PROFETISMO E INSTITUCIÓN EN LA IGLESIA

 

Javier Osés

 

 http://www.exodo.org/ 

Tanto el profetismo como la institución quiero considerarlos, ya desde el principio, referidos continuamente el uno a la otra.

 

Comienzo por la institución.

 

 

Las instituciones en la Iglesia

 

Durante siglos las instituciones han sido reconocidas como un gran bien para la sociedad, de manera que no necesitaban justificación.

 

El cambio social de nuestra época ha afectado a las instituciones de manera radical. Se sospecha de ellas, se las considera como obstáculo para el dinamismo social y para la libre creatividad de las personas.

 

La Iglesia, por ser institución no ha quedado al margen de este amplio fenómeno cultural.

 

Y nos preguntamos: el rechazo de la Iglesia institución, por parte de muchos, ¿se debe tan sólo al fenómeno cultural general o hay otras razones que justifican la sospecha o dan pie a ella?

 

Como siempre ha sucedido, hoy también, aunque con actitudes más antagónicas, junto a los que rechazan la institución en la Iglesia, otros hacen su apología.

 

Estos hechos nos obligan a reflexionar, debatir y aclarar criterios para mantener la identidad del proyecto de Jesús.

 

Y aunque el debate es campo más especial del teólogo por la complejidad de aspectos que incluye, todos, como Pueblo de Dios, tenemos el derecho a la palabra y nos hemos de sentir en el deber de reflexionar, por la trascendencia de primer orden de esta cuestión, para penetrar mejor el ser y la identidad de la comunidad de Jesús.

 

Y hemos de construir nuestra propia reflexión cristiana con criterios de fe, a la vez que escuchando las voces e interpelaciones de la sociedad y la valoración crítica que la cultura actual ofrece acerca de la institución.

 

Si añadimos que la Iglesia es, por naturaleza, comunidad profética y que el profetismo es libertad, llamada imprevisible del Espíritu para mantener vivo el sentido utópico del Reino, habremos de reconocer que nos encontramos con dos dimensiones dialécticas, profetismo e institución, de la única Iglesia de Jesús, animada por el mismo y único Espíritu.

 

 

Significado de la institución aplicado a la Iglesia

 

Hablar de la Iglesia institución como tema propio y explícito es relativamente reciente, aunque ya desde siglos hayamos mantenido que Cristo instituyó la Iglesia, e incluso, desde épocas más recientes, que la Iglesia es sociedad con instituciones propias.

Llamar a la Iglesia institución tiene significados diversos:

 

    1. Para unos equivale a decir que la Iglesia es una realidad socialmente visible. Pero sucede que esta visibilidad se da en la Iglesia, en unos casos, con estructuras complejas permanentes y jurídicas mientras que en otros hay visibilidad social sin soportes estructurales o muy limitados, como ocurre, por ejemplo, en las comunidades de base, realidades simples, pero que presencializan a la Iglesia como grupo social visible entre los otros grupos humanos. Por lo que concluimos que la visibilidad social, ella sola, no es criterio definitivo para identificar a la institución en la Iglesia.

       

    2. Acaso por las razones señaladas, otros identifican la institución en la Iglesia, sobre todo, con la autoridad y el poder. Esta concepción es más frecuente. Pero en este caso nos veríamos obligados a dejar fuera de la Iglesia elementos institucionales esenciales, como son los Sacramentos. Porque los Sacramentos, aun siendo signos del don supremo de Dios para salvar al hombre, están sometidos a una normatividad que los regula y, por tanto, a una autoridad que la dicta.

 

Para no perdernos en disquisiciones, y uniendo ambos elementos, concluimos que la institución es, para una gran mayoría, lo que da a la Iglesia visibilidad social, pero, a la vez, con unas estructuras y normativa que son ejercicio de autoridad.

 

 

¿Qué institución legitimamos en la Iglesia?

 

Si ya de entrada considero legítimos algunos elementos institucionales en la Iglesia es porque constituyen una parte esencial del proyecto original de Jesús o porque – y esto ya está sometido a debate y aclaración – la Iglesia los ha juzgado necesarios para responder a las nuevas situaciones históricas.

 

El Vaticano II no emplea, me parece, la palabra institución al hablar de la Iglesia.

 

Sí que menciona las instituciones en la Iglesia:

    • En unos casos, para subrayar su integración en la Iglesia: «El Espíritu Santo vivifica, a la manera del alma, las instituciones eclesiásticas» (Decreto «Ad gentes», 4).

    • En otra ocasión, para destacar el carácter transitorio de la Iglesia: «La Iglesia lleva en los Sacramentos e instituciones la figura del siglo que pasa» (Constitución «Lumen gentium», 48).

 

A la hora de la verdad, en el conjunto institucional, se impone, necesaria- mente, el discernimiento.

 

Porque hay elementos tan variados como son los siguientes:

    • Diócesis, parroquias, comunidades, grupos, movimientos apostólicos;

    • un sinnúmero de institutos de vida consagrada;

    • multitud de obras educativas, caritativo-sociales, universidades católicas, facultades de teología, institutos de ciencias sagradas;

    • el patrimonio histórico-artístico, las curias diocesanas, la curia romana, el Estado Vaticano;

    • la religiosidad popular y las múltiples devociones;

    • la Sagrada Escritura, la Tradición, los Sacramentos, los Símbolos de la fe, los Dogmas.

    • Y un larguísimo etcétera.

Muchísimas instituciones, de muy diferente calidad y valoración.

 

 

Aproximación a lo institucional original

 

El Vaticano II, llamando a la Iglesia Sacramento de Salvación, nos aproxima a lo nuclear de la Iglesia de Jesús. La Iglesia es el signo eficaz por el que Dios nos ofrece, y el lugar donde los hombres reciben la salvación de Cristo.

 

Lo institucional coincide, en este caso, con lo instituido por Cristo con el propósito de que dure hasta el fin de los tiempos.

 

Y la institución es, desde este punto de vista, algo previo a nosotros, con lo que hemos sido agraciados por Dios y que hemos acogido en la fe.

 

Y este don previo es, ante todo, el Sacramento de la Salvación, constituido fundamentalmente por Cristo y por su Espíritu. Aunque con él hemos recibido también la forma jurídica de sociedad que reviste el Sacramento, pero que es elemento secundario en relación con el Sacramento fundamental.

 

Es decir, lo institucional no es, primariamente, el sistema de organización, sino lo dado por Cristo.

