I.  TUS PREGUNTAS SOBRE DIOS

 

Permíteme, amigo, comenzar con una pequeña clasificación de tus interrogantes sobre Dios. Además de clasificarles, eso me permitirá mostrarte en qué dirección van las preocupaciones de los jóvenes. Porque no todas las generaciones tienen los mismos problemas ante Dios. Digamos que hay tres capas de preguntas sobre el Absoluto y, por tanto, tres sensibilidades en el fondo de los corazones.

 

1. Los más mayores han buscado y buscan todavía un Dios explicativo, una Causa primera, una Razón suprema. En su juventud tuvieron que hacer frente al dilema «de la fe o la ciencia». Se encontraron con el racionalismo, para el cual Dios es una hipótesis inútil (decía el físico Laplace). Inútil en lo que concierne al origen del universo, que no comporta misterio alguno; inútil en lo que hace referencia a la vida moral, que no necesita fundamento religioso alguno, y que es mucho más pura cuando no entraña ni recompensa ni castigo. Así de optimistas eran los científicos de principios de siglo, aunque no tardaron mucho en desengañarse. Las teorías sobre el origen del mundo no cesan de modificarse, porque ninguna parece satisfactoria. Por otra parte, las costumbres, privadas de su zócalo cristiano, no dejen de degradarse, como lo habían previsto ya dos no-creyentes, Jean-Paul Sartre y Jacques Monod. En las dos últimas décadas, la inmoralidad ha dado un salto cualitativo hacia adelante, y hoy se publican, bajo la protección de la ley, cosas impensables hace veinte años.

Frente a las pretensiones del racionalismo, la Iglesia no se encerró en los sentimientos piadosos, como si el cristiano - tuviese que refugiarse en su interioridad para hacerse inmune a los ataques. «Sin duda la fe es inútil, puede que incluso estupidez pero me calienta el corazón y, por tanto, es verdad.» En 1870 el Concilio Vaticano I tomó la defensa de la inteligencia, creyéndola capaz de ponerse en camino hacia Dios, aunque en la ruta se encuentre con numerosas encrucijadas en las que es fácil perderse. También recordé que Dios había querido revelarse a sí mismo en Jesucristo, y que esta luz sobrepasa las capacidades de nuestra razón, no porque sea irracional, sino al contrario, por ser superrazonable.

De ahí que la catequesis y la predicación hayan puesto en marcha dos argumentaciones. Para salvar la inteligencia, desplegaron las «pruebas de la existencia de Dios», que, en realidad, no son más que «vías» y no cálculos matemáticos. Pero, para mantener a la inteligencia en el círculo de la humildad, insistieron demasiado en el milagro: Dios se manifestaría sobre todo rompiendo con las leyes naturales e infringiéndolo les espectaculares excepciones, para humillarnos de alguna manera. La pastoral, por su parte, ha utilizado machaconamente el siguiente eslogan: «¡Razón, defiéndete! ¡Razón, humíllate!».

Si no me equivoco, éste no es tu universo, por distintas razones. En primer lugar, hoy toda pretensión de verdad, ya sea religiosa o no, ha perdido su mordiente. Además, la filosofía no es tu fuerte. Y por último, y sobre todo, tú no buscas a Dios en las galaxias. Tú quieres un Dios Amor que dé sentido a tu vida. Por eso determinados debates te aburren aunque veces puedas perderte cosas interesantes. Además cada vez hay menos.

Sin embargo encuentro en mis notas algunas preguntas de este tipo:

 

«¡Pruébeme que Dios existe! ¿Qué es lo que le permite saberlo?»

«¿Qué piensa de la Creación? ¿y qué pinta Darwin en todo eso?»

 

También me encuentro con preguntas sobre los milagros.

 

Por un lado. «¿cree usted los milagros de la Biblia?».  Pregunta que revela la duda que anida en tu corazón.

Por otro, «¿por qué Dios no hace ya milagros o no hace más milagros?». Y la pregunta trasluce tu escándalo ante el problema del mal.

 

Tomo nota, pues, de estos deseos de luz, sobre todo en lo concerniente al problema del mal, común a todas las generaciones, y, en el fondo, el gran y único problema.

 

2. La gente que tiene entre cuarenta y cincuenta años convivió con lo que llaman las «ciencias humanas», disciplinas que tomaron el relevo de las ciencias físicas sin suprimirlas. La atención se desplazó hacia autores (Marx, Nietzsche, Freud...) que no atacaron al Dios explicativo, sino al Dios nocivo, o incluso perverso, mostrando el origen vicioso de la religión, su sospechosa «genealogía». Se les llamó los «maestros de la sospecha». No intentaron demostrar la inexistencia de Dios (para Marx, es una cuestión inútil), sino cómo podía surgir en la conciencia humana una idea tan descabellada. Hablaron de Dios como el opio que adormece la misería económica, como el fruto de una neurosis engendrada por la imagen de un padre terrible, o como el resultado del resentimiento contra el mundo... No se trataba ya del Dios explicativo, sino del Dios explicado... Estas ideas invadieron a la inteligencia católica, que quedó aterrorizada y obsesionada por ellas. Algunos incluso añadieron otras razones. Otros intentaron demostrar que, al destruir las razones para creer, se alcanzaba la «noche» de los místicos. Todo esto se enseñó en los institutos católicos y en los seminarios. Con ello se hizo mucho daño, sobre todo a determinados laicos, sacerdotes y religiosas que pretendían ponerse al día y comprender al hombre moderno en un cursillo de cuatro días. ¿Lo hicieron? Sin duda hubieran necesitado una serenidad y una lucidez mayores, porque un árbol no debe ocultar el bosque.    

Confieso que no he encontrado huella alguna de estos debates en tus cuestiones. A veces, preguntas a los jóvenes cristianos si su fe no es una especie de «fórceps» psicológico para dar sentido a la vida, pero sin acusarles de ninguna perversidad. Tus preguntas no apuntan hacia la autopsia de un Dios muerto. Seguramente tampoco hayas leído ninguno de los autores citados, cosa que deberías hacer. Además, sus doctrinas han envejecido, al menos en algunos de sus puntos, especialmente el marxismo. Otras doctrinas se han dividido y están en permanente lucha unas fracciones contra otras, como en el caso de las distintas escuelas freudianas.

En lo que concierne a su actitud antirreligiosa, estas doctrinas apenas renuevan sus argumentos, y muchos de ellos son tributarios del nivel de conocimientos del siglo pasado. La crítica de la fe no quedó terminada en 1843, como lo pretendía Marx; y la explicación que da Freud del monoteísmo bíblico no se sostiene. En cualquier caso, la «ilusión» cristiana de la que hablaba el padre del psicoanálisis, tiene un bello «futuro» ante sí, decía Jacques Lacan. No te digo todo esto, para que barras con un golpe de desprecio a todos estos autores, sino para que no te dejes impresionar por ellos, como lo hicieron ciertos sacerdotes que llegaron incluso a flirtear con sus ideas. Léelos, si quieres, pero con la cabeza fría.

Y sobre todo no exageres su influencia. El error de los últimos veinte años radicó en haber creído que ser moderno era igual a ser ateo, y ser ateo, igual a ser marxista. Algunos análisis han sucumbido a esta confusión, incluso en el Vaticano II. De ahí .que se haya llegado a hacer de las ciencias humanas el paso obligado para ser cristiano hoy (¿cómo creer después de Marx?). Algunos teólogos han llegado incluso a proponer un cristianismo a la altura de la increencia, en el que la preocupación política reemplazaba a la fe evangélica. Es lo que se ha dado en llamar la secularización. Sin embargo, en la URSS, mucho antes de la perestroika (que no es un remedio milagroso ), el cristianismo ha aguantado por medio de la oración litúrgica y privada, y, sobre todo, por medio del martirio. Si en vez de entrar en la resistencia espiritual, se hubiese enterrado y perdido vitalidad, habría perecido. No quiero volver a repetir lo que ya dije en «Camino del Evangelio», pero estoy persuadido que nuestra época rechaza cualquier ideología, y me alegro de ello, aunque la verdad también sufra las consecuencias de esta indiferencia. Lejos de haber desaparecido, la preocupación religiosa se extiende en todas las direcciones en esta época del «nuevo individualismo» o de la «postmodernidad» (Gilles Lipovetsky). Surge, entonces, «lo sagrado a la carta» o «la doble pertenencia», fenómeno que conoces bien. Por muy laico que sea el Estado, la intimidad de la persona no lo es. Y me parece que el Evangelio tiene más posibilidades con el retorno de lo sagrado que con el ateísmo. Esto es lo que percibe cualquier misionero lúcido que entre en contacto con la gente de la calle. Hoy, igual que ayer, la timidez no tiene cabida en el corazón del bautizado.

 

3. Queda tu problema, o, al menos, el que más frecuentemente planteas: ¿qué es la fe y cómo se puede experimentar?; ¿qué cambia eso en una vida? Te entiendo. En primer lugar, sueles estar angustiado ante la falta de sentido de tu vida, y quisieras ver más claro con la ayuda de Dios. Un Dios que está en función de tu problema, al menos en principio (algo que habrá que rectificar más adelante), pero al que no quieres reinventar. Un Dios que es tu Dios, verdaderamente Dios, y no una ilusión. Para llegar a encontrarle, no cuentas con los recursos de la filosofía, sino que, como un hombre de finales de siglo, intentas una vía experimental de acceso. Por eso preguntas a los convertidos cómo lo han hecho y qué es lo que la fe ha desencadenado en ellos. Su testimonio canta el poder de la gracia, mientras tú buscas el mecanismo para conseguir lo que te parece que depende del arbitrio del Otro. No quieres rezar ni provocar. Piensas más en el laboratorio que en el oratorio. Más que esperar el don de Dios, quieres una mecánica infalible que te ponga en comunicación con Él. Colocado ante la pantalla de tu ordenador, te parece raro que existan distintas religiones. ¿No habrá un error en la informática «espiritual»? Y suponiendo que la pantalla me ofrezca varias posibilidades para elegir, ¿quién me garantiza, piensas, que he adoptado la mejor, y la única verdadera? Esta es una de las preguntas que planteas repetidamente, no como un filósofo, sino como un consumidor que teme haberse equivocado en la elección de un artículo de valor, por no haberlo pensado lo suficiente. En definitiva, eres un individualista y un ser experimental, como toda la gente de hoy. Deseas una cosa y la pruebas para ver qué es lo que más te gusta: una única cosa o la mezcla de varias, una bebida seca o un cóctel.

Por eso, algunos se embarcan en un camino peligroso. Cuando se busca un Dios útil, se busca un Dios poderoso para convertirse uno mismo en poderoso a través de la divinidad. En principio, no hay más que un Dios, ¿y si hubiese dos, cómo decían antaño esos herejes, llamados maniqueos? ¿y si de los dos el Malo fuese el más poderoso? Incluso sin abandonar el monoteísmo, ¿y si se demostrase que Satanás, la Bestia, el Anticristo, el número 666, es más eficaz que el Dios del Amor, a juzgar por los estragos que causa en el mundo actual? En ese caso, ¿a quién hay que seguir, a Dios o al Diablo? Fíjate que se trata de la misma tentación de Jesús en el desierto (Lucas 4,5-8), que el rechazó sin contemplaciones. Pero quizás a ti ya tus compañeros se os haya ocurrido pensar: «después de todo, ¿por qué no intentarlo con Satanás?; ya veremos; hay que probarlo todo, antes de decidirse». Puede que incluso hayáis hecho un «pacto»: vender vuestra alma al Diablo a cambio de poder. Habréis salido de la experiencia tremendamente decepcionados (Satanás miente tanto como respira y no mantiene sus promesas) y, a la vez, heridos.

 

4. Por eso me he visto obligado a añadir un cuarto punto a los otros tres ya enunciados: en el fondo, no estás muy seguro de la calidad de lo divino, y éste es tu principal problema. No te extrañes. Es normal que te encuentres inmerso en la corriente neopagana contemporánea, enemiga declarada de la revelación judeo-cristiana. En efecto, la Biblia no se limita a afirmar que Dios es único, lo que ya sabían determinados pueblos; nos enseña que este Dios es personal, que tiene un nombre, que es amigo del hombre, que sella una alianza con él y le hace una promesa, que le manifiesta su misericordia, y que desea entrar en comunión con él sin que esta proximidad sea peligrosa. El profeta bíblico no se limita a condenar el politeísmo, es decir, la pluralidad de dioses; reprocha, sobre todo, al creyente equivocarse por completo en la manera de entrar en contacto con el, como si se pudiese forzar la mano de Dios a través de prácticas mágicas. De hecho las dos posturas están relacionadas: si los paganos multiplican las divinidades, es para explotar a fondo todas las energías sobrenaturales a través de la especialización de cada una de las divinidades (salud, riqueza, poder, venganza...). El rito se convierte, entonces, en la puesta en marcha de estos mecanismos infalibles. Es divino todo lo que funciona sin pararse ni retrasarse. El corazón no tiene nada que ver en esta distribución automática.

Y no creas que la «mística» escapa a este sórdido universo. Ya sabes que para mucha gente actual, la oración es la reducción del hombre al vacío, a través de toda una serie de ejercicios corporales y psicológicos. Y el más allá, si es que existe, no es más que la fusión del hombre en el gran Todo, como un terrón de azúcar se disuelve en una taza de café caliente. Examinaremos esta cuestión más de cerca. En el fondo se trata de la misma pregunta de los mayores ( «sé quién es Dios, pero ¿existe?; ¿se necesita para explicar el mundo?» ) al revés: «seguramente Dios existe, pero no sé quién es, ni quiero saberlo; yo mismo deseo desaparecer en este Desconocido».

El reverso de la medalla no debe ocultarte la otra cara: el convertido de hoy no se queda satisfecho con saber que Dios existe, lo que realmente le conmociona es el saberse amado por el. Esto es lo que separa profundamente las diversas generaciones de nuestra sociedad: la encuesta sobre la existencia de Dios o la acogida de la calidad de lo divino. Esto es lo que hace difícil la fe. En efecto, a la existencia de Dios puedo llegar por mí mismo y fácilmente, como el 78 por l00 de los jóvenes españoles. El sentirme amado por Él, sólo lo puedo creer. De ahí que sólo un 46 por l00 de los jóvenes españoles acojan y crean en un Dios personal... (Nota del editor: Estos datos han sido sacados del libro Jóvenes españoles 89 publicado por la Editorial SM, Madrid, 1989, p.272).

La nueva evangelización no consistirá en predicar un Dios explicativo, sino en testimoniar la ternura. Esta ternura es la que está en el origen de todo. Pero no se trata de una «razón», porque no hay razones para amar a alguien. «Amo porque sí», decía San Bernardo.

Esto era lo que quería decirte, amigo mío, antes de pasar a tus preguntas. Espero que lo expuesto te haya ayudado a poner en orden el cajón de sastre de tus preguntas. Tal vez ya comiences a ver un poco más claro. Pasemos, ahora, a los detalles.

 

DIOS COMO EXPLICACION

 

Lo que primero me llama la atención, amigo mío, es que hablas de Dios sin saber demasiado lo que se esconde tras esta palabra tan usada y tan manida. Por eso, preguntas:

 

«¿Cómo definiría usted a Dios?

-Dios es algo vago. ¿Para usted, Dios tiene forma física?                      

-¿Cómo se lo imagina?».

 

Así pues, antes de concederle a Dios la iniciativa, o colocar tal acción en su haber, o endosarle tal catástrofe, quisieras saber quién es este poder misterioso al que los hombres atribuyen la capacidad de bendecir o de maldecir, de crear y de aniquilar. Y tienes razón. En efecto, «Dios» es lo que menos conoce el hombre, aunque sin cesar hable de Él. Cada uno proyecta sobre esta palabra sus propios sentimientos: el deseo de ser protegido, el miedo de ser castigado, la intercesión por los seres queridos, la venganza contra los enemigos, el reconocimiento total, la envidia venenosa, la búsqueda de una belleza radiante, la espera de una noche oscura «en la que todos los gatos son pardos», la sed de comunicar con un Ser «súper», la manía de querer disolverse en una corriente vertiginosa, el ..deseo de sobrevivir, la voluntad de desaparecer... Dios es lo que espero de Dios; es lo que me conviene que sea, para afirmarlo o para negarlo. En este aspecto, tanto el creyente como el no creyente pueden estar a merced de su imaginación. El único que escapa realmente a esta ilusión es el santo, el místico cristiano, el que supera las pruebas y atraviesa las «noches» espirituales. Este no inventa, ciertamente, aun Dios que le contradice duramente, y que no le pasa la mano por la espalda, y que le conduce hacia caminos donde no quisiera ir (Juan 21,18).

Pregúntate, amigo mío, si no son tus caprichos, tus manías, tus miedos o tus frustraciones las que te hacen decir «Dios», tanto para poner las manos juntas como para lanzar un puñetazo. ¡Desde este punto de vista, cuántas cosas que no tienen nada que ver con la filosofía se esconden bajo muchos argumentos y discusiones! Eso no quiere decir que no haya que dialogar, pero teniendo presente que una manifestación de amistad hace progresar un debate empantanado, porque el bloqueo se encontraba en el fondo del corazón.

En relación con Dios, también hay ideas falsas «en frío», que proceden de una falta de formación o de una mala educación religiosa. Hablemos de ellas. La Iglesia sostiene que la inteligencia humana es capaz de buscar a Dios e incluso de admitir su existencia, pero también reconoce que este proceso es difícil, puede desviarse y no consigue encontrar el rostro divino tal y como se nos ha querido manifestar. La razón puede construir un retrato robot aproximativo, pero no es capaz de encontrar a alguien, alguien que es Amor y que nos ama. Según los diversos sondeos, la mayoría de la gente que dice «creer» en Dios confiesa que no sabe quién es y lo identifica con un espíritu cósmico, una especie de gas. En cualquier caso, como dice Juan, «a Dios nadie lo ha visto jamás; es el Hijo único, que es Dios y está al lado del Padre, quien lo ha explicado» (Juan 1,18). No olvides nunca esto e intenta evitar tus prejuicios. Y ahora abordemos las seis preguntas principales que me planteas.

 

El Dios causa

 

Muchas veces, de una u otra forma, me preguntas:

 

«¿Cómo puede crear Dios? ¿Cómo se inserta su acción en el encadenamiento de los fenómenos?

-¿Cómo interviene hoy en el mundo? ¿Sólo a través del milagro?

-¿Por qué el Todopoderoso no es capaz de prevenir las catástrofes?

-¿Cómo surge la fe en el corazón? ¿Hay algún mecanismo? ¿Por qué no surge en mi corazón?» Etcétera.

Cuando te planteas tales preguntas, estás invadido por varios sentimientos: por el escándalo o por la duda.

