiesa que “siempre fui amiga de
letras...gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados, porque no los
tenía de tan buenas letras, como yo quisiera...Buen letrado nunca me engañó”
(Vida 5, 3).
4) ¿Hay una o varias espiritualidades?
a) La espiritualidad cristiana es una sola si
consideramos su substancia, la santidad, la participación en la vida divina
trinitaria, así como los medios fundamentales para crecer en ella: oración,
liturgia, sacramentos, abnegación, ejercicio de las virtudes todas bajo el
imperio de la caridad. En este sentido, como dice el concilio Vaticano II,
“Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y
ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios” (Lumen Gentium
41a)....”Todos los fieles, de cualquier estado y condición, están llamados a la
plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (40b). Y en
el cielo, una misma será la santidad de todos los bienaventurados, aunque habrá
grados diversos.
b) Las modalidades de la santidad son múltiples,
y por tanto las espiritualidades diversas. Podemos distinguir espiritualidades
de época (primitiva, patrística, medieval, moderna); de estados de vida (laical,
sacerdotal, religiosa); según las dedicaciones principales (contemplativa,
misionera, familiar, asistencial, etc); o según características de escuela
(benedictina, franciscana, ignaciana, etc.).
La infinita riqueza del Creador se manifiesta en la
variedad inmensa de criaturas: miles y miles de especies de plantas, animales,
peces, minerales. También las infinitas riquezas del Redentor se expresan en
esas innumerables modalidades de vida evangélica. El cristiano, sin una
espiritualidad concreta, podría encontrarse dentro del ámbito inmenso de la
espiritualidad católica como a la intemperie. Cuando por don de Dios encuentra
una espiritualidad que le es adecuada, halla una casa espiritual donde
vivir, halla un camino por el que andar con más facilidad, seguridad y
rapidez; halla, en fin, la compañía estimulante de aquellos hermanos que
han sido llamados por Dios a esa misma casa y a ese mismo camino.
Hoy se da en la Iglesia un doble movimiento: por
un lado, una tendencia unitaria hace converger las diversas
espiritualidades en sus fuentes comunes: Biblia, liturgia, grandes maestros. Por
otra, una tendencia diversificadora acentúa los caracteres peculiares de
la espiritualidad propia a los distintos estados de vida, o a tales movimientos
y asociaciones. La primera ha logrado aproximar espiritualidades antes quizá
demasiado distantes, centrándolas en lo principal. La segunda ha estimulado el
carisma propio de cada vocación, evitando mimetismos inconvenientes.
Ciertos radicalismos deben ser indicados en este punto:
· Un exceso unificador: lleva en ocasiones a difuminar las espiritualidades, ignorando los diversos carismas, rompiendo tradiciones valiosas, desvirtuando la fisonomía propia de las diversas familias, regiones, escuelas. Así se llega a una espiritualidad única para adolescentes, cartujos, madres de familia, párrocos o jesuitas. Es un empobrecimiento.
·
Un exceso diversificador: radicaliza hasta la
caricatura los perfiles peculiares de una espiritualidad concreta; se apega
demasiado a sus propios métodos, lenguajes, modos y maneras; absolutiza lo
accidental y relativiza quizá lo esencial; pierde armonía evangélica y plenitud
de valores. Así se produce un ambiente espiritual cerrado, aislado. Los
integrantes de círculo tan cerrado se mostrarán incapaces de colaborar con otros
fieles o grupos cristianos. Es también un empobrecimiento.
Conclusión
Sola es universal la Espiritualidad de la Iglesia que
tiene en la sagrada liturgia su principal escuela, abierta a todos los
cristianos. Todas las demás espiritualidades acentúan más ciertos valores
cristianos y menos otros: una es metódica y reglamentada, otra tiene pocas
reglas; una insiste en la oración litúrgica, otra usa más las devociones
populares...Ninguna puede presentarse como absoluta para todos los hombres. La
Espiritualidad de la Iglesia Católica trata de ser equilibrada entre doctrina y
vivencia, entre teoría y práctica, entre contemplación y apostolado.
Seguiremos durante el curso este esquema:
I. Las fuentes de la santidad: Dios, María, Iglesia,
Liturgia
II. El perfil de la santidad: sermón de la montaña
III. La santidad amenazada: el mundo, el demonio y la carne
IV. La lucha por la santidad: oración, sacramentos, penitencia
y purificación
V. El crecimiento en la santidad: virtudes teologales
VI. La difusión de la santidad: Las virtudes morales o
cardinales
VII. El perfume de la santidad: el apostolado
VIII. Premio de la Santidad: Los frutos aquí abajo y el cielo,
allá arriba.
Capítulo Primero: Fuentes de Santidad
Devoción al Creador, Providencia, Jesucristo, Espíritu Santo, la Iglesia, la
Viren María y la Liturgia.
INTRODUCCIÓN
Si Dios es tres veces santo y es la santidad misma, es Él la fuente de la
santidad. A Él tenemos que acudir para saciar nuestra sed de santidad. Es Él
quien nos hará santos. Pero requiere nuestra pequeña colaboración: el ir a Él,
el ir a esa Fuente, pues nunca me obligará.
I. LA DEVOCIÓN
AL CREADOR
La contemplación del mundo creado es el fundamento de la religiosidad del hombre
(Rm 1, 20; Salmo 18, 2-7; Sab 13, 1.9; Hch 14, 15-17). La creación nos muestra
una variedad casi infinita de seres creados; desde el virus que se mide en
milimicras, hasta la ballena de treinta metros; desde la fascinante concha
nacarada hasta las alucinantes magnitudes de las galaxias que distan de nosotros
millones de años-luz. La inmensidad de la creación es un reflejo formidable de
la infinitud del Creador.
Nos pone enigmas insolubles: ¿Dónde tiene su origen el milagro de la vida?
¿Cómo explicar la perfección y complejidad de sus delicadas funciones? ¿Cómo
explicar esos vuelos migratorios de cinco mil kilómetros, de día , de noche, con
tormentas, con rumbos infalibles? ¿El vuelo de los murciélagos en la noche?
(Leer Job 38, 1-41). ¿Y el hombre?
Ante esto, el hombre no puede menos de enmudecer, doblegándose en la adoración.
La pregunta ante este admirable espectáculo de la creación es ésta: ¿Qué tiene
que ver la creación con mi santificación?
Dios me puso todo para que llegue a Él, fuente de la santidad. Me creó para
llegar a Él, que es mi fin. Me dotó con todo para el camino: inteligencia y
voluntad libre, gracias a estas capacidades puedo conocer sus signos y alabarle
y admirar su poder. El llegar o no llegar es cuestión mía.
San Agustín nos dice que toda la creación canta la presencia de Dios: “Él nos
hizo...somos hechura de Dios” (Confesiones 10. 6). San Francisco de Asís
descubría al Autor de la creación en todo. Por eso, caminaba con reverencia
sobre las piedras, abrazaba con indecible devoción todo...agua, sol, campos,
animales.
II. LA
CONFIANZA EN LA PROVIDENCIA
La Providencia de Dios es el cuidado, el gobierno de Dios sobre el mundo, la
ejecución aquí y ahora de su plan eterno. Todo cuanto sucede es providencial.
Este gobierno lo lleva a cabo mediante las leyes físicas en las cosas
inanimadas, y mediante las leyes morales en el hombre.
El plan que ha puesto en mí Dios es ser santo. Quizá los caminos por donde Él me
lleva para ser santo no me gusten o no los entienda. Por ejemplo, la Biblia nos
narra el ejemplo de José vendido por sus hermanos: “No sois vosotros los que
me habéis traído aquí; es Dios quien me trajo y me ha puesto al frente de toda
la tierra de Egipto” (Génesis 45, 8; 39, 1 ss).
Recordemos la trayectoria de Jesús.
Esta Providencia divina tropieza ante el problema del mal: ¿Por qué?, y
ante el pecado de los hombres. Respondemos: todo lo que sucede es voluntad de
Dios, positiva o permisiva. San Agustín dice: “El pintor sabe dónde poner el
color negro para que salga un hermoso cuadro; y, ¿no sabrá Dios dónde poner al
pecador para que haya orden en el mundo?”.
¿Qué tiene que ver la Providencia de Dios con la obra de mi santificación?
Abandonándome a las manos de Dios llegaré a la santidad. Y esto me dará
serenidad y fortaleza.
III. JESUCRISTO
Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Nos ha dado su Iglesia, su vida, su
sangre, su doctrina. Él llega a ser modelo para mí.
Mis deberes: conocerlo, amarlo, imitarlo, transmitirlo.
Este tema será desarrollado ampliamente en la materia del Catecismo de la
Iglesia católica.
IV. EL ESPÍRITU
SANTO
Es el Autor, Escultor, Artífice de la santidad. Vive en mi alma, para
deificarme, espiritualizarme. Nos mueve internamente a toda obra buena (Rm 8,
14; 1 Cor 12, 6). Nos purifica del pecado (Mt 3, 11; Jn 3, 5-9; Tit 3, 5-7). Él
enciende en nosotros la lucidez de la fe (1 Cor 2, 10-10). Él levanta nuestros
corazones a la esperanza (Rm 15, 13). Él nos mueve a amar al Padre y a los
hermanos como Cristo los amó (Rm 5, 5). Él llena de gozo y alegría nuestras
almas (Rm 14, 17; Gal 5, 22; 1 Tes 1, 6). Él nos da fuerza para testimoniar a
Cristo y fecundidad apostólica, pues la evangelización no es sólo en palabras,
“sino en poder y en el Espíritu Santo” (Gal 1, 5; Hch 1,8). Él nos concede ser
libres del mundo que nos rodea (2 Cor 3, 17). Él viene en ayuda de nuestra
debilidad y ora en nosotros con palabras inefables (Rm 8, 15).
Por tanto, la espiritualidad cristiana es la vida sobrenatural, que el Espíritu
profuce en los hombres.
Todo cristiano es teóforo, es decir, portador de Dios.
Mis deberes para con el Espíritu Santo: vivir según el Espíritu para ser hombre
nuevo (Ef 4, 17-24; 5, 8-21). Conocerlo. Ser dócil a sus divinas inspiraciones.
Intimar con Él en lo profundo del alma.
¿Cómo sé que tengo la presencia del Espíritu Santo en mi alma? Cuando vivo con
gozo, alegría, modestia, caridad, alegría, bondad, pureza, templanza (Gál 6,
7-9).
V. LA IGLESIA
La Iglesia es camino seguro para la santidad, pues su Fundador, Jesucristo, es
santo; tiene los medios para ser santos: los sacramentos; goza ya de frutos
suculentos de santidad: los santos.
El hombre encuentra a Jesús en la Iglesia. Aquí Él quiere manifestarse y
comunicarse: “Está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción
litúrgica” (Vaticano II, “Sacrosanctum Concilium” 7). Es en la Iglesia
católica donde se recibe el auténtico y apostólico testimonio de Jesucristo (Ap
1, 2). Y “únicamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es el
auxilio general de salvación, puede alcanzarse la total plenitud de los medios
de salvación” (Vaticano II, “Unitatis redintegratio” 3).
La espiritualidad cristiana sabe bien que Jesucristo santifica siempre a los
hombres con la colaboración de la Iglesia, Madre espiritual de los cristianos.
Así como Jesús durante su vida en la tierra santificaba por medio de su cuerpo
(curando...), así ahora, santifica por medio de su Cuerpo místico que es la
Iglesia.
Misión de la
Iglesia:
a) Escuchar y
predicar la Palabra:
ante falsos profetas que se están alzando, hay que escuchar y permanecer en la
enseñanza de los apóstoles (Hch 2, 42; Tit 1, 11; 3, 9; 1 Tm 6, 4; 2 Tm 2,
17-18).
b) Estar con
Jesús: formar
comunidad de vida (Hch 2, 42). Somos un solo rebaño congregado por el Buen
Pastor y por los pastores que le representan. Por tanto, no se puede ser
cristiano “por libre”, sin vinculación habitual con los hermanos y con los
pastores. Así se logra la santidad.
c) Administrar
y participar en los sacramentos:
“perseveraban en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2, 41). Este punto
lo veremos más ampliamente en el tema de la liturgia, fuente de santidad.