 

Desde esta perspectiva no podemos identificar, sin más, institución y estructura jurídica.

 

 

Elementos originariamente institucionales.

 

Lo originario, instituido por Cristo, incluye:

 

  1. La Palabra de Dios que crea y convoca a la comunidad. Y de la respuesta a la Palabra brota la fe. Para identificar lo que es Palabra de Dios y mantenerla en su integridad, la Iglesia ha establecido el Canon de las Escrituras o lista de los libros en los que encontramos instituido el mensaje salvador. Son libros discernidos y considerados por la Iglesia como inspirados por Dios y constituyen las reglas de vida de la Iglesia.

     

  2. Otro elemento institucional originario de Cristo son los Sacramentos que la Tradición viva de la Iglesia ha reconocido como signos permanentes de la presencia salvadora de Cristo en la comunidad. Son el don de Dios por excelencia, y en ellos la Iglesia se reconoce a sí misma y manifiesta su identidad y dependencia radical de Cristo.

     

  3. Como fruto de la Palabra y de los Sacramentos, surge la comunidad de los creyentes en torno al Señor, con los distintos carismas y ministerios, servida por el Colegio Apostólico y sus sucesores, como ministros estables de la Palabra predicada, herederos de la autoridad de Cristo («Lumen gentium», 25), y adiministradores de las acciones sacramentales (1)

 

Los elementos señalados constituyen la estructura fundamental de las Iglesias particulares o Diócesis, instituidas en torno a las Escrituras, los Sacramentos y el Ministerio Apostólico, en comunión con las otras Iglesias y formando la Iglesia universal, presidida por el sucesor de Pedro. (Cf. Decreto del Vaticano II «Christus Dominus», 11)

 

 

Instituciones a las que debemos la fe.

 

Las precedentes instituciones forman parte de nuestra fe, a pesar de que en su visibilidad histórico-social se asemejan a otros elementos de la vida y a otros grupos humanos.

 

Nosotros creemos en la Palabra de Dios, en los Sacramentos, en la comunidad del Señor, en el Servicio Apostólico, en los Carismas y Dones del Espíritu.

 

Y por esta razón no podemos dar el nombre de institución, con el mismo contenido de lo dicho hasta ahora, a cada uno de los elementos históricos y formas jurídicas de las que se reviste y en las que se manifiesta el don invisible de Dios.

 

 

Algunas conclusiones.

 

De lo anterior se deduce que la Iglesia Sacramento no implica, de suyo y necesariamente, poder, aunque a la hora de las concreciones históricas ha habido ciertamente deslizamientos hacia posiciones institucionales de poder contrarias al ser original sacramental de la Iglesia o hacia formas esclerotizadas, estériles y aun nocivas para la vitalidad de la Iglesia.

 

Concretando :

    • Los Credos y Símbolos de nuestra fe no son fórmulas petrificadas que nos separan de la Palabra viva de Dios, sino resumen del Mensaje Salvador. Algunos Credos los encontramos ya en el Nuevo Testamento procedentes, probablemente, de la Liturgia bautismal más primitiva.

 

    • Los Sacramentos, aunque administrados según unos ritos, no son instituciones mágicas, sino el acontecimiento que obra la Salvación de Cristo, acciones en las que el Señor Resucitado se ofrece de manera que pueda ser reconocido.

 

    • La Jerarquía en la Iglesia no es, de suyo, poder y estructura burocrática, sino representación de Cristo que preside y rige la Iglesia, servicio que no está sobre la Iglesia, sino en ella y para ella.

 

Es decir, los elementos institucionales fundamentales son la posibilidad, ofrecida en gratuidad por Dios a todo hombre, de acceder a la fe que salva. Y son, para la comunidad cristiana, el medio exclusivo para evangelizar, catequizar, celebrar y testimoniar la fe en Jesús.

 

 

Para la revisión personal y del grupo.

 

A fin de que unos y otros nos dejemos interpelar, os invito a que examinemos en qué medida los elementos más auténticamente institucionales son realidad viva en los distintos grupos y comunidades de nuestra Iglesia.

 

Porque sólo desde la autenticidad de lo instituido por Jesús y asumido por nosotros habrá lugar para la profecía y la comunidad será comunidad profética, y sólo desde estos presupuestos logramos la referencia auténtica para poder purificarnos de los otros añadidos institucionales que desfiguran el proyecto de Jesús y nos darán el rostro de una Iglesia más profética y que acoge la profecía.

 

¿La Palabra de Dios es, en nuestras comunidades, la Palabra proclamada y acogida en la fe de la Iglesia, respetando la unidad fundamental de los distintos libros, autores y pluralidades con que se expresan las comunidades del Nuevo Testamento?

 

¿Tiene esa Palabra la primacía sobre toda otra Palabra y es la fuente y guía para la evangelización y para la vida de nuestras comunidades?

 

¿Estamos bien alertados para que la Palabra no se desvirtúe, no se ideologice, no sea sustituida por el eco de lo que nosotros, previamente, nos hemos propuesto?

 

Esta Palabra de Dios, instituida, ha de ser la raíz de nuestra profecía y de la profecía que nos interpela.

 

Junto a la Palabra, el Signo, sobre todo los signos sacramentales.

 

¿Celebramos los Sacramentos, los distintos Sacramentos, según el proceso vital de los miembros de la comunidad, sin dejar en el olvido o minusvalorando alguno de los signos sacramentales?

 

Para que la Iglesia recupere lo original de los Sacramentos de Cristo y sea liberada de pesos muertos institucionales, los distintos grupos de Iglesia deben crecer en la valoración de la esencialidad de los Sacramentos, dentro del mensaje y de la obra de Jesús; de la unión y complementariedad que tienen con la evangelización; de la necesidad de la fe de la Iglesia y de la fe personal para su celebración; de su vinculación inseparable con el conjunto de nuestra vida y de nuestro compromiso; y de que los Sacramentos, ellos mismos, son también acción evangelizadora.

 

Es igualmente indispensable, y lo avala el Nuevo Testamento, una cierta estructuración de los distintos ministerios, carismas y servicios de la comunidad para que ninguno suplante a los otros.

 

La necesidad de ministerios distintos en la comunidad no es cuestión de reparto de poderes, sino de signo sacramental, de presencia y acción de Cristo y de su Espíritu en la Iglesia, y porque la total misión de la Iglesia se alcanza a través de la pluralidad de ministerios.