 

 

El escándalo

 

Primero sientes el escándalo que provoca en ti el mal. El mal que asola el mundo, y que conoces a través de los medios de comunicación, el que te martiriza personalmente. Entonces buscas la causa, es decir, el culpable, porque, en lenguaje jurídico, «instruir una causa» es hacer una investigación policial, para identificar al responsable de un determinado delito y poder acusarle. En el proceso intelectual hay, pues, un elemento pasional que quizá tú no percibes. Retomaré este tremendo interrogante desde más atrás, pero, ya desde ahora, quisiera prevenirte de un error: imaginar un Dios actuando sobre los fenómenos como cualquiera de las fuerzas físicas (un seísmo) o humanas (una agresión), exactamente en el mismo nivel. Pienso en aquella madre que, en vez de dar a su hijo la medicina, se equivocó de botella y le administró un producto tóxico que causó la muerte de su hijo en medio de unos dolores tremendos. Esta pobre mujer cristiana intentaba aceptar esta «voluntad de Dios» imaginándose que el mismo Señor le había guiado la mano para hacerle pasar esta prueba. ¡Horrible!

Ya ves que, incluso en el hombre más moderno y racional, anida algo de esa mentalidad primitiva, llamada animismo, y que no sólo existe en África. El hombre moderno, cuando sufre un daño, quiere identificar al culpable para vengarse de él o llevarle ante los tribunales. Sólo así se calma. Pero, ¿qué hacer cuando el mal no se le puede imputar a nadie, como en el caso de un alud o de un cáncer? El hombre no acepta fácilmente el recurso del azar, porque esta solución no le tranquiliza lo más mínimo, ni satisface su corazón. ¿Cómo un acontecimiento importante puede ser puramente accidental o inocentemente fortuito? En el Tercer Mundo, la desgracia se explica por la influencia nefasta de los malos espíritus o por el poder del brujo. En Europa, es al mismo Dios al que a menudo se acusa y se conmina a comparecer ya defenderse. « ¿Qué he hecho yo para que Dios me envíe tantas calamidades? Después de todo, si hubiese un Dios, no me pasaría eso». Quejas como éstas proliferan. Hay incluso catástrofes (seísmos, inundaciones, erupciones volcánicas...) a las que se les llama «actos de Dios». ¡Siniestro! Dios no es ese «absurdo emperador del mundo» que denunciaba un filósofo ateo. Deja, pues, de imaginarte a tu Padre del cielo como un Júpiter bigotudo que, desde lo alto del Olimpo, acciona los mecanismos cósmicos de un motor que aplasta entre sus ruedas asesinas al Charlot de los «Tiempos modernos».

No hables tampoco de la «voluntad de Dios» a la ligera. ¿Qué sabes tú? La voluntad del Padre celestial nos ha sido manifestada en Jesucristo como amor y salvación, y de una manera que no admite dudas. Dios no nos inocula las enfermedades como ese mosquito que, durante una misión en Benin, me obsequió con un fuerte ataque de paludismo. No acepto una fiebre o una desgracia como un don del cielo que me sería comunicado sin intermediario alguno (directamente del productor al consumidor), sino que, como Pascal, rezo «por la buena utilización de la enfermedad, que no es lo mismo». La voluntad divina no es el mal, sino la gracia para vivir cristianamente un período difícil de mi vida. Desconfía de los atajos, porque suelen ser escandalosos.

Ten en cuenta que ésta es una tentación corriente. Hace unos veinte años, para prevenir el error del que te estoy hablando, los teólogos terminaron por decir que Dios no intervenía para nada en el mundo. Así se terminaba con los puños levantados hacia el cielo y, en la organización del mundo, el hombre gozaba de una total libertad ( el hombre «secularizado» ). ¿Hasta qué punto se trataba de una solución justa? ¿Cómo Dios podía seguir siendo el Amor si se desentendía por completo de nuestros asuntos y se lavaba las manos ante nuestros problemas? Hablar así era como «tirar al niño con el agua del baño». Por eso la reacción no se hizo esperar. En determinados ambientes se puso en marcha el motor celestial y se atribuyeron todos los acontecimientos al Señor de una manera inmediata: todo lo que pasa ha sido querido por Dios, que ha colocado todo en su sitio como un buen ingeniero. Hay que congratularse de poder «recibir», al segundo, la palabra divina que conviene exactamente, sin tener que estrujarse la cabeza. Ya no hay intermediarios, ya no hay distinción entre el bien y el mal, pues ambos proceden de la misma fuente. ¡Qué cisco!

Yo creo:

-que Dios actúa, pero a su manera, sin entrar en la cadena o ser su primer motor;

-que no quiere, ni nunca ha querido, el mal;

-que su gracia nos alcanza en circunstancias que el no ha provocado directamente, pero que utiliza para inspiramos una conducta o para enseñamos el camino;

-que esta gracia no nos impide reflexionar y actuar: nuestra participación no la mancha;

-que esta manera normal de actuar por parte de Dios no quita su intervención milagrosa.

Amigo, confíate al Padre de Jesús. No intentes confiscar su voluntad, ni para injuriarle («¡Hacerme esto, a mí!»), ni para utilizarle como una máquina tragaperras («¡Dios me ha hablado!»). El Amor no actúa mecánicamente y no se manipula como un aparato.

Que tu confianza sea absoluta, sin que eso te dispense de actuar. ¡Puedes pedir al Señor que te ayude a encontrar un buen novio o una buena novia, puedes ser escuchado(a) e incluso puedes decirlo, pero sin convertirle en un ojeador de caza o en una Celestina! Así pues, maneja con precaución esta noción de «causalidad divina», sin ser ingenuo cuando las cosas te salgan bien, ni demasiado huraño si salen mal. Si nadas en la felicidad, que te aproveche; pero, al alabar al Señor, piensa en los demás y no creas que estás solo en el mundo. No cantes apresuradamente el Magníficat para dar gracias a Dios por haber salvado el Carmelo de Lisieux durante los bombardeos de 1944. ¡Piensa también en el convento de los benedictinos, totalmente arrasado! Convéncete, con el filósofo Jean Lacro ix, que, mediando cierta confusión mental y verbal, la causalidad es la razón principal de la increencia, o de la «malcreencia», o de la fe dolorosa. Sal del infantilismo y deja de ser un niño ante Dios.

 

La duda

 

Mal entendida, la idea de un Dios-Causa puede exasperarte cuando la pongas en relación con el mal. Y puede obligarte a bajar la cabeza cuando la compares con el resultado de las ciencias naturales. De las dos explicaciones, la divina y la humana, ¿cuál es la buena? Es la idea de tu pregunta, referida anteriormente: «¿Qué piensa de la Creación? ¿y qué pinta Darwin en todo esto?». Una pregunta que se concreta en un conocido dilema: o la Biblia o la ciencia.

Yo pienso que la Escritura habla el lenguaje de su época, como también tú lo haces, y, sobre todo, que no pretende darnos una explicación. Y esto es algo que tal vez termines por admitir, siempre que te olvides de los malos catecismos aprendidos de memoria. La creación no es el origen, y mucho menos la descripción del origen en vídeo. La creación es la afirmación de nuestra dependencia radical de Dios y, al mismo tiempo, nuestra distinción de el, que no depende de nadie. A veces te preguntas: «¿Quién ha creado a Dios?» Sin duda alguna estás confundiendo la creación con la fabricación (no te preocupes, Sartre lo hizo antes que tú). ¡Piensas en un super ingeniero que construye el prototipo, lo monta en la fábrica y produce modelos en serie! ¡No estamos en la Seat! Ni siquiera en una maternidad.

Fíjate bien, amigo. La creación significa que nuestra razón de ser no está en nosotros, sino sólo en Dios y en su eterna ternura. «Soy amado, luego soy». «Te quiero porque te quiero». Esto escandaliza a los racionalistas, que prefieren justificar el mundo por el azar o la necesidad. Yo, en cambio, me alegro de no compartir ninguna de estas dos mecánicas. Me alegro de proceder de un Dios que no me quiso por necesidad (para romper su soledad, o tener una imagen de sí mismo al revés, o complacerse en su buena acción, o enorgullecerse de sus extraordinarias posibilidades), ni por capricho (para divertirse como un príncipe aburrido, dedicado a invenciones descabelladas para matar el tiempo). Me congratulo de no deber la existencia a ningún cálculo egoísta, a ninguna sabia programación. Me disgustaría enormemente haber salido de un laboratorio o de un ordenador, aunque tuviese todo el poder de un misil admirable. Es verdad que no soy autónomo, ni soy Dios, pero mi dependencia no sólo me distingue de mi Padre, sino que también me une y relaciona con Él.

Si esto es así, no se puede confundir la creación con los orígenes. Ciertamente, la fe nos dice que Dios, al crear, inauguró el tiempo. Pero, como precisa Santo Tomás, aunque el mundo hubiese existido desde siempre, no por eso habría dejado de ser creado. La creación no es el big-bang: es mi relación con Dios. Si fuese el big-bang, sólo habría sido creado el primer hombre, pero no los demás, ni yo mismo. No seríamos más que copias del prototipo, duplicados. Ahora bien, yo he sido tan creado como Adán y tan querido por Dios como él.

La creación es mucho más bella que la procreación. Esta última puede llevarse a cabo sin amor en la pareja y sin deseo de un hijo, en una especie de coito instintivo. Además, aunque esté llena de ternura, la procreación es una acción. Que se termina con el nacimiento. Después, el bebé posee su propia existencia, aunque durante mucho tiempo dependa de su madre, tanto a nivel sanitario como afectivo. Dios no se contenta con dar el pistoletazo de salida. Me crea permanentemente y me ama sin cesar. No se trata de un parto momentáneo, sino de una ternura sin fin. Lo espiritual teje un lazo más fuerte que la biología.

Mi creación es más bella que mi origen, sobre todo si éste tiene alguna tara. He podido ser concebido por descuido una noche de borrachera o de adulterio; mi padre ha podido abandonar inmediatamente a mi madre, y ésta ha podido pensar en abortar. A pesar de todo eso, mi Padre del cielo me ha querido, me quiere y no cesará de quererme. Sólo esta «papá- terapia» es capaz de curar mis profundas heridas.

La creación del hombre no se confunde, pues, con su procreación, con su comienzo biológico. De la misma manera que la creación del universo no se confunde con el big-bang, su comienzo cósmico. El Génesis no es un reportaje sobre los primeros instantes del mundo. Nos cuenta, con un lenguaje colorido y lleno de imágenes, que sólo Dios es Dios y que todo lo demás procede de Él sin confundirse con Él, y sin que las cosas se confundan tampoco con el hombre. Y nos da el sabbat para que compartamos cada semana el asombro de Dios ante su obra. Es decir, puedes adoptar la teoría científica que más te guste, siempre que permanezca en su nivel: el de la explicación de los fenómenos. Si sale de ahí, deja de ser científica y se mete en el campo de la filosofía.

Hay teorías materialistas y ateas que niegan la existencia y la acción de Dios. Y, al contrario, también hay explicaciones científicas que creen poder demostrar la existencia de Dios experimentalmente, descubriendo por doquier agujeros que reclaman su intervención. No creas ni a los unos ni a los otros. No deduzcas a Dios mecánicamente. No le reduzcas al nivel de los fenómenos. La Iglesia llama a esta ilusión «concordismo», es decir, el intento de hacer concordar la fe y la ciencia en el mismo nivel.

Un joven me planteó esta pregunta: « ¿Quién era yo antes de nacer?» Hacías cuerpo con tu madre, orgullosa de llevarte dentro, de alimentarte, de acariciarte y de quererte. No eres, pues, un producto de una cadena de montaje o de una fábrica cualquiera. Y antes de tu concepción estabas en el corazón de Dios, como un proyecto de su ternura, un proyecto eterno y único, destinado a la gloria. Esto es lo que eres, amigo mío, más allá de tu carnet de identidad o de tu grupo sanguíneo. ¡No confundas, pues, los planes, ni deteriores tu bello misterio!

 

 

EL DIOS QUE BUSCA LA INTELIGENCIA

 

A veces me preguntas:

«¿Por qué está tan seguro de la existencia de Dios? ¡Deme una prueba!».

Y añades:

«Si un día se prueba que Dios no existe, ¿cómo reaccionaría? ¿Qué piensa de la gente que dice que Dios no existe?»

      

Nuestros caminos hacia Dios

 

A su manera, el hombre busca a Dios desde siempre. La Biblia nos presenta una revelación que nos sobrepasa, teniendo en cuenta las capacidades de nuestra sabiduría humana, que no sólo se debe poner en movimiento, sino también evitar las malformaciones groseras de lo divino. Dicho de otra manera, Dios es un derecho del hombre: Él es, a la vez, transparente en sus obras y diferente de ellas (Sabiduría 13,1-9; Romanos 1,18-23). Al volver a repetimos esto en el siglo pasado, el Concilio Vaticano I toma partido en favor del espíritu humano, castrado por el racionalismo de la más bella de sus posibilidades y privado del más vital de sus conocimientos. Al mismo tiempo, la Iglesia también proclama este principio para los ateos, que se adjudican el derecho natural de rechazar a Dios y se vanaglorian de ello como de una liberación; a los agnósticos, que no niegan nada pero se declaran incompetentes y sin un órgano apropiado; y a los mismos cristianos, que se refugian en el sentimiento invocando la «mística». Haciendo esto, la Iglesia se sitúa inequívocamente en el camino de la promoción humana sin la menor vacilación. Juan Pablo II no cesa de repetir estas mismas palabras, en una época en que la defensa de los derechos del hombre no siempre se lleva hasta sus últimas consecuencias. El hombre tiene derecho a Dios y nadie le debe privar de la libertad religiosa. Para ti, amigo, la fe te parece ante todo un deber, y un deber penoso; para el Papa es un derecho que permite el acceso a la alegría y a la realización personal. Tú preguntas: «¿estoy obligado a creer?». Y tu pastor te responde: «¿tú tienes el derecho de privarte de la fe?» Tú dudas, temiendo aburrirte o correr un riesgo incontrolable. Pero también hay otro riesgo, el contrario: asfixiarte por falta de adoración, caer en la pasividad por falta de verdadera alegría. Curioso, ¿verdad? ,

Sería grotesco que intentase hacerte en diez líneas una exposición de las mil y una razones para admitir la existencia de Dios. Tampoco voy a recurrir a «pruebas» matemáticamente comprobables. En este caso, el no creyente sería un imbécil, como ese alumno que no es capaz de encontrar, en la , pizarra de la clase, la solución al problema, que salta a la vista. La cuestión de Dios no proviene de lo que Pascal llama el espíritu de la geometría, sino que supone una reflexión en profundidad y que compromete la vida entera. El puro razonamiento no llega a la luz, sobre todo el razonamiento ramplón, que se queda en el nivel más bajo de sus posibilidades, en vez de elevarse «a los niveles superiores del saber».

El no creyente no es ningún tonto, ni el último de la clase; puede ser, incluso, muy inteligente y virtuoso, como veremos más adelante, pero es insensible al «por qué» último. También puede darse el caso que tenga por una caricatura grotesca de Dios, que bloquea su reflexión. Ten en cuenta, amigo mío, que tus falsas imágenes de Dios pueden provocar la incredulidad en otros.

Santo Tomás de Aquino no habla de «pruebas» de Dios, sino de «vías» hacia Dios, y tiene toda la razón del mundo. Es evidente que la vía concluye en alguna parte, pero proponiendo un camino, no administrando la solución del problema al instante. La solución nos hace cerrar la boca, el asunto concluye y no hay nada más que decir. El camino nos conduce hacia el asombro: un nivel en el que nunca se terminará de descubrir o de vivir. Tengo miedo, amigo mío, de que me pidas un «truco» para estar seguro de Dios, para arreglar esta cuestión de una vez por todas. Pero reflexiona. Si la existencia de Dios fuese algo evidente, ¿qué harías después? La clasificarías en tus archivos como un problema resuelto, como una tesis demostrada sobre la que no es necesario volver. ¿Poseer estos archivos te proporcionaría una vida espiritual? ¿Rezaría Rousseau a su «Ser Supremo» o Voltaire a su «Relojero»? Lo dudo. Además, como decía uno de vosotros: «¿Dios nos ha creado como el relojero hace un reloj? Pero a mí no me gustan los relojeros».

Cada uno encuentra la vía hacia Dios que le parece mejor, tanto el carbonero como el universitario. Pero no todas las explicaciones sobre Dios son buenas, ni siquiera las que se plantean so pretexto de satisfacer el espíritu. Incluso hay algunas tremendamente simples. Es estúpido decir que Dios tiene que existir para hacer posible el arranque de la serie, como el primer huevo que da origen a la primera gallina, o la primera gallina poniendo el primer huevo... Vuelvo a repetirte que Dios no está sólo en el principio. Él es nuestra razón de ser permanente. Nadie existe por sí mismo, ni yo, ni mis padres, ni nadie. Los seres creados habrían podido continuar en la nada, y no han existido siempre. ¿Quién les pudo llamar, pues, a la existencia, a no ser el Amor increado y eterno? Este es el fondo de la cuestión. Dios no es, pues, el Ser supremo, el primero y el más grande en la cima de la pirámide. Dios está fuera de la construcción. He aparecido un día en la tierra porque un Amor eterno, que no me necesitaba, me ha querido y no cesa de quererme.

Partiendo de aquí, la filosofía prosigue su interrogatorio. Siendo el ser creado finito e imperfecto, ¿de dónde saca la idea de infinitud y de perfección que curiosamente anida en su corazón? ¿De dónde saca la idea de Dios, que no está en su poder, como si fuera una secreción del espíritu? ¿Cómo podría pensarse a Dios si no existiera? ¿Cómo podría tener todas las perfecciones, salvo la de existir... ?

Ahora bien, todas estas reflexiones todavía no son la fe. Creer en Dios no consiste en admitir la idea de Dios, ni siquiera su existencia. Creer es acoger la revelación que de Él mismo nos hace en su Hijo Jesucristo. Es escuchar a Dios, hablar de Dios. Es «obedecer al Evangelio» recibiéndolo con humildad y sin considerarlo como una humillación. Porque, el Evangelio, lejos de vejar nuestra inteligencia, la sacia de una manera inesperada; lejos de detener su actividad, le da en qué pensar. No reproches a Dios el haber complicado las cosas revelándose a sí mismo. Lo hizo porque quería que conociésemos íntimamente su vida, con el fin de asociarnos a ella. El misterio no es un jeroglífico incomprensible para amargarnos la vida, si no una confidencia amistosa, que nos invita a la comunión.

En la Biblia, «conocer» no es tener conocimientos sobre alguien, sino conocer a alguien; no es identificar a alguien por su carnet, sino entrar en contacto con él y, en sentido estricto, «hacer el amor» con el ser querido. Esto es lo que quiso Dios al revelarse: ofrecemos su persona y no su retrato, su ternura y no su existencia bruta. Y, de esta manera, poner fin a los múltiples errores que el hombre no cesaba de acumular respecto a su Creador, después de haber pecado.

Por consiguiente, respondiendo a tu pregunta «deme una prueba de la existencia de Dios»), yo no te di la fe cristiana; simplemente espero haberte abierto el camino, despejando el obstáculo de la duda. No te quedes, pues, tranquilo viendo la ruta despejada. Avanza, vete mucho más lejos. Allí te espera, no un certificado o un diploma, sino una Presencia. ¡Inténtalo, al menos!

 

La solidez de nuestra fe

 

« ¿Y si un día se probase que Dios no existe...?»