Tenemos que estar orgullosos de ser hijos de la Iglesia, al igual que santa
Teresa de Ávila. Amemos profunda y apasionadamente a la Iglesia, como san
Bernardo y santa Catalina de Siena, Ignacio de Loyola y demás santos.
VI. LA VIRGEN
MARÍA
Jesús nos la dejó antes de morir para que nos ayudara en el camino de la
santidad. Es uno de los tesoros del cristiano. Desde el cielo ella nos obtiene
de su Hijo los dones de la salvación de nuestra alma. A lo largo de los siglos
ha sido llamada e invocada como Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora.
Benedicto XIV dice que la Virgen “es como un río celestial por el que
descienden las corrientes de todos los dones de las gracias a los corazones de
los mortales” (Bula “Gloriosae Dominae” del 27 del IX de 1748). San Pío X
enseña que María, junto a la cruz “mereció ser la dispensadora de todos los
tesoros que Jesús nos conquistó con su muerte y con su sangre. La fuente, por
tanto, es Jesucristo; pero María, como bien señala san Bernardo, es el
acueducto” (Encíclica “Ad diem illum” del 2 del II de 1891). Pío XI afirma
que la Virgen ha sido constituida “administradora y medianera de la gracia”
(Encíclica “Miserentissimus Redemptor, del 8 del V de 1928). Juan Pablo II
destaca “la solicitud de María por los hombres, el ir a su encuentro en toda
la gama de sus necesidades, como en Caná de Galilea...se pone en medio, o sea,
hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre,
consceinte de que como tal puede -más bien “tiene el derechode”- hacer presente
al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación, por tanto, tiene un
carácter de intercesión” (Redemptoris Mater 21).
María es no sólo dispensadora de la gracia y santidad, sino también prototipo de
cada cristiano, modelo. Su santidad le vino de Dios, quien la llenó de gracia,
preservándola del pecado, único enemigo de la santidad. Las perlas de santidad
con las que Dios la adornó son: Inmaculada desde el primer instante de su
Concepción, Virginidad perpetua, Maternidad divina, Asunción a los cielos y
Coronación como Reina.
De todo esto concluimos que la devoción a la Virgen es un camino rápido para
llegar a la santidad. Y, ¿en qué consiste esta devoción a la Virgen? Amar
a la Virgen, en primer lugar, como Cristo la amó y la ama. Admirar su
ejemplo. Agradecer su ayuda y protección. Acudir a Ella en
los momentos difíciles, pues “jamás se ha oído decir que ninguno que haya
acudido a tu protección, implorado tu auxilio o pedido tu socorro, haya sido
abandonado por ti...” (San Bernardo). “Oye y ten entendido, hijo mío, el
más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no
temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí,
que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por
ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni inquiete otra cosa;
no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro
de que ya sanó” (Palabras de la Virgen de Guadalupe al indio Juan Diego).
Imitarla, pues ella es el modelo perfecto del evangelio; es modelo de
esposa, madre y virgen. Rezarle esas oraciones que tanto
arraigo han tenido en los fieles.
VII. LA
LITURGIA
¿Qué es la
liturgia?
Significa la participación del Pueblo de Dios en la obra de Dios, en las
celebraciones del culto divino, para llegar a la santificación personal y
comunitaria. Participación que se canaliza en estas funciones: oración, anuncio
del Evangelio, la caridad solidaria y administración y recepción de los
sacramentos. Esta participación tiene que ser consciente, activa y fructífera de
todos.
¿Dónde está el
fundamento de la liturgia?
Hay que buscarlo en la participación de todo bautizado en el sacerdocio de
Cristo. Este sacerdocio tiene dos dimensiones: el sacerdocio ministerial o
jerárquico, para los que reciben las órdenes sagradas; y el sacerdocio
común, del que participan todos los cristianos laicos y religiosos (cfr.
Vaticano II, Lumen Gentium 10, b).
Toda nuestra vida tiene que ser una liturgia permanente, es decir, una continua
ofrenda a Dios de todo lo que somos y tenemos. Dice san Pablo que “sea que
comáis, sea que bebáis, hacedlo todo para gloria de Dios y en acción de gracias”
(1 Cor 10, 31). Nuestro apostolado es liturgia y sacrificio. Nuestra predicación
es liturgia y sacrificio. Nuestra oración es liturgia. En fin, todo cristianos
debe entregar día a día su vida al Señor como “perfume de suavidad,
sacrificio acepto, agradable a Dios” (Flp 4, 18), “como hostia viva,
santa, grata a Dios; éste ha de ser vuestro culto espiritual” (Rm 12, 1).
Diversos
modos como Jesucristo, sacerdote celestial, ejercita con la Iglesia su
sacerdocio:
a) Mediante la
liturgia de la palabra:
cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura es Cristo quien habla (Sacrosanctum
Concilium 7a). Y la Iglesia, su Esposa, escucha lo que Él le habla hoy al
corazón. Nos habla para comunicarnos su Espíritu, porque nos ama. Nadie habla de
asuntos íntimos sino con sus amigos. Y la palabra es el medio más apropiado que
tenemos para comunicar a quien queremos nuestro espíritu. San Juan de la Cruz
nos dice: “El Padre, en darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra
suya -que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola
Palabra, y no tiene más que hablar” (Subida, II, 22, 3). Esta Palabra de
Dios constituye el sustento y el vigor de la Iglesia, la firmeza de fe para sus
hijos, el alimento del alma, la fuente pura y perenne de la vida espiritual (cfr.
Dei Verbum 21). ¿Cómo acoger esa Palabra? Con la misma devoción
con que recibimos los sacramentos. Hemos de comulgar a Cristo-Palabra, como
comulgamos a Cristo-Pan. Debemos escucharla con corazón atento y abierto,
como María de Betania (cfr Lucas 10, 39), como Lidia oía a san Pablo (Hech
16,14), con gozo en el espíritu (1 Tes 1,6), con intención
de practicarla (Sant 1, 21; 1 Cor 15,2), aunque hubiera que morir por
ella (Ap 1, 9ss; 6, 9; 204); y de hacerla germinar (Mt 13, 23).
Hay una frase de san Ignacio de Antioquía digna de aprenderse: “Me refugio en
el Evangelio como en la carne de Cristo” (Filadelfos 5,1). Y san Jerónimo:
“Yo considero el Evangelio como el cuerpo de Jesús”.Por eso el sacerdote besa
esa Palabra cada vez que lee el evangelio en la misa y lo inciensa en las
fiestas. Por eso, el ambón que sostiene esa Palabra tiene que ser firme, digno.
b) Mediante la
oración.
Cristo está presente en su Iglesia orante. Será la liturgia de la horas la
oración de Cristo con su Cuerpo al Padre (Sacrosanctum Concilium 84); extiende
la oración a lo largo del día, para glorificar a Dios y santificar a los
hombres.
c) Mediante los
sacramentos:
los sacramentos son acciones de Cristo, que los administra a través de hombres,
constituidos en órdenes sagradas. Estos sacramentos infunden la gracia a nuestra
alma, nos santifican, nos alimentan. Los sacramentos son como el sistema
circulatorio de la sangre de la Iglesia, que es la gracia de Cristo, y que el
corazón de esa gracia sacramental es siempre la eucaristía (SC 10B; LG 7b). El
sacramento más importante es la Eucaristía, porque en él recibimos no sólo la
gracia, sino al Autor de la gracia, Jesucristo. La Eucaristía es la
actualización del misterio pascual de Jesús, es decir, de la pasión, muerte y
resurrección de Jesús, una vez más por nosotros. La misa es realmente el
sacrificio del Calvario que se hace sacramentalmente presente en nuestros
altares, pero de manera incruenta. La Eucaristía es Sacrificio y Festín o
Banquete. Por ser Sacrificio, merece todo nuestro respeto, agradecimiento,
seriedad y arrepentimiento. Por ser Alimento, nos acercamos para alimentarnos.
El cristiano que no se alimenta de la Eucaristía, se muere, se queda sin la vida
de Cristo.
d) Mediante la
vivencia del año litúrgico:
el año litúrgico nos pone en contacto con la salvación de Cristo. En cada uno de
los períodos Dios nos quiere dar una gracia especial para ser santos.
e) Mediante los
sacramentales:
Cristo y la Iglesia, por medio de los sacramentales, extienden la santificación
litúrgica a todas las criaturas y condiciones de la existencia humana. Los
sacramentales son: bendiciones, exorcismos (para alejar o expulsar a Satanás del
cuerpo o del alma), imposición de manos, señal de la cruz, aspersión con agua
bendita, consagración de altares, basílicas, etc.
¿Cómo es la
liturgia?
Es simbólica, pues expresamos con símbolos y signos (agua, óleo,
unción, bendición...) realidades divinas, es decir, “lo que ni ojo vio, ni
oído oyó, ni mente humana puede concebir” (1 Cor 2,9). Es bella,
con una belleza digna, sublime, que aspira a expresar el mundo sobrenatural de
la gracia y de la gloria. Es participativa, donde procuran todos
tomar parte (lecturas, cantos, moniciones, ministros, etc.). Debe ser
respetuosa de las normas, es decir, nadie, “aunque sea sacerdote,
añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia” (Sacrosanctum
Concilium 22, 3)1
. Y dentro de ese respeto, la Iglesia también impulsa la creatividad
inteligente (elegir lecturas, preparar moniciones y preces, arreglos florales,
cantos, etc). Además, la liturgia es comunitaria y eclesial,
porque la vida cristiana es vida comunitaria, eclesial en torno a los apóstoles
y con los hermanos; por tanto, no se puede dar eso de cristianos no
practicantes. Es netamente pascual, pues centra a los cristianos
en la pasión, muerte y resurrección. La espiritualidad litúrgica, inspirada en
la Escritura, Tradición y Magisterio, siempre será ortodoxa, genuina y católica:
“Lex orandi, lex credendi”. Otra nota: la espiritualidad litúrgica es
mistérica y sagrada, pues se busca el encuentro con el Invisible. Es
cíclica, pues gira anualmente en torno a los misterios de Cristo,
en círculos que ascienden siempre hacia la vida eterna. Y finalmente, es
escatológica, siempre tensa hacia el fin de los tiempos (S.C.2). El
Vaticano II pone otras características de la liturgia: consciente, activa,
comunitaria, plena, interna y externa (S.C. 11, 14a, 19, 21b).
CONCLUSIÓN
“La liturgia
es la fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu
verdaderamente cristiano”
(S.C. 14b). Es verdad que la
vida espiritual abarca también otras facetas, por ejemplo, el trabajo, la
mortificación, la vida familiar y social, la piedad popular, etc. Pero una
espiritualidad, si quiere merecer el calificativo de católica, debe ser muy
consciente -en la doctrina y en la práctica- de que “la liturgia es la
cumbre a la que tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente
de donde mana toda su fuerza. De la liturgia, sobre todo de la eucaristía, mana
hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia
aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a
la cual las demás obras de la Iglesia tienden como fin” (S.C. 10). La
espiritualidad litúrgica es el mejor antídoto contra el pelagianismos y
voluntarismos de aquellos que tratan de santificarse con sus propias fuerzas
(sectas). También es remedio contra el subjetivismo, ese busca a Cristo cada uno
desde su sentimiento en las modas cambiantes.
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Dice san Juan de la Cruz: “No quieran usar nuevos modos, como si supiesen más que el E.S. y su Iglesia; que, si por esa sencillez no los oyere Dios, crean que no los oirá aunque más invenciones hagan” (Subida III, 44, 3).regresar
Capítulo Segundo: Perfil de Santidad
Las bienaventuranzas
INTRODUCCIÓN
1. Ubicación
Las bienaventuranzas entran en el así llamado Sermón de la montaña, o programa
de Jesús para sus discípulos. De ahora en adelante sus seguidores tienen este
carnet de identidad. Es tan importante que Jesús se sentó, nos dice el
evangelio. Es el símbolo de Jesús Maestro que quiere enseñar una lección nueva.
El “abriendo la boca” indica que alguien ha tomado la iniciativa para hablar
después de un largo silencio; que va a hablar algo importante. Es el momento de
escuchar.
