Los evangelios canónicos son los
que la Iglesia ha reconocido como aquellos que transmiten auténticamente la
tradición apostólica y están inspirados por Dios. Son cuatro y sólo cuatro:
Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Así lo propuso expresamente San Ireneo de Lyon a
finales del s. II (AdvHae. 3.11.8-9) y así lo ha mantenido constantemente
la Iglesia, proponiéndolo finalmente como dogma de fe al definir el canon de las
Sagradas Escrituras en el Concilio de Trento (1545-1563).
La composición de estos evangelios hunde sus raíces en lo que los apóstoles
vieron y oyeron estando con Jesús y en las apariciones que tuvieron de él
después de resucitar de entre los muertos. Enseguida los mismos apóstoles,
cumpliendo el mandato del Señor, predicaron la buena noticia (o evangelio)
acerca de Él y de la salvación que trae a todos los hombres, y se fueron
formando comunidades de cristianos en Palestina y fuera de ella (Antioquía,
ciudades de Asia Menor, Roma, etc). En estas comunidades las tradiciones fueron
tomando forma de relatos o de enseñanzas acerca de Jesús, siempre bajo la tutela
de los apóstoles que habían sido testigos. En un tercer momento esas tradiciones
fueron puestas por escrito integrándolas en una narración a modo de biografía
del Señor. Así surgieron los evangelios para uso de las comunidades a las que
iban destinados. El primero al parecer fue Marcos o quizás una edición de Mateo
en hebreo o arameo más breve que la actual; los otros tres imitaron ese género
literario. En esta labor, cada evangelista escogió algunas cosas de las muchas
que se transmitían, sintetizó otras y todo lo presentó atendiendo a la condición
de sus lectores inmediatos. Que los cuatro gozaron de la garantía apostólica se
refleja en el hecho de que fueron recibidos y transmitidos como escritos por los
mismos apóstoles o por discípulos directos de los mismos: Marcos de San Pedro,
Lucas de San Pablo.
Los evangelios apócrifos son los que la Iglesia no aceptó como auténtica
tradición apostólica, aunque normalmente ellos mismos se presentaban bajo el
nombre de algún apóstol. Empezaron a circular muy pronto, pues ya se les cita en
la segunda mitad del s. II; pero no gozaban de la garantía apostólica como los
cuatro reconocidos y, además muchos de ellos contenían doctrinas que no estaban
de acuerdo con la enseñanza apostólica. “Apócrifo” primero significó “secreto”
en cuanto que eran escritos que se dirigían a un grupo especial de iniciados y
eran conservados en ese grupo; después pasó a significar inauténtico e incluso
herético. A medida que pasó el tiempo el número de esos apócrifos se acrecentó
en gran medida tanto para dar detalles de la vida de Jesús que no daban los
evangelios canónicos (por ej. los apócrifos de la infancia de Jesús), como para
poner bajo el nombre de algún apóstol enseñanzas divergentes de la común en la
Iglesia (por ej. evangelio de Tomás). Orígenes de Alejandría (+ 245) escribía:
“La Iglesia tiene cuatro evangelios, los herejes, muchísimos”.
Entre las informaciones de los Santos Padres, los conservados por la piedad
cristiana, y los atestiguados de un modo u otro en papiros, el número de
“evangelios apócrifos” conocidos es algo superior a cincuenta.