 

Pablo destaca tres ministerios o servicios: apóstoles, profetas y doctores (Confer I Cor, 12,28). Y coloca a los profetas junto a los apóstoles, como fundamento de la Iglesia (Cf. Efes. 2,20).

 

Es decir, que junto al ministerio que sucede a los apóstoles, también están los profetas y maestros, que tienen su propia autoridad originaria, pero en cooperación con los pastores.

 

Podríamos clasificar los distintos ministerios, de conformidad con la interpretación de autorizados exegetas, de la siguiente manera:

 

    • Ministerios de dirección. Corresponden a los Pastores, obispos, y su finalidad es que la Iglesia se mantenga referida a Cristo, a su Palabra y Mensaje. Ellos nos enseñan la Palabra normativa del Señor, disciernen los distintos carismas y los hacen converger en el servicio a la única Iglesia y al Evangelio.

 

    • Ministerios de profundización. Es de los doctores, teólogos. Gracias a ellos en la Iglesia se prosigue en la búsqueda creativa y fiel de una mayor comprensión de la fe y su encaje con el modo de pensar y de hablar de nuestro tiempo. También ayudan al Magisterio en sus decisiones que nunca son fruto de la improvisación. Pensemos en el papel de los teólogos en el Concilio Vaticano H.

 

    • Ministerios de lucidez. Es el de los profetas, los santos. Ellos nos marcan por dónde orienta el Espíritu de Dios al mundo. A ellos debemos prestar una mayor atención.

 

Nos preguntamos:

 

¿Qué lugar ocupan en nuestras Iglesias y comunidades, y si ocupan su lugar, los profetas, los santos, la gente buena y sencilla de nuestros grupos y comunidades; los doctores, los teólogos; los obispos, sucesores de los apóstoles?

 

Estos son los elementos auténtica y originariamente institucionales que deben encontrar su sitio en los distintos espacios de la Iglesia.

 

El abuso institucional que desfigura el proyecto de Jesús debe ser denunciado proféticamente y corregido; pero el vacío institucional de lo querido por el Señor es también omisión que cae bajo la profecía y corrección.

 

 

La institución eclesiástica.

 

Damos un nuevo paso. La Iglesia, por voluntad de Jesús, es también instituyente, porque debe responder, en el decurso de los tiempos, a las nuevas situaciones históricas para cumplir su misión.

 

Pero subrayemos que estas nuevas instituciones son atribuibles, exclusivamente, a la propia Iglesia.

 

Por esta vía se han llevado a cabo, en la Iglesia, innumerables procesos institucionales, pero la propia Iglesia ha de vigilar diligentemente para que revelen y no velen el proyecto instituido por Jesús.

 

a) Para mantener la Sagrada Escritura en su pureza original y para la integridad de las verdades reconocidas explícitamente como reveladas por Dios, la Iglesia instituye algunos organismos, como son:

 

b) Para celebrar los Sacramentos, preparar a ellos con dignidad y para profundizar en la vivencia del Misterio total de Cristo, la Iglesia establece los ciclos litúrgicos, los rituales, los directorios sacramentales, etc.

 

c) Para prolongar y hacer efectivo el Ministerio pastoral, la Iglesia organiza sus Seminarios, crea cauces para seleccionar y formar a quienes han de participar en el ministerio apostólico y en los otros ministerios.

 

d) Del desarrollo institucional de las diócesis y del ministerio del obispo en ellas, surgen las parroquias, las curias diocesanas, los distintos consejos pastorales y otras formas y grupos de pastoral y de apostolado.

e) Añadamos, finalmente, aunque sin pretensiones exhaustivas, la proliferación de instituciones de vida consagrada con el marco identificador de sus respectivos carisma y misión.

 

 

¿Qué decir de todo este nuevo proceso institucional?

 

En primer lugar, parece que es necesario, como hecho global, el que en la Iglesia se susciten y promuevan instituciones para facilitar el funcionamiento integral de lo instituido por Cristo.

 

En segundo lugar, debemos señalar que estas instituciones no forman parte del patrimonio de la fe, como sucede con lo instituido por Cristo y por los apóstoles. Los apóstoles y su ministerio pertenecen al acontecimiento Cristo, a su acción reveladora y salvadora.

 

De este modo, el compromiso creyente queda relativizado ante esta nueva mediación institucional.

 

Y la propia Iglesia instituyente, por fidelidad, velará continuamente sobre estas instituciones, atenta a su necesidad, utilidad y renovación.

 

Esta fue una de las expresas intenciones del Concilio Vaticano II, cuyas líneas de renovación quedaron plasmadas, sobre todo, en los distintos Decretos Conciliares.

 

 

Las instituciones temporales en la Iglesia.

 

En el devenir de la historia, la Iglesia, movida por su celo de servir a necesidades urgentes de la sociedad, ha ido creando instituciones en el campo de los marginados, de los desasistidos, ancianos, enfermos, presos, niños abandonados, instituciones educativas, profesionales, etc.

 

En estos casos, tales instituciones eclesiales, aunque con finalidades sociales temporales, ¿forman parte de la misión de la Iglesia? ¿O son mera suplencia que, de suyo, corresponde su institución y organización exclusivamente a la sociedad?

 

Hay instituciones que claramente entrañan opción por los marginados a los que, además, con demasiada frecuencia, la sociedad no responde.

 

La Iglesia mantiene viva la conciencia de que son misión suya también.

 

Más complejo es el caso de instituciones eclesiales en el campo de las realidades temporales cuando, de hecho, encuentran ya respuesta de parte de la sociedad, como puede ser el caso de colegios y hospitales.

 

Creo que podemos decir que el carácter secular que tienen las realidades temporales no conlleva, necesariamente, la exclusión de las iniciativas religiosas en favor de las necesidades de los ciudadanos. Al fin y al cabo, es un modo muy concreto por el que, en este caso, la Iglesia puede expresar la dimensión social y el sentido humanizador de la fe y, por otro lado, pueden ser un servicio social junto a los otros servicios sociales y que siempre tendrá cabida en la sociedad (2)

 

Sí que hemos de ser conscientes de que al asumir algunos de estos compromisos la Iglesia entra de lleno en la compleja dinámica de la sociedad moderna, con lo que se ve obligada a reforzar notablemente su peso institucional.

 

Por lo que, en estas nuevas circunstancias, habrá que valorar en qué medida algunas de estas instituciones son o no servicio necesario para lo más pobres, qué valores cristianos y sociales desarrollan y en qué grado son, o no, testimonio evangélico para el hombre de hoy.