Como ves, acabo de contestar a tu pregunta. Primero, Dios no se «prueba»: se descubre. Además, es imposible probar la existencia de alguien. Para conseguirlo, haría falta haber recorrido todos los lugares susceptibles de cobijarle, y nadie puede enorgullecerse de haber visitado todos los posibles escondrijos. Se puede afirmar, con André Frossard: «Dios existe, yo lo he encontrado». Pero no se puede decir: «Dios no existe, yo no lo he encontrado». Si no lo he encontrado es porque, tal vez, no haya escogido el buen camino...

Por último, y sobre todo, para mí creer no consiste en tener mis propias ideas sobre Dios, sino en acoger su visita personal. No se trata de contentarme sabiendo que existe, como existe una silla, un árbol, o fulanito de tal, sino de experimentar su ternura. No es decir «Dios», sino «Abba, mi queridísimo papá».

Por eso, cuando esta gracia me ha sido dada, ya no puedo perder la fe, como suele decirse. Imposible perderla por casualidad, como se pierde un manojo de llaves. Lo que se pierde así no es una fe viva, sino una costumbre mal enraizada, un hábito familiar, una religión juvenil. Y la prueba de todo ello es bien fácil de hacer. Cuando la gente pierde un objeto que estima mucho, lo reclama rápidamente en la oficina de objetos perdidos. Pero los que dicen haber perdido la fe no están dispuestos a recorrer ni medio kilómetro para buscarla. Más aún, a veces, ni siquiera se dan cuenta de lo que han perdido... No se pierde un gran amor sin sentir enseguida un vacío intolerable, ¿verdad?

En cambio, se puede rechazar la fe en Jesús. La Iglesia no se pronuncia sobre la culpabilidad de este abandono libre y consciente. Sólo nos dice, en el Vaticano I, que el cristiano no tiene ninguna razón objetiva para renegar del Evangelio. En efecto, cuando se ha conocido verdadera y experiencialmente el amor de Jesús, nada puede justificar nuestra deserción. Y, sin embargo, los abandonos se multiplican. ¿Por qué? Por razones subjetivas, a las que sólo Dios puede juzgar. Amigo, con la gracia de Dios y la fuerza del Espíritu, creo poder decir que no me escandalizo fácilmente. Puedo sufrir, sobre todo a causa de determinadas personas de la iglesia, pero hay otras muchas que me ayudan poderosamente. Además, todo esto no tiene nada que ver con mi relación con Jesucristo. Lo que soporta Él, ¿por qué no lo podría soportar yo también? Así pues, no hagas mezclas explosivas. No tengo ningún motivo válido para dudar del Dios que me ha entregado a su Hijo ya quien he entregado mi corazón. Por eso me gusta este cántico:

 

Padre, yo soy tu hijo amado; mil pruebas de amor me has ofrecido.

Alabarte quiero con mi canto,

canto de amor de mi bautismo.

 

Cuanto más viejo me hago, más evidente me parece este Dios, más descubro su identidad, más me hundo en él, mi fe se hace más familiar y mi corazón más sencillo. Estamos lejos de las «pruebas» que reclamabas y que sólo son buenas para los principiantes. Después, el Señor es capaz de revelarse a Sí mismo, más allá de cualquier jeroglífico cerebral. Sé más de Él apretándome contra su corazón que leyendo un libro.

Me dirás, sin duda, que también algunos santos se plantearon la cuestión: « ¿y si Dios no existiera?» Es cierto, pero hay que entender bien lo que querían decir con ello. El primero en hacerlo es San Pablo, y su razonamiento es el siguiente: si Cristo no hubiese resucitado, lo habría perdido todo y sería tremendamente desgraciado, porque todo se lo he dado a Él (1 Corintios 15,14-19). Se trata de una excelente ocasión, para el apóstol y para nosotros, de verificar si realmente se lo hemos dado todo. Este es el objetivo pedagógico de este supuesto imposible (igual que de este otro: «Sería capaz de amar a Dios aunque me condenara al infierno...»).

el cura de Ars también dice: «Si al final de mi vida descubriese que Dios no existe, estaría atrapado, pero no me arrepentiría en absoluto haber creído en el Amor». Bajo esta deliciosa ocurrencia, se esconde la certeza de que Dios es Amor y de que nunca el Amor puede fallar. Pienso también en esta «maliciosa» reflexión de un teólogo: «si Dios no existiese, se equivocaría». ¡Y tanto! Pues no podría verificar la bella imagen que tenemos de Él... Y que el mismo nos ha dado: la imagen del Amor. ¿De dónde si no podría venirnos esta imagen?

 

EL DIOS QUE HACE MARAVILLAS

 

Abordemos ahora los milagros, un tema que planteas continuamente para decirme que no crees en ellos... Y, al mismo tiempo, que te gustaría que hubiese más. Yo, en cambio, creo en ellos, y pienso que se dan a menudo cuando se tiene una fe viva. Esta es mi tesis. Ahora me explico.

 

Falsas ideas sobre el milagro

 

«Quitad los milagros del Evangelio y toda la tierra caerá de bruces a los pies de Jesucristo», escribe Jean-Jacques Rousseau. No comparto, lógicamente, su teoría, pero intento entender la procedencia de esta reacción, que se prolonga hasta la actualidad. Creo que esta reacción se debe a tres razones.

En primer lugar, porque se ha abusado de la presentación del milagro, no como un signo de la atenta presencia de Dios ante las preocupaciones de los hombres, sino como una travesura destinada a humillar a la razón. «Creéis en el valor absoluto de vuestras leyes, parecen decir los partidarios de esta presentación de los milagros, para olvidaros de Dios o incluso para negarlo. Pues bien, Dios os muestra su existencia y sus capacidades violando esas leyes cuando le viene en gana. ¡Asumid la reprimenda y reconoced vuestro error!». Es decir, el milagro se definía como una excepción de las leyes naturales, para dar en la cara a los racionalistas orgullosos. Se comprende perfectamente la indignación de éstos, que, si bien merecían una lección, no tenía por qué ser tan humillante. Dios no se dedica a hacer sietes en el tejido de la naturaleza, sino maravillas. Es capaz de hacer maravillas sin hacer sietes, es decir, insertando su acción en el curso de los acontecimientos. Yo mismo he disfrutado en mi vida de las sonrisas del Señor, que no se pueden catalogar como prodigios, pero sí como signos de su presencia. A la inversa, no basta con que haya un prodigio para concluir afirmando la presencia de Dios. Ningún milagro, ni siquiera una resurrección, puede forzar a alguien a creer (Lucas 16,30). Este es, pues, a mi juicio, el primer malentendido.

Dado que el milagro es definido como una excepción hecha por Dios en las leyes naturales, para constatar tal hecho se establece en Lourdes un centro médico, encargado de analizar las curaciones. Sólo podrá hablarse de milagro en el caso de que la ciencia no encuentre explicación natural alguna a tal curación. Es, pues, lo anormal lo que permite testar la acción divina. De esta forma, dicen los partidarios de esta postura, los no creyentes no podrán hablar de subterfugios. Sin duda, pero no por eso quedarán más convencidos. Siempre podrán decir que algún día el progreso científico terminará por hallar la causa que hoy todavía se nos escapa. Así pues, a pesar de todas las precauciones tomadas, el milagro nunca puede ser probado rigurosamente y el científico siempre podrá negarlo.

Pero, ¿por qué haría falta probarlo? ¿Por qué el enfermo curado tendría que esperar un certificado que le otorgase la etiqueta de milagroso y le permitiese así dar gracias a su Señor sin temor a equivocarse? Tanto más cuanto que este sello de autenticidad de la Iglesia no convencería a todo el mundo.

El milagro no se confunde, pues, con lo inexplicable. Es un acontecimiento que se adueña de una historia espiritual y que comporta, por ejemplo, peregrinación, intercesión, oración de confianza, invocación a María, promesa de una vida más fervorosa, caridad hacia los pobres, promesa de conversión, etc. Sólo los hombres que han vivido tales momentos tienen derecho a ver en ellos un signo del cielo, independientemente de que la curación se pueda explicar, al menos parcialmente, sin recurrir al milagro. El hecho no debe arrancarse, pues, de su contexto, para trasladarlo al laboratorio y convertirlo en un caso clínico y nada más. En el Evangelio, los relatos de los milagros subrayan ante todo la relación entre Jesús y su interlocutor, insistiendo en la confianza total de éste en el Señor. Y si Cristo envía al leproso curado al sacerdote, no es para una verificación médica, sino para que sea reinsertado legalmente en la comunidad..., previo pago del don prescrito (Mateo 8,4).

El tercer malentendido está muy relacionado con los ya expuestos. Algunas personas curadas milagrosamente se afanan en proclamar que su fe coincide con su curación. Y esto no es del todo cierto. Es evidente que el favor recibido puede producir en el corazón maravillado del enfermo curado una conversión profunda. Ahora bien, el credo del cristiano no se limita a proclamar: «creo en el Dios que me curó». No hay que exagerar la nota y colocar una curación en el culmen del plan divino. De lo contrario, ¿cómo podrían creer los que no han recuperado su salud? ¡De todas maneras, entre la desaparición de un tumor y la Resurrección de Jesús hay una considerable distancia! Una distancia que me hace comprender que mi Dios es también el de los demás, que no soy la maravilla de las maravillas, y que ha hecho en mí algo mucho más importante que curarme una pierna.

Una curación no dispensa, pues, de la catequesis. De lo contrario, el milagro sería un medio cómodo y económico de creer..., sin necesidad de la fe. Ahora bien, en el Evangelio, el prodigio no encierra sobre sí mismo al que lo recibe, sino que le hace volverse hacia Cristo, proclamando que es el Hijo de Dios. Por eso, Jesús invita al ciego de nacimiento, totalmente feliz por haber recobrado la vista, a recorrer lo que le queda de camino para alcanzar la luz.

«-¿Crees en el Hijo del Hombre?, le dice.

-¿y quién es, Señor, para que crea en él?

-Ya lo estás viendo, es el mismo que habla contigo.

-Entonces él dijo: Señor, yo creo» (Juan 9,35-38).

El ciego todavía no había caído en la cuenta que el que le había curado era el mismo Señor, el Señor de todos los hombres.

Los tres malentendidos explicados tienen algo en común:  previenen contra la tentación de querer cazar a Dios, de intentar pillarle en flagrante delito de existencia a través del milagro, como si la fe fuese un simple atestado asequible a todo el mundo sin la menor preparación. También en esto, el Evangelio deja las cosas en su sitio, recordándonos que en Nazaret Jesús no hizo milagros, porque sus paisanos no creían en el (Mateo 13,58). El milagro no da, pues, la fe, si no existe previamente, al menos en forma de confianza total en Cristo. Dios es, ante todo, Amor ofrecido, mirándonos a los ojos. Y la maravilla se produce en esta mirada.

«¿Creéis que puedo hacer esto? -pregunta Jesús a los dos ciegos.

-Sí, Señor -le contestan.

-Entonces les tocó los ojos diciendo: Según la fe que tenéis, que se cumpla» (Mateo 9,27-29).

Ya ves qué lejos estamos de la pura mecánica...

 

Los signos de Jesús

 

En su Evangelio, Juan habla casi siempre de signos en vez de milagros. Y esto nos va a ayudar a profundizar en el tema. Para mucha gente, Jesús es alguien que anuncia una doctrina misteriosa y difícil de entender, bien sea porque lo hace aposta, para invitarnos a la humildad, o bien sea porque, a pesar de intentarlo, no lo puede evitar. De ahí que, para recuperarse, realice milagros que nada tienen que ver con lo que dice, pero que le confieren prestigio y credibilidad a sus enseñanzas. Esta credibilidad, sin embargo, no procede de su enseñanza, demasiado abstrusa, sino de sus capacidades y de su extraordinaria personalidad. De esta manera, Jesús renunciaría a convencemos, contentándose con asombramos. Algo así como un profesor de geometría que, al verse incapaz de hacer entender a sus alumnos la demostración de un teorema, se pusiera a hacer el pino delante de la pizarra, para que sus alumnos le creyesen en nombre de su talento acrobático (imagen utilizada por Claudel, para hacernos comprender lo ridículo de la situación.) el milagro sería, pues, una pura payasada, sin relación con la doctrina de Jesús, ni con su corazón, y su función sería servir de apoyo externo al Evangelio. Desde esta perspectiva, se entiende perfectamente a esas personas poco creyentes, o poco dispuestas a convertirse realmente, que corren de aquí para allá en busca de milagros (verdaderos o falsos) para coleccionarlos y utilizarlos contra la Iglesia. Paradójicamente, reprochan a los demás cristianos su incredulidad, cuando los primeros incrédulos son ellos. En efecto, digan lo que digan, no tienen fe evangélica, porque ésta consiste en una toma de posición ante la persona de Jesús y ante su mensaje, algo por lo que no muestran ningún interés. Son simplemente gente curiosa que se deja asombrar por fenómenos extraños (verdaderos o falsos) y que confunden su asombro con un sentimiento religioso. Porque están asombrados, ya piensan que «creen». Pero, ¿es posible creer sin seguir a Jesús? El milagro se hace para conducirnos al Señor, no para quedarnos pegados al milagro. Lo que yo venero no es el prodigio, sino el amor de mi Dios.

Por eso Juan habla de «signos», es decir, de hechos significativos y que no sólo son visibles, sino también legibles. Hechos que nos designan a Jesús como la fuente de todo y que nos dan la consigna de ser sus discípulos. Una payasada no nos enseña nada acerca del corazón del acróbata; sólo nos manifiesta su talento. Un truco de magia no nos dice nada sobre la vida interior del prestidigitador, simplemente nos muestra su destreza de ilusionista. Por el contrario, el milagro procede de lo más profundo de Jesucristo, nos revela su persona, su obra y su mensaje, procede de Él y nos conduce a Él.

Además, en los Evangelios, Jesús no tiene nada del charlatán de feria que dice «nada en las mangas, nada en el sombrero, nada en los bolsillos», aprovechándose del asombro de los demás para pasar la bandeja. Mira su discreción en Caná, por ejemplo. ¡Nada de películas! Satanás es el que le propone que monte un show arrojándose desde el pináculo del templo sin paracaídas un día de fiesta. Jesús no juega este juego. Y los milagros relatados en los Evangelios no contienen nada de cara a la galería, ni nada que pueda dispensar la conversión de los corazones. Cuando Juan Bautista está en la cárcel y duda de un Mesías tan poco espectacular, Jesús le da signos que no engañan (Maleo 11,2-6). Signos que no miden el poder de sus bíceps, sino que revelan sus intenciones profundas: devolver la vista a los ciegos, hacer andar a los paralíticos, curar a los enfermos, hacer oír a los sordos, resucitar a los muertos y, sobre todo, dar esperanza a los más pobres. El milagro no es, pues, un fenómeno que se pueda separar de su raíz y convertirlo en una curiosidad autónoma y apta para periodistas. Si Jesús escogió dar la vista a los ciegos, fue para enseñamos que el es la Luz y que tanto la luz de los ojos como la del corazón proceden de el. El signo llega a su meta cuando provoca en los labios del curado una profesión de fe (Juan 9,38). Bartimeo, el ciego de Jericó, escogió incluso una fórmula activa: nada más ser curado, se puso a caminar detrás de Jesús (Marcos 10,52) ¡Qué rapidez de reflejos la de Bartimeo!

Amigo, el milagro es irritante cuando se convierte en algo más convincente y apasionante que Jesús; cuando seduce, en vez de convertir. Como dice San Agustín, no quieras al anillo más que a la novia, pero tampoco dudes en recibir el anillo de manos de la novia. No digas a Dios que no necesitas milagros para creer en su amor. Tú y yo sabemos que eso no es del todo cierto. Y, sobre todo, no le vayas con el cuento de que, sin los milagros, su Evangelio pasaría mejor el examen. ¡Deja hacer su trabajo al Señor! ¡Es de suponer que lo sabrá hacer mejor que tú y que yo! Tampoco intentes hacerte el sutil, queriendo separar el hecho del sentido, y afirmando que la historia es falsa, pero la lección bonita. ¡Tonterías de intelectuales cansados!

 

 

¿UN DIOS CASTIGADOR?

 

Esta es la pregunta que me planteas:

 

«¿Cómo se puede decir que el Sida es un castigo de Dios, cuando hay niños totalmente inocentes que mueren por culpa de esta terrible enfermedad?».

 

Siempre es lo mismo: un Dios-explicación de una plaga contemporánea. En primer lugar, debo confiarte que estos dos últimos años ayudé a bien morir, en un hospital de París, a dos jóvenes amigos, afectados por el Sida: Frank, muerto el18 de mayo de 1988, a los 22 años, y Martín, muerto el 22 de enero de 1988, a los 29 años de edad. También debo decirte que Martín, pensando en su caso personal, me había planteado tu misma pregunta. Evidentemente, no le traté como un maldito de Dios, sino como el hijo querido del Abba, nuestro Padre del cielo, y así, poco a poco, le fui convenciendo. Comprenderás que, si el mismo Dios hubiese enviado desde lo alto del cielo este virus terrible, para castigar a la gente, no nos iba a pedir que amásemos a los afectados en su nombre. ¡Al menos que estuviese arrepentido y quisiese reparar un mal del que se avergonzase! ¡Seamos lógicos! En ese caso no nos habría dicho: «amaros los unos a los otros», sino «apartaos de los sidosos, están malditos...».

Mi actitud contigo no será diferente a la que mantuve con mis amigos, que en paz descansen, aunque mi respuesta tratará de ser más reflexiva y profunda.

 

¿Quién plantea esta pregunta?

 

Permíteme, en primer lugar, preguntarte con qué actitud planteas esta pregunta. Porque hay dos formas de reaccionar. Por un lado está, sin duda, tu reacción, que traduce una perplejidad o, incluso, un escándalo doloroso. Y por otro lado, la del «deshacedor de entuertos», que muestra su alegría, constatando que -¡por fin!- Dios defiende su causa, sanciona enérgicamente el mal, y detiene la decadencia creando esta terrible pero benéfica disuasión. ¡Ya iba siendo hora! ¡El principio de la sabiduría es el miedo del policía... Y de la enfermedad mortal! Además, la amenaza comienza ya a dar sus frutos: aunque la permisividad moral continúe, ya no se muestra tan triunfante. A lo que algunos, más pesimistas, añaden: «es cierto, pero llega demasiado tarde; la Virgen predijo la inminencia de la catástrofe y la hora ha llegado; preparémonos para el Apocalipsis».

Ten en cuenta, además, que no es raro encontrarse con esta actitud. Después de escribir un artículo en «Familia cristiana», para restablecer la verdad, es decir, la bondad de Dios, recibí una carta indignadísima de un lector, reprochándome el haber desfigurado el verdadero rostro de Dios y haber apoyado la inmoralidad. Le respondí preguntándole sencillamente si, cuando comulgaba, recibía en la hostia el cuerpo de un .verdugo de los demás... Y el episodio me hizo recordar un pasaje de la película «Señor Vicente». Unas señoras de la alta sociedad, a las que San Vicente Paul había invitado a acoger a unos niños abandonados, le responden indignadas: «¡Dios no quiere que vivan; son los hijos del pecado!». A lo que el santo, muy serio, replicó: «Señoras, cuando Dios quiere que alguien muera por el pecado, envía a su propio hijo». ¡Qué respuesta!