Mahatma Gandhi encontraba delicioso el sermón de la montaña. Decía: “llega
derecho a mi corazón”. Nietzsche, por el contrario, lo sentía como un sonido
extraño y trascendente en una sociedad en la que importan otras cosas.
2. Definición
Una bienaventuranza es una forma de hablar que proclama la felicidad o la dicha
de una persona en determinada circunstancia o bajo ciertas condiciones.
3. Destinatarios
¿A quién está dirigido el sermón? A los de la montaña, es decir, a los que han
recibido la revelación divina, pues es en la montaña donde Dios se ha revelado a
su nuevo pueblo. El sermón de la montaña no es nada fácil de practicar. Si no
nos pesa como una montaña, es que no hemos entendido la importancia que Mateo le
da.
I. BIENAVENTURADOS LOS POBRES DE ESPÍRITU PORQUE DE ELLOS ES EL REINO DE LOS
CIELOS
1. Bienaventurados los pobres
El término pobre tiene varios significados. En primer lugar, pobre en el sentido
de desposeido (Dt 15, 4.11: “No habrá pobres entre vosotros...porque nunca
faltarán pobres en la tierra). En segundo lugar, puede significar personas que
son pisoteadas y oprimidas a causa de su pobreza (Am 8,4: Escuchad esto lo que
aplastáis al pobre e intentáis exterminar a los necesitados”). En tercer lugar,
los pobres y oprimidos no tienen influencia, poder ni prestigio; sus derechos no
son reivindicados por los hombres. Sólo queda Dios, y debido a su situación,
Dios demuestra especial atención a los pobres y decide “llevar la buena nueva a
los pobres” (Is 61, 1).
Por tanto, la palabra pobre describe personas que, por no tener a nadie en la
tierra que defienda sus derechos, han puesto su confianza en Dios. San Agustín
dice que pobres en el espíritu son, no solamente los que no se apegan a las
riquezas, sino principalmente los humildes y pequeños que no confían en sus
propias fuerzas y que están, como dice san Juan Crisóstomo, en actitud de un
mendigo que constantemente implora de Dios la limosna de la gracia.
En el salmo 69 los oprimidos y necesitados son también los que buscan al Señor.
Este pobre es sinónimo de humilde. Por eso los setenta traducen repetidamente
las palabras hebreas ani y anaw(im) por manso, modesto, humilde y piadoso. Así
pues, pobre es aquel que conoce su necesidad de Dios (y de sus prójimos).
San Jerónimo da una connotación más: “Bienaventurados los pobres de espíritu, es
decir, los que por el E.S. son voluntariamente pobres”, desprendidos en el
corazón.
2. La promesa: “...porque de ellos es el Reino de los cielos”
Significa que a ellos pertenece el reino de los cielos.
¿Qué es el reino de Dios? Quiere decir, ante todo, el dominio soberano de Dios,
su actividad salvífica en la historia del hombre, que él desea transformar en
historia de salvación. Es la manifestación de la bondad incondicional de Dios
con los hombres, cuya felicidad y salvación integrales desea aquí y ahora, pero
también escatológicamente.
Si aún queda muy general, podemos bajar más el significado, echando una mirada
al mensaje de Cristo. El reino de Dios es estar e identificarse con la gente,
especialmente, con los amenazados, los oprimidos y los pisoteados; dar vida a
los que no tienen ninguna; eliminar las relaciones de opresión de una persona
sobre otra, o de una nación sobre otra, para aportarles mutua solidaridad;
librar a la gente de toda clase de miedos; no condenar a la gente, no mantenerla
en su pasado de pecado o en sus experiencias negativas, sino brindarle en todas
las circunstancias un nuevo futuro y la esperanza que da la vida; amar a la
gente sin distinción, sin selección, sin límites; oponerse a lo que es falso, a
lo que no es apropiado y carece de futuro, a una mentalidad legalista que pasa
por alto la persona real y promueve únicamente la conformidad trivial y la
oración que no se hace en espíritu y verdad, sino con mera rutina.
El reino de Dios se identifica a menudo con la Iglesia, pero ni un solo pasaje
del N.T. permite tal identificación. Esto no significa que el reino de Dios no
se manifieste en la Iglesia, pero sólo como una semilla de mostaza, en pobreza y
debilidad, y también en esperanza. Sin embargo, el reino de Dios no se limita a
la Iglesia. El reino de Dios abarca y permea no sólo la esfera humana interna y
privada; también quiere transformar la esfera externa, la dimensión política,
social y económica.
II. BIENAVENTURADOS LOS AFLIGIDOS, PORQUE ELLOS SERÁN CONSOLADOS
1. Los afligidos
Un primer significado es el luto de muertos (Gn 23, 2), o luto por catástrofes
nacionales (Is 3, 26). También el duelo puede ser también resultado de la
opresión (1 Mac 1, 25-27; 2, 24.39).
Pero es más hondo el significado. El término “afligido” adquiere una dimensión
profunda, solidaria, cósmica. Se afligen porque ven que el mundo no acoge el
mensaje de Jesús, porque todavía hay situaciones de opresión e injusticia;
porque hay muchos obstáculos espirituales, sociales y materiales que impiden la
realización del reino de Dios aquí y ahora.
2. Serán consolados
Estos afligidos son llamados bienaventurados, no a causa de la aflicción, sino
porque “serán consolados”, porque con la llegada del reino cambiará su situación
y porque sus lágrimas serán enjugadas (Ap 21, 4). Estos afligidos, siguiendo la
línea de los pobres, explicada anteriormente, son los que esperan su consuelo
enteramente de Dios. Mateo invita a los discípulos a esa actitud.
Cómo serán consolados, no está inmediatamente claro; pero la fórmula pasiva en
que se formula la promesa es un “pasivo teológico”, una circunlocución
reverencial para expresar la acción divina. Pero es un consuelo escatológico, es
decir, para el más allá.
No obstante esto, esa consolación ya se ha hecho realidad en la acción de Dios
mediante la persona de Jesús que es “la consolación de Israel” (Lc 2, 25). En
Jesús, que respondió a todas las miserias humanas, la consolación de Dios
adquirió un rostro humano hasta el punto de poder llamarle verdaderamente “Dios
con nosotros” (Mt 1, 23)
III. BIENAVENTURADOS LOS MANSOS, PORQUE ELLOS HEREDARÁN LA TIERRA
1. Los mansos
La palabra hebrea anawin puede traducirse en griego por “pobre”, pero también
por “manso” y “afable”. Refuerza, por tanto, el significado de “pobre”.
Manso es sinónimo de dulce, tranquilo. Es una palabra desprovista de todo matiz
sociológico y económico. Expresa un ideal del que Jesús es modelo inconfundible
(cfr Mt 11, 29; 21, 5).
Como los pobres, los mansos son personas que se han entregado completamente a
Dios. Han roto con el estrecho círculo de sus propios deseos miopes, se han
dedicado enteramente al servicio de Dios. Esta actitud de espíritu no es lo
mismo que la resignación pasiva o el conformismo servil. Esta bienaventuranza
exige una gran prontitud y compromiso creador para un futuro que Dios desea
realizar por medio de los hombres.
La mansedumbre no tiene que ver nada que ver con el opio del pueblo ideado para
mantenerlo sumiso. Los mansos se dedican enteramente a servir a su prójimo. Pero
al revés que los “duros o halcones”, no luchan para conseguir una situación
mejor. No que no deseen una posición mejor o que no se afanen por realizar un
mundo más humano, sino que han decidido no usar la violencia para obtenerlo. A
riesgo de parecer ingenuos, confían en que para heredar la tierra han de ser
mansos, y están convencidos de que la violencia es un camino que no conduce a la
tierra prometida por Dios. Gandhi, Martín Lutero King son ejemplos indiscutibles
de esta mansedumbre.
2. Poseerán la tierra
Poseer la tierra era la esperanza original de los antepasados nómadas de Israel,
y la posesión de la tierra fue la primera promesa de Dios a su pueblo. Sin
tierra, somos transeúntes, errantes, desterrados. Poseer la tierra da seguridad,
tranquilidad, serenidad, prosperidad. Así como fue el pueblo de Egipto.
Pero la tierra de la que nos habla Jesús no es el suelo físico, político,
histórico. Al darnos esta promesa Jesús quiere que estemos sin tierra, es decir,
sin apegos. De hecho, cuando la tierra está asegurada, seduce y la gente se
puede perder en materialismo y comodidad. Mientras que cuando estamos sin
tierra, miramos más hacia arriba, donde está la tierra verdadera. De esta
manera, la promesa de Jesús se refiere a los que pierden poseyendo y a los que
se abren al don como receptores.
Esta tierra prometida es la nueva tierra, el cielo, donde estaremos seguros,
felices y libres.
IV. BIENAVENTURADOS LOS QUE TIENEN HAMBRE Y SED DE JUSTICIA, PORQUE ELLOS
SERÁN HARTOS
1. Los hambrientos:
Tenemos referiencia en Isaías 49, 8-13.
¿De qué hambre y sed se tratan? En la Biblia, la sed es a menudo símbolo de un
ardiente deseo de Dios: “Como la cierva anhela las corrientes de las aguas, así
mi alma te anhela a ti. Tiene mi alma sed de Dios, del Dios viviente” (Salmo 42,
1-2).
Mateo añade “hambre y sed de justicia”. Justicia es una palabra muy importante
en la teología de Mateo. Se encuentra siete veces (Mt 3, 15; 5, 6.10.20: 6,
1.33; 21, 32). Justicia hace referencia a la voluntad salvífica de Dios como
expresión de su fidelidad al pueblo de la alianza. Así como Dios defiende los
derechos de los pobres y consuela a los afligidos, así también sacia el hambre
de los que ponen su confianza en la voluntad de Dios. El hombre debe buscar ese
plan salvífico de Dios: “Buscad primero el reino y su justicia”. Justicia es
sinónimo en Isaías y en los Salmos de “salvación” (Sal 17, 15; Is 11, 4s).
Por tanto, hambre y sed superan la necesidad material, aunque la incluyen. Los
que tienen hambre y sed son víctima de la injusticia de los hombres, y sus
sufrimientos se convierten, por ello, en el hambre y sed de la justicia de Dios.
2. Promesa: “Serán hartos”
Está en pasivo. Significa que lo recibirán de Dios. Es la gratuidad de Dios.
La hartura se usaba también con frecuencia para expresar el gozo que se sigue
del don divino, idea expresada particularmente en Sal 17, 15. Y el don divino
tiene un nombre: Jesucristo. “El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree
en mí no tendrá sed jamás” (Jn 6, 35).
V. BIENAVENTURAROS LOS ISERICORDIOSOS, PORQUE ELLOS ALCANZARÁN MISERICORDIA
1. Los misericordiosos:
Misericordia, en hebreo hesed no significa la compasión o sentir los males de
alguno. Más bien significa la capacidad de meterse dentro de otra persona para
poder ver y sentir las cosas como el otro las ve y las siente; en otras
palabras, la capacidad de identificarse con otra persona. Los que no tienen
misericordia insisten en sus propios derechos.
También significa “bondad”. Cuando esta actitud se da entre dos hombres, éstos
son no solamente benévolos el uno con el otro, sino al mismo tiempo
recíprocamente fieles en virtud de un compromiso interior, por tanto, también en
virtud de una fidelidad hacia sí mismos.
Misericordia, en tercer lugar, significa también amor gratuito, amor más fuerte
que la traición, gracia más fuerte que el pecado o que el desprecio. Por eso,
cuando en el A.T. se refiere ese vocablo al Señor tiene relación a la alianza
que Dios ha hecho con Israel. Misericordia se identifica con fidelidad a sí
mismo.
Hay otro término en el A.T. para designar la palabra misericordia: rahamim.
Denota el amor de una madre (rehem: regazo materno), con todos los sentimientos
de bondad, ternura, paciencia, comprensión y disposición de perdonar. El A.T.
atribuye a Dios estos caracteres: “¿Puede acaso una mujer olvidarse de su
hijito, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ellas se olvidaran, yo
no te olvidaría? (Is 49, 15).
2. Promesa:
Esta misericordia no la podemos conseguir por nuestras propias fuerzas. Es un
don de Dios. Él nos hará partícipes de su misericordia. Pero tendrá misericordia
en la medida en que nosotros tendremos misericordia con nuestros hermanos. Por
tanto, la misericordia de Dios está condicionada a la misericordia que yo haya
tenido con el prójimo.
