A comienzos del siglo IV, los
cristianos fueron otra vez terriblemente perseguidos. El emperador Diocleciano,
junto con Galerio, desató en el año 303 lo que se conoce como la “gran
persecución”, en un intento de restaurar la unidad estatal, amenazada a su
entender por el incesante crecimiento del cristianismo. Entre otras cosas ordenó
demoler las iglesias de los cristianos, quemar las copias de la Biblia, entregar
a muerte a las autoridades eclesiásticas, privar a todos los cristianos de
cargos públicos y derechos civiles, hacer sacrificios a los dioses so pena de
muerte, etc. Ante la ineficacia que tuvieron estas medidas para acabar con el
cristianismo, Galerio, por motivos de clemencia y de oportunidad política,
promulgó el 30 de abril del 311 el decreto de indulgencia, por el que cesaban
las persecuciones anticristianas. Se reconoce a los cristianos existencia legal,
y libertad para celebrar reuniones y construirse templos.
Mientras tanto, Constantino había sido elegido emperador en occidente. Después
de que derrotara a Majencio en el 312, en el mes de febrero del año siguiente se
reunió en Milán con el emperador de oriente, Licinio. Entre otras cosas trataron
de los cristianos y acordaron publicar nuevas disposiciones en su favor. El
resultado de este encuentro es lo que se conoce como “Edicto de Milán”, aunque
probablemente no existió un edicto promulgado en Milán por los dos emperadores.
Lo acordado allí lo conocemos por el edicto publicado por Licinio para la parte
oriental del Imperio. El texto nos ha llegado por una carta escrita en el 313 a
los gobernadores provinciales, que recogen Eusebio de Cesarea (Historia
eclesiástica 10,5) y Lactancio (De mortibus persecutorum 48). En la
primera parte se establece el principio de libertad de religión para todos los
ciudadanos y, como consecuencia, se reconoce explícitamente a los cristianos el
derecho a gozar de esa libertad. El edicto permitía practicar la propia religión
no sólo a los cristianos, sino a todos, cualquiera que fuera su culto. En la
segunda se decreta restituir a los cristianos sus antiguos lugares de reunión y
culto, así como otras propiedades, que habían sido confiscados por las
autoridades romanas y vendidas a particulares en la pasada persecución.
Lejos de atribuir al cristianismo un lugar prominente, el edicto parece más bien
querer conseguir la benevolencia de la divinidad en todas las formas que se
presentara, en consonancia con el sincretismo que entonces practicaba
Constantino, quien, a pesar de favorecer a la Iglesia, continuó por un tiempo
dando culto al Sol Invicto. En cualquier caso, el paganismo dejó de ser la
religión oficial del Imperio y el edicto permitió que los cristianos gozaran de
los mismos derechos que los otros ciudadanos. Desde ese momento, la Iglesia pasó
a ser una religión lícita y a recibir reconocimiento jurídico por parte del
Imperio, lo que permitió un rápido florecimiento.