 

¿Qué dice la Escritura?

 

Y, sin embargo, la idea de un Dios castigador, que a ti ya mí nos aterroriza, puede basarse en argumentos bíblicos nada despreciables. Es verdad que, desde el primer pecado (Génesis 3,14-19) hasta los de hoy (Romanos 1,18-32), el Señor castiga la rebeldía con penas diversas, de las que la peor es la muerte. Su palabra anuncia el juicio: «por haber hecho esto..., ¡OH hombre!..., te pasará esto.»

De esta forma enérgica fue tratado el pueblo de Dios, cuando se mostraba infiel, por los profetas. Así, en tiempo de los Jueces, el pueblo puede elegir entre la zanahoria o el palo. Además, en la Biblia, Dios no se contenta con dejar que el pecado dé su propio fruto automáticamente (es lo que se llama la «justicia inmanente»), sino que infringe el castigo en persona.

Pero esta táctica divina del golpe por golpe puede que funcione a nivel colectivo, pero no a nivel individual. En este segundo nivel, lejos de sancionar inmediatamente al malo, a menudo Dios le deja prosperar y pavonearse en un lujo insolente. Ya tiene papada y, mientras sigue engordando (Salmo 73,6-7), se burla de un cielo que parece sordo, ciego y manco (versículos 10-11). En cambio, el justo soporta toda clase de calamidades... ¡Realmente la justicia divina escandaliza y confunde! Es el mundo al revés. Algo de eso vivió el pobre Job ahogado por las desgracias, mientras sus amigos intentaban hacerle confesar un pecado secreto que justificase sus males. ¡Y Yahvé se contentaba con mandarle guardar silencio!

En la misma época, los profetas se ponen a proclamar que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que viva (Ezequiel 18,23). Sin aflojar su exigencia, Yahvé se muestra dispuesto al perdón y multiplica sus llamadas al arrepentimiento. El tono va cambiando: se acercan los nuevos tiempos.

El Evangelio confirma esta oferta de misericordia. Puesto en presencia del ciego de nacimiento, Jesús rechaza categóricamente la idea de un castigo personal o familiar (Juan 9,1-3). Asimismo, al hablar de la torre de Siloé, que había sepultado bajo sus escombros a dieciocho personas, evita poner en relación directa la catástrofe con un eventual pecado cometido por las victimas (Lucas 13, 4-5). Además, el Padre celestial no mira la buena o mala conciencia de los campesinos para sobre sus tierras el sol y la lluvia. En efecto, calienta y riega indistintamente  a justos y pecadores sin que las nubes salten las tierras de los malos para castigarles por sus  pecados también nosotros hemos de hacer lo mismo y saludar a nuestros enemigos como si fuesen amigos.

A la inversa, el Señor no cura a todos los enfermos, y cuando cura a algunos, no se trata de una recompensa, sino de un signo, y los que no son librados de su enfermedad no pueden tomárselo como un castigo. ¡Aléjate, pues, de este simplísimo que te proporciona débiles explicaciones!

 

¿Y el Sida?

 

Volvamos al Sida. Aunque a menudo vaya unido a la homosexualidad ( sobre todo el principio) o la toxicomanía ( por el uso de jeringuillas contaminadas), esta terrible enfermedad se transmite también por otras causas. Por ejemplo por una simple transfusión sanguínea. El personal hospitalario se arriesga permanentemente a un accidente, a pesar de las precauciones tomadas. No debes pues establecer una relación directa entre el Sida y la inmoralidad.

Por otra parte, guardándote muy mucho de imaginar un Dios vengador, entregando una especie de querrá bacteriológica contra los impuros, como los rusos en Afganistán. El Sida muestra simplemente que el hombre no puede jugar con su humanidad de  una manera insensata, contraviniendo la sabiduría inscrita en la naturaleza. No se puede hacer el amor de forma cualquiera. ¡No se maltratan impunemente las mucosas ni los sentimientos! Desgracia también para los poderes públicos que, bajo el pretexto de acabar por todos los medios con esta grave amenaza, no consiguiesen mas que amentar y legalizar la permisividad banalizando la distribución de preservativos. La urgencia a corto plazo no debe hacemos olvidar el problema de fondo, que no es sólo un asunto de la Iglesia, a la que, por otra parte, se acusa de intolerancia y se ridiculiza.

el asunto no es nuevo. En todas las épocas, más menos turbulentas, algunos creyentes predijeron catástrofes o atribuyeron una catástrofe presente al pecado social del momento. ¡Durante la Segunda Guerra Mundial, algunos predicadores presentaron la derrota de Francia como un castigo por su laicismo! No interpretes a tu gusto los acontecimientos de este mundo, atribuyéndolos a los designios del cielo. En ese caso estarás proyectando sobre Dios tus terrores y tus violencias. Es verdad que el Sida es una tremenda amenaza ante la que no se pueden cerrar los ojos, ya que su presencia es cada vez más evidente. Se comprende también que algunos vean un juicio de Dios en una plaga de una amplitud galopante. Pero sería totalmente erróneo buscar en el Sida el horóscopo divino. Lo que Dios quiere de ti es que te armes con el coraje de la pureza y de la caridad. ¡No busques en otra parte! (1: A mediados del siglo XVI, un teólogo flamenco, Miguel Bayo, defendió que todo sufrimiento humano era el castigo del pecado original o de los pecados personales. Concluyó, además, que la Virgen Maria no era inmaculada. por lo mucho que había sufrido durante su vida, y que incluso había pecado como todo el mundo. ¡Ya ves a donde conducen las teorías! el Papa San Pío V condenó este error en 1567. Mucho antes, San Agustín había dicho que el sufrimiento funciona como un remedio más que como un castigo).

 

EL DIOS QUE PERMITE EL MAL

 

Pero tu gran problema y el de todas las generaciones es el problema del mal. Hay multitud de preguntas sobre este punto concreto:

 

«¿Por qué, si Dios ha creado el mundo, no hace todo lo posible por mejorarlo?

-¿Por qué no hace milagros?

-¿Por qué ha creado Dios a los hombres para que se maten entre ellos?

-¿Por qué algunos niños nacen con minusvalía y otros no?

-¿Por qué hay tantas miserias en la tierra, cuando deberíamos ser felices?

-¿Por qué Dios no hace nada para hacer felices a los africanos que se mueren de hambre?

-Si Dios es bueno, ¿por qué hay tantas injusticias en la tierra?

-¿Por qué deja morir a los niños de Etiopía?

-¿Piensa que Dios es justo al quitamos a un ser querido? -¿Por qué en la vida algunos son felices y otros no?

-¿Dios podría lograr que todos los países se entendiesen y evitasen los conflictos?

-No creo en Dios, porque mi familia, incapaz de hacer daño a una mosca, se ha visto continuamente perseguida por la adversidad.

-Si Jesús ha resucitado, ¿por qué no resuelve todos los problemas del mundo?

-¿Por qué hay guapos y feos?

-¿Aceptaría la muerte de su propio padre...?»

 

Las preguntas son impresionantes y, antes de contestarte, me pongo de rodillas y rezo...

 

1. Nadie, ni siquiera Dios, pudo dar una explicación satisfactoria del mal. El Señor no pronunció un discurso sobre el asunto. Su única elocuencia es la de un Crucificado que calla y se ofrece. Didier Rimaud le llama «el Libro abierto a golpe de lanza», y añade: «Jesús ha muerto: el Libro se ha leído.» Es lo que Pablo llama el «lenguaje de la Cruz» (1 Corintios 1,18), una locura que la fe transforma en la verdadera sabiduría con el paso del tiempo. No te digo esto para adormecerte o para drogarte antes de suministrarte mis razonamientos. Te lo digo porque es lo único que tengo que decirte. Permanezcamos bajo la imagen del Crucificado. Contemplemos al Cordero inmolado que en gloria conserva las huellas de sus heridas para toda la eternidad (Apocalipsis 5 y 6). Cuando tengas que hablar del mal con algún compañero, comienza y termina con una oración, si puedes. Jesús no explicó la cruz: simplemente la llevó y se dejó clavar en ella. Resucitado, te la presenta como la Cruz gloriosa, sangre y oro.

 

2. Por otra parte, lo que te preocupa no es el mal en general, sino el mal de alguien o el tuyo propio. Y esto lo cambia todo, porque el ámbito personal es inexplicable; sólo se pueden hacer teorías sobre lo genérico. El mal no es una idea, sino un corazón concreto que sufre. Confórtale, no sólo con palabras, sino también con tu silencio y tu oración...

 

3. Elimina también los simplismos sobre el asunto, y hay varios:

-Suprimir el problema divinizando el mal. Es lo que suele llamarse el «maniqueísmo», la herejía de Manes, a la que Agustín sucumbió durante nueve años, hasta su conversión al cristianismo. Sus postulados son, muy sencillos: hay dos Dioses, uno bueno y otro malo. Con esta simple división, se evitan todos los problemas. No se puede hacer nada ante el mal físico, debido al carácter impuro de la creación material. Tampoco se puede evitar el mal moral, que es más fuerte que nosotros. ¡Por lo tanto, no vale la pena privarse de nada! Tal vez algunos santos pueden intentar liberarse de ambos males recurriendo a purificaciones ascéticas, hasta el límite de sus posibilidades: Agustín nos sacó de este error desesperante recordando la bondad del Dios único y la bondad de su creación, y achacando el mal a la responsabilidad humana, para que el pecador intente salir de él con la ayuda de la gracia. Si san Agustín hace hincapié en el pecado, no es porque sea pesimista, sino porque rechaza todo fatalismo. ¿Un problema arcaico ese del fatalismo? De ninguna manera. Los Albigenses eran maniqueos y todavía existen hoy muchos más de los que crees.

-Evitar el bien que procede del mal. Es lo que se llama la dialéctica, afición intelectual que se puso muy de moda el siglo pasado. ¡Viva la guerra, que endurece los caracteres! ¡Viva la lucha, que es la comadrona del progreso! ¡Viva la revolución, que nos hace pasar a la etapa siguiente! ¡Y si el individuo muere es para permitir el progreso de la especie! Además, ¡no se puede hacer una tortilla sin cascar los huevos! Etcétera.

Este discurso, utilizado tanto por la derecha como por la izquierda, suena a falso. Se trata de ideologías, es decir, de explicaciones totalitarias, que funcionan exactamente como el Goulag: pasando a los individuos por las horcas caudinas de las ideas inamovibles. Por eso, el filósofo Emmanuel Lévinas dice un no rotundo «a una historia que hace una buena compra con nuestras lágrimas privadas». Yo también. Es evidente que el bien puede brotar del mal, pero no de una manera infalible y sistemática. Enfrentado a la pena capital, el joven Jacques Fesch murió en 1957, a los veintisiete años de edad, en medio de una gran dulzura y serenidad. ¡Pero eso no canoniza la guillotina!

-Mostrar una sabiduría razonable. Una sabiduría aburrida, la sabiduría del sentido común, la sabiduría del «así es la vida», o del «olvidemos las penas y disfrutemos todo lo que podamos», o del «hay tiempo para todo; unas veces somos felices y otras desgraciados, no está tan mal»..., etc. Una sabiduría estoica del estilo del «aceptemos lo inevitable con fría resignación; abordemos el mal con la frente alta y con dignidad». El emperador romano Marco Aurelio escribió bellas ideas sobre este tema..., lo que no le impidió perseguir a los cristianos sin ninguna dignidad.

La fe evangélica no escamotea el mal. Al contrario, lo mira de frente, no como un problema que hay que analizar con frialdad, sino como un misterio. Un «misterio de iniquidad» (2 Tesalonicenses 2,7) que Jesús absorbe en el «misterio de su piedad» (1 Timoteo 3,16).

 

4. Evita también todos los discursos que huelan a juicios, esas polémicas oratorias que enfrentan a los defensores de Dios con los defensores del hombre en un debate interminable. Jesús nunca entró en estas consideraciones. Sencillamente, nos salvó con el precio de su sangre. Los abogados que defienden al ser humano argumentan que éste no pidió nacer, que no es responsable del pecado original, que el Creador pudo haberlo creado bueno, y que, sin duda, su vida está llena de méritos... Los abogados de Dios, en cambio, defienden que su cliente es inocente y libre de crear lo que quiera y como quiera, que hizo el mundo bueno desde el principio, que no inventó el mal y mucho menos la muerte, y que no nos ha dejado abandonados a nuestra suerte... A lo que contestan los abogados del hombre diciendo que, si Dios no ha creado el mal, lo permite y, por tanto, es culpable de no asistir a una persona en peligro, tanto más cuanto que sus capacidades son infinitas... Cuando se entra en debates de este sentido, ni ya es posible salir, ni sale nada bueno.

 

5. De todas formas, no dudes en buscar la verdad. En primer lugar, como ya te dije, Dios no es un especialista en marionetas que está tirando de nuestras cuerdas para dirigirnos hacia donde Él quiera. Y esto vale lo mismo aplicado a la felicidad y a la desgracia. La acción divina ordinaria no pone directamente en movimiento ni los acontecimientos favorables ni los desfavorables. De lo contrario, Dios sería un simple superman. Te digo esto porque la mayoría de tus preguntas suponen una idea de Dios en forma de perverso Goldorak, que se divierte haciendo sufrir a la gente. Recuerda, una vez más, que el Creador no es un fabricante. Cuando un niño nace disminuido, no tiene la culpa la fábrica de Dios. Si soy feo, no es porque el se haya encarnizado con mi rostro y haya gozado haciéndome así, con una nariz parecida a la de Cyrano. Libérate de esas imágenes de laboratorio que representan aun sádico apunto de confeccionar monstruos. La Biblia no tiene nada que ver con tus comics llenos de vampiros medievales o futuristas. Es tal vez el hombre moderno el que, apoyado en las recientes adquisiciones biológicas, está tentado de hurgar en los embriones. ¡Y nadie protesta por eso! Cuando una esquela funeraria señala que «Dios ha llamado a su seno a tal persona», no significa que el Señor pase la vida desconectando los cables de los pacientes o ahogando a los niños en los lagos.

Seguro que me dirás que, sin causar el mal, Dios lo permite y deja que exista sin hacer nada. ¿Estás seguro de ello? ¿Sabes exactamente lo que Dios hace en el mundo, directamente o a través de sus criaturas? Incluso allí donde da la sensación de no pasar nada, ¿eres capaz de ver el interior de los corazones y lo que tal vez el Señor esté realizando dentro? Si lo supieras, seguro que quedarías asombrado. Pero imagino que la agenda de Dios sólo nos será enseñada en la eternidad. ¿Quién puede dar lecciones a Dios, sobre todo teniendo en cuenta las energías que desarrolla? Porque, dice Jesús, «mi Padre trabaja y yo también» (Juan 5,17).

Tú reclamas el milagro permanente... en el que, por otra parte, dices no creer. Piensas en una especie de seguro sanitario, económico o policial que funcionaría al segundo, a través de una señalización electrónica. Te gustaría un mundo súper protegido y sin posibilidad de correr riesgos graves... Y, sin embargo, quieres ser un hombre adulto, maduro, responsable y sin tutela alguna. Tendrías que escoger, amigo. Sé muy bien que hay catástrofes terribles en el mundo: terremotos, erupciones volcánicas, tifones... Pero, en muchos casos, Dios sólo te tiene a ti para hacer lo que quiere y te da el coraje de hacerlo, porque Dios quiso necesitar del hombre. Déjate enviar por el para llevar a cabo su obra, en vez de levantar el puño contra el cielo (2: Acabo de encontrarme con mi amigo Monseñor Gilbert Aubry. Obispo de Reunión. Su isla acaba de ser devastada por un tremendo ciclón que ha dejado sin hogar a miles de familias. Cuando se dirigía al sur de la isla para visitar a los damnificados. Vio una familia en la calle al lado de su casa completamente destruida. Y pensó: «¿qué voy a decirles a estos pobres desgraciados?» Entonces. La madre se acercó y le dijo: «Monseñor. Menos mal que Dios es bueno y estamos todos vivos; vamos a empezar de nuevo»).

La Madre Teresa no pasa su tiempo quejándose de las desgracias humanas y de la impotencia de Dios, sino que se remanga y acude al trabajo. Ayudando a los pobres a morir dignamente, no se cree mejor que su Dios. Al contrario, todos los días come a Dios en la misa para impregnarse de su ternura activa. Haz tú lo mismo. Después de la torre de Babel (Génesis 11,1-9), cuando el hombre quiere hacer la burla al Creador reprochándole su incompetencia o su indiferencia, inventa, para subir a las nubes, una horrible termitera llamada Goulag con lengua única, increencia única, escuela única, partido único, sindicato único, hospital único, aborto único. Es la destrucción del hombre en nombre de una felicidad obligatoria y garantizada, pagada por la «Seguridad», previo pago de una cotización que es la renuncia a la libertad. Dios no parece llegar tan lejos: nos respeta infinitamente más, asociándonos a la construcción de la «civilización del amor». Ama, ama con todas tus fuerzas y te harás menos preguntas paralizantes.

 

6. La fe certifica que el Creador no ha creado el mal, ya sea el físico o la moral (Sabiduría 1,13-14; 2,23-24). Me adhiero a este postulado con todo mi corazón y sin dudarlo, aunque sea difícil imaginar que una criatura infinita pueda no morir, que una cantidad limitada de energía pueda no degradarse, o que el cuerpo humano no se vaya deshaciendo con el paso del tiempo. Pero, tal vez, este mundo no sea el que salió de la mano de Dios, antes que los celos del diablo (Sabiduría 2,24) empujasen a Adán a pecar (Romanos 5,12). Curiosamente, constato que nunca me preguntas nada sobre el pecado original y las consecuencias mortíferas que conlleva ¡Y quizá la culpa no sea tuya, sino de la Iglesia, que apenas habla de ello!... Sin embargo, no se puede conocer el corazón del hombre desconociendo este drama.

«Acepto, puedes pensar, su explicación sobre el mal físico. Pero, ¿cómo el Creador pudo hacer un hombre capaz de resistirle?» Si me permites esta imagen humorística, el Creador ha debido rascarse la cabeza ante el siguiente dilema: « ¿hago hombres libres o autómatas? Los autómatas no me complicarían la vida..., mientras que las libertades...» That is the question. San Juan Damasceno decía: «Si Dios se hubiera rajado ante la perspectiva del mal posible, habría que afirmar que el mal es más fuerte que el amor». Sabes bien que, hoy, cantidad de jóvenes piensan esta dolorosa enormidad. Diles que el Amor es más fuerte que todo, incluso que la muerte (Cantar de los Cantares 8,67). Dios eligió crear hombres libres, pero asumiendo el riesgo, no desde fuera, sino desde dentro. Dios está como pegado a su criatura, dispuesta a acompañarla hasta los bajos fondos del pecado, para ayudarle a salir del abismo. El teólogo Urs von Balthasar decía que el hombre puede caer por debajo de sí mismo, pero nunca caerá más bajo que Dios. El Señor Jesús quiso rebajarse al máximo y «descender a los infiernos», para que todas las caídas del hombre sean caídas en Él. Tocó fondo, para que el mayor de los pecadores le encuentre en el fondo de su pozo. La misericordia del Señor recorre absolutamente todos los caminos posibles. Sí, decía el padre Huvelin a Charles de Foucauld, «Jesús se ha adueñado de tal manera de la última plaza que nunca nadie se la podrá quitar» (3: Por suerte, el hombre, que es un ser personal, nunca puede expresarlo todo en un solo acto. Peca, pero no es única ni definitivamente un pecador. También puede salvarse. En cambio, el ángel, por ser espíritu, es capaz de poner todo su ser en una decisión, en un sí o en uno no inapelable. Este es el drama de Satanás.)