VI. BIENAVENTURADOS LOS LIMPIOS DE CORAZÓN, PORQUE ELLOS VERÁN A DIOS
1. Limpios de corazón:
Los judíos insistían mucho en la pureza, pero se quedaban en el aspecto
exterior: no entrar en un lugar para no contaminarse, lavarse las manos, lavar
la vajilla, etc. Pero Jesús vino a dar una nueva dimensión de la pureza,
fijándose en la pureza interior.
Limpios de corazón son los rectos; aquellos cuyos motivos son sin mezcla, cuya
mente es del todo sincera; los que tienen intenciones entera y totalmente puras
y cuyos intereses no están divididos.
Ser limpio de corazón no significa carecer de pecado. Ni tampoco se tiene que
interpretar sólo en el sentido de la castidad.
2. La promesa:
“Ver a Dios”. En el A.T. se refiere al culto del templo: presentarse delante de
Dios, experimentar la presencia de Dios en el culto del templo, especialmente en
las grandes festividades (Sal 24, 3 ss). Experiencia interna e íntima de Dios,
aquí y ahora, hecho paz, gozo, ayuda, fuerza, protección e intimidad.
También tiene un significado escatológico: poder ver a Dios en una edad futura
(1 Jn 3,2; Ap 22, 4; 1 Cor 13, 12).
VII. BIENAVENTURADOS LOS PACIFICADORES, PORQUE ELLOS SERÁN LLAMADOS HIJOS DE
DIOS
1. Los pacificadores:
La palabra hebrea Shalom es rica de contenido y no es fácil traducirla. Para el
hombre bíblico del A.T. “paz” es la suma total de todo lo que hace a una persona
satisfecha. Es la condición de los que viven en completa armonía consigo mismos,
con sus semejantes, con la naturaleza y con Dios. La paz se opone a todo aquello
que turba el bienestar y la prosperidad de los individuos y de la comunidad.
En el N.T. la paz es una de las características del reino mesiánico, que ha
llegado a nosotros en la persona de Jesús (Lc 2, 14; 19, 38). A los setenta y
dos los envía a anunciar la paz (Lc 10, 5-6).
¿Quiénes son los pacificadores? No es sinónimo de pacífico, apacible. Estamos
ante hacedores de la paz, no ante mantenedores de la paz. Muchos mantenedores de
la paz sólo han conseguido ocasionar perturbaciones, no paz, al permitir que se
desarrollara una situación amenazadora y peligrosa, dando como justificación que
por amor a la paz no querían actuar.
La paz de la Biblia no se consigue con actitudes evasivas ante los problemas,
sino dándoles la cara y tratando efectivamente con ellos. La bienaventuranza va
dirigida a las personas que se comprometen activamente a realizar la paz, que se
preparan para hacer frente a los problemas, para suprimir los obstáculos que
impidan esa paz. Esta paz no se puede limitar a la esfera privada, familiar. La
paz es preocupación por la justicia social, el progreso de todos los pueblos.
2. La promesa.
“Serán llamados hijos de Dios”. Es decir, serán hijos de Dios. Ser hijo de Dios
significa ser aceptado en la paz y en la amistad de Dios, estar cerca de Dios.
Es sinónimo de elegido.
VIII. BIENAVENTURADOS LOS QUE SUFREN PERSECUCIÓN POR LA JUSTICIA, PORQUE DE
ELLOS ES EL REINO DE LOS CIELOS. BIENAVENTURADOS SERÉIS CUANDO OS INJURIEN,
PERSIGAN Y, MINTIENDO, DIGAN TODO MAL CONTRA VOSOTROS POR CAUSA MÍA. ALEGRAOS Y
REGOCIJAOS, PORQUE VUESTRA RECOMPENSA SERÁN GRANDE EN LOS CIELOS
1. Los que sufren por la justicia:
Padecer por la justicia significa dar la vida a Jesús y aceptar la persecución
por él. La justicia de Dios adquiere forma en la persona de Jesús, y el
cristiano, en definitiva, sufre no por algo, sino por alguien (Sal 22; 34,
19-20; Sab 2, 10-20; 1 Pe 3, 13-14; 1 Pe 4, 13-14). El cristiano revive la
experiencia del justo que en Sal 69, 8.10 se dirige a Dios diciendo: “Pues por
ti sufro el insulto y la vergüenza cubre mi semblante...pues me devora el celo
de tu casa y cae sobre mí el baldón de los que te insultan”.
No hay que pensar que esta persecución la llevan a cabo gente fuera de la
Iglesia contra los creyentes que están dentro de la Iglesia. También se ha dado
dentro de la Iglesia, que nos hemos perseguido.
2. Alegraos y regocijaos:
Da dos razones. Primera, “porque vuestra recompensa es grande en el cielo”, es
decir, con Dios. Es más la recompensa es Dios mismo. Segunda: “también
persiguieron a los profetas anteriores a vosotros”. Es decir, ser perseguido por
causa de Cristo es estar en la verdadera senda y caminar en buena compañía: en
cuanto perseguidos, son los sucesores e imitadores de los profetas, hombres de
Dios por excelencia.
CONCLUSIÓN
Las bienaventuranzas son el espejo del cristiano. Cada día debemos mirarnos a
ese espejo, para ver si estamos o no alcanzando la estatura de Cristo.
Capítulo Tercero: La Santidad Amenazada
Los grandes enemigos de mi santidad: mundo, demonio y carne.
INTRODUCCIÓN
La santidad es el quehacer de todo cristiano aquí en la vida. Contamos con la
gracia de Dios para lograr este objetivo. Pero no es fácil. Hay que luchar,
porque estamos rodeados de tres grandes enemigos: mundo, demonio y carne.
I. EL MUNDO
1. Existencia del mundo
El mundo no es el conjunto de personas que viven en el mundo, ni en la
naturaleza ni todas las cosas bellas creadas por Dios para el hombre. Es, en
pocas palabras, el ambiente anticristiano que se respira en nuestra época,
gentes olvidadas de Dios y entregadas por completo a las cosas de la tierra. El
mundo que entra en las familias cristianas y en las comunidades familiares, nos
seduce y nos aleja de Dios.
2. Sus tácticas
a) Nos seduce con sus máximas o valores que se oponen a los valores del
Evangelio. Alaba a los ricos, a los fuertes y aun a los violentos y ambiciosos;
predica en voz alta el amor al placer sin medida. Nos seduce con la ostentación
de vanidades y placeres: reuniones mundanas donde se da paso a la curiosidad,
sensualidad y aun a la voluptuosidad. Se hace atractivo el vicio bajo el aspecto
de diversiones, representaciones teatrales, espectáculos, televisión, etc.
b) Nos aleja de Dios con los malos ejemplos. Al ver esa apariencia de
felicidad y de buena vida, nos puede convencer que lo que no es bueno, aparece
como lo exitoso.
c) Cuando el mundo no puede seducirnos intenta atemorizarnos, unas
veces por medio de una verdadera persecución organizada contra los creyentes;
otras veces, por amenazas induciendo a los cristianos practicantes a no cumplir
con sus obligaciones. Es fácil sucumbir a la seducción del mundo ya que el mundo
tiene un importante aliado en nuestro propio corazón y el deseo de ocupar
puestos importantes, tener riquezas y huir de la cruz.
3. Remedios
Para vencer a la seducción del mundo, es necesario mirar de frente hacia la
eternidad y considerar el mundo a la luz de la fe. Siendo el mundo contrario y
enemigo de Jesucristo, tenemos que ir contra sus criterios. No podemos servir a
dos señores y nuestra opción debe ser siempre Cristo
Leamos una y otra vez el Evangelio, convencidos de que es la palabra de
Jesucristo y que por Él recibiremos la gracia necesaria para ponerlo en
práctica. Huyamos de la ocasiones peligrosas, recordando que vivimos en el
mundo, pero no según el espíritu del mundo. En el mundo debemos ser testigos de
Cristo y cumplir la voluntad de Dios en nuestras vidas; practicar las
bienaventuranzas y hacer apostolado. Estamos llamados a ser luz del mundo y sal
de la tierra.
II. EL DEMONIO
1. Existencia
Vimos cómo el demonio incitó a nuestros primeros padres al pecado y salió
triunfante, inoculando su mentira y su soberbia. A partir de entonces, no ha
dejado de poner tentaciones a los hombres, como dice Apocalipsis: “El dragón se
irritó contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia,
a los que guardan los mandamientos de Dios y son fieles testigos de Jesucristo”
(12, 17).
2. Su táctica
El demonio no puede obrar sobre nuestras facultades superiores que son el
entendimiento y la voluntad, las cuales Dios reservó para sí como santuario
suyo. Sólo Dios puede entrar hasta el fondo de nuestra alma y mover los resortes
de nuestra voluntad sin hacernos violencia. Pero el demonio puede obrar
directamente sobre el cuerpo, sobre los sentidos externos e internos, en
especial sobre la memoria y la imaginación,así como sobre las pasiones que
tienen su asiento en el apetito sensitivo; y de esta manera obra indirectamente
sobre la voluntad, cuyo consentimiento solicita por medio de los diversos
movimientos de la sensualidad. Sin embargo, como advierte santo Tomás: “Siempre
queda la voluntad libre para consentir o rechazar”. Aunque el poder del demonio
se extiende a las facultades sensibles y al cuerpo, se halla limitado por Dios;
así pues quien confía humildemente en Él, puede estar seguro de la victoria,
pues nadie es tentado más allá de sus fuerzas.
3. Remedio
Tres son los principales remedios contra el demonio: oración humilde y confiada
para poner de nuestra parte a Dios y a los ángeles buenos; vida de sacramentos;
y absoluto desprecio al demonio.
III. CARNE O CONCUPISCENCIA
1. Concupiscencia de la carne: la concupiscencia es un enemigo
interior que llevamos siempre en nosotros mismos. La concupiscencia de la carne
es el amor desordenado de los placeres de los sentidos.
A) El placer no es malo de suyo. Dios permite el placer ordenándole a un
fin superior que es el bien honesto. Junta el placer con ciertos actos buenos,
para que se nos hagan más fáciles y para atraernos así al cumplimiento de
nuestros deberes. Gustar del placer con moderación y ordenándole a su fin
propio, que es el bien moral y sobrenatural, no es un mal, sino un acto bueno;
porque tiende a un fin bueno que, en última instancia es Dios mismo. Pero si
deseamos el placer independientemente del fin que lo hace lícito, si lo buscamos
como fin y no como medio, se convierte en un mal. Si obramos sólo por placer,
perderemos fácilmente los límites y caemos en el desorden; de ahí, por ejemplo,
los excesos en el comer o en el beber o el placer sensual repartido en todo el
cuerpo (vista, oído, tacto, etc.).
B) Remedio: La mortificación de los sentidos. Los que son de Cristo ,
tienen crucificada su propia carne con los vicios y pasiones (Gál 5, 24).
Debemos atar y dominar interiormente todos los deseos impuros y desordenados que
sentimos en nosotros. Cuidar nuestros sentidos externos que nos ponen en
relación con las cosas de fuera y pueden en un momento incitarnos al mal. El
sacramento del bautismo nos hace morir al pecado y nos incorpora a Cristo, con
lo cual quedamos obligados a practicar la mortificación. Cfr. Filip 1, 18
2. Concupiscencia de los ojos
A) Comprende dos cosas: curiosidad malsana y el amor desordenado de
los bienes de la tierra. La primera comprende el deseo inmoderado de ver, de
oír, de saber lo que pasa en el mundo, no para sacar provecho espiritual, sino
como una frivolidad. Comprende, también, a las falsas ciencias adivinatorias,
por las que intentamos conocer las cosas secretas o futuras, cuyo conocimiento
ha sido reservado a Dios. Por último abarca a las ciencias verdaderas o útiles,
cuando por ellas descuidamos nuestros deberes (vicio por la lectura, la
televisión, etc.).
El segundo aspecto es el amor desordenado del dinero, si lo consideramos como
instrumento para adquirir placer o poder, o si nos aficionamos a él para
tenerlo, poseerlo o sentar ahí nuestra seguridad. En ambos casos, nos exponemos
a cometer muchos pecados porque el deseo inmoderado de riquezas es fuente de
muchas injusticias y fraudes. Hacemos de los bienes terrenales un fin y no un
medio.