 

Dentro del conjunto de instituciones temporales no podemos soslayar lo que para muchos es, de hecho, uno de los máximos exponentes de peso institucional y de críticas más ásperas para la Iglesia: el Vaticano.

 

Decir Vaticano comprende aspectos tan distintos como:

Hemos de reconocer que para muchísimos hombres de nuestro mundo es éste uno de los principales puntos de mira desde el que contemplan a la Iglesia.

 

Y la imagen de la Iglesia Sacramento, de la Iglesia comunidad de Pentecostés, libre y liberadora, pobre y para los pobres, apoyada en la fuerza del Espíritu, queda, en este caso, oscurecida.

 

Sin pecar de idealistas, y a sabiendas de que la Iglesia peregrina por este mundo, creo que las voces tan numerosas y concordes, desde dentro y desde fuera de la Iglesia, deben en este caso, y cuanto antes, ser escuchadas.

 

No dudo de que, en este caso, tales voces son profecía que, por el amor que sentimos a la Iglesia, hacemos nuestra. Es una de las llamadas que el Espíritu hace hoy a la Iglesia.

 

 

El profetismo. ¿Dónde están los profetas?

 

Comencemos esta segunda parte recordando la interpelación de la canción de Cantalapiedra: «¿Dónde están los profetas?», e intentemos penetrar en este ministerio y carisma del Espíritu referido, sobre todo, a nuestra Iglesia.

 

La añoranza del profetismo se deja sentir en el Antiguo Testamento, sobre todo en momentos cruciales de la vida del Pueblo de Dios.

 

También hoy, en nuestra Iglesia, son muchos los que lo añoran. Los silencios proféticos prolongados preocupan al hombre de fe.

 

Y es que los profetas no pueden faltar para reavivar el fuego de la utopía, del proyecto de Jesús para que sirva para la vida del mundo.

 

Si tememos la palabra profética es porque nos pone el dedo en la llaga, nos saca de nuestros quicios cuando no coinciden con los de Dios, y alteran el devenir conformista de nuestras vidas y de nuestra falsa religiosidad.

 

El profeta, impulsado por el Espíritu de Dios, defiende a ultranza el plan de Dios ante quienes, apegados a proyectos mundanos, quieren justificarlos ante Dios y ante los hombres.

 

Por esta razón, el profeta es un solitario que va contra corriente, contra la gran corriente de lo que ha tomado cuerpo en la sociedad o en la institución religiosa, y termina por no tener partidarios.

 

Tememos a los profetas, pero nos asusta aún más el asumir personalmente la profecía a la que el Espíritu nos impulsa.

 

Si normalmente el profeta es un perdedor, hoy tenemos muchas más cosas que perder y los miedos son mayores.

 

En nuestra Iglesia, enraizada en el corazón de occidente, en un sistema neo- capitalista perfectamente estructurado y consolidado, con los avales oficiales de que no sólo es el menos malo, sino que casi hemos llegado al convencimiento de que es el único sistema posible y hasta el mejor: el que más bienes produce, el que fabrica la tarta más grande y más sabrosa que permitirá repartir más, ¿no nos hemos contagiado del conformismo social y contaminado por la sociedad del bienestar que ha adormecido muchos de nuestros sueños revolucionarios, utópicos y evangélicos?

 

Con nuestros silencios y con nuestras actitudes poco radicales, porque no tocan la raíz de las exigencias evangélicas, ¿no somos cómplices de estar echando agua al fuego del Espíritu, al profetismo?

 

¿No estamos consintiendo que el sistema aplaste a personas y a una serie de valores humanos y cristianos esenciales?

 

¿Dónde van quedando, por ejemplo, la solidaridad, la lucha por la justicia que supere las crecientes diferencias en la posesión de bienes entre personas, sectores, estados, continentes?

 

¿Quién se preocupa de los que no tienen trabajo, quién denuncia la fabricación de armas y su venta a los países del Tercer Mundo?

 

Cuando logramos un buen puesto en la sociedad, económicamente bien retribuido, o cuando estamos honoríficamente asentados en la Iglesia, o cuando nuestras comunidades disponen holgadamente de bienes económicos, ¿permanece, crece o padece nuestro profetismo?

 

Ha quedado mortecina la llama profética que, sin embargo, aún humea y desde instancias distintas nos la reaviva Dios para todos nosotros.

 

Siguen resonando voces aisladas que nos alertan para no caer en la trampa de la ideología que, solapadamente, intenta compaginar lo que, desde Jesús y su Reino, es incompaginable, servir a dos señores:

 

a Dios y al dinero,

a Dios y al bienestar a ultranza,

a Dios y al pacifismo,

a Dios y a la injusticia,

a Dios y a la opresión,

a Dios y a nuestro yo individualista.

 

Por esta razón, Jesús, la Palabra del Padre, encarnación de la utopía del Reino, es el profeta de los profetas.

 

Y la Iglesia es, en la historia, comunidad de profetas: «El pueblo de Dios participa en la función profética de Cristo» («Lumen gentium», 12), cuya finalidad es «la edificación del cuerpo.» (I Cor. 12,4-13).

 

Respondemos a nuestra vocación profética cuando nuestra fe es apertura constante al Espíritu, cuando somos oyentes diligentes de la Palabra de Dios y de los signos de los tiempos, como María.

 

 

¿Desde dónde, cómo actúa el profeta?

 

El profeta se sitúa siempre en las circunstancias históricas concretas. En nuestro caso, debe ser consciente del hoy y del aquí de esta Iglesia y sociedad nuestras.

 

Nunca su palabra es un discurso de carácter general, ambiguo, sino que claramente se refiere a una situación bien determinada.

 

Cuando nuestros discursos, escritos, predicaciones, son generalidades sobre la injusticia, la violación de los derechos humanos o la insolidaridad, no hay profetismo.

 

La palabra profética, aunque dirigida más directamente a algunos, nos afecta a todos. Y está destinada no sólo a los creyentes, sino a todos los hombres, porque su objetivo prioritario, aunque no exclusivo, es la historia humana que debe ser reconducida a Dios por sus caminos que no suelen ser los que nos trazamos los hombres.

 

Y el profeta está abierto a los signos y profecías de los otros. Cuando alguien se siente profeta, peto no interpelado, forma parte, más bien, del torpe pelotón de los fariseos tan duramente criticados por Jesús.