 

7. El mal del hombre es, pues, ante todo, el mal de Dios. No lo olvides nunca. Cuando sufras o veas sufrir, no retornes al paganismo para dar rienda suelta a tu cólera. No te dirijas al Júpiter barbudo del Olimpo que enarbola el rayo o se divierte con una diosa mientras saborea la ambrosía (especie de postre divino ). Piensa en Cristo, que se entrega libremente por nosotros en la cruz, y en su Padre, que «sufre» porque, por amor a nosotros, tiene que abandonarle en estas condiciones. «Hijo mío, quisiera morir en tu lugar» (2 Samuel 19,1). Piensa en las Bienaventuranzas, que no son un programa electoral cualquiera. No es que Jesús rompa sus promesas; el problema radica en que nosotros nos engañamos imaginándonos promesas que nunca nos hizo. Jesús no nos prometió la desgracia, pero la felicidad que nos anuncia no siempre coincide con nuestros facilongos itinerarios. El camino que conduce a la Vida no siempre es una autopista de cuatro carriles (Mateo 7,13-14).

 

8. Me preguntabas sobre Dios y sobre el mal. Ahora, al mirar la cruz, te das cuenta de que ignorabas lo que es Dios y lo que es el mal, porque aislabas al uno del otro. Sin embargo, Dios no es insensible al mal porque, en Jesucristo, lo ha llevado incluso en su carne. El sufrimiento te habrá hecho conocer el lado asombroso y extraordinario del Señor. Y también te habrá descubierto al mal en toda su misteriosa profundidad, que consiste en rechazar a Dios, y no sólo en un dolor de muelas o en una jaqueca. Tú y yo hablamos mucho, amigo mío, pero ¿sabemos lo que decimos? ¿Hemos sondeado los abismos? « ¡Oh, abismo de la sabiduría y de la ciencia de Dios!» (Romanos 11,33). ¡Un abismo mucho más revelador que la alienación de Marx o la neurosis de Freud! Porque «el Espíritu Santo lo sondea todo, hasta las profundidades de Dios» (1 Corintios 2,10), evitando, en cambio, que conozcamos «las profundidades de Satanás» (Apocalipsis 2,24).

 

9. En definitiva, tienes que entender, sin oponerlas, las dos tareas del cristiano: luchar al máximo contra el mal y saber soportarlo espiritualmente. Luchar contra él y suprimirlo, si es posible, porque el mal es doloroso y conduce a la blasfemia y a la desesperación (Proverbios 30, 7-9). En cualquier caso, no lo beatifiques ingenuamente, como hacen algunos ricos inconscientes con la pobreza, de la que lo ignoran todo y que, sin embargo, no dejan de alabar, tomando un whisky hallado de su piscina. Ser pobre voluntariamente y por ideal, vale (Mateo 5,3), pero sumirse en la miseria pensando en ser el preferido de Dios o en gozar de compensaciones maravillosas, de ninguna manera. Si la pobreza material es el único medio para ser querido por Dios, entonces, que todos los cristianos se vayan a dormir bajo los puentes. El paraíso no es la compensación de las injusticias de aquí abajo, porque el Reino de Dios debe venir «en la tierra como en el cielo», y, por lo tanto, ya desde ahora.

Así pues, no debemos reducir la salvación a su aspecto terapéutico, sanitario, psiquiátrico o económico, imaginando un paraíso aquí en la tierra en el que todas las enfermedades fuesen curables, los coches no atropellasen a los niños, el tratamiento psicológico suprimiese toda posibilidad de equivocarse o pecar, o reinase la paz entre las naciones de la tierra. En una palabra, «el mejor de los mundos». Sin querer desanimarnos ni aumentar la despreocupación, Jesús nos dice que, desgraciadamente, «a los pobres los tendréis siempre con vosotros» (Mateo 26,11 ). Por otra parte, hay muchas formas de pobreza: la que procede de la miseria económica, la proveniente de la falta de cultura, de la falta de relaciones, de la enfermedad física o mental, y la que se origina en el desierto espiritual. Al trabajar en el desarrollo del mundo, el cristiano lucha por la salvación integral, de todo el hombre. Además, hay que reconocer que muchas situaciones defectuosas tienen su fuente en el pecado, y no sólo en una mala organización.

Tampoco se puede olvidar el hecho de que, para algunas personas, el sufrimiento, a pesar de seguir siendo sufrimiento, fue también la ocasión de un salto espiritual. A Jacques Lebreton, la explosión de una granada le dejó ciego y manco, pero también le hizo descubrir a Dios hasta el punto de hacerse diácono. Para aquellos otros que ven prolongarse su enfermedad, el ofrecimiento de los dolores que la medicina no llega a calmar completamente, se convierte en una oración de intercesión, en una actividad apostólica. Y lo mismo sucede con los abundantes sufrimientos morales o afectivos. Así pues, es absolutamente razonable decir que el mal debe ser suprimido, pero sin olvidar que también debe ser evaluado en toda su profundidad, e incluso a veces transfigurado por la comunión en el sacrificio de Cristo.

Esto es, querido amigo, lo que te puedo decir (y lo que me digo a mí mismo) sobre este tema escabroso. Mi reflexión, a pesar de ser más larga que de costumbre, no es exhaustiva. Y, sobre todo, no se la vayas a contar a alguien que sufre y que se rebela: conténtate con rezar por él y amarle. En cambio, estos nueve puntos pueden servirte para dialogar con tus camaradas no creyentes o poco creyentes. Y, sobre todo, son nueve puntos para seguir profundizándolos en tu grupo apostólico. ¡Tendréis para varios encuentros!

 

 

DIOS COMO EXPERIENCIA

 

Paso por encima de este Dios nocivo o perverso que, a veces, nos presentan las ciencias humanas, al estudiar la genealogía de la religión o de la moral. Parece que este no es tu problema, o al menos yo no he recibido ninguna pregunta sobre ello.

Abordamos, en cambio, el problema de la experiencia de Dios, sobre el que hayal menos un centenar de preguntas.

Al clasificar mis papeles, se descubren claramente tus seis preguntas principales:

¿Tiene sentido la vida? ¿Cómo ha hecho para creer? ¿Es necesario creer para ser feliz y generoso? ¿Cómo se reza? ¿No sois una secta?

Una vez más, pido a María que me ayude a alimentarte como aun hijo o a una hija..., y vuelvo a mi máquina de escribir.

 

¿Tiene sentido la vida?

 

Sobre este punto tus preguntas son abundantes, inquietas y, a veces, nerviosas. Como este desafío: « y si a mi me gusta destruir mi alma, ¿qué le importa a usted?»

Mucho, porque te quiero, comparto tu herida y te confío a Jesús. Tomo en serio no las palabras de la pregunta, sino el sufrimiento que esconden. Escríbeme, te contestaré.

Otras veces, las preguntas manifiestan dolor y desesperanza:

«Después de la muerte de mi madre, desapareció mi última razón de vivir. ¡Todas vuestras palabras juntas no son capaces de hacer revivir a alguien! »

-¿Vale la pena vivir cuando se sabe que hay que morir? »

-¿Para qué sirve y qué aporta »

Otros se contentan simplemente con preguntar        

«¿Por qué se existe?»

Otros precisan un poco más sus preguntas:

«La vida es demasiado corta: ¿se puede ser feliz»?

-¿Cómo hacerse amar en la sociedad en la que vivimos? »

 -¿Qué es la felicidad? »

-¿Dónde siente la gente mayor necesidad de amor?¿En las prisiones, en los hospitales...?»

 

Para serte franco, amigo, todos estos gritos me cuestionan en profundidad, aunque no sean los míos propios. Evidentemente, no soy perfecto, ni de mármol y no siempre las cosas me han salido bien en la vida. Pero a pesar de la guerra y de la postguerra, la juventud de mi tiempo vivía con otra actitud, aunque Sartre, Camus y Anouilh enarbolaban la bandera de la náusea, del sentido del absurdo y del ensimismamiento. Estuve, por supuesto, en contacto con esta literatura, pero, para mí, había también en esa época pensadores más excitantes como Emmanuel Mounier. Y el espíritu misionero y evangelizador estaba en su punto culminante. Entonces no se hablaba de «heridas», práctica habitual en nuestros días. Ciertamente se recibían golpes, como los de hoy, pero se reaccionaba y no se pasaba la vida lamentándose o curándose las heridas. Y que conste que no te digo esto para provocarte, sino para  hacerte comprender que tu problema no es el mío, aunque lo asuma como tal por simpatía.

Intento comprender la causa de tus inquietudes y descubro varias. Los jóvenes, lógicamente, sois más frágiles que los mayores y tenéis una conciencia menos formada y constantemente agredida por los medios de comunicación. Tenéis menos convicciones que hace unos veinte años, aunque algunos anuncian, no sé si para alegrarse o para lamentarse, «la vuelta de las certezas». Pero, ¿cuáles? Vuestra formación cultural comporta grandes lagunas, sobre todo en historia, y, sin conciencia histórica, flotáis a la deriva en nuestra época. El mundo es duro y, para hacerse un sitio al sol, hay que luchar y competir duramente. Los medios de comunicación nos bombardean constantemente con todas las desgracias del mundo: en nuestras pantallas la catástrofe es casi cotidiana. La familia atraviesa una crisis inquietante; la Iglesia sufre una fuerte contestación interna, y la fe se desinfla en numerosos sectores, aunque renazca en otros. En definitiva, la sociedad y su trampa consumista nos cerca por todas partes.

No quiero tranquilizarte ni asustarte, pero tampoco voy a decirte aquello de: «cree en Dios y todo se arreglará». ¡Dios no es una pócima mágica para un Asterix espiritual! Lo que tienes que hacer, sin que esto signifique separar lo humano de lo divino, es desarrollar en ti el hombre ante todo y por todos los medios. Ya sé que es muy fácil de decir, pero no se me ocurre otra cosa. El gusto por la vida no se consigue drogándose de televisión y cultivando el aburrimiento. Al contrario, está en función de las cualidades humanas de la persona, de su regla de vida, de su sentido de la responsabilidad, de sus ganas de trabajar, de su espíritu de servicio, de su fidelidad a sus promesas y compromisos, y de su amor hacia los demás. El Evangelio no te regala todo esto de golpe y porrazo, más bien lo exige, aunque te ayude a conseguirlo.

Por otra parte, la felicidad no estriba en una vida ideal, sin fracasos y sin luchas. No hagas caso de la publicidad comercial que te propone continuamente imágenes y modelos débiles, al estilo de playa de Tahití con cocoteros, mar azul, bella muchacha y un joven que hace surf mientras la mira. La felicidad no está en el turismo paradisíaco, ni en la molicie prolongada, ni en las sensaciones fuertes en un país extranjero. La felicidad es compatible con la lucha diaria que comienza todos los días al levantarse. Para mí, la felicidad consiste en no tener que plantearse nunca la cuestión de la felicidad, vivir sin palparse nunca el pulso, hacer cotidianamente lo que hay que hacer, esperando en un mañana mejor. Eso es todo.

Me preguntas si «la droga y la depresión se pueden arreglar con la fe». A veces sí, pero hay que luchar y plantarles cara, en vez de dejarse llevar. Replicas: «¿no es algo demasiado fácil pedir la solución a Dios?». Si no se hace nada por encontrarla, acogerla y vivirla, ciertamente. Además, estate seguro de que, en este caso, no pasará nada.

Dicho esto, creo con todo mi corazón que la fe en Jesús multiplica tus razones para vivir. Ante todo, porque te hace descubrir el Amor fundamental, el Amor indefectible, el Amor que soluciona cualquier dificultad del pasado, de tu familia, de tu ambiente, de tus tentaciones, tu pecado, tus desánimos y decepciones. Ahora bien, la fe no es una pastilla que se toma y actúa sin que tú hagas nada. La fe se mantiene con la caridad, se construye con la lucha y se alimenta con la oración. Además, el Evangelio no sólo cura las depresiones; calma también las cóleras, frenas las impaciencias y reduce el orgullo. La fe es, a la vez, fuerza y dulzura.

Sin embargo, al decirte todo esto, estoy inquieto y temo que conviertas a Dios en tu servidor, al que utilizas a tu antojo, y que lo coloques al servicio de tus intereses personales. Sería el mundo al revés, es decir la idolatría. Tienes que darle la vuelta a la tortilla. Dios no puede ser tu Dios, sino que tú tienes que ser su discípulo. Él tiene que entrar en tu casa por la puerta grande (Salmo 24,7-10), no por la puerta de servicio. Este es el error de determinados métodos psicológico-religiosos: someter a Dios a los deseos del yo, con el riesgo de promover una religión huérfana de adoración y en la que el crucificado queda reducido aun ser traumatizante. Un retiro espiritual no es una cura psicológica. Busca, ante todo, el Reino de Dios, y todo lo demás se te dará por añadidura (Mateo 6,33). De lo contrario, después de haber gemido por tu herida, celebrarás tu curación, pero sin haberte encontrado con Jesús ni antes ni después. Huye de este narcisismo religioso como de la peste, pues te hará confundir la oración con la auto degustación de tu euforia psicosomática. ¡No es así como invocaba Jesús al Padre en Getsemaní o en la Cruz! Dios es el Otro (Juan 21,18). La oración no consiste en concentrarte, sino en descentrarte. Preguntas, con sentido del humor, si Dios tiene defectos. Y te contesto en la misma clave: «sí, suele llevar la contraria». Pero es así como construye tu verdadero yo. Los santos, empezando por María, son los que han entendido esto. María nunca fue tan ella misma como cuando fue del Otro.

 

¿Qué hay que hacer para creer?

 

¿Cuál es el camino que conduce a la fe? Sobre este asunto encuentro muchas preguntas: algunas pintorescas y casi todas conmovedoras.

 

¿La debilidad de creer o la felicidad de creer?

 

Amigo, en tu corazón se esconden juntos los pros y los contras. Algunas de tus preguntas muestran tu temor ante la ilusión del cristianismo, sin que ello quiera decir que te hayas quedado anclado en él.

 

«¿Dios es la última esperanza, cuando se han perdido todas las demás?

-¿No le parece que creer es una debilidad?

-Nos refugiamos en la religión como otros en la droga o en el alcohol.

-Creer es encontrar una razón de vivir, cueste lo que cueste.

 -Creemos por miedo a la muerte.

-Cuando dice que Dios le habla, ¿está seguro de no estar hablando consigo mismo?

-La fe, ¿no es algo subjetivo? Cuando rezo, tengo la impresión de estar hablando conmigo mismo.

-La fe cambia según nuestro estado de ánimo»

 

A través de tus preguntas, muestras dos temores. Tienes miedo de los espejismos, como si tu sed te hiciese inventar una fuente inexistente; y también tienes miedo de ser un cobarde, como si la fe te hiciese recurrir a un doping o aun narcótico. Y tú no quieres ser ni un ingenuo ni viajar por las nubes. ¡Eso te honra! ¡Bravo! Pero créeme, con Jesucristo no te arriesgas a nada de eso. Lejos de mantener ilusiones, el Evangelio las disuelve y de una manera ruda. Piensa en el joven rico, ese simpático globo que el Señor hizo estallar con tres alfilerazos. Me haces pensar en la gente que dice que, para entrar en un convento, es necesario haber sufrido una gran decepción sentimental, a la que se intenta ahogar en la mística. Pregúntaselo a un maestro o a una maestra de novicias. Primero, se reirá un poco y, con delicadeza, te dirá después que, con una motivación así, no sólo no se aguantaría mucho tiempo, sino que ni siquiera se sería admitido/a en la vida religiosa...

Yo, que soy cristiano sencillo, constato que Cristo no ha entrado en mi juego (también es cierto que no le impuse ninguno y simplemente me ofrecí a su servicio). Me ha conducido por caminos que ni podía imaginar y me ha colmado, desconcertándome. En mi vocación, no hubo fumadero de opio, ni sueños heroicos, sino una vida recibida del Otro momento a momento, y la certeza de haber encontrado mi verdadera personalidad penetrando cada día en lo insospechable. La fe nunca me ha adormecido; al contrario, la he vivido siempre muy despierto, con los pies en el suelo y una brizna de humor y de alegría. Puedes creerme. Y no soy el único que ha tenido esta experiencia. Me están entrando ganas de devolverte tu interrogante y preguntarte si tú, que tienes miedo a creer, no temes, más que a la ilusión, a una realidad infinitamente peligrosa: ¡ese brasero al que no quieres acercarte porque haría una buena limpieza en tu corazón atiborrado! Amigo mío, tienes que intentarlo...

Por otra parte, tu curiosidad supera tus reticencias. De ahí tus preguntas:

 

« ¿Cómo es posible pasar de la in creencia a la creencia de golpe?

-¿Es como un flechazo?

-¿Cómo se manifiesta Dios en su vida?

 -¿Qué se puede hacer para cambiar?

-¿Hay que hacer cosas excepcionales para encontrar a Dios?   

-¿Cómo se siente la presencia de Dios la primera vez?

-¿Cuál ha sido el momento en el que ha sentido a Dios más presente en su vida?

-¿Cuál es la edad ideal para ser como usted?

¿Por qué Dios  aparece claramente en usted y no en nosotros que, sin embargo, le deseamos?

-¿Por qué Dios no se manifiesta a todos, dado que nos quiere a todos por igual?

-Llamé a Dios y no me respondió. ¿por qué?

     -¿Por qué usted siente a Dios y nosotros no?

-Usted ha logrado el privilegio de encontrar a Dios. ¿Cómo lo siente sin verle?

-¿Qué le pasó?

-¿Cómo darse cuenta que Dios existe y que nos ama?

-Dices que Dios es tu amigo. ¿También es mi amigo?

 -¿Se puede aprender a amar a Dios?

-¿Se puede pasar toda una vida esperando el milagro de la fe?»

 

Todas estas preguntas me afectan y me emocionan más de lo que crees, porque detrás de ellas veo corazones sedientos, como los de los convertidos, y sin saciar. Siento el jadeo de estos jóvenes en busca de oxígeno, que no encontraron en la Iglesia la vida espiritual que buscaban. Escuchad me bien.