B) Remedio: para combatir esa curiosidad malsana debemos tener presente
que las cosas perecederas que tanto nos llaman la atención no lo merecen, por
ser nosotros inmortales. Este mundo va a pasar y sólo una cosa permanece: Dios y
el cielo que es la eterna posesión de Dios. Somos administradores de los bienes
temporales y tendremos que dar cuenta del uso que hicimos de ellas (cfr. Lc
16,2). Nos deben interesar interesar los acontecimientos terrenos, pasados y
presentes, pero sólo en tanto este conocimiento pueda ser puesto al servicio de
Dios, pero nuestro fin es eterno. Lo terreno es un medio para llegar a Dios y no
un fin en sí mismo.
Recordemos el sermón de la montaña: “Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el Reino de los cielos”. Despegar nuestro corazón de los
bienes terrenales para elevarlo a Dios.
3. Soberbia de la vida
A) El hombre se deja llevar por el exceso de amor propio y se considera
dios de sí mismo; olvida que Dios es su principio y su último fin; hace un
excesivo aprecio de sí mismo, y ve sus cualidades (verdaderas o falsas) como si
fueran suyas en lugar de referirlas a su Creador. Cae en un afán de
independencia que le impulsa a sustraerse de la voluntad de Dios o de sus
representantes. El egoísmo lo mueve a trabajar sólo para sí, la vana
complacencia se deleita en la propia excelencia y no cuenta con Dios, autor de
todo bien, que se complace con las buenas obras de sus creaturas.
A la soberbia se junto la vanidad, por la que procuramos desordenadamente la
estimación de los demás, su aprobación y sus alabanzas. Nace la envidia que se
deriva en jactancia, inclinación a hablar de sí mismo y de los méritos propios;
de la ostentación, procurando llamar la atención de los demás con el lujo; o
hipocresía, fingiendo virtud, que no nos preocupamos por adquirir. La soberbia
es el más terrible enemigo de la santidad, porque pretende robar a Dios la
gloria y Dios no se puede convertir en nuestro cómplice, y porque es fuente de
innumerables pecados como la presunción, el desaliento o la simulación.
El padre Maciel afirma: “No hay ser en el mundo que se encuentre tan lejos y
apartado de Dios, como los espíritus soberbios y pagados de sí mismos”.
B) Remedio: Debemos referir todo a Dios, reconociéndolo autor de todo
bien y que por ser principio de nuestros actos, debe ser su último bien. Dice
san Pablo: “¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué
te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor 4, 7). Todas nuestras
obras deben ser para gloria de Dios, y debemos hacerlas en su nombre. Debemos
recordar que nosotros no somos nada y que las cualidades que tenemos proceden de
Dios y a Él tienen que dar gloria.
CONCLUSIÓN
La vida cristiana es una lucha constante que después de diversas alternativas
termina con la muerte. Luca de capital importancia porque en ella nos va la vida
eterna. Hay en nosotros dos hombres, el hombre nuevo regenerado por Cristo, con
nobles inclinaciones gracias al E.S., pero jamás podremos despojarnos por entero
del hombre viejo con su triple concupiscencia.
Estos dos hombres están en pugna, en lucha. El bueno éxito lo deberemos a la
gracia de Dios, pero hemos de tener presente que todas cuantas gracias se nos
conceden, son gracias de combate, no de descanso; nuestro esfuerzo es
indispensable para perfeccionar en nosotros la vida cristiana y conseguir muchos
méritos.
Dice el padre Marcial Maciel: “...Esta es la historia
de los santos, que se resume en una lucha constante, llena de esfuerzos para
alcanzar la perfección. Ratos de sol y ratos de tempestad y de tormenta; pero
que esto no os desaliente, que no os aparte del camino de perfección, que no os
haga ceder en la lucha, porque sólo de los que se esfuerzan hasta el fin es el
Reino de los cielos”.
Capítulo Cuarto: La Lucha por la Santidad
Medios para conseguir la santidad.
INTRODUCCIÓN
La experiencia de muchos santos en la Iglesia, a lo largo del tiempo, que se han
esforzado por vivir el amor a Dios y al prójimo, aconseja unos medios que
facilitan el camino de la santidad.
Dios puede hacer milagros, aunque no pongamos los medios. Pero, de ordinario
quiere que nosotros pongamos nuestra parte, nuestro uno por ciento. Él pondrá el
noventa y nueve por ciento. Hay un dicho en español que dice: “A Dios rogando y
con el mazo dando”. Por tanto, la santidad es obra de Dios con nuestra ayuda y
colaboración
2.
Señalaremos unos medios intrínsecos, aquellos que cada uno tiene que aplicar; y
medios extrínsecos, aquellos que requieren la participación de otras personas.
I. MEDIOS INTRÍNSECOS
1. La oración
Es la elevación de nuestra alma a Dios, para alabarle y pedirle gracias para ser
mejores para su mayor gloria. Esta elevación se llama coloquio.
Hay dos tipos de oración:
a) Mental o meditación: conversación interior con Dios. En esta oración
hay que llevar todo lo que somos y tenemos (alegrías, tristezas, proyectos,
penas), llevar mi mente, mi corazón y mi voluntad. Lo que hay que hacer es:
ponerse en presencia de Dios y preguntarle qué quiere de nosotros. Después,
abrimos los santos evangelios y leemos detenidamente un párrafo haciéndonos
estas preguntas: ¿Qué dice Jesús aquí?; ¿Qué me dice a mí en particular?
¿Qué le respondo hoy yo a Cristo? Termino con un propósito, con una
resolución concreta para ese día. Lo importante en la oración no es la
sensiblería o el emocionalismo, sino las decisiones de la voluntad. La oración
mental o meditación debe siempre terminar con cambios profundos en nuestra vida,
con la conversión de tal o cual aspecto de mi vida que no está de acuerdo con la
ley de Dios.
b) Vocal: se expresa por medio de palabras o gestos. Empleamos nuestra
voz, boca y labios para cantar las alabanzas de Dios. Se ayuda uno con
devocionarios, oraciones escritas.
Son hermosos los frutos que obtenemos con la oración: nos vamos desapegando de
las criaturas y de las cosas de aquí abajo, nos vamos uniendo cada vez más con
Dios, tratando de hacer del día y del trabajo una oración constante, por medio
del ofrecimiento a Dios de cuanto hacemos; nos vamos transformando poco a poco
en Él.
2. Los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía
Buscamos la santidad en nuestra vida. Sin sacramentos sería imposible. En la
Eucaristía Cristo nos une a Cristo, nos alimenta, nos quita los pecados
veniales, forma el carácter. En la Confesión Dios nos limpia, nos renueva, nos
libra del pecado, nos reviste de su fuerza y nos ilumina.
Estos temas se verán ampliamente en la materia del Catecismo de la Iglesia
Católica.
3. El sacrificio
Es verdad que la vida espiritual no debe consistir en quitar defectos, en
autocastigarse, sino en desarrollar el verdadero amor a Dios y al prójimo. Pero
esta visión positiva de la vida espiritual no significa que no haya que
sacrificarse. El camino del amor es exigente, sobre todo porque se opone
directamente al camino de nuestro egoísmo. La identificación con Dios coincide
con el abandono del apego a nosotros mismos, de nuestro egoísmo. Es natural
entonces que haya que sacrificarse. Sacrificar el juicio severo, la pasión de la
venganza o del orgullo herido, la pereza cómoda.
San Juan de la Cruz dice: “Quien busca a Dios queriendo continuar con sus
gustos, lo busca de noche y, de noche, no lo encontrará” (Cántico espiritual
3,3).
El sacrificio tiene sus ventajas: es medicina para mis tendencias desordenadas;
es reparación de mis pecados; es medio maravilloso para colaborar con Cristo en
la obra de la redención.
4. El apostolado
Es un medio importantísimo para la propia santificación. Sólo cuando somos
capaces de entregar a los demás lo que profesamos con los labios y el corazón,
podemos decir que estamos realmente identificados con Cristo. El apostolado es
ser apóstol, predicar el evangelio y confirmarlo con el testimonio de la
caridad.
El apostolado debe ser concreto y lleve resultados concretos. Tiene que ser una
aportación exigente que ayude a una necesidad de la Iglesia.
El apostolado enseña a luchar y sufrir por Cristo y la salvación de los hombres,
nuestros hermanos. Enseña a ver cuánto es dura la resistencia y oposición a la
gracia por parte del egoísmo del hombre y también a apreciar la obra maravillosa
del Espíritu Santo en el alma de cada hombre. Enseña a comprender un poco más la
cruz del Salvador y a identificarse con su amor maravilloso, gratuito y
generoso.
El apostolado enseña a desprendernos de nosotros mismos, a tener que superarnos,
hacer un lado nuestros intereses, a hacer a un lado nuestros puntos de vista y
manera de ser, a limar nuestros defectos, para encontrarnos realmente con los
demás. La actividad apostólica acelera los progresos en la vida cristiana.
El primer apostolado se realiza, sin duda, en el propio ambiente: en la familia,
en la escuela y en el trabajo. Pero también se puede encontrar tiempo para
realizar compromisos apostólicos que abarquen a más personas y grupos.
Hay diversos tipos de apostolado: apostolado de la catequesis, de la caridad
solidaria, misionar, medios de comunicación social, de la enseñanza, etc...
II. MEDIOS EXTRÍNSECOS
1. La dirección espiritual
Es un diálogo formal y periódico con un sacerdote o con una persona de
confianza, avanzada en la vida espiritu y designada para esta tarea, con el fin
de buscar y descubrir la voluntad de Dios para la propia vida.
No es un refugio para consolarse y contar las propia penas y tampoco es la sede
adecuada para entablar discusiones doctrinales.
En la dirección hay tres agentes: el director espiritual, el dirigido y
el E.S., quien debe ser el verdadero protagonista. Tanto el director como el
dirigo buscan la voz del E.S. su luz, para ver la voluntad de Dios.
El director espiritual procede en todo con gran respeto a la persona que
acude al coloquio, sabiendo que hay progreso espiritual solamente en la libre
aceptación de la voluntad de Dios. El director, en ocasiones, cuando haya
contradicciones, ilustra lo que está de parte de Dios, motiva a abrirse a Él y
siempre respeta la libre voluntad de la persona. En otras ocasiones ayuda al
dirigido a descubrir él mismo, siempre a la luz del E.S., la voluntad de Dios
sobre su vida, ampliando horizontes, preguntando oportunamente, etc.
Conviene que la dirección espiritual tenga como base un programa de vida
redactado por el dirigido, en el cual se expresen los puntos principales del
trabajo espiritual de la persona y los medios más importantes que va a aplicar.
Al final de la dirección es conveniente sintetizar unos propósitos concretos,
recalcando los puntos principales del trabajo espiritual que se está llevando.
Es importante que la dirección se realice en un clima de formalidad: es
decir, en un lugar adecuado, con cita y preparación previa de parte de quien
acude. Todo esto ayuda a la intencionalidad y a darse cuenta de que es un evento
en el cual Dios actúa de modo especial. Ayuda a formular propósitos concretos y
a tomar en serio los frutos de la dirección espiritual. Cuanto más se banaliza
el encuentro, tanto menos atención y fruto procurará. Todo esto no quita la
cordialidad, la alegría y amistad, sino que incluso las acrecienta y ennoblece.
2. Participación en una comunidad eclesial
Nuestra vida espiritual y el camino hacia la santidad nos lleva a ser cada vez
más parte activa de la Iglesia, a vivir en comunión con nuestros hermanos y a
ser testigos comprometidos de Cristo. La santidad no nos aleja de los demás,
sino, por el contrario, nos impulsa a comunicarnos con ellos, a abrirnos y a
luchar juntos.
Esto nos lleva a formar parte de movimientos, asociaciones o grupos
parroquiales. Hay que buscar un grupo eclesial donde reine el amor a Jesucristo,
el aprecio por la vida sacramental y litúrgica, el espíritu de oración, una
metodología claramente inspirada en el evangelio y en la sana tradición de la
Iglesia y al Papa, un programa concreto de trabajo apostólico.
Estos grupos ayudan a la perseverancia en la vida cristiana, estimula a una
mayor generosidad, abre nuevos horizontes y sobre todo se transforma en un
trampolín de lanzamiento para llevar a cabo iniciativas apostólicas.
Ese movimiento o agrupación tiene que ser una comunidad de oración, de formación
y de trabajo concreto en favor de los demás, en orden a la predicación y
difusión del mensaje de Cristo y de ayuda a los más necesitados espiritual y
materialmente.
III. OTROS MEDIOS DE SANTIFICACIÓN
1. Deseo de perfección
2. El conocimiento de Dios y de sí mismo
3. La conformidad con la voluntad de Dios
4. Lecturas y pláticas espirituales
CONCLUSIÓN
Quien quiera alcanzar la santidad tendrá que echar mano de estos medios, al
igual que quien quiera ganar la batalla tiene que llevar escudo, yelmo, espada.
Si no, el enemigo llevará la delantera y nos vencerá.
___________________________
Valdría recordar el ejemplo de Naamán, el sirio, en 2 reyes capítulo 5.regresar
Capítulo Quinto: El Crecimiento en la Santidad
INTRODUCCIÓN
Siempre que se comienza a hablar de virtudes teologales, quizás algunas personas
se disponen a aguantar un discurso hecho de prescripciones, un sermón que
perciben como alejado de los propios intereses. Las virtudes teologales parecen
estar reservadas a pocos, mientras que la mayoría no tiene ocasión de practicar
ni de conocer a fondo, sobre todo si está ocupada en los asuntos de este mundo.
Algo teórico, pues, para la mayor parte de los comunes mortales, que toca muy
poco el propio interés y la propia vida.
Y no debería ser así. Porque la vida de fe, esperanza y caridad debería ser el
hábitat y la atmósfera en que respira el cristiano, so pena de asfixiarse y
ahogarse con el smog materialista de nuestro mundo.
I. LAS VIRTUDES EN GENERAL
Las virtudes no son una cosa que uno se pone, ni un título de estudios. Ni
siquiera la virtud es un don natural con el que nacemos, porque si así fuera no
sería virtud. Sin embargo, hay que aclarar que en la naturaleza humana existe
una disposición y la capacidad para la virtud que facilita la adquisición de las
mismas cuando se ponen los medios adecuados para ello.
Virtud es una disposición habitual del hombre, adquirida por el ejercicio
repetido de actuar consciente y libremente en orden a la perfección o al bien.
La virtud para que sea virtud tiene que ser habitual, y no un acto esporádico,
aislado. Es como una segunda naturaleza a la hora de actuar, pensar, reaccionar,
sentir.
Lo contrario a la virtud es el vicio, que es también un hábito adquirido por la
repetición de actos contrarios al bien.
II. VIRTUDES TEOLOGALES
Son tres: fe, esperanza y caridad. Fueron infundidas por Dios en nuestra alma el
día de nuestro bautismo, pero como semilla, que había que hacer crecer con
nuestro esfuerzo, oración, sacrificio.
1. Fin de las virtudes teologales: Dios nos dio estas virtudes
para que seamos capaces de actuar a lo divino, es decir, como hijos de Dios, y
así contrarrestar los impulsos naturales inclinados al egoísmo, comodidad,
placer.
2. Características de las virtudes teologales
a) Son dones de Dios, no conquista ni fruto del hombre
b) No obstante, requieren nuestra colaboración libre y consciente para
que se perfeccionen y crezcan.
c) No son virtudes teóricas, sino un modo de ser y de vivir.
d) Van siempre juntas las tres virtudes.
III. LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA FE
1. Definición: es un don, una luz divina por la cual somos capaces
de reconocer a Dios, ver su mano en cuanto nos sucede y ver las cosas como Él
las ve. Por tanto, la fe no es un conocimiento teórico, abstracto, de doctrinas
que debo aprender. La fe es la luz para poder entender las cosas de Dios
2. Características:
a) La fe es un encuentro con Dios, con su designio de salvación. Y
con la fe el hombre responde libremente a ese encuentro con Dios entregándose a
Él, con la inteligencia y la voluntad.
b) La fe es sencilla, no está hecha de elucubraciones y discursos,
sino de verdadera adhesión a Dios, como María, como Abraham.
c) La fe es vital, es decir, debe cambiar mi vida, demostrarse en
mi vida. Por eso, hay que vivir de fe.
d) La fe es experiencial, es decir, es un conocimiento de Dios en
la intimidad. Los que tienen fe gozan de Dios. No es un sentimiento, sino un
conocimiento del espíritu que Dios nos concede para intimar con Él. Este
conocimiento experimental de Dios tiene sus momentos privilegiados para
manifestarse a las almas: en el sacrificio, el dolor, en los momentos de prueba,
cuando se requiere de humildad y de un mayor desprendimiento de sí mismos.
e) La fe es objetiva, es decir, no se queda a nivel subjetivo,
intimista, sino que creemos en un Dios que se ha revelado a través de la Palabra
que hemos recibido de la Iglesia; Palabra que es preciso conocer, aprender y
hacerla vida. Los dogmas de la Iglesia son luces en el camino de nuestra fe; lo
iluminan y lo hacen seguro.
f) La fe termina en compromiso. Compromete mi vida con Dios en la
fidelidad a su Ley y en la donación total a Él. Compromiso de defenderla con mi
palabra y testimonio, alimentarla con la continua lectura y meditación de la
Biblia y difundirla a mi alrededor en el apostolado.
IV. LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA ESPERANZA
¿Cómo debe reaccionar un cristiano ante el mal, los problemas, las dificultades
de la vida? Hay quienes caen en el desaliento y piensan que no hay nada que
hacer, que todo es inútil. Hay otros que dicen que nuestra esperanza es
ingenuidad e idealismo. Hay quien nos dice que la esperanza es algo egoísta.
¿Por qué no es propio de un cristiano el desaliento y la desesperación? ¿En
verdad Dios actúa en nuestras vidas? ¿Cuál debe ser la mayor aspiración de un
cristiano?
1. Definición
Es la virtud teologal por la cual deseamos a Dios como Bien Supremo y confiamos
firmemente alcanzar la felicidad eterna y los medios para ello.
2. Fundamento
Vivo confiado en esta esperanza porque creo en Cristo que es Dios omnipotente y
bondadoso y no puede fallar a sus promesas. Así dice el Eclesiástico: “Sabed que
nadie esperó en el Señor que fuera confundido. ¿Quién que permaneciera fiel a
sus mandamientos, habrá sido abandonado por Él, o quién, que le hubiere
invocado, habrá sido por Él despreciado?Porque el Señor tiene piedad y
misericordia” (2, 11-12).
3. Efectos
a) Pone en nuestros corazón el deseo del cielo y de la posesión de Dios,
desasiéndonos de los bienes terrenales.
b) Hace eficaces nuestras peticiones.
c) Nos da el ánimo y la constancia en la lucha, asegurándonos el triunfo.
d) Nos proyecta al apostolado, pues queremos que sean muchos los que
lleguen a la posesión de Dios.
4. Obstáculos
a) Presunción: esperar de Dios el cielo y las gracias necesarias para
llegar a él, sin poner por nuestra parte los medios necesarios.
b) Desaliento y desesperación: harta tentados y a veces vencidos en la
lucha, se desaniman y piensan que jamás podrán enmendarse y comienzan a
desesperar de su salvación.
5. La Eucaristía, prenda del mundo venidero
La esperanza de la venida del Reino se realiza ya de manera misteriosa y
verdadera en la comunión eucarística. La comunión es el comenzar a gustar esa
promesa del cielo y alimentar el deseo de la posesión eterna. Es una
anticipación de la vida eterna aquí en la tierra. Y es la seguridad y la certeza
de nuestra esperanza.
V. LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA CARIDAD
La fe y la esperanza no tienen ningún sentido si no desembocan en el amor
sobrenatural o caridad cristiana. Por la fe tenemos el conocimiento de Dios, por
la esperanza confiamos en el cumplimiento de las promesas de Cristo y por la
caridad obramos de acuerdo a las enseñanzas del Evangelio.
1. Definición
Es la virtud por la que podemos amar a Dios y a nuestros hermanos por Dios. Por
la caridad y en la caridad, Dios nos hace partícipes de su propio ser que es
Amor.
La experiencia del amor de Dios la han vivido muchos hombres. San Pablo dice:
“Me amó y se entregó por mí”. Y quienes han experimentado este amor han
quedado satisfechos y han dejado todas las seguridades de la vida para
corresponder a este amor de Dios.
2. Características del amor de Dios
a) El amor de Dios es lo más cierto y lo más seguro: existió desde
siempre, estaba antes que naciéramos. Una vez que es encontrado, se llega
incluso a tener la sensación de haber perdido inútilmente el tiempo,
entretenidos y angustiados por muchas cosas por las que no merecía la pena haber
luchado y vivido.
b) El amor de Dios es sólido y firme, es como la roca de la que nos habla
el evangelio. El amor humana hay que sostenerlo continuamente, alimentarlo
constantemente...so pena de apagarse.
c) El amor de Dios es siempre nuevo, fresco y bello en cada instante. La
experiencia de san Agustín es muy reveladora: “¡Tarde te amé, Hermosura tan
antigua y tan nueva, tarde te amé! Y Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y así
por fuera te buscaba; y deforme como era me lanzaba sobre las cosas hermosas que
Tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no estaba contigo... Me llamaste y
clamaste y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste y curaste mi
ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré y ahora te anhelo; gusté de Ti, y
ahora siento hambre y sed de Ti; me tocaste y deseé con ansia la paz que procede
de Ti” (Confesiones).
d) El amor de Dios es perpetuo, no se acaba, no se cansa, no tiene
límites. Si hay dificultades no es por Dios.
3. Características del amor
a) La sinceridad y la pureza: debe ser un amor que nace de la
interioridad de la persona. No puede ser un amor de apariencias. Jesús mira
siempre el corazón de la gente y por eso alaba a esa pecadora arrepentida y echa
en cara la hipocresía de los fariseos.
b) El servicio al necesitado: socorrer al que tiene necesidad en el
cuerpo o en el alma. Cristo cura las enfermedades, da de comer, consuela a los
tristes, ilumina la mente y el corazón, ofrece el perdón. Servir al otro, porque
percibimos el valor de las almas y de su salvación.
c) El perdón y la misericordia: son las expresiones más exquisitas del
amor que Dios nos ofrece, a través del ejemplo de su Hijo Jesucristo.
Posiblemente la faceta del perdón que más cuesta es el olvido de las injurias y
de la difamación. Solamente la gracia de Dios puede conceder la paz, el perdón y
el amor hacia el difamador.
d) Universalidad y delicadeza: Universal, porque tengo que amar a todos,
por ser hijos amados de Dios. Delicada, porque busca manifestarse en las cosas
pequeñas, tiene en cuenta las características y sensibilidad de cada persona.
4. Himno a la caridad de san Pablo (1 Cor, 13, 1ss)
a) Es paciente, no se irrita: paciencia no es ese encogerse de hombros
ante las contrariedades y aguantar hasta tiempos mejores, ni ese “qué se le va
hacer”. Es aguante pero positivo -cara a Dios- que se sobrepone a la
indiferencia, a las contrariedades, a los malos tiempos, a la ingratitud, porque
descansa en Dios.
b) Es benigna: engendra el bien, dulzura, bondad
c) No es envidiosa, ni se hincha: porque se da.
d) Todo lo tolera, no es interesada
e) Todo lo excusa, no es descortés, todo lo espera
f) Se complace en la verdad.
g) La caridad no pasará jamás.
5. Resumen de la ley
Jesucristo en el Evangelio predica el amor a Dios sobre todas las cosas y el
amor al prójimo como a sí mismo, como el principal mandamiento. Predica las dos
reglas como único mandamiento. Esto quiere decir que el amor de Dios y a Dios,
cuando es verdadero, hace brotar necesariamente el amor hacia los hombres,
nuestros hermanos.
La caridad divina tiene la peculiaridad de vaciarnos del egoísmo y de vivir en
todo la entrega y la generosidad, es decir, el amor. Cuando hay discordias y
egoísmos, Dios no está en esa alma. Pero cuando hay apertura, sencillez,
disponibilidad, desapego, servicio, perdón...entonces es señal de la presencia
de Dios en esa alma.
El amor al prójimo significa búsqueda del bien de todos los hombres que están al
alcance de tus obras: tus familiares, amigos, compañeros de estudio o trabajo,
todos aquellos que caminan contigo, aún los que te han causado algún daño.
CONCLUSIÓN
En el amor de Dios se crece cada día, practicándolo y abnegándose. En el amor se
camina, se crece, con la gracia de Dios. Este amor se demuestra cumpliendo la
voluntad de Dios, observando sus mandamientos, poniendo atención a las
inspiraciones del E.S., siendo fieles a los deberes del propio estado.
El que tiene verdadera caridad es un apóstol entre sus hermanos y es capaz de
superar todo temor y respeto humano.
Capítulo Sexto: La difusión de la Santidad
Las virtudes morales o cardinales
INTRODUCCIÓN
Se llaman cardinales porque son el gozne o quicio (cardo, en latín) sobre el
cual gira toda la vida moral del hombre; es decir, sostienen la vida moral del
hombre. No se trata de habilidades o buenas costumbres en un determinado
aspecto, sino que requieren de muchas otras virtudes humanas. Estas virtudes
hacen al hombre cabal. Y sobre estas virtudes Dios hará el santo, es decir,
infundirá sus virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo.
Mientras en las virtudes teologales Dios ponía todo su poder sin nuestra
colaboración, aquí en las virtudes morales Dios las infundió el día del bautismo
como una semilla, pero dejó al hombre el trabajo de desarrollarlas a base de
hábitos y voluntad, siempre, lógicamente, movido por la gracia de Dios.
Estas cuatro virtudes son como remedio a las cuatro heridas producidas en la
naturaleza humana por el pecado original: contra la ignorancia del entendimiento
sale al paso la prudencia; contra la malicia de la voluntad, la justicia; contra
la debilidad del apetito irascible, la fortaleza; contra el desorden de la
concupiscencia, la templanza.
I. LA PRUDENCIA
1. Virtud infundida por Dios en el entendimiento para que sepamos escoger
los medios más pertinentes y necesarios, aquí y ahora, en orden al fin último de
nuestra vida, que es Dios. Virtud que juzga lo que en cada caso particular
conviene hacer de cara a nuestro último fin. La prudencia se guía por la razón
iluminada por la fe.
2. Abarca tres elementos: pensar con madurez, decidir con sabiduría y
ejecutar bien.
3. La prudencia es necesaria para nuestro obrar personal de santificación
y para nuestro obrar social y de apostolado.
4. Los medios que tenemos para perfeccionar esta virtud son: preguntarnos
siempre si lo que vamos a hacer y escoger nos lleva al fin último; purificar
nuestras intenciones más íntimas para no confundir prudencia con dolo, fraude,
engaño; hábito de reflexión continua; docilidad al Espíritu Santo; consultar a
un buen director espiritual.
5. El don de consejo perfecciona la virtud de la prudencia
6. Esta virtud la necesitan sobre todo los que tienen cargos de dirección
de almas: sacerdotes, maestros, papás, catequistas, etc.
II. LA JUSTICIA
1. Virtud infundida por Dios en la voluntad para que demos a los demás lo
que les pertenece y les es debido.
2. Abarca mis relaciones con Dios, con el prójimo y con la sociedad.
3. La justicia es necesaria para poner orden, paz, bienestar, veracidad
en todo.
4. Los medios para perfeccionar la justicia son: respetar el derecho de
propiedad en lo que concierne a los bienes temporales y respetar la fama y la
honra del prójimo.
5. La virtud de la justicia regula y orienta otras virtudes: a) La
virtud de la religión inclina nuestra voluntad a dar a Dios el culto que le
es debido; b) La virtud de la obediencia que nos inclina a someter
nuestra voluntad a la de los superiores legítimos en cuanto representantes de
Dios. Estos superiores son: los papás respecto a sus hijos; los gobernantes
respecto a sus súbditos; los patronos respecto a sus obreros; el Papa, los
obispos y los sacerdotes respecto a sus fieles; los superiores de una
Congregación religiosa respecto a sus súbditos religiosos.
III. LA FORTALEZA
1. Es la virtud que da fuerza al alma para correr tras el bien difícil,
sin detenerse por miedo, ni siquiera por el temor de la muerte. También modera
la audacia para que no desemboque en temeridad.
2. Tiene dos elementos: atacar y resistir. Atacar para conquistar metas
altas en la vida, venciendo los obstáculos. Resistir el desaliento, la
desesperanza y los halagos del enemigo, soportando la muerte y el martirio, si
fuera necesario, antes que abandonar el bien.
3. El secreto de nuestra fortaleza se halla en la desconfianza de
nosotros mismos y en la confianza absoluta en Dios. Los medios para crecer en la
fortaleza son: profundo convencimiento de las grandes verdades eternas: cuál es
mi origen, mi fin, mi felicidad en la vida, qué me impide llegar a Dios; el
espíritu de sacrificio.
4. Virtudes compañeras de la fortaleza: magnanimidad (emprender
cosas grandes en la virtud), magnificencia (emprender cosas grandes en obras
materiales), paciencia (soportar dificultades y enfermedades),
longanimidad (ánimo para tender al bien distante), perseverancia
(persistir en el ejercicio del bien) y constancia (igual que la
perseverancia, de la que se distingue por el grado de dificultad).
IV. LA TEMPLANZA
1. Virtud que modera la inclinación a los placeres sensibles de la
comida, bebida, tacto, conteniéndola dentro de los límites de la razón iluminada
por la fe.
2. Medios: para lo referente al placer desordenado del gusto, la
templanza me dicta la abstinencia y la sobriedad; y para lo referente al placer
desordenado del tacto: la castidad y la continencia.
3. Virtudes compañeras de la templanza: humildad, que modera mi
apetito de excelencia y me pone en mi lugar justo; mansedumbre, que
modera mi apetito de ira.
CONCLUSIÓN
Estas virtudes morales restauran poco a poco, dentro de nuestra alma, el orden
primitivo querido por Dios, antes del pecado original, e infunden sumisión del
cuerpo al alma, de las potencias inferiores a la voluntad. La prudencia es ya
una participación de la sabiduría de Dios; la justicia, una participación de su
justicia; la fortaleza proviene de Dios y nos une con Él; la templanza nos hace
partícipes del equilibrio y de la armonía que en Él reside. Preparada de esta
manera por las virtudes morales, la unión de Dios será perfecta por medio de las
virtudes teologales.
Capítulo Séptimo: El Perfume de la Santidad
INTRODUCCIÓN
El apostolado es un medio importantísimo para la propia santificación. Solamente
cuando somos capaces de entregar a los demás lo que profesamos con los labios y
el corazón, podemos decir que estamos realmente identificados con Cristo.
El apostolado es ser apóstol, predicar el evangelio y confirmarlo con el
testimonio de la caridad, como nos ha ordenado Jesucristo después de su
resurrección: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio” (Marcos 16, 15).
1. ¿Qué es el apostolado?
Es llevar el mensaje de Cristo a nuestro alrededor. El apostolado es dar razón
de nuestra fe, como nos dice san Pablo. Es entregar a los demás lo vivido y
contemplado en la oración. Es el derramamiento al exterior de mi vida espiritual
e interior, para que también se beneficien los demás de la acción de la gracia
en mí.
El apostolado es poner a las personas delante de Jesús para que Él les ilumine,
les cure, les consuele, como hicieron aquellos con el paralítico (ver Mc 2,
1-5). Ellos pusieron al paralítico delante de Jesús y Jesús hizo el resto.
Los que llevaban al paralítico tuvieron que sortear muchas dificultades. Así
también nos pasará a nosotros en el apostolado. Pero hay que vencerlas, hasta
poder llevar a los hombres frente a Jesús. Ellos vencieron la barrera con su
decisión, con su ingenio, con su interés: metieron al paralítico por el techo.
2. ¿Quién debe hacer apostolado?
Todo cristiano, por ser bautizado, está llamado a hacer apostolado. Desde el
bautismo estamos llamados a ser santos y a santificar a los demás. Y, ¿cómo voy
a santificar a los demás, si no hago apostolado?
3. ¿Para qué hacer apostolado?
Para que todos lleguen al conocimiento de Dios, de su santa Ley y puedan
alcanzar la salvación eterna y así crear la civilización del amor en nuestro
mundo.
Lo importante es que Cristo sea anunciado, conocido y amado. En el apostolado no
se va a cosechar triunfos personales, ni a ser la figura principal: Cristo es la
única figura. No podemos ser como aquellos que “se preocupan más de hacer un
buen papel ante el auditorio ingenuo que de trabajar por su salvación”
(Benedicto XV, “Humanum genus).
Nos dice san Ambrosio: “no te engrías si has servido bien, porque has cumplido
lo que tenías que hacer. El sol efectúa su tarea, la luna obedece; los ángeles
desempeñan su cometido. El instrumento escogido por el Señor para los gentiles
dice: yo no merezco el nombre de Apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de
Dios”(1 Cor 15, 9).
4. ¿Dónde hacer apostolado?
En todas partes y en todos los campos: familiar, profesional, social, político,
medios de comunicación social etc. El papa en su encíclica Redemptoris missio
nos habla largamente de todos los campos donde hay que llevar la misión del
Redentor, habla de los nuevos areópagos modernos: los medios de comunicación
social.
5. ¿Cómo hacer apostolado?
Con humildad, pues somos instrumentos. Sin humildad, no se puede ser apóstol.
Esta humildad se manifiesta de muy diversas formas: rectitud de intención,
rechazar los deseos de vanidad y vanagloria, no querer ser la figura principal
y, sobre todo, tener muy presente que es Dios quien pone siempre el incremento.
Con ilusión y alegría, pues transmitimos la Buena Nueva. Con respeto a la
libertad de las personas. Con voluntad y espíritu de abnegación. Sin
desanimarnos. Las gentes que deseamos llevar a Dios no tienen a veces deseos de
moverse, surgen imprevistos, barreras en el camino hacia Jesús. No nos
olvidemos: si amamos a Jesucristo, si tenemos fe en Él, espíritu de iniciativa y
constancia, todo lo podemos.
Dice Pablo VI: “Paradójicamente, el mundo, que a pesar de los innumerables
signos de rechazo de Dios, lo busca sin embargo por caminos insospechados y
siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le
hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si
estuvieran viendo al invisible. El mundo exige y espera de nosotros sencillez de
vida, espíritu de oración, caridad para con todos, especialmente para los
pequeños y los pobres, ovbediencia y humildad, despego de sí mismos y renuncia.
Sin esta marca de santidad, nuestra palabra difícilmente abrirá brecha en el
corazón de los hombres de este tiempo. Corre el riesgo de hacerse vana e
infecunda” (Evangelii nuntiandi 76).
En el apostolado hay que enseñar todas las verdades de la fe, incluso las más
exigentes, sin callar o desvirtuar nada. San Pablo habló de todo: de la
humildad, de la abnegación, de la castidad, del desprendimiento de las cosas
terrenas, de la obediencia. Y no temió dejar bien claro que es necesario elegir
entre el servicio de Dios y el servicio de Belial, porque no es posible servir a
los dos. Que todos, después de la muerte, habrán de someterse a un juicio
tremendo. Que nadie puede mercadear con Dios. Que de Dios nadie se burla. Que
sólo se puede espera la vida eterna si se observan las leyes divinas. Jamás el
apóstol debe omitir estos temas, por el simple hecho de ser duros.
Quien predica a Cristo tendrá que acostumbrarse en ocasiones a ser impopular, a
ir contra corriente, si verdaderamente busca la salvación de las almas y la
extensión del reino de Cristo. ¿Desde cuándo un médico da medicinas inútiles a
sus pacientes, por el simple hecho de que las útiles les van a saber
desagradables al paladar?
Y todo esto con prudencia, con oportunidad, haciendo amable y atrayente la
doctrina del Señor. Porque tampoco se atrae a los demás a la fe siendo
intempestivos, sino con cariño humano, con bondad y con paciencia.
6. ¿Qué me enseña el apostolado?
Enseña a luchar y sufrir por Cristo y la salvación de los hombres, nuestros
hermanos. Enseña a ver cuánto es dura la resistencia y oposición a la gracia por
parte del egoísmo del hombre y también a apreciar la obra maravillosa del
Espíritu Santo en el alma de cada hombre. Enseña a comprender un poco más la
cruz del Salvador y a identificarse con su amor maravilloso, gratuito y
generoso. Enseña a desprendernos de nosotros mismos, a tener que superarnos,
hacer a un lado nuestros puntos de vista y manera de ser, a limar nuestros
defectos, para encontrarnos realmente con los demás. Acelera los progresos en la
vida cristiana.
7. ¿Qué implica el apostolado?
Militancia. Militancia es todo lo contrario a apatía, pereza, indiferencia,
mediocridad, despreocupación, egoísmo. Militancia significa moverme, salir de la
cueva de mis cosas para dar algo a los demás. Militancia significa entrega,
generosidad, sin temor a desgastarme, con la seguridad de enriquecerme más,
cuanto más me doy. Militancia significa luchar, pues la vida no es un lago
tranquilo, sino un río; el que no nada se lo lleva la corriente y no alcanza la
ribera. Militancia es conciencia de aprovechar el tiempo para el Reino, para
Dios y para el prójimo; el santo no pierde tiempo en futilidades, no se concede
comodidades, ni descanso más allá de lo necesario; va eliminando todo lo
superfluo.
Es el amor quien me impulsa a la militancia. Si no hay amor, no hay militancia,
no me moveré, no haré nada por Dios, por Cristo, por la Iglesia, por los demás.
La militancia brota cuando tengo conciencia de la fuerza del mal en el mundo y
quiero tratar de detenerla, de luchar contra ella, para contrarrestar esa fuerza
del mal con la fuerza del bien, proveniente del mensaje de Cristo.
Esta militancia me hará estar al día en todos los problemas del mundo y de la
Iglesia, estudiarlos, analizarlos, para después tratar de poner soluciones. Me
hará conseguir la preparación más adecuada, pues la gracia de Dios no suple
nuestras negligencias, sí nuestras deficiencias, provenientes de nuestras
limitaciones humanas.
La militancia en el apostolado me exige programación, para que el apostolado sea
eficaz, y no se den golpes al aire. Esta programación supone tener unos
objetivos claros, poner los medios adecuados y hacer un calendario. Naturalmente
una buena programación requiere también una revisión periódica, con balance y
actualización de los medios y del calendario. La evangelización no se debe
improvisar; las cosas de Dios son serias y hay que programarlas para llevarlas a
cabo con eficacia.
Esta militancia abarca la vida espiritual, la vida profesional, la vida familar
y la vida apostólica.
8. Campos concretos de apostolado
La catequesis, las misiones, la familia, la gente carenciada, la adolescencia y
la juventud, los medios de comunicación social, etc.
CONCLUSIÓN
El apóstol se hace y se fortalece en la unión con Cristo. Siempre se cumplen sus
palabras: “Sin Mí no podéis hacer nada”. Con Él todo lo podemos; nuestra vida es
capaz de iluminar y arrastrar a los demás, incluso en los ambientes más
difíciles, o en medio de grandes tribulaciones. La historia de la Iglesia, de
todas las épocas, ha sido un vivo ejemplo. Los primeros cristianos lograron que
la fe penetrara en poco tiempo en las familias, en el senado, en la milicia, en
el palacio imperial: “Somos de ayer y llenamos ya el orbe y todo lo vuestro,
ciudades y caserones, fortalezas y municipios y burgos, campamentos y tribus, y
la milicia, la corte y el senado y el foro” (Tertuliano). No tenían apenas
medios y cambiaron un mundo pagano, al que se le veían pocos resortes para su
conversión.
En un mundo que se presenta en muchos aspectos como pagano “se impone a todos
los cristianos la dulcísima obligación de trabajar para que el mensaje divino de
la revelación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar
de la tierra” (Concilio Vaticano II, “Apostolicam Actuositatem). Evidentemente,
la primera obligación será, de ordinario, orientar nuestro apostolado hacia las
personas que Dios ha puesto a nuestro lado, a los que están más cerca, a los que
tratamos con frecuencia. Pero esto no basta: hay que salir del círculo de
nuestros conocidos, pues hay muchos que me esperan, incluso más allá de nuestras
fronteras.
Capítulo Octavo: Premio de la Santidad
Los frutos aquí abajo y el cielo, allá arriba.
INTRODUCCIÓN
Llegamos al último capítulo. ¿Qué ganamos con la santidad, con el esfuerzo por
ser santos? Las cosas se pueden hacer por fines muy diversos. En una ocasión
alguien preguntó a tres picapedreros, ocupados en la construcción de una
catedral, que están haciendo. Uno dice: “pico piedra”. Otro contesta: “Me gano
el pan”. Y el tercero responde: “construyo una catedral”. La respuesta plena
sería: “Edifico esta catedral para gloria de Dios y para santificación mía y de
mis hermanos”.
Los latinos decían: “Mira el fin”. Al caminar es preciso no perder nunca de
vista la meta, el fin. Mirando el fin se acrecientan las fuerzas y se asegura la
prudencia de los medios que se van poniendo.
La meta de nuestro trabajo en la santidad tiene que ser la gloria de Dios y la
salvación propia y la de los demás en el cielo.
I. FRUTOS AQUÍ EN LA TIERRA
1. En mis relaciones con Dios:
Desarrollo de la vida de gracia y de la presencia de Dios.
La vida de oración profunda
Amor filial y delicado a la Santísima Virgen María
Amor personal a la Iglesia y al Papa
2. En el testimonio de vida familiar
En los esposos: amor y respeto mutuo, procreación y educación cristiana de los
hijos. Así glorifican a Dios y están labrándose ya el cielo.
En los hijos: estima, respeto, amor filial, obediencia a los padres
3. En el propio trabajo
Honestidad, interés, profesionalidad.
4. En la vida pública
Búsqueda del bien común.
Defensa y promoción de los valores humanos y cristianos.
5. En los apostolados emprendidos
Salvación de las almas.
II. EL FRUTO DE LOS FRUTOS: “El Cielo”
1. “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha
preparado par los que le aman” ((1 Cor 2, 9). El amor y la felicidad en el cielo
superan por completo nuestra imaginación, y exceden totalmente las ansias de
felicidad del hombre.
El fin último del hombre es contemplar cara a cara a Dios en toda su gloria, y
estar unidos a Él en un amor eterno. Esta es la mayor felicidad en el cielo. El
Señor nos dice (Mt 22, 30 ss) cómo la vida de los bienaventurados está alejada
de toda posible inquietud: no sufren el temor de perder a Dios, ni desean algo
distinto. No es un sucederse de cosas iguales, sino que este “Bien que satisface
siempre, producirá en nosotros un gozo siempre nuevo” (San Agustín, Sermón 362).
Esta bienaventuranza es el sumo bien que aquieta y satisface plenamente todos
los deseos y aspiraciones del hombre.
Los bienaventurados contemplan a Jesucristo, Dios y hombre verdadero, en
compañía de la Virgen, de los ángeles y de los santos. Están libres de todo mal
y son completamente felices. En el cielo encuentran de nuevo a sus parientes y
amigos que se durmieron en el Señor.
2. En el Nuevo Testamento se presenta el cielo como un premio eterno que han de
recibir los que permanezcan en Cristo y han hecho obras buenas de caridad y
misericordia. Los gozos del cielo no son iguales para todos los bienaventurados,
sino que corresponden al diverso grado de mérito alcanzado aquí en la tierra con
la caridad (Concilio Florentino y concilio de Trento): “Cada uno recibirá su
recompensa conforme a su trabajo” (1 Cor 3, 8). Quien en la tierra hay amado más
a Dios y le haya servido con más fidelidad, se verá correspondido en el cielo
por el amor de Dios en mayor abundancia: “El que escaso siembra, escaso cosecha;
el que siembra con largueza, con largueza cosechará” (2 Cor 9, 6).
3. La felicidad celestial será tan inmensa que no guarda proporción con los
sufrimientos de esta vida, pues, “nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos
producen una riqueza eterna, una gloria que las sobrepasa desmesuradamente” (2
Cor 4, 17; Rm 8, 18). Mientras que los bienes sensibles nos cansan cuando los
poseemos, los bienes espirituales, al contrario, los amamos más cuanto más los
poseemos; porque éstos no se gastan ni se agotan, y son capaces de producir en
nosotros una alegría siempre nueva...Es como si Dios penetrase cada vez más
profundamente en nuestra voluntad. Será una juventud siempre joven, una lozanía
siempre nueva. No habrá incompatibilidades ni contradicciones: “No padecerás
allí límites ni estrecheces al poseer todo; tendrás todo, y tu hermano también
tendrá todo...” (San Agustín).
4. Diversas imágenes del cielo: un banquete de bodas (Mt 22, 1-14); la Ciudad
Santa, la Nueva Jerusalén donde no habrá llanto, trabajo, dolor y muerte.
5. Nuestra personalidad seguirá siendo la misma; y nuestro cuerpo seguirá siendo
el mismo que el de ahora, pero revestido de gloria y esplendor. Porque, al
morir, “el cuerpo, a manera de una semilla, es puesto en la tierra en estado de
corrupción y resucitará incorruptible; es puesto en la tierra todo disforme y
resucitará glorioso; es puesto en la tierra privado de todo movimiento y
resucitará lleno de vigor; es puesto en la tierra un cuerpo animal y resucitará
un cuerpo espiritual...Los muertos, pues, resucitarán en un estado
incorruptible, y nosotros seremos inmutados. Porque es necesario que este cuerpo
corruptible sea revestido de incorruptibilidad, y que este cuerpo mortal sea
revestido de inmortalidad” (1 Cor 15, 35-44). Nuestros cuerpos en el cielo
tendrán, por tanto, características diferentes, pero seguirán siendo cuerpos y
ocuparán un lugar, como ahora el Cuerpo glorioso de Cristo y el de la Virgen. No
sabemos cómo ni dónde está ese lugar. La tierra de ahora se habrá trasfigurado:
habrá “un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera
tierra habían desaparecido y el mar no existía ya. Y vi la ciudad santa, la
nueva Jerusalén descender del cielo por la mano de Dios, compuesta, como una
novia engalanada para su esposo. Y oí una voz grande que venía del trono y
decía: ved aquí el tabernáculo de Dios entre los hombres, y el Señor morará con
ellos; y ellos serán su pueblo y el mismo Dios habitando en medio de ellos será
su Dios. Y Dios enjugará de sus ojos todas las lágrimas, y no habrá ya muerte,
ni llanto, ni alarido, ni habrá más dolor, porque las cosas de antes son
pasadas. Y dijo el que estaba sentado en el solio: he aquí que renuevo todas las
cosas” (Apoc 21, 1-7).
Todas estas revelaciones son como llamadas del amor de Dios a los hombres para
que luchemos por corresponder a las gracias que Él nos va dando. La esperanza de
alcanzar el cielo es buena y necesaria; anima en los momentos más duros a
mantenerse firme en la virtud de la fidelidad, porque es muy grande la
recompensa que nos aguarda en el cielo (Mt 5, 12).
CONCLUSIÓN
La venida de Señor está cercana (Santiago 5, 8). La creación entera, que gime y
sufre ahora con dolores de parto, será asumida en la gloria de los hijos de Dios
(Rm 8, 19-23). Vendrá pronto Jesucristo para ser glorificado en sus Santos (2
Tes 1, 10-12), y entonces recibiremos la corona de gloria que no se marchita (1
Pe 5, 4). Cantemos, pues, desde ahora en la Iglesia: “Que su Nombre sea eterno,
y su fama dure como el sol. Qu él sea la bendición de todos los pueblos y que lo
proclamen dichoso todas las razas de la tierra. Bendito sea el Señor, Dios de
Israel, el único que hace maravillas. Bendito por siempre su Nombre glorioso:
que su gloria llene la tierra: ¡Amén, amén!” (Sal 71, 17-19).
Podemos decir que ya podemos anticipar el cielo, si vivimos en el amor y en la
paz del Señor aquí en la tierra, amándole a Él y amándonos mutuamente.