 

La profecía puede estar dirigida a la Iglesia también por quienes están fuera de ella. Porque todo profetismo tiene su origen en el mismo y único Espíritu, pero quien profetiza puede vivir alejado de la referencia explícita a la persona de Jesús, pueden ser personas o grupos increyentes.

 

Por ejemplo: la increencia actual, las diversas formas de ateísmo son, bajo un cierto punto de vista, profecía del Espíritu dirigida a la comunidad de Jesús, porque ellos: ateos, increyentes, agnósticos, indiferentes, dentro de su actitud libre de alejamiento de Dios, rechazan o prescinden de algunas imágenes de un dios en el que tampoco debemos creer los que profesamos la fe cristiana, porque están muy lejos del Dios de Jesucristo (3)

 

 

 

Voces proféticas que avisan hoy a la Iglesia

 

La involución

 

La involución en la Iglesia es tema de viva actualidad en las conversaciones y escritos de numerosos cristianos. Es obligatorio que le prestemos atención.

 

Por involución, aplicado a la Iglesia, entiendo, por un lado, el apartamiento, repliegue o desvío por el que las instituciones de la Iglesia se retraen o alejan de su misión evangelizadora, y, por otro, el deterioro o pérdida de su verdadera identidad.

 

En una palabra, cuando las instituciones de la Iglesia, en su ser o en su misión, que son inseparables, se alejan, se vuelven atrás y se distancian del proyecto de Jesús.

 

Lo explico con algunos ejemplos:

 

Cuando la Iglesia, en algunas de sus instituciones más vitales, como son: las diócesis, las parroquias, los institutos de vida consagrada, las asociaciones apostólicas, tiende a replegarse en sí misma, con detrimento de la acción evangelizadora en el mundo, hay involución.

 

Este es el caso, creo, de bastantes sectores de Iglesia. Y las causas del fenómeno son variadas:

Igualmente, cuando las comunidades cristianas, por insensibilidad social o por mantener una falsa paz, se desinteresan de los deberes de justicia, de la defensa de los derechos humanos fundamentales cuando han sido violados; cuando desconectan el diálogo con el mundo y no oyen sus clamores; cuando no se abren a la colaboración con otros grupos sociales en las ocasiones en que debe haber una causa conjunta de bien común, hay involución.

 

 

También hay involución cuando nuestra oferta evangelizadora no es auténtica, porque defraudamos gravemente al mundo al no ofrecerle lo que merece y a lo que tiene derecho: Jesucristo y el Evangelio en su plenitud de liberación integral del hombre.

 

Otra señal involucionista se da entre nosotros cuando en nuestras comunidades se desvirtúa la calidad del signo evangelizador.

 

Quiero decir: la evangelización no consiste tan sólo en un conjunto de acciones tendentes a ofrecer a los hombres el Mensaje de Jesús, sino que en la evangelización, la comunidad, ella misma en su propia constitución, debe ser signo evangelizador.

 

Y lo es en la medida en que se manifiesta como comunidad viva de fe en la que los distintos miembros participan activa, responsable y corresponsablemente en estructuras de consejo, diálogo y decisión de la comunidad.

 

Este desarrollo institucional contribuye a dar significación evangelizadora a las instituciones.

 

Por el contrario, la consolidación de estructuras en las que no cuenta la base del pueblo de Dios, con ausencia de diálogo, de participación y decisión, es signo de involución.

 

Una señal silenciosa, pero preocupante, de involución en la Iglesia tiene su origen en las apatías, en los frenos que, de manera activa unas veces y de resistencia pasiva otras, estorban, impiden o ralentizan la marcha y misión de la Iglesia:

 

Veamos ejemplos concretos:

 

 

Hay una virtud de la prudencia que nos la enseña el Señor cuando con los ejemplos del que va a construir una torre o va a emprender una batalla (Lc 14,28-32), nos invita a determinar bien los objetivos de nuestra acción, a contar con los medios proporcionados para conseguirlos, pero también a obrar decididamente, sin demora.

 

Pienso que el Señor sigue pidiendo a todos el talante misionero y avisa a unos para que la misión sea auténtica misión de la Iglesia, la misión de Jesús, misión para la liberación integral del hombre; y a otros para que, al recordar los peligros, no olviden ni estorben el imperativo positivo y primordial de asumir las exigencias del Evangelio que son siempre radicales y arriesgadas.

 

Una cosa es la prudencia evangélica y otra bien distinta la prudencia de la carne, que lleva a la muerte (Cf. Rom 8,6)

 

 

Estos grupos o personas también deben valorar los avances y compromisos misioneros para apoyarlos, estimularlos, promoverlos, animarlos e imitarlos. Estas son, también, dimensiones esenciales del profetismo bíblico y cristiano.

 

Reconocer los fallos y peligros reales es señal de realismo y sensatez; pero seguir adelante en los caminos de Dios, además de realismo, es vocación cristiana y signo de esperanza teologal.

 

 

Esta sospecha tiene, como efecto principal, en algunos cristianos e instituciones, el lamentar y desentenderse de esta sociedad, juzgarla severamente y, en la práctica, renunciar al encuentro con ella.

 

En el fondo late la convicción de que la nueva cultura y la sociedad que por ella ha sido configurada son simplemente enemigos de Dios y de la Iglesia, pero no destinatarios de la evangelización y menos aún que puedan ser portadores de algunos valores positivos que ayuden a la misión de la Iglesia (4)

 

Por estas razones, la actitud de algunos cristianos es la de esquivarla, huir de ella y pensar, a lo sumo, en crear nosotros nuestra propia cultura, dentro de nuestro propio espacio eclesial.

 

 

Es cierto que la modernidad contiene una buena dosis de ambigüedad con sus ofertas y mitos de bienestar, felicidad, libertad sin trabas, y que ha dejado a muchos hombres de nuestro tiempo huérfanos de sentido de la vida, ha cerrado el horizonte de la trascendencia y ha dado origen a las nuevas marginaciones de la sociedad de la opulencia.

 

Ante sus ambigüedades y contradicciones no podemos ser ingenuos ni dejar- nos seducir (5). Pero el Señor que nos advierte para que seamos prudentes como serpientes (Mt 10,16) y que pide al Padre que nos libre del mal, también ora para que sigamos en el mundo sin salir de él (Cf. Jn 17,15-16).

 

Es decir, Jesús nos envía al mundo, a este mundo, a esta sociedad, para amarlos como El los ama, aceptarlos como El los acepta y para evangelizarlos.