 

La fe, un don bajo múltiples formas

 

Sí, amigo, la fe en Cristo es un don del Padre. «Nadie puede acercarse a mí, dice Jesús, si el Padre que me envió, no le atrae» (Juan 6,44). San Agustín comentó de una manera admirable este versículo, mostrando que esta atracción funciona como una verdadera voluntad del espíritu... Pero no pidas cuentas a Dios sobre su modo de tocar el corazón humano. A veces, utiliza el itinerario normal de la formación cristiana, llenando el momento clave de ese proceso de una efusión del Espíritu Santo que proporciona una verdadera conversión en el mismo interior de la fe. Otras veces se sirve de las circunstancias, introduciéndose en la cadena de los hechos que dependen del más puro azar. Pienso, por ejemplo, en Paul Baudet, abogado de Jacques Fesch, que encontró la fe porque una agencia de viajes se equivocó y le dio pasaje en un barco en el que se encontraban varios centenares de estudiantes parisinos con destino a Tierra Santa. Dios se sirve también del testimonio de los creyentes y de su valentía misionera, que Juan Pablo II no cesa de alentar. Pero también es capaz de irrumpir en un alma sin preparación alguna y cuando menos se lo espera, como lo atestiguan los relatos de los convertidos. Y no es que Dios actúe así para burlarse de los demás hombres, sino para mostrar la «energía» que se desprende de su Palabra, y, quizá también, porque a hombres como Paul  Claudel, André Frossard y André Levet los necesita para encomendarles una misión especial.

Tranquilízate, amigo mío. Yo siempre he sido cristiano, cosa que agradezco profundamente a mis padres, y nunca tuve una revelación especial; sin embargo, a lo largo de mi carrera sacerdotal, he conocido sorprendentes intervenciones del Espíritu. Porque la gracia no se contenta con mantener limpio el corazón del bautizado, sino que no cesa de crear cosas nuevas en él. 

Así pues, trata de encontrar tu itinerario personal sin envidiar el del vecino. Lee testimonios de jóvenes como tú, y, sobre todo, reza, reza sin cansarte. Y después, pon los medios adecuados para encontrarte con el Señor y descubrir sus signos. A ello te ayudarán sobremanera los grupos de oración, de profundización de la fe o de evangelización. También puedes acercarte a un monasterio, no para descubrir emociones especiales, sino para dejarte ayudar por esa parábola viviente que son los monjes, y para empaparte de su liturgia. Asimila todo esto en el silencio de la soledad o con los demás. Dios no dejará sin respuesta tu oración. Lo prometió. Pero muévete un poco y decídete. Arriésgate, avanza. No te quedes quieto con la boca abierta esperando un milagro. Practica la dirección espiritual. Recurre al sacramento del perdón. Comulga. Adora al Santísimo Sacramento y suplica al Dios que desea que le ames.

«¿Tengo derecho a exigir un signo a Dios para creer, o tengo que conformarme con pedírselo simplemente?», preguntas. En tu frase adivino, amigo mío, tu búsqueda impaciente y tu oración que roza el umbral del desafío. Yo te aconsejaría que suprimieras el verbo «exigir», porque está escrito: «no tentarás al Señor tu Dios», no le provocarás, no intentarás sacarle por intimidación lo que Él quiere regalarte. En ese caso, no descubrirías realmente la fe, que es acogida de un Amor esencialmente gratuita. Además, exigiendo, te contradirías: te impedirías creer a ti mismo, pues pretenderías verificar a Dios sin tener que esperarle ni recibirle. Sin embargo, tienes todo el derecho de pedirle un signo, como lo hizo Gedeón en dos ocasiones, y de una forma un tanto grosera (Jueces 6,36-40)... Pero no intentes provocar el signo de una forma automática, porque caerías en el mundo de la ilusión, yeso es peligroso. No pidas grandes cosas. ¡Las pequeñas son tan bonitas y llegaron al fondo de nuestro corazón! Si es posible, no presentes siquiera c proposiciones precisas al Señor. Abandónate a lo que Él quiera. Así pues, no espíes a Dios ni le esperes con ansiedad, como se espera al cartero. Reza y vive con calma. Ya sé que, estando en la cárcel, André Levet tuvo la osadía de concertar una cita con Cristo ya una hora exacta: las dos de la mañana..., y el Señor se presentó, porque conocía el corazón profundo de este gran hombre. Pero, seguramente, éste no será tu itinerario. No seas celoso y espera lo que Dios te tiene reservado a ti solo.

A menudo me preguntas qué siente un converso, y con razón. Tienes que saber que la irrupción de Dios es imposible de describir, porque es, ante todo, el sentimiento de una Presencia. «De pronto, mi Dios es Alguien», exclama el joven Claudel, que no había ido a Nôtre Dame a rezar, sino a buscar inspiración literaria. En su cárcel, Jacques Fesch había conseguido ya eliminar las dificultades para creer, pero todavía no era capaz de rezar, aunque Dios le parecía cada vez más plausible. La noticia de una traición arrancará un grito de su pecho: «¡Dios mío!» «Al instante, escribe, me envolvió el Espíritu del Señor, como un viento violento que pasa sin saber muy bien de dónde procede. Se trata de una impresión de fuerza infinita y de dulzura que no se podría soportar mucho tiempo. Y, a partir de ese instante, creí con una convicción inalterable que nunca me ha abandonado.» Es curioso comprobar cómo la infidelidad de un ser querido le hizo descubrir la fidelidad absoluta de Dios.

Por último, todos los conversos dan testimonio de una misma experiencia fundamental: una Presencia que provoca la mezcla de dos sentimientos tan opuestos como la fuerza y la dulzura. En ciertos momentos de mi vida, también yo sentí esta curiosa mezcla de poder y suavidad, de atrevimiento y de ternura, sentimientos que han impregnado toda mi vida, aunque de una manera menos conmovedora. Como dice Jacques Fesch, la efusión del Espíritu no podría aguantarse durante mucho tiempo. De la misma María nos dice el Evangelio: «y el ángel la dejó» (Lucas 1,38). La Asunción es, pues, un acontecimiento limitado en el tiempo, aunque la gracia recibida permanece: la Virgen tiene que volver a su cocina. Entonces, la extraordinaria alegría se convierte en una paz plácida o incluso austera. «Caridad, alegría, paz....» (Gálatas 5,22).

Entonces es cuando el cristiano debe efectuar un reajuste: acomodar el resto de la vida al paso de Dios, es decir, convertir también las costumbres y las ideas. Claudel nos dice que empleó cuatro años en repudiar por completo las razones de su increencia, que seguían intactas después de su conversión. Jacques Fesch tuvo el mismo problema, pero no tuvo tiempo de resolverlo, porque murió a los veintisiete años. Sentía en su interior «presencia, calor, luz, dulzura, gratuidad», pero sin poder refutar el ateísmo de su guardián comunista, lo cual no le impedía hacer apostolado, pero no discutiendo, sino de otra manera. Tal vez los conversos hayan escondido demasiado los debates posteriores a su conversión, dando la impresión de que Dios les ha dispensado de luchar. Escucha bien esto, amigo mío, que intentas remar en medio de las dificultades: la misma María debió crecer en su fe, porque no lo comprendió todo de golpe (Lucas 2,50), y, además, tuvo que vivir acontecimientos tremendamente dolorosos.

 

El papel de la oración

 

Te felicito por preguntarme tantas cosas sobre la oración. Este es el buen camino, el camino de un Dios personal que te escucha y que quiere entregarse a ti..., si es que me hablas de la oración cristiana. Intentaré responder a tus inquietudes con brevedad.

 

1. «¿Por qué rezar es una osadía?», preguntas con acierto y aduces al ejemplo de la misa, en la que el sacerdote introduce el Padre Nuestro diciendo: «nos atrevemos a decir.» Rezar es una audacia, porque, hasta Jesús, ningún hombre se había atrevido a decir a su Dios: «¡Abba, mi papaíto querido!». Y también porque el pecado ha desdibujado nuestra relación con el Señor. En uno de sus catequesis, el cura de Ars decía a los niños: «nos habíamos ganado a pulso no poder rezar; pero Dios, en su bondad, nos ha permitido hablarle.» No sólo nos lo permitió, sino que nos pidió que lo hiciésemos. El mismo Dios fue el primero en dirigirse al hombre: «Adán, ¿dónde estás?» Así pues, «atrévete todo lo que puedas», como dice un himno al Santísimo Sacramento, sabiendo muy bien que no tienes la audacia de abordar aun terrible tirano, sino la audacia de creer en la ternura ofrecida. No estés atemorizado, sino emocionado, como el hijo pródigo cuando vuelve a casa con la cabeza gacha y su padre «se lanza a su cuello» (Lucas 15,20).

Por último, la audacia no consiste en interpretar al Todo- poderoso, sino en vencer en ti mismo la timidez y la incredulidad. ¡Atrévete a creer en el don que se te hace! ¡Atrévete a responder a la invitación que se te dirige! ¡No esperes más! ¡Comienza inmediatamente!

 

2. También me preguntas: «¿siente usted que Dios le responde en la oración?»

- Convéncete que Dios te escucha y no está distraído, ni se tapa los oídos ante tu oración. Los salmos lo repiten constantemente: «Tú me escuchas, Señor, cuando te llamo.» Tus súplicas no se pierden en el vacío, ni rebotan en un contestador automático, sino que encuentran siempre una razón atento de Dios.

- Además, la oración siempre es escuchada. El Evangelio no nos permite dudarlo. «Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y os abrirán; porque todo el que pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama le abren» (Lucas 11,9-10). Para afirmar esto de una manera tan categórica, Jesús utiliza el ejemplo de nuestros padres. A ninguno de ellos, por muy «malo» que sea, se le ocurriría dar una serpiente aun niño que pide un pez, o un escorpión al que pide un huevo.

- Ahora bien, el Señor no siempre responde lo que tú esperas. A menudo, no responde al instante, no porque quiera hacerse de rogar, sino porque quiere probar la solidez de tu confianza. A veces, no responde de una forma sensible, sino dándote la paz, incluso una paz austera (Gálatas 5,22). No siempre responde concediéndote lo que re pides, sino entregándote el mejor de los regalos: el espíritu filial (Lucas 11,13). Ponerse en actitud de oración es ya ser escuchado en 10 que concierne a lo esencial: se entra en contacto con el Padre, la fe funciona y la ternura circula.

 

3. «¿Cómo se reza? No sé hacerlo y, por eso, apenas rezo». Amigo, no hay una escuela de preparación a la oración. En efecto, Jesús nunca respondió a la pregunta de sus discípulos, muy parecida a la tuya: «Señor, enséñanos a rezar, como Juan enseñó a sus discípulos» (Lucas 11,1). Simplemente, les contestó: «cuando recéis, haced como Yo» (Lucas .11,2). No les prestó un manual, ni les enseñó un método; simplemente, les abrió su corazón y les entregó su secreto. Para rezar no te hace falta un cursillo de seis meses sancionado con un diploma válido para toda la vida. Lo único que tienes que hacer es empezar inmediatamente. Dile al Padre la misma frase, llena de desolación, que me diriges a mí: «Padre no sé rezar.» ¡Qué oración tan hermosa! Me hace pensar en el grito de Charles de Foucauld: «Dios mío, si existes, deja que te conozca.» En tu caso, sería: «Dios mío, ya que me amas, ayúdame a confiar en ti.» La oración no se ensaya, como lo hace un piloto en una cabina simulada. Sería ridículo que dijeses a Dios: «Señor, durante algún tiempo voy a pronunciar la frase "hágase tu voluntad", para ver el efecto que produce en mí, pero sin tomármelo en serio. Cuando lo diga de verdad, ya te lo diré. («Hasta ese momento, me entreno...»). Reza desde el primer, momento, comprométete desde el principio, arriésgate desde el comienzo, y, sólo después, hazte ayudar por alguien. Si te apuntas a un grupo o a una «escuela», vete con todas las de la ley y para convertirte de verdad, no para gesticular en una piscina. El animador es un educador de la fe, no un instructor de natación. En definitiva, como dice Pablo, no busques a Dios ni en los abismos ni en las nubes: está muy cerca de ti, en tu corazón» (Romanos 10,6-8) ¡No necesitas ir a las orillas del Ganges ni a la escuela de los derviches turcos!

 

4. «¿Para que una oración sea eficaz, hay que rezar durante mucho tiempo?», me preguntas. Hay que rezar durante mucho tiempo, pero no para alegrar a un Dios distante y enfadado (como si Dios fuese un frasco que hay que agitar antes de usarlo, o un antipático al que ni las cosquillas hacen sonreír), sino para que el don de Dios pueda descender sobre ti e impregnar tu corazón. El tiempo no está hecho para Dios, sino para ti, para que puedas acoger la gracia que desciende sobre ti, a borbotones o gota a gota. « ¿No tiene usted ganas de rezar durante todo un dla, de vez en cuando?» Claro que sí. y por la misma razón. No para acumular fórmulas, como si mis peticiones se valorasen a peso, sino para exponerme a los rayos del sol divino, para empaparme de su cálida luz. No tengo que contarle nada que ya no sepa, ni ablandar un corazón que ya me ama. Lo único que tengo que hacer es dejarme amar ampliamente y sin cansarme.

 

5. «¿Rezar es aburrido?

-¿De qué habla usted en sus oraciones?

-¿La repetición no termina en la monotonía?»

 

A veces, cuando se está seco, rezar puede ser algo austero. O doloroso, cuando se está sufriendo. Pero pronto te darás cuenta de que la oración nunca es aburrida. «¿Reza usted con regularidad?». Sí, y aquí radica la solución. Si sólo te vuelves hacia Dios por capricho, o cuando te apetece, nunca entrarás en la intimidad del Señor, y no se te entregará, porque sucumbes a la… sensación. Pero si haces oración todos los días con un corazón fiel, renunciarás a la sensación (y, por lo tanto, también al aburrimiento cuando falla la sensación) y entrarás en el reino de la paz. Yo rezo con regularidad -gracias, Jesús- y nunca me he planteado tu pregunta. Tampoco me aburro, porque no busco éxtasis ni estremecimientos. Mi alegría consiste en ser fiel a la cita... En cuanto a la repetición, es la ley de todo progreso. Avanzar en la oración no consiste en consumir fórmulas siempre nuevas y cada vez más asombrosas, con el fin de vibrar cada vez más y mejor. Avanzar en la oración es repetir incansablemente las palabras de amor más sencillas, como hacen todos los enamorados. Cuando quieres a una chica, no utilizas para hablarle un diccionario de palabras tiernas y dulces. No haces literatura; entregas tu presencia y tu ternura y repites incansablemente las palabras y los gestos más sugestivos. Lo mismo pasa con la oración: el debutante busca las emociones; el veterano, la sencillez. ¿Cómo rezaba Jesús a su Padre? ...Cuando estés cansado, retoma una y otra vez la súplica ritmada de nuestros hermanos orientales: «Señor Jesús, hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador.» Empápate y confúndete con este humilde murmullo durante mucho tiempo.

 

6. «La oración ¿ayuda a dirigir los sentimientos?» Ciertamente. Y cuando tengas que hacer algo difícil o tengas que mantenerte firme en tu postura sin encolerizarte, reza antes y durante. Cuando tus sentidos vibren en ti peligrosamente, cálmate en los brazos de María. No se trata de una técnica sin alma o de tomar un tranquilizante, sino de un abandono del corazón que repercutirá positivamente en tu psicología y en tu cuerpo. Porque todo está relacionado. A veces, la oración puede curar las heridas, tanto tu propia oración como la que los demás hagan por ti.

 

7. «¿No es mejor ayudar a los pobres y desfavorecidos?» Mi querido amigo, hago las dos cosas. ¿Crees que la Madre Teresa –o sus Misioneras de la Caridad- podría haber cumplido con su incansable trabajo si no pasase largos ratos ante el Santísimo o con el rosario en las manos? Las comunidades que se están fundando para atender a los enfermos del Sida son, ante todo, comunidades contemplativas. Las Hermanitas de Jesús aguantan con los pobres en medio del desierto por la adoración.

Esto es todo lo que puedo decirte aquí sobre la oración. Busca algún otro libro sobre ello. Hay muchos. Escoge uno bueno, pero no leas demasiado, correrías el riesgo de... no rezar, contentándote con ideas sublimes o con testimonios de otros.

 

¿Cambia algo todo esto?

 

Me planteas preguntas muy significativas:

 

« ¿La alegría ocupa un lugar importante en su vida?

-¿Puede tener miedo un cristiano?

 -¿Comete usted pecados?

-Cuando se conoce a Dios, ¿se pueden seguir haciendo tonterías?

-¿Tiene tentaciones? ¿Sobre qué?

-¿Su amor por Dios permanece estable o crece?

-¿Teme perder la fe?

-¿Tiene miedo de que pueda separarse de Dios?

 -¿No le gustaría vivir como todo el mundo?

 -¿Echa de menos su antigua vida?

-¿Es verdad que los estudios son más sencillos y fáciles cuando se ama a Dios?»

 

El perdón es la cuestión que te parece más complicada:

 

«-¿Cómo hay que perdonar?

-¿No llega un momento en que uno se harta de perdonar?

 -Perdonar ¿es olvidarlo todo? ,

-¿Por qué relacionar creer con perdonar?»

 

Y esta sutil pregunta:

 

«Si Dios nos ama tal y como somos, ¿por qué tenemos que cambiar?»

 

Pero lo que más te preocupa es la incompatibilidad que tú crees descubrir entre el amor a Dios y el amor a los demás. El a Dios te parece que se opone a la ternura humana. De da una serie de preguntas, que denotan tu preocupación:

 

-¿Amó usted a alguien antes que a Dios?

-¿En su vida dedicada a Cristo, queda algún sitio para su vida personal?

-¿Se puede amar a Dios ya alguien más?

-¿Se relaciona usted con otras personas además de hacerlo líos?

-Cuando se ama a Dios, ¿hay que permanecer célibe?

-¿Amaría igual a Dios si estuviese casado?

-¿Pueden compararse el amor de Dios y el amor humano?

-¿Cree usted que no hay ningún amor comparable al de Dios?

 

Te respondo, amigo mío. Que la alegría y la paz son las antes de un corazón enamorado, no necesita demostración. Amar a Dios produce la serenidad de la confianza que del abandono entre las manos del Padre, allí donde ningún miedo, por muy profundo que sea, puede atacarnos. Este mensaje de Charles de Foucauld. Es evidente que pueden, momentos malos, pero la fe está ahí para calmarnos en los salmos, Dios es la roca sólida y fiable. Apoyados corazón, los malos tragos desaparecen y se funden como a al fuego. No piensen en una emoción superficial o en alegría extraordinaria. Se trata de una profundidad mucho más bella que estos escalofríos momentáneos y superficie .La paz de Dios no aturde como las contorsiones o los decibelios de tu rock. Tampoco hace olvidar, sino que ayuda a ir las dificultades de la existencia.

Mientras uno está enamorado, no quiere regresar a la vida, anterior, anclada en el sin-sentido, en la esclavitud del pecado a huida de la droga. Pero el contraste entre el antes y el es existe, aunque el antes no fuese tan disoluto. La gran verdad es, en efecto, el descubrimiento de la gran ternura de que nos saca de la morosidad, de la rutina, del egoísmo y aburrimiento que se desprende de un universo estrecho le se puede ser un gran VIP y no tener amor en el corazón. Lo que lo cambia todo es la oración de cada día y de cada momento. Ella permite, cerrando los ojos un momento, saber queridos del Padre. y la susodicha operación se puede )comenzar las veces que se quiera. Lee el salmo 139. Es la oración del creyente que se descubre rodeado por todas partes su Señor.

