Psicología del Pecado. 


"Pecado", esa horrible palabra.

Autora : María Esther Cadavid de Álvarez.
Psicóloga clínica especializada en tratamiento y rehabilitación, intervención de crisis y terapia familiar, desarrollo ético y moral.

 Hablar de "pecado" resulta pecaminoso. Es paradójico pero nuestra "muy avanzada" civilización priva al hombre de evaluarse a la luz de la conciencia, otro término en desuso y tremendamente tergiversado.

 Podemos hablar de "errores", de "caídas" momentáneas que aparecen casi como elementos pedagógicamente necesarios para nuestro propio crecimiento personal. Se está de acuerdo con que hay conductas inadecuadas pero éstas se evalúan y juzgan a la luz de un relativismo cada vez más generalizado: "todo es correcto siempre y cuando se haga con responsabilidad" y "la libertad de cada uno llega hasta el límite de la libertad del otro".

 Esto significa, en últimas instancias, que todo lo que hagamos es correcto siempre y cuando no se atente voluntariamente con lo que el otro piensa que es correcto. En ese orden de ideas la bondad o maldad de las acciones estaría supeditada al concepto particular sobre las mismas que tengan los directos implicados (o afectados).

 Pero yendo a términos prácticos todos estaremos de acuerdo en que existen comportamientos inadecuados o abiertamente perversos independientemente de lo que el consenso general (formado por la suma de las opiniones particulares) decrete o acepte.

 Robar, matar o mentir estarían dentro del rango de las conductas intrínsecamente malas (o inaceptables) pero caemos, nuevamente, en el problema del relativismo: si alguien roba, asesina o miente considerando que es correcto y haciendo uso de su "legítima libertad" sería aceptable siempre y cuando los demás lo acepten.

 Un desfalco a una poderosa organización económica podría contar con el beneplácito de miembros de dicha empresa o incluso de terceros. El individuo que realiza tal acción podía ser considerado como un verdadero héroe moderno convirtiéndose en el líder de los afectados por las acciones del emporio en contra de los desvalidos, de los pobres o de los mismos empleados tiranizados, para poner solo un ejemplo.

 ¿Cuántas personas se benefician del robo (y lo promueven) comprando a sabiendas de que los artículos que se comercializan son producto del hurto premeditado?. ¿Cuántos se muestran indulgentes frente a estafadores y vándalos porque, simplemente, no fueron afectados directamente por tales acciones o por que las acciones se perpetraron en contra de "poderosos" indeseables?.

 La mentira es un hábito general y aceptado socialmente siempre y cuando no se ponga al descubierto. La cultura del engaño ha impregnado todos los ambientes, desde la familia hasta la vida laboral, desde las comunidades rurales más aisladas hasta los gobernantes de naciones y profesionales de alto nivel. Figuras públicas son denunciadas, diariamente, por mentir, por engañar, pero la cosa no pasa de ahí. Nuestra cultura es tolerante y tendemos a olvidar y hasta mostrarnos complacientes con el engaño.

 Basta echar una mirada a nuestra propia vida: ¿Cuántas mentiras decimos diariamente?. Somos afectos a llamar las cosas con eufemismos: una excusa, la manera como encubrimos nuestras malas acciones o nuestras negligencias, la tendencia irreprimible de evadir responsabilidades adquiridas, son llamadas "mentiras piadosas" y minimizadas aún más con los detestables diminutivos. Sabemos que mentir no es correcto pero nos llenamos de argumentos para respaldar la mentira. Sin embargo, a la hora de descubrir el engaño nos rasgamos las vestiduras porque la mala acción del otro, finalmente, llegó hasta nuestros límites y fuimos afectados. ¿Dónde queda el relativismo?. Es probable que quien nos engaña considere que "es correcto", que se trata de una simple "mentira piadosa".

 Con el asesinato ocurre algo similar: nadie quiere ser asesinado, nadie se expone voluntariamente a la destrucción de la propia vida por manos de un tercero (a no ser que una poderosa razón de conciencia impere sobre el natural instinto de conservación), pero muchos aprueban el asesinato con paliativos que, acaso, le resten el peso emocional que tal acción tiene sobre cada individuo: el aborto es permitido y aceptado por muchos porque no se lo considera un asesinato sino "la interrupción de un embarazo" y se esgrimen los argumentos más "piadosos" para aprobarlo o incluso para mostrarse indiferentes frente a él; muchos aceptan la eutanasia porque no se le considera un asesinato sino "una muerte digna, inducida con fines caritativos". En esos casos la acción de matar queda subordinada a la conveniencia o inconveniencia de conservar la vida del afectado. Nuevamente el relativismo pero con un agravante: en muchos casos (específicamente en el aborto) ni siquiera se respetan los límites de la víctima.

 Para dar paso a las conductas inapropiadas que voluntariamente he dejado de lado hasta este momento, me remito a apoyarme en situaciones concretas.

 Cuando un niño (no un bebé, valga la aclaración) explora sus pueriles intimidades, se cuida de hacerlo en secreto. Algo le dice que es incorrecto, que no se debe hacer en público. ¿Por qué?. La respuesta es simple: porque a la luz de su conciencia (apenas en formación pero con el germen que le permitirá desarrollarla rectamente si la familia se lo permite) tal acción no es correcta. El niño desconoce la razón pero sigue su natural impulso a ocultar las acciones que "sabe" no son buenas.

 Este tipo de conductas son catalogadas como normales y hasta necesarias. Y ciertamente son naturales pero requieren de un manejo adecuado evitando que, consolidándose se conviertan en molestos vicios.

 Los libros, las revistas "especializadas" sobre educación o crianza, los psicólogos, médicos y educadores muestran generalmente tales conductas como aceptables y benéficas. Y podemos anexarnos a tales consideraciones hasta que alguno de los nuestros es afectado o ¿qué haría usted si su hijo o hija pequeños fueran el objeto "natural" de la curiosidad de otro?.

 Cuando un niño se hurga la nariz, cuando escudriña un cajón o cuando agrede a otro, este tipo de conductas, normalmente, son corregidas por el adulto responsable de su cuidado porque éste percibe, al igual que el niño, que no son adecuadas y desea eliminarlas del infante. Pero ocurre, lamentablemente, lo contrario con todo lo que tenga implicaciones sexuales.

 Otro fruto del relativismo: el cuerpo es de cada uno y sirve para el disfrute personal. El argumento relativista se repite ampliando su acción a todas las etapas de la existencia del individuo y a todos los ámbitos de su vida: "si te place hazlo pero cuídate de no afectar a los demás". Es decir que, según éste postulado, el individuo no importa; solo importa lo que los demás opinen de su conducta.

 Muchos padres de familia abordan los temas sexuales con tranquilidad y respeto. Pero muchos otros los abordan queriendo informar a sus hijos "antes de que otro lo haga" abordando temas que los niños no comprenden con información distorsionada, pobre o vacía, o simplemente dejan la educación sexual en manos de la escuela con el pleno convencimiento de la idoneidad de las instituciones educativas para suplantar un aspecto educativo que, en primer lugar, corresponde a los padres.

 Pero cuando las dudas, las conductas inadecuadas y los francos vicios adquiridos por los hijos comienzan a afectarlos, los padres, que no han tenido argumentos de formación, pierden los pocos que les quedan y sobreviene la angustia.

 El relativismo sexual se aborda alegremente en conversaciones sociales, es tratada como mercancía publicitaria en los medios de comunicación y es aceptado como parte del "nuevo código moral" de nuestra sociedad. Pero el SIDA, el madre solterismo (que de manera alarmante ataca a niñas apenas desarrolladas), el aborto, el homosexualismo, las violaciones, la infidelidad, solo tocan de manera terrible a los directamente afectados.

 Solamente entonces, cuando los efectos de una mala formación y del relativismo moral, tocan al individuo, viene la comprensión de que el pecado existe como tal y que, erradicando el concepto, se da paso a su imperio.

 El robo, el homicidio en todas sus formas, la mentira, la impureza, la fornicación, la envidia, son pecado. No importa si nos afectan directamente o no, no importa si nos mostramos indulgentes o los rechazamos: son pecados y a las cosas es mejor llamarlas por su nombre.

 Pero quien se atreve a hablar del pecado y a formar a los suyos en la conciencia de su existencia, es catalogado como "retrógrado", "fanático" o "reprimido". El estigma social antes destinado a las conductas intrínsecamente malas es ahora trasladado a quienes denuncian su existencia y son la voz moral de una sociedad cada vez más corrupta. El hombre de hoy quiere vivir a su guisa hasta que es golpeado por los efectos del pecado. Y habiéndolo erradicado como concepto no tiene los elementos para defenderse.

 El pecado es todo aquello que atenta contra el individuo (física, moral, psicológica y espiritualmente) y ofende a Dios.

 Quiero terminar con este último y vital elemento: Dios. Durante siglos se consideró a Dios como Justo y Misericordioso. Se acepta, por Revelación, que es Padre y nos ama pero, del mismo modo se acepta que es Justo porque tiene derecho a ejercer la Justicia. Sin embargo hoy muchos prefieren quedarse con la "misericordia" y rechazar (eliminar, más bien) la Justicia.

 Pero Misericordia y Justicia son inseparables. Un padre es misericordioso al corregir en justicia, al hijo. La corrección proviene del deseo de preservar al otro de males mayores. Eso lo sabemos los padres, quienes nos enfrentamos continuamente con estos dos principios: justicia y misericordia. Pero aún en el ejercicio de la paternidad el relativismo ha incursionado convirtiendo a los padres en "amigos", "compañeros" y "cómplices" privándolos de ejercer el deber de educar, formar y corregir a los hijos con base en un amor maduro y responsable.

 No es buen padre el que todo lo permite ni el que se contenta con dar "tiempo de calidad" convirtiéndose en un tío amoroso y nutricio. Es buen padre aquel que conoce a sus hijos, que es capaz de reconocer sus cualidades y aceptar las debilidades sin permitir que éstas se fortalezcan al punto de volverse vicios.

 Todo padre desea el bien de los hijos y, por lo mismo, se esfuerza en proporcionar los medios materiales y espirituales para su adecuado desarrollo. Se dedica con seriedad a la tarea de educar y formar a los descendientes en las virtudes que los llevarán a ser "hombres y mujeres de bien".

 Pero para lograrlo hay que tener claridad de criterio y aún más de conciencia: permitir que el pecado esclavice a los hijos alejándolos de su realidad es un arma peligrosísima pues, buscando el bienestar actual del hijo (es decir evitando el sufrimiento que conlleva la aceptación de las propias faltas) se le está abandonando al imperio de las inclinaciones inadecuadas.

 Pecado es pecado y es mejor acostumbrarnos a llamar las cosas por su nombre. Si bien es cierto que de los grandes pecados pueden emerger las grandes virtudes, éstas no nacen por generación espontánea sino con base en el trabajo constante, en el ejercicio del propio dominio y en la aceptación de la misericordia de Dios que está condicionada al arrepentimiento.

 Muchos dicen que el arrepentimiento es negativo pero puedo afirmar, con pleno conocimiento de causa después de años de investigar y trabajar en el desarrollo moral del individuo, que es tremendamente positivo. Solamente a través de la conciencia de la propia debilidad, de la evaluación juiciosa de las acciones personales, del examen minucioso de la conciencia, es posible detectar aquello que requiere de nuestro trabajo para ser minimizado y, con el tiempo, eliminado.

 Un agricultor que no arranque la maleza de su parcela está condenado a perder todas las cosechas. Así mismo un individuo que no esté dispuesto a erradicar la maldad de su alma está condenado a perder lo más preciado: a sí mismo.