 

Con la convicción del apóstol, hemos de exclamar: «Ay de mí, si no evangelizo» (I Cor 9,16)

 

– Lo anterior me sugiere otro signo de involucionismo en la Iglesia, cuando en nombre de la apertura al mundo y de la ley fundamental de la encarnación, llevados por el celo de salir al encuentro del hombre para transformar el mundo en Reino, nos identificamos tanto con las pautas de la sociedad que a veces es ella la que nos transforma (Cf. Rom 12,2) ; y en vez de ser sal que da sabor de Reino a la nueva cultura y sociedad, se deteriora nuestra identidad y queda diluido el radicalismo evangélico; en vez de abrir el mundo, la secularidad, al Misterio del Reino, nos atrapa la sociedad en lo que tiene de negación del espíritu de las Bienaventuranzas, ahogando en nosotros los valores del Evangelio y desvirtuando nuestro ser de sal de la tierra y luz del mundo (Mt 5,13-14).

 

Resumiendo: la involución se mueve siempre en la tensión entre la atención predominante a la propia institución o a la misión.

 

No es que, de suyo, se opongan institución y misión, pero en la realidad suele darse, en las distintas circunstancias históricas, en los diversos ambientes o grupos, un predominio de una de ellas, con detrimento de la otra.

 

Hoy, en nuestra Iglesia, tienen acogida más espontánea las instituciones y grupos de carácter más sólidamente institucional e intraeclesial.

Todas las instituciones y grupos tienen sus riesgos, porque riesgo es la posibilidad de perder la identidad eclesial, pero también lo es el debilitar el sentido misionero de apertura al mundo.

 

Hoy, muchas instituciones de Iglesia, apuestan más fuertemente por evitar riesgos y peligros de contagio mundano, pero acaso no prestan suficientemente su atención a las consecuencias de un sentido misionero rebajado, endeble, que no llega al hombre actual. Y se debe medir la gravedad de esta opción porque incluye el reduccionismo de la evangelización y de la misión.

 

A la Constitución Pastoral «Gaudium et spes», con todas las consecuencias eclesiológicas y pastorales que ello implica, algunos grupos e instituciones le

han recortado las alas y no la consideran tan inseparable de la Constitución Dogmática «Lumen gentium».

 

Hay una gran valoración de lo celebrativo, de la religiosidad, pero no se dan coherentemente en la misma proporción llamadas y compromisos a la militancia e inserción en los ambientes de la vida.

 

Se apoya, por principio, y a veces sin análisis profundos, cuanto promueve acciones que se desarrollan en el interior de las instituciones y/o comunidades cristianas, lo cual es absolutamente necesario; pero no se observa un gran entusiasmo para apoyar a grupos, lanzar y formar militantes que lleven el evangelio a estructuras y ambientes en los que se siguen jugando los intereses de los hombres.

 

Queremos ser levadura, pero parece que en muchos casos aspiramos a ser una levadura para guardar, en vez de ser, como Jesús pide, levadura para fermentar la masa.

 

 

En el fondo, tales críticas pueden ser signo de que nos creamos cada uno en la exclusividad de la verdad.

 

Debemos ser más sinceros y humildes, y en vez de extendernos con tanta facilidad el certificado personal de buena conducta, en vez de seguir consolidando nuestras seguridades, debemos revisarnos desde los otros.

 

Sería una muestra eficaz de probar nuestra actitud de permanente conversión, de corregir nuestras parcialidades, de superar enfrentamientos estériles y, sobre todo, de que intentamos ser íntegramente fieles a la voluntad del Señor, al ser y a la misión de la Iglesia.

 

 

El poder y la autoridad en la Iglesia.

 

Las sospechas sobre la Iglesia como institución recaen, mayoritariamente, sobre el ministerio jerárquico y se condensan, sobre todo, en la acusación de que, o de hecho es un poder, o peligra que actúe como tal.

 

Pero también cualquiera de las otras instituciones de la Iglesia y, por supuesto, nuestras personas, están sometidas a la sutil y sugestiva tentación de poder que siempre ha amenazado al hombre.

 

El mismo Jesús padeció esta tentación (Cf. Lc 4,1-15)

 

Por esta razón vamos a reflexionar sobre:

 

 

 

El poder, tentación de nuestras instituciones y grupos.

 

La Iglesia tiene como finalidad determinante el Reino, la evangelización, y estos objetivos deben impregnar todas las dimensiones de su ser y obrar.

 

Pero podemos dejarnos arrastrar por actitudes pragmáticas, dando la priori- dad, y aun la exclusividad, a la consecución de otros fines más inmediatos que conducen a la consolidación de nuestras instituciones, llámense diócesis, parroquias, asociaciones de todo género en la Iglesia, olvidando los fines últimos y dejando en segundo plano la misión, la evangelización, a pesar de que «Evangelizar constituye la dicha y vocación de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar» («Evangelii Nuntiandi», 14)

 

Y al postergar la dimensión evangelizadora, progresivamente nos consolidamos institucionalmente en torno a nosotros mismos, iniciando el camino hacia un poder que nos reafirma ante los otros e incluso frente a los otros.

 

Al no dar la prioridad que, por ley evangélica, corresponde a la evangelización, a la misión, nuestra mirada y esfuerzos se polarizan en torno a nuestra propia institución. Al perder el centro, que es Cristo, y al debilitarse el sentido misionero, nos concentramos en torno a nosotros mismos y, poco a poco, esta reafirmación deviene poder.

 

¿Qué ocurre? Que hemos confundido la identidad cristiana, eclesial, con la reafirmación de nosotros mismos y de nuestras instituciones.

 

En la Iglesia, de acuerdo con el testimonio de Jesús, la identidad se identifica – valga la redundancia – con la misión. La Iglesia es para el Reino, para la misión en el mundo. Si acaso, la identidad pone el acento en el ser y la misión subraya el hacer.

 

Nos identificamos, como comunidad de Jesús, en la medida en que servimos al bien de los otros, desde la autenticidad de nuestro ser y con toda nuestra vida. «El que pierda su vida, la encontrará» (Lc 9,24).

 

Las personas, comunidades e instituciones de Iglesia que se pierden en el servicio a la misión, en la solidaridad con los marginados de la sociedad, van siendo liberadas del poder nocivo que tiende a reafirmarnos, porque quienes se entregan a anunciar la Buena Noticia a los pobres, a liberar a los cautivos, a los oprimidos, siguiendo el ejemplo de Jesús (Cf. Lc 4,18), participan y actúa ya en ellos el poder liberador de Cristo.

Las comunidades que han hecho una opción evangelizadora, descubren que la evangelización incluye, exige y se concreta en la liberación; que evangelizar es liberar integralmente, por el poder de Dios, al hombre.

 

Jesús comunica la Buena Noticia liberando al hombre esclavizado, bien de las redes que han tejido su propio pecado y egoísmo personal, bien de las que pecaminosamente tendemos unos hombres a otros para someter, dominar y explotar (Cf. «Evangelii Nuntiandi», números del 29 al 35)

 

 

El poder de Cristo y los otros poderes.

 

Para la evangelización, acción liberadora del hombre, contamos con el poder de Cristo, a quien el Evangelio llama «el más Fuerte», en contraposición al demonio, enemigo número uno del Reino, al que, sin embargo, el mismo Jesús llama «el Fuerte» (Cf. Lc li,18-23)

 

Para evangelizar y liberar hemos de ser evangelizados y liberados, y somos liberados y evangelizados cuando evangelizamos y liberamos. Nos dejamos esclavizar y nos convertimos en institución de poder cuando descuidamos, rebajamos, el celo misionero u olvidamos nuestra misión.

 

Liberamos y evangelizamos cuando salimos al encuentro del hombre, sobre todo en presencias y servicios de caridad profética, que hoy se multiplican, como un signo claro del Espíritu, en las periferias de las grandes ciudades, en los países del Tercer Mundo, en acciones con marginados drogadictos, personas en soledad, enfermos, jóvenes sin rumbo, niños abandonados, transeúntes, y presencias en zonas rurales.

 

 

Criterios de discernimiento.

 

A la luz de estas verdades, hemos de escuchar la voz del Espíritu para revisar en qué medida nuestras propias instituciones y quienes las formamos nos hemos adentrado o no en la dirección desviada de un desarrollo y consolidación institucional de poder, a costa de la misión.

 

Pensemos cada uno en nuestra diócesis, parroquia, instituto de vida consagrada, movimiento apostólico, grupo o comunidad.

 

Y podemos valernos de algunos criterios elementales de discernimiento, que os los ofrezco:

 

En la institución, de Iglesia a la que, de manera más directa e inmediata perteneces, en la que participas, trabajas,

Diría que si la orientación de la institución y de las personas no es, sobre todo, hacia los llamados alejados, a grupos marginados, a ambientes del Tercer Mundo, Misiones; si los recursos humanos y materiales no tienen esa dirección prioritaria; si no se comparte o se comparte poco con los que tienen verdadera necesidad; si no hay compromisos de transformación hacia una sociedad más justa, en esa institución se va generando un poder que aísla, que se reafirma, que no libera y deja – pecado de omisión – a los otros en su esclavitud.

 

Y pienso que, dentro de una amplísima gama de variedades y matices, todavía muchas de nuestras instituciones están en esta situación negativa que acabo de señalar.

 

 

El poder, tentación de quienes en la Iglesia tienen autoridad.

 

En cuanto al ministerio jerárquico, sobre el que hemos dicho recaen más las sospechas de poder autoritario, comencemos con algunas constataciones fundamentales.

 

a) El ministerio jerárquico tienen su origen y justificación en Cristo y en su Espíritu (Cf. «Lumen gentium», 19). Del Nuevo Testamento y de la Tradición se deduce que forma parte de la institución de Cristo, por lo que, de ningún modo, en su misma naturaleza, es una interposición y obstáculo entre Cristo y la comunidad, sino que es una mediación sacramental, que forma parte del Sacramento de Salvación que es la Iglesia, y cuyas referencias esenciales son:

 

b) El Nuevo Testamento, y más en concreto los Evangelios, hablan pocas veces de la autoridad dentro de la comunidad de Jesús, y cuando lo hacen modifican radicalmente nuestros esquemas habituales de autoridad, poniendo siempre el ejemplo de Cristo, el Siervo, para concluir diciendo: «Como Yo hice, así también debéis hacer vosotros» (Jn 13,15). Efectivamente, Jesús distingue dos tipos de autoridad:

 

c) Constatemos, finalmente, que la novedad del Reino abarca también, como un dato importante, la autoridad.

 

Para Jesús, ejercer la autoridad es servir, comportarse en la comunidad «como el que sirve» L.c. 22,27)

Luego hemos de descartar la homologación de autoridad en la Iglesia con el concepto profano de autoridad, tal y como suele ejercerse entre los que dominan.

 

Según el Señor, todos sus discípulos, sin excepción, deben ser servidores de los otros, y con mayor razón quienes en la comunidad tienen la autoridad.

 

A modo de síntesis:

 

En la nueva familia de los hijos de Dios sólo hay un Padre, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, y los demás somos hermanos.

 

Hasta tres veces repite en Mal 23,1-36 «uno sólo es vuestro Padre, Maestro, Mesías», indicando que la autoridad debe ser presencia ministerial, sacramento y transparencia de Cristo, único Maestro.

 

La autoridad es concebida exclusivamente en la línea del servicio y nunca puede oscurecer el hecho fundamental de que el único Señor es Cristo, que cada miembro de la comunidad es un hijo de Dios, y que todos son hermanos entre sí

 

Señorío de Dios, filiación divina y fraternidad son las tres categorías funda- mentales de la comunidad y son también resumen de todo el Evangelio de la nueva humanidad del Reino.

 

La autoridad está al servicio del señorío de Cristo, de la filiación divina, de la fraternidad. Debe revelarlas, defenderlas, resaltarlas.

 

Lo que distingue al Evangelio y le da originalidad, en lo referente a la autoridad, no es la constatación de la autoridad, que Jesús la quiere para su comunidad, sino la manera de entenderla.

 

Jesús quiere para su comunidad estructuras de hermandad, no de poder, que superemos toda connotación de autoritarismo y superioridad y nos relacionemos en la fraternidad.

 

Esta es la alternativa de Jesús a lo que, por desgracia, con tanta frecuencia ocurre: dominio, desigualdad y ley del más fuerte.

 

 

Situaciones de conflicto en el ejercicio de la autoridad.

 

La autoridad en la Iglesia, al ser ejercida por hombres, se puede equivocar. Esta verdad debe ser aceptada cordialmente por los constituidos en autoridad y por todos los miembros de la Iglesia.

 

En cuanto al superior, no le basta admitir en la teoría la posibilidad de equivocarse, sino que un signo de que la autoridad es servicio será reconocerlo ante sus hermanos cuando se ha equivocado.

 

Es un testimonio sencillo, no fácil ni frecuente; alejaría, sin embargo, la sospecha de una autoridad-poder y la reafirmaría como servicio.

 

La autoridad de la Iglesia, al desenvolverse en el ámbito de lo humano, incluye, necesariamente, una serie de condicionamientos que se deben tener en cuenta, y que los señalo a continuación.

 

  1. La autoridad es ejercida entre personas que son seres libres por naturaleza, que participan de la libertad de los hijos de Dios, por lo que el diálogo debe ser elemento fundamental en su ejercicio.

     

    La ausencia de diálogo en las instituciones de Iglesia, por parte de quienes las presiden, es signo de autoritarismo.

     

    Se ha de aceptar, como constitutivo esencial de las relaciones comunitarias eclesiales, el diálogo, en la línea marcada por la «Eclessiam suam» de Pablo VI.

     

    El diálogo ha de ser nuestra práctica constante, aunque en ocasiones resulte duro, difícil y lento.

     

    Y por parte de los otros miembros del Pueblo de Dios, la ausencia o negativa al diálogo con quienes presiden la comunidad o con los otros grupos integrados en la comunidad eclesial más amplia, por ejemplo, en la diócesis, es signo, cuando menos, de comunión débil, deficiente y hasta puede llegar a ser verdadero atentado a la comunión.

     

  2. Ante la actuación de la autoridad, el hombre actual encuentra especiales dificultades. Consciente de su propia personalidad y dignidad, se muestra resistente, en principio, a que cualquier mediación humana, personal o institucional se interfiera en sus decisiones.

     

    Esta actitud, con sus aspectos positivos, que hemos de defender, contiene también elementos mundanos de individualismo anticomunitario ajenos al espíritu de Jesús y que unos y otros hemos de vigilar.

     

    También hemos de estar alertados ante las cadenas, a veces muy sutiles, que atan a la persona, la instalan, hasta el punto de restar o anular su disponibilidad para la Causa de Dios, lo cual añade nuevas dificultades al diálogo y a la distribución de servicios, y dificulta notoriamente la respuesta a necesidades muy reales de la comunidad.

     

    ¿Cuántos quieren hoy, en la Iglesia, asumir de buen grado cargos de especial responsabilidad, o en los que la gratuidad será característica fundamental, o ser- vicios de escaso relieve social y eclesial, como, por ejemplo, ser consiliarios de movimientos u otras responsabilidades laicales dentro de la militancia?

     

    No faltan, aunque sea en ocasiones excepcionales, las situaciones de tensión extrema, causadas por parte del superior o de los súbditos, o de uno y otros, en las que se cede al impulso de actitudes que se van endureciendo, cerrando, y se llega a la solución por la vía de la fuerza y del poder, y en las que vence, en unos casos, quien tiene la autoridad, y en otros los que no la tienen, pero que se han hecho fuertes con el poder.

     

    Sea quien sea el que se lleva el trofeo de la victoria, si el proceso ha deseo bocado en actitudes propias del hombre viejo, egoísta, ha habido abuso de poder.

     

  3. En una palabra, en el ejercicio de la autoridad, como vamos señalado hay riesgos y peligros que Jesús los ha asumido por el hecho de instituir la Iglesia y el Ministerio jerárquico en ella.

 

Pero tales riesgos no son males en sí mismos, ni deben traducirse en miedo a la libertad hasta el punto de intentar ahogarla para evitar los peligros, sino que son manifestaciones del combate cristiano, momentos difíciles dentro del proceso de purificación de una Iglesia en la que debemos luchar sin tregua para que sea fiel a su Señor.

 

 

Consideración final.

 

Estas reflexiones han sido, en mi intención, una meditación personal, dicha en voz alta para unos grupos de nuestra Iglesia que representáis a otros muchos cristianos a los que sinceramente aprecio y valoro, porque somos todos herma- nos agraciados en la misma fe y porque muchos de vosotros sois de los católicos que vivís el compromiso en distintos ámbitos de la vida pública, a cuyo compromiso hemos exhortado expresamente los obispos a los cristianos de nuestras Iglesias; o sois de los que, en instituciones, presencias de Iglesias, cumplís una misión con los pobres, desde los pobres y para los pobres, a los que también os hemos invitado y nos hemos comprometido los obispos en nuestra programación pastoral trienal.

 

Quiera Dios que la fe que a todos nos une en la comunión en el mismo Espíritu y en la misma Iglesia, nos una también cada día más estrechamente en las grandes líneas de la misión, porque, al fin y al cabo, somos un único Pueblo de Dios, un único Sacramento de Salvación.

 

Y que las dificultades que todos encontramos, por nuestras respectivas limitaciones, torpezas y pecados, nos hagan mutuamente comprensivos, imitadores del Padre de las misericordias y compasiones, a fin de que entre nosotros crezca más los que nos une que lo que nos separa.

 

Que miremos todos en la misma dirección, más allá de nosotros mismos, a la utopía, a la gozosa ultimidad que siempre es Cristo, del que brota la profecía para que la escuchemos, la acojamos y la proclamemos, para que la misión que a cada uno se nos ha asignado la vivamos conjuntamente y nos ayude a ser la institución y el pueblo de profetas que Cristo quiso y quiere.

 

 

 

 

 

  1. Para una iluminación más completa sobre el tema, ver en Iglesia Viva, enero-abril 1977, artículo «La Iglesia realizada como auténtica comunidad», de José María Rovira Belloso.

  2. Para un criterio más completo sobre este complejo problema, ver la Instrucción Pastoral de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española «Los católicos en la vida pública», de abril de 1986, en especial los números 147 y 148.

  3. Recomendamos la lectura de la Carta Pastoral de los obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria, «Creer hoy en el Dios de Jesucristo», de Cuaresma-Pascua de 1986. Y también las ponencias del V Congreso de Teología «Dios de vida, ídolos de muerte», de septiembre de 1985.

  4. Ver «Los católicos en la vida pública», en el apartado «Muchos aspectos positivos en el campo de la cultura», números del 14 al 17.

  5. Ver en el mismo documento de los obispos, el apartado titulado «Algunas notas negativas» de la cultura actual, en los números 18 y 19.