 Esta maravilla no se descubre de golpe y porrazo, y hay profundizar continuamente en ella. La fe no consiste en conservar un tesoro, sino en la acogida siempre renovada de un flujo amoroso que nos sobrepasa y que no deja de invadirnos. Aunque encuadres el certificado de tu bautismo y lo cuelgues en las paredes de tu casa, eso no quiere decir que tu bautismo dé frutos en tu corazón. No se pertenece a Cristo como aquel que pertenece a una asociación con su correspondiente carnet de socio. Estamos injertados en Cristo y su vida no deja de alimentarnos. No estás inscrito en un registro, sino incorporado a una persona. Por eso, en vez de ser una mancha de tinta que va perdiendo su color, eres un miembro que crece.

Pero todo eso no te impide cometer pecados, porque eres débil y el mundo te solicita. Aunque hayas hecho enormes progresos en tu vida, no estás blindado. Eso sí, crees, por encima de todo, en la misericordia de tu Dios y recibes el sacramento del perdón siempre que lo necesitas. Esto lo cambia todo. y no me digas que se trata de una facilidad. Nadie se hace una herida pensando que es fácil curarla. En tal caso, se estaría actuando como el niño que no duda en manchar su chándal contando con el detergente milagroso utilizado por su madre. El chándal es un objeto inerte e insensible a la mancha; pero el corazón de Dios está vivo y es infinitamente sensible a nuestras faltas de amor. El perdón divino nos alegra, o si somos leales, también tiene que confundirnos, porque, una vez más, y a pesar de nuestras promesas, hemos herido al Señor. Es lo que Pablo llama la «tristeza según Dios» (2 Corintios 7,10). El enamorado también cae, pero nunca peca con desenvoltura, diciéndose que Dios es bueno y que, al final, por mucho que se peque, lo perdona todo. El enamorado de Dios implora con humilde confianza: «¡No permitas me separe de ti!». Una oración dulce, pero nada confortable. ¡Rézala y verás!

En el perdón recibido el cristiano encuentra la fuerza para perdonar a su vez. De lo contrario, su falta de lógica seria monstruosa (Mateo 18,23-35). No es posible rezar a Dios Padre misericordioso sin hacer misericordia (Mateo 6,14). El perdón no te exige olvidar, ni hacerte insensible, ni abrzarte al cuello de tu «enemigo». Te exige desearle el bien, todo el bien que Dios quiere para él (incluida su conversión, si la necesita. Se trata, pues, de no odiarle, ni de olvidarle cortando los puentes con él. Haz como yo. Reza todos los días de manera especial por todos aquellos a los que más te cuesta amar o por aquellos a los que no les resulta fácil amarte. Es algo tremendamente liberador. Y ten en cuenta que el perdón no es un detalle facultativo: el perdón es lo más divino (Lucas 7,49). Al hacerte compartir esta difícil actitud, el Padre te cree realmente capaz de ser su hijo. Además, la vida es corta y disponemos de muy poco tiempo para amar. ¡No lo malgastes odiando!

Sí,  Dios nos ama tal y como somos, pero sin hacerse cómplice de nuestras enfermedades. Nos da la mano allí donde nos encontremos, pero para hacernos caminar, sin aprobar nuestras deficiencias. Hay que tener cuidado al hablar de que nos ama como somos, porque es una frase ambigua a la que se le puede hacer decir cualquier cosa. No arrastres al Señor hacia ti. Déjate arrastrar por El. No le hagas cargar con tus  pecados ni con tus malas tendencias. Por el contrario, si te encuentras desolado por tus enfermedades, la pesadez de tus instintos, tus taras o tus pecados repetidos, no te desanimes y ten la suficiente humildad como para dejarte querer por el Padre. La desesperación puede ser un acto de orgullo, de un orgullo sutil. ¡Deja a Dios hacer su trabajo! ¡No quieras ocupar su sitio! ¡No es nada fácil!

Sí, amigo, saberse amado por Dios transfigura la existencia. Tú  hablas de una mayor facilidad en los estudios, pero es verdad ante cualquier trabajo o ante cualquier impotencia para poder trabajar (estoy pensando en los enfermos, por ejemplo). El amor no resuelve todas las dificultades, pero impide crisparse, desesperarse, angustiarse y mandar todo a paseo amor es la certeza de una ternura extraordinaria y más fuerte todo. Es abandonarse entre sus brazos.

El último lote de tus preguntas me hace pensar en el Polyeucte de Corneille. Se trata de un hombre que corre hacia el martirio olvidándose de Pauline, la mujer que tanto ama. y le dice, con dolor, refiriéndose al Dios de los cristianos «¿no se puede amar a nadie para entregarse a Él?»

Me da la sensación de que exageras un poco el asunto... Vuelvo a repetirte algo que vengo diciendo desde el principio libro. No hagas de Dios un ser entre otros seres, aunque el Ser por excelencia. No le incluyas en la serie. De lo contrario, le convertirás en el rival de los afectos más legítimos y le asignarás unos celos que nada tienen que ver con los celos de que habla la Biblia (Deuteronomio 4,24). El Señor está celoso de que el hombre ame a los ídolos, pero no de que ame a sus hermanos. Se irrita al verte llamar dios a lo que no es Dios, de oírte dar el título de señor a otro (Mateo 6,24). Y como no es posible tener dos absolutos, tienes que escoger. Pero esta decisión no te impedirá querer a los hombres. Al contrario, te dirá que los ames a todos sin excepción (Mateo 5,43-47) y les perdones setenta veces siete (Mateo 18,21-22). ¡Estás atrapado! El Señor no es el enemigo del hombre. Si estás enamorado de Dios, nadie te prohíbe que te cases; pero te puedes dispensar de casarte, si ésa es tu vocación. La ternura que das a tu pareja no se la robas a Dios, y la que das a tu Señor en el celibato no se la robas tampoco a tus hermanos pobres que esperan tu servicio. Una cosa no tiene que ver con la otra. Quizá comentes: «¡de buena me he librado! Por seguir a Jesús, estuve apunto de no casarme. Ahora recupero mi libertad y podré amar a mi prometida en la autonomía más absoluta.» no tan deprisa, amigo. Vas a poder y a deber amar a tu esposa como Cristo ama a su Iglesia (Efesios 5,25), haciendo de tu matrimonio el sacramento de la Alianza. La exigencia recae totalmente sobre 1a calidad de vuestra ternura, que no puede ser una ternura de pacotilla. Ya ves, tenías miedo de no poder amar; y ahora temes... tener que amar por encima de tus pequeñas posibilidades. Jesús le ha dado la vuelta a tus pretensiones

Pero, tranquilízate, porque también te da. el Espíritu Santo para poder llegar a ese ideal.

De todas formas, tanto para los célibes como para los casados, hay una preferencia absoluta debida a Dios: el martirio. Ante esto, nada tiene valor. La pequeña Inés, en Roma, tuvo que abandonar a sus padres. Tomás Moro, en la torre de Londres, tuvo que resistir a las súplicas de su mujer y de su hija. Pero morir por Cristo no les obligaba a romper con los suyos: Inés y Tomás les dieron cita en la eternidad.

 

 

¿Es necesario creer en Cristo para encontrar sentido a la vida?

 

Tus preguntas:

 

«-¿Qué sentido dan a su vida los que no creen?

-¿Para ser feliz hay que ser creyente?

-¿Hay que ser un super-creyente para amar a los disminuidos?».

 

Cuando yo era joven, algunos cristianos acomplejados pasaban su tiempo diciendo que no sólo la fe no era necesaria, si no que, además, los no creyentes eran superiores a los creyentes, y los no practicantes a los practicantes. Superiores en materia moral, por supuesto, y especialmente en entrega y compromiso. Afortunadamente, nunca caí en tal especie de mala conciencia, que tiene la virtud de horripilarme;  y tampoco creo que este sea el sentido de tus interrogantes. Tal vez lo que te pasa es que estás convencido de lo que aporta la vida cristiana y lo único que quieres hacer, para terminar con cualquier resquicio de duda, sea la prueba inversa. Además, seguramente conoces a increyentes admirables (yo también).

Cuando uno está orgulloso de su fe y de su Iglesia no siente celos cuando ve que el bien se realiza en otra parte. Porque el evangelio nos muestra que Dios está presente desde siempre todo el mundo. El universo no es, pues, un No God's Land. «¿Por qué Dios está presente en su vida, mientras que no aparece en sociedad?», me preguntas. Tal vez Dios sea negado, y está ciertamente olvidado, pero no por eso deja de estar presente en la sociedad. Por eso me alegro de todo el bien que se hace en pro de los desfavorecidos. Me horroriza el bien etiquetado confesionalmente («somos los mejores») o recuperado políticamente («vótennos»). Sin embargo, también yo me planteo algunas preguntas.

En primer lugar, cuando la gente dice que no cree en Dios, ¿de qué «Dios» está hablando? ¿Lo pueden precisar? Cuando aceptan hacerlo, les hago caer en la cuenta que ese «Dios» no es el mío y que, desde ese punto de vista, yo soy tan ateo como ellos. ¡Algo que ya hacían los primeros cristianos!

Además, y sin que esto suene a orgullo, estoy convencido de que la Iglesia cumple en el mundo una función saludable, incluso para los que no forman parte de ella. La Iglesia reza por ellos y les ama. Y todas las gracias que bajan a la tierra pasan por sus manos de esposa, de intendente. Este es el sentido exacto del viejo adagio: «fuera de la Iglesia no hay salvación». No quiere decir que, «como no eres de los nuestros, no vales nada ni tienes nada que hacer«. Lo que quiere decir es lo siguiente: «todo lo que tienes y todo lo que vales te ha sido o por el Señor a través de su Iglesia». Y llevar a cabo este servicio que se nos ha confiado no puede ser para  nosotros motivo de vanidad, pero tampoco de vergüenza.

También creo que, con su presencia, la Iglesia juega un papel fundador y sanitario. Fundador, porque los valores morales más humanos no pueden subsistir durante mucho tiempo fuera del marco religioso. Algo, por otra parte, puesto relieve por no creyentes como Sartre y Monod. El mejor ejemplo de ello es la destrucción acelerada de la familia. Y también juega la Iglesia un papel sanitario, porque su misión -no sólo la de los obispos, sino también la de los laicos competentes- es sanar la sociedad en la medida de sus posibilidades. Sobre este importante punto volveremos más adelante.

Dicho esto, es evidente que yo no soy el Buen Dios. Ignoro lo que pasa en el fondo del corazón de cada uno. No sé cómo se alimentan de convicciones morales los no creyentes. Tampoco sé cómo llegan a ser felices y hasta qué punto, dejando subsistir en su corazón vacíos tan gigantescos como el del más allá, por ejemplo. No sé cómo viven las dificultades y la muerte, y cómo son capaces de perdonar. A pesar de sus virtudes, les falta el conocimiento de Jesucristo, algo importante si juzgo por mi experiencia personal. Me da pena que sus valores, recibidos de Dios como todo don, les hagan volverse orgullosamente contra un cielo inútil, en una actitud arrogante y desafiante, como la que tuvieron algunos miembros eminentes del paganismo antiguo como Marco Aurelio.

Por eso, reconocer los valores vividos por los no creyentes no me impide evangelizar; al contrario, porque el Evangelio es la capa freática de la que brotan todas las fuentes.

 

 

¿POR QUÉ HAY QUE PROCLAMARLO A LOS DEMÁS?

 

En este punto me encuentro con reacciones contradictorias. Por un lado, la admiración llena de asombro y de inquietud:

 

«Dónde encuentra usted el coraje para "misionar?”

-¿Cómo hay que reaccionar cuando se burlan de uno?

-¿ Cómo le reciben a usted?

-¿Por qué nos da vergüenza hablar de Dios?

-¿Qué responde usted cuando se compara al catolicismo con una secta?»

Por otro lado, preguntas llenas de desconfianza:

«¿Qué espera de nosotros al venir aquí?

-¿Qué quiere hacernos creer?

     -¿Qué busca viniendo aquí?

-¿No son tremendamente fanáticos vuestros testimonios?

-¿Forma usted parte de los nuevos fariseos que muestran su fe públicamente, en vez de vivirla humildemente?

-¿No es usted demasiado ambicioso?

-¿No tiene el sentimiento de luchar por una causa perdida?

-¿No forma usted parte de una secta?»

 

La evangelización puede, a veces, encontrarse con resistencias y con mecanismos de defensa. También es verdad que la evangelización pertenece al núcleo del cristianismo, porque la fe no anuncia una opinión facultativa, sino La Buena Noticia, el Camino y. en definitiva, la Salvación. Guardar la felicidad para uno mismo sería egoísmo. No luchar por la salvación de los hombres, un crimen culpable de pena por no asistencia a persona en peligro. En ambos casos, sería una incomprensión total de la persona y del mensaje de Jesús, que quedaría reducido a un gurú más, de tipo medio, en la galería de los sabios religiosos. Ser apóstol no brota del fanatismo, sino que es el fruto de una convicción a la vez serena y ferviente. «Misionar» no es un orgullo, sino el testimonio de la humildad capaz de sobrepasar el miedo. Los jóvenes que te escuchan no son comerciantes imbuidos de las técnicas de marketing... Si les vieses rezar de rodillas, antes de empezar la reunión, seguramente lo entenderías mejor. Se acercan a ti con las manos vacías (Hechos 3,6). Son tan vulnerables ante ti, como tú ante ellos (4: Mientras estaba escribiendo este libro, me invitaron a dar una charla a trescientos jóvenes en un parroquia de París. Y me encontré absolutamente vacío. Había garabateado unas cuantas ideas en un papel, pero no sabía cómo llegar hasta esos desconocidos. Entonces, durante la misa que precedió, recé como un chaval..., y todo salió a las mil maravillas).

Si brota algo de tu corazón, hay que atribuírselo a Dios y no a ningún tipo de «magia». Si así fuese, no les reproches nada; Simplemente da gracias a Dios con ellos de la alegría reencontrada. En cuanto a hablar de «ambición» y de «causa perdida», díselo al mismo Jesús, porque el es el Dueño de la misión. Te responderé que conoce bien esta reflexión, porque se la hicieron cuando estaba en la Cruz...

De lo que sí quiero hablarte es de la palabra secta, que suele utilizarse sin haberla definido. A mi juicio, puede tener cuatro acepciones.

 

 La secta como voluntariado

 

 A principios de siglo, un sociólogo alemán opuso la secta a la Iglesia. Para él, la secta es un grupo integrado por miembros absolutamente voluntarios y que se han convertido individualmente sin beneficiarse de una tradición anterior, como la tradición familiar. Aquí, la fe viene desde arriba, verticalmente sin transmitirse horizontalmente a través de una formación continuada. Así pues, la secta nunca es anterior a sus miembros y en ella todo es inestable y todo se improvisa constantemente bajo la acción imprevisible del Espíritu. Por el contrario, la Iglesia es una institución que posee una fuerte consistencia que envuelve a sus miembros, aunque no tengan una fe viva. Los fieles pertenecen a ella, pero sin componerla realmente, porque la Iglesia existe antes que ellos. La fe nace aquí, no de una conversión en sentido estricto, sino de una tradición familiar y catequética que asegura una vaga continuidad, sin que tenga que ser asumida a la fuerza por los individuos. La secta engancha, la Iglesia habitúa.

Esta distinción que, vista por encima, puede parecerte bastante exacta, examinada en profundidad, es falsa y cada vez lo será más, porque el mundo moderno hace la vida imposible a los habituados y acomodados, como tú sabes muy bien. Es verdad que la Iglesia es una institución y la familia también, y que ésta prepara para aquélla. Pero la educación no intenta formar seres rutinarios, consumidores ocasionales; intenta, más bien, construir hombres convencidos y convertidos desde el mismo seno de su fe. En tiempos difíciles, el margen entre la secta y la Iglesia tiende, pues, a reducirse cada vez más. El único cristianismo que conserva su atractivo es el del voluntariado, cualquiera que sea su forma. Tanto en la Edad Media como en la actualidad, las sectas aparecen cuando la Iglesia está en un momento de decadencia. Si la Iglesia vuelve a ser una Iglesia viva y vigorosa, no hará falta buscar fuera lo que hay dentro.

 

La secta como convicción

 

La gente de la calle suele llamar sectarios a los creyentes convencidos de que «misionan» en público, sin miedo. Intervienen, pues, aquí dos elementos: el testimonio dado fuera de los lugares eclesiásticos y de una manera decidida que interpela a la gente. El asombro de la gente significa sencillamente que la Iglesia se reencuentra periódicamente con esos audaces que siempre ha tenido en su seno ya los que, a veces, ha abandonado por falso pudor, por vergüenza o por respeto humano. En efecto, San Pablo, San Francisco, Santo Domingo, San Ignacio y otros muchos hablaron de Dios en las plazas y por los caminos. ¡Y no eran miembros de ninguna secta! Lo que pasa es que nuestros contemporáneos nunca habían visto tales prácticas en el seno de la Iglesia y califican de sectarios a los católicos que vuelven a conectar con su tradición.

Muchos católicos critican estos métodos de evangelización, porque, a su juicio, corresponden a otras épocas y la modernidad ya no los soporta. ¡Se dice pronto! La verdad es que ya no estamos en la estrecha modernidad de hace dos o tres decenios, sino en una nueva modernidad individualista que autoriza la manifestación de cualquier idea o de cualquier valor. Sería ridículo que, ante esta nueva modernidad, el cristianismo permaneciese escondido. La nueva evangelización debe volver a sentar sus reales en calles y plazas, así como en los medios de comunicación y en el mundo de la informática.

el asombro de la gente se explica, en parte, por la sorpresa que produce en ellos esta forma de evangelización a la que no están acostumbrados, así como por el miedo que hace presa en la sociedad que vuelve a descubrir que la Iglesia, cuyas exequias no cesan de anunciarse, está bien viva. La palabra secta expresa, pues, a la vez el asombro ante lo inhabitual y el temor ante la insurrección espiritual. Ambas cosas se sienten no sólo fuera de la Iglesia; si no también dentro, por parte de esos pensadores que preconizan un enterramiento de la fe parecido a una inhumación sin flores ni coronas. ¡No escuches los cánticos de un mundo secular que intenta convertirse en cementerio de una Iglesia muda y escondida! Se equivocan los que así piensan. Y, como no quieren reconocerlo, intentan amedrentarnos con la etiqueta infamante de secta y de sectarismo. ¡No te dejes impresionar por estos obsesos del suicidio colectivo!

 

La secta como doctrina pesimista

 

A lo largo de toda la historia de la Iglesia, las sectas se han inspirado, a través de una mala comprensión del Apocalipsis, en una concepción pesimista del mundo, un mundo radicalmente impuro e irremediablemente condenado. De ahí que proclamasen el rechazo de las instituciones, la inminencia de la catástrofe final y el reducido número de los salvados. Estos son sus tres componentes principales.

Si esto es así, ¿cómo se puede afirmar que la Iglesia es una secta sin cometer un grave error? La fe católica combate el pecado, pero no a la sociedad en cuanto tal ni a ninguna de sus legítimas instituciones. La fe está preparada para el retorno del Señor, pero sin establecer calendario ni cuenta atrás alguna. Y, sobre todo, la fe no duda un instante de la misericordia divina ni del crecimiento de la Iglesia, previsto ya por Isaías (Isaías 54,2-3). También Pablo abría su corazón a los Corintios y les confesaba: «entre nosotros no estáis estrechos; sois vosotros los de sentimientos estrechos» (2 Corintios 6,11-12).

Quizás estés pensando que también las sectas practican la misión. Es cierto, pero el objetivo de nuestra misión no es modificar el numerus clausus de los ciento cuarenta y cuatro mil salvados, ni dotar de agresividad a los misioneros y asegurarles una victoria arrolladora en un concurso elitista. Esta no es la manera de evangelizar que Jesús preconiza cuando envía a sus discípulos por todo el mundo (Marcos 16,15-16), «pues el quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de Dios» (1 Timoteo 2,3-4).

 

La secta como grupo deshonesto

 

En el sentido más siniestro de la palabra, la secta es un grupo con métodos detestables, con convicciones contrarias a los derechos del hombre, y perseguidas por la ley. Muchos padres se quejan de que estas organizaciones secuestran literalmente a los jóvenes, ejercen sobre ellos violencia psicológica para convertirlos en adeptos sumisos, y les retienen mediante amenazas que pueden llegar incluso a inspirarles el suicidio ritual, arrojándose al metro, por ejemplo. Sin hablar de la explotación financiera destinada a enriquecer al idolatrado fundador.

No veo, en la Iglesia católica, algo que pueda parecerse, ni siquiera de lejos, a estas maniobras. Cesa, pues, de llamar sectarios a los apóstoles de Jesús, que no hacen más que proclamar su mensaje con un respeto total a la libertad de conciencia. ¡Libertad muy querida también en nuestra Iglesia, que no quiere suprimir en su seno lo que no cesa de reclamar para los otros!

 

DIOS COMO UN DON DE CALIDAD

 

Queda un punto más a tener en cuenta y clarificar, en la medida de lo posible. Estoy seguro que buscas a Dios, pero, en el fondo, no sabes quién es. Muchas de tus preguntas demuestran que, si bien estás de acuerdo sobre la cantidad de lo divino (un sólo Dios), ignoras casi todo de la calidad de lo divino. Por eso deambulas por las diversas religiones sin conseguir encontrar a Dios. A veces, incluso confundes a Dios y al diablo, o caes en una nueva forma de paganismo.

 

EL MERCADO DE LO RELIGIOSO

 

Déjame que te recuerde algunas de tus preguntas.

«¿Por qué hay tantas religiones en el mundo que se contradice entre si al tiempo que todas dicen ser las mejores?

-¿Por qué el Corán dice a sus fieles: «lucharéis en nombre del Profeta hasta que el mundo entero lo reconozca?»

-¿Cómo construir un mundo unido si ni siquiera somos capaces de creer en el mismo Dios?

-¿Por qué la religión católica es la verdadera y qué pruebas hay de ello?

-¿Qué diferencia hay entre los diversos monotelismos?

No importa la religión en la que se crea, siempre que la religión sea el centro y el amor de nuestra vida!»

Y estas curiosas confesiones de jóvenes musulmanes:

«Nosotros, los marroquíes, no entendemos por qué amáis tanto a Dios.

-Aunque no seamos de la misma religión, ¿el Dios cristiano también nos ama a nosotros?»

 

 Diversas reacciones

 

Ante la multiplicidad de religiones, puedes reaccionar dar diversas maneras.

 

1. En primer lugar, el asombro. ¿Cómo es posible que Dios no sea capaz de darse a conocer claramente? ¿Por qué abandona a los hombres religiosos y los sume en una continua lucha entre sí? Si ya no es nada fácil encontrarle, ¿por qué encima borra las pistas que conducen a Él? ¿Por qué no interviene más a menudo para desenredar la madeja? ¿Por desinterés o por impotencia? ¿Cómo se puede entender un Absoluto que no es evidente y que, además, aparece fragmentado?

Es verdad, amigo mío, que Dios no es un detalle insignificante, sino una cuestión fundamental. Pero el Absoluto no salta a la vista como un objeto sobre una mesa, sino que se propone el corazón puro que le busca en la oración y que ajusta su vida a su mensaje. La multiplicidad de religiones muestra, a la vez, que la cuestión de Dios es universal y, al mismo tiempo, difícil, porque el pecado ha emborronado las cartas. Por eso, cada cultura termina por darse la divinidad que se corresponde con sus esquemas y que congenia con sus proyectos. Pero, al final de un lento proceso pedagógico, el mismo Dios intervino en persona y puso fin a los tiempos de la ignorancia (Hechos 17,30-31). Así pues, no puedes acusarle de permanecer pasivo, ya que arriesgó su vida para revelarte su corazón.

Pero, entonces, ¿por qué subsisten todavía las religiones precristianas? Porque la misión de la Iglesia no se ha terminado todavía. Y es a través de esta misión -a la que también tú estás llamado- como quiere darse a conocer el Amor, vivido en una comunidad de hermanos. ¿Y las confesiones religiosas nacidas después de Cristo? Son rupturas del cristianismo reproducidas a lo largo de la historia por diversas causas. Divisiones que se deben al pecado de los hombres y al riesgo que Dios asumió al venir entre nosotros. Esperemos, de todas formas, que algún día volvamos a la unidad y trabajemos por ella. Así pues, en este sentido, la única religión que plantea algún problema es el Islam, aunque es bien sabido que el Corán está muy relacionado con el cristianismo, puesto que en su redacción participaron algunos monjes heréticos.

Más allá de las apariencias, las diferentes religiones se inscriben en el plan divino. Representan tres cosas, sin que ello signifique que son queridas de Dios -un Dios que no puede renegar de sí mismo-: las huellas, a veces deformadas, del Creador en su creación; los restos del camino paciente de una pedagogía divina; y la resonancia de la Encarnación del Dios-con-nosotros en el riesgo de la historia. ¡Deja, pues, la cantinela de la incoherencia y entra en la paciencia de tu Dios! .

 

2. Esto puede dar pie al escepticismo, como el de Charles de Foucauld antes de su conversión. «Nada me parecía bastante probado, decía, a su amigo Henri de Castries. La fe con la que se siguen religiones tan diversas me parecía la condenación de todas». Se trata de una opinión superficial de un cristiano hasta ese momento protegido que, al descubrir la variedad de los fervores religiosos, se desengancha de una fe que creía única en el mundo y se convierte en un mero espectador. En este proceso, Foucauld se mantuvo tremendamente respetuoso y se mostró más decepcionado que sarcástico y con un profundo dolor en su corazón. Durante algún tiempo se sintió atraído por la sencillez del Islam, una religión sin dogma, hasta que descubrió la Trinidad, es decir, el Amor divino, pasando por el Corazón de Jesús. Su prima, María de Bondy, una mujer inteligente y piadosa, le facilitó este encuentro y el padre Henri Huvelin le dio el último empujón: «poneos de rodillas y confesaos: creeréis».

Para ciertos padres se trata de una reacción de prudencia o de algo parecido. Estos padres conocen de oídas (más que por propia experiencia) la multiplicidad de religiones y, al no estar a gusto en la que por tradición familiar es la suya, el cristianismo, razonan de la siguiente manera: «no bautizo a mi hijo, ni le enseño doctrina alguna; cuando sea mayor ya escogerá por sí mismo; así, no podrá echarnos en cara que hemos atentado contra su libertad». Una falsa justificación.

Primero, porque estos mismos padres, afortunadamente, no les dan a sus hijos todos sus caprichos. Al contrario, les imponen no sólo una educación y unos estudios, sino también una serie de valores morales, como la honradez y la capacidad de lucha, a veces sin ayudarles a descubrirlos. Les educan en una libertad que no existe como algo dado, ya que tiene que conquistarse con el esfuerzo personal. En definitiva, les comunican lo mejor de sí mismos y lo que es importante para ellos. ¿También Dios les parece importante o, más bien, la cuestión de la divinidad se la plantean como algo accesorio y sin demasiada importancia? ¿Su aparente grandeza de alma no esconde un profundo desprecio?

Y, además, el joven no escoge a partir de cero. El que no ha recibido formación alguna es incapaz de decidirse. Un adolescente sin educar no es libre; al contrario, está abocado a la delincuencia. Y algún día se lo reprochará duramente a sus padres. No hay, pues, una educación neutra. Lo que a veces se califica de «libertad» no es más que la peor de las negligencias.

Ahora puedo responder a tu pregunta. «¿Obligaría a un hijo suyo a creer en Dios y a ir a misa?». Le propondría mi fe con palabras y obras. Y le pediría que fuese a misa hasta que fuese capaz de asumir sus propias responsabilidades, sin confundirlas con sus caprichos

 

4. Para muchos jóvenes, las religiones constituyen una especie de zoco de lo religioso que se recorre para echar un vistazo. Ojean algunos libros sagrados, pero sin comprometerse, y la mayoría de las veces pasan a engrosar los estantes de una colección de cosas raras. Un poco del Corán, otro poco de la Biblia y unos gramos de Bhagavad Gita, como se hace en una confitería, ante los bombones: ¡póngame cien gramos de cada tipo. Esto no es creer, sino considerarse inteligente y cultivado y mirar todas las creencias por encima del hombro, como un experto.  Pero ¿se ha encontrado con alguien? En el Evangelio, Jesús no dice al joven rico: «aquí tienes un librito en el que están resumidas todas las religiones; consúltalo tranquilamente y decídete si quieres.» Por el contrario, mirándole con cariño a los ojos, le dice: «¡sígueme!». Creer no es coleccionar cosas, sino seguir a alguien.

Creer es enamorarse después de haber recibido su amor. Quizá lo entiendas mejor comparando la fe con el matrimonio. Para buscar una mejor esposa, no te haces presentar todas las chicas casaderas del mundo. Sería muy cansado..., y no creo que la consiguieras así. ¡No confundas el «salir con amigas» con una feria de animales! el tratante de ganado no se enamora de la vaca que compra. Lo único que quiere es conseguir una buena vaca lechera. Para no equivocarse, realiza una serie de exámenes y verificaciones. Después compra la vaca, que puede revender cuando quiera.

Para ti, las cosas son completamente distintas. «La mirada de amor, dijo un teólogo luterano alemán, no existe hasta que no se ve al ser querido y se enciende aliado de la persona amada. Nace en el momento en que la vista se posa sobre la persona amada. El tú amado se diferencia de los demás por sí mismo y no a partir de la comparación con todas las demás chicas del país.» Lo mismo ocurre con la fe cristiana: nace del encuentro con el mismo Jesucristo, de un cruce de miradas, y no de una confrontación comercial entre el producto Jesucristo y los demás productos del mismo tipo... No lo olvides nunca, amigo mío. La mirada que paseas por el zoco de lo religioso no es una mirada religiosa, sino más bien curiosa. Por muy sublimes que sean las cosas, no son personas ni pueden guiñar un ojo. Solamente Jesucristo, enamorado de ti, puede, de golpe, y sin comparación alguna, hacer que te enamores de Él, y así detener tu turismo religioso. Sin que ello te impida enriquecer tu cultura, pero sin convertir en seducción la documentación religiosa. Lo mismo que un hombre casado no duda en conocer a otras mujeres porque está seguro de que, para él, la suya es única e incomparable.

5 en la mayoría de la gente funciona una especie de pereza que concluye: «en el fondo, todo es lo mismo; que cada uno escoja lo que le venga en gana y que deje en paz a los demás; y, sobre todo, nada de evangelizar a los demás, porque eso sería caer en la intolerancia.» Expresiones como éstas tienen la virtud de hacerme saltar inmediatamente.

Que en todas partes haya valores, y valores comunes, concedido. Es más: no tengo dificultad alguna en reconocerlo, y me alegro de ello. Que Dios juzgue a los creyentes (y también a las no creyentes) de acuerdo con la rectitud de su conciencia, tampoco me ofrece problemas. El Vaticano II nos lo ha recordado. Que el hombre sincero, cuando dice «Dios» en su religión, puede alcanzar al verdadero Dios revelado en Jesucristo, de acuerdo.

Pero que su Dios sea «objetivamente» el mismo al que yo adoro, de ninguna manera. El no creyente puede alcanzar al mismo Dios, pero sin que sea el mismo Dios. Y eso es algo que no me saco de la manga. Su mismo Libro sagrado, el Corán, lo afirma al negar la Trinidad, la Encarnación y la Redención. Para Mahoma, Alá es único en el sentido más absoluto del término; Jesús no es más que un profeta (y no de los más importantes), y no murió en la cruz, sino que crucificaron a otro en su lugar. Como ves, estamos muy lejos de la revelación cristiana. Por eso, en el Islam no está bien llamar a Dios amor, Padre o Esposo. Pero, si es recto y sincero, el musulmán es capaz de comunicarse en su corazón, a través de la oración, con el Dios al que niega su cerebro. Y lo mismo ocurre con el ateo, a pesar de que rechaza cualquier tipo de oración. Pero eso no quiere decir que la subjetividad suprima la objetividad, o que la sinceridad pueda reemplazar a la verdad.

En menor medida todavía, me atrevería a señalar -como hacen algunos misioneros, desgraciadamente- que todas las religiones son queridas por Dios como auténticos medios de salvación, al mismo nivel que la fe cristiana. Otros manifiestan que la palabra de Dios es una multinacional con sucursales o una gran empresa que proporciona trabajo a otras. Es absurdo pensar que todo da lo mismo. Precisamente para eso

La misión consiste en anunciar el Evangelio, y no «otro Evangelio» ( Gálatas 1,67), porque no pueden existir dos evangelios contradictorios. La misión no consiste en hacer amigos, sino discípulos de Cristo. La tarea misionera no consiste en hacer a un musulmán un mejor musulmán.

6. La multiplicidad de confesiones diferentes no tiene por qué engendrar miedo ante la posibilidad de una guerra religiosa. En lo que a los católicos se refiere, el Evangelio no nos pide desollar infieles, y el Apocalipsis tampoco. Y si bien es verdad que las naciones cristianas no siempre han vivido este ideal, también lo es que el Islam enseña la guerra santa. Sin embargo, Juan Pablo II no se desanima por eso y tuvo la audacia de reunir, por vez primera en la historia, en Asís a los responsables de todas las grandes religiones del mundo. Su intención no fue mezclarlas, sino hacerlas rezar en el mismo lugar, todos juntos y separadamente, en pro de la paz. ¡Una magnífica iniciativa! Habrá que continuar en esta línea, porque una golondrina no hace verano.

 

Clarificaciones necesarias

 

Dicho esto, amigo mío, no metas todo en el mismo saco y reflexiona un poco. Tan falso es sostener que para ser cristiano es necesario haber recorrido con antelación todas las religiones para poder escoger (como si Cristo fuese una mercancía y el creyente un avispado consumidor de lo religioso ), como negarse a conocer las diversas religiones del mundo, aunque sólo sea para no mezclarlas.

Distingue bien, en primer lugar, las grandes confesiones cristianas (ortodoxos, anglicanos, luteranos y calvinistas), separadas del catolicismo, pero que permanecen mucho más cercanas a la Iglesia que otras comunidades que se fueron separando ulteriormente unas de otras, perdiendo algo de sustancia en cada una de las escisiones. Por otra parte, las grandes confesiones cristianas son bastante diferentes entre sí. Por ejemplo, el calvinismo se encuentra bastante lejos de la Iglesia ortodoxa. Los que tú llamas «protestantes» cobijan, asimismo, en su seno una serie de sectas que ya no tienen nada de cristiano, aunque hablen de Jesús, porque han repudiado la Trinidad, la Encarnación y la Redención. Lo suelo constatar a menudo en África, donde trabajan adventistas, testigos de Jehová y otros grupos que se hacen pasar por reformados sin serlo, ya que han sobrepasado con creces la frontera más allá de la cual se vacía al Evangelio de contenido.

Fuera del cristianismo, coloca en un lugar especial el judaísmo, ese olivo mutilado sobre el que nos hemos injertado, dice San Pablo (Romanos 11,16-24). Aunque se haya constituido en «religión» autónoma, distanciándose de nosotros hacia el año 90 (Juan 9-22) y separando sus Escrituras de las nuestras, seguimos estando vital mente unidos. Honramos al mismo Dios, proclamamos el mismo monoteísmo, el de un Señor que es uno, no sólo cuantitativamente, sino también cualitativamente. Si quieres, nuestro monoteísmo no es aritmético, sino amoroso. Es un monoteísmo monógamo: un sólo Dios y un sólo Esposo. No hables, pues, de los tres grandes monoteísmos, expresión absolutamente falsa. No hay más que dos grandes monoteísmos: el judeo-cristiano y el islámico. Esta es la razón por la que los cristianos honramos al Antiguo Testamento. ¡Me contentaría con que muchos católicos adorasen al Dios de los profetas, en vez de hacerlo con el DiosRelojero de Voltaire! Cuando Jesús y Pablo utilizan y citan «las Escrituras», lo hacen a través de los rollos de Israel, los únicos existentes, y que anuncian ya el misterio de la Pascua (Lucas 24,27). No seas, pues, un antisemita furibundo, porque con esa actitud ofenderás a Jesús ya María, y pronto te convertirás en un pagano.

En cuanto a las demás religiones, también es necesario distinguirlas. Hay religiones que adoran aun Dios o a varios Dioses. Existen sabidurías que buscan, sobre todo, una actitud espiritual o una forma de vivir (frente al deseo y al sufrimiento que éste engendra). Hay confesiones con los contornos bien definidos y místicas indefinidas. Hay revelaciones (verdaderas o supuestas) que se presentan como tales, y paganismos que no pretenden haber recibido mensaje alguno del cielo. Hay revelaciones consignadas en un Libro, como es el caso del Islam, del Judaísmo y del Cristianismo. Es decir, hay religiones del Libro y religiones con libro. Y, por último, hay religiones misioneras que se exportan y paganismos locales, ligados a una cultura, una etnia o una tierra.

Discúlpame por ser tan esquemático. Mi intención es ofrecerte una mera clasificación. De todas formas, a mi juicio, la diferencia fundamental estriba en que las religiones no bíblicas tienen algo en común: parten del mundo. Se parecen mucho entre sí, porque, para todas ellas, es el hombre el que busca a Dios. mientras, en las Escrituras, es Dios el que desde el primer instante busca al hombre. «Adán, ¿donde estás?», dice Yahvé en el Génesis. Dios ama primero(1 Juan 4,19). Esto es algo absolutamente original y pone fin a tantas búsquedas a ciegas ya los tiempos de la ignorancia (Hecho-r 17,27-30) que han caracterizado y caracterizan a muchos itinerarios religiosos. La verdadera fe no brota de una búsