Dentro del complejo panorama
social y político del mundo en que vivió, muchas veces crispado, llama la
atención el hecho de que Jesús no manifiesta de entrada una repulsa abierta del
estado romano, aunque tampoco lo acepta acríticamente.
Un episodio significativo es aquel mencionado por los tres evangelios sinópticos
en el que algunos fariseos, puestos para la ocasión de acuerdo con unos
herodianos, tratan de atraparlo con una pregunta capciosa: «Maestro, sabemos que
eres veraz y que enseñas de verdad el camino de Dios, y que no te dejas llevar
por nadie, pues no haces acepción de personas. Dinos, por tanto, qué te parece:
¿es lícito dar tributo al César, o no?» (Mt 22,16-17). La reacción de Jesús es
bien conocida: «Conociendo Jesús su malicia, respondió: —¿Por qué me tentáis,
hipócritas? Enseñadme la moneda del tributo. Y ellos le mostraron un denario. Él
les dijo: —¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Del César —contestaron—.
Entonces les dijo: —Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es
de Dios» (Mt 22,18-21).
La respuesta de Jesús trasciende el horizonte humano de sus tentadores. Está por
encima del sí y del no que querían arrancarle. La cuestión era muy insidiosa,
pues intentaba reducir la actitud religiosa y trascendente de Jesús a un
compromiso temporal. La pregunta, en el contexto en que estaba planteada, casi
le obligaba a decantarse como colaboracionista del régimen ocupante de
Palestina, o como revolucionario.
Frente a esa provocación Jesús no confunde Reino de Dios con estado. De una
parte reconoce las competencias del estado en la organización de cuanto se
ordena al bien común, como es la recaudación de impuestos. Pero la soberanía del
estado no es absoluta. En el mundo romano de entonces, donde se tributaba culto
divino al emperador, Jesús no reconoce al estado esa esfera de competencia: hay
cosas que no deben darse al César sino a Dios. La institución civil y la
religiosa, según la enseñanza de Jesús, no deben confundirse ni entrometerse en
cuestiones que no son su incumbencia, sino armonizarse, respetando cada una la
esfera de la otra.
La vida de muchos primeros cristianos, ciudadanos corrientes que trabajaban cada
uno con sus conciudadanos en la construcción de la sociedad en que vivían, pero
que ofrecieron un testimonio martirial cuando leyes injustas les pretendían
obligar a no respetar lo que es de Dios, son la mejor exégesis de esas palabras
de Jesús.
Bibliografía: José María Casciaro, Jesucristo y la sociedad política
(Palabra, Madrid, 1973) 83-87; J. Gnilka, Jesús de Nazaret, Herder,
Barcelona 1993; A. Puig, Jesús. Una biografía, Destino, Barcelona 2005;
Francisco Varo, Rabí Jesús de Nazaret (B.A.C., Madrid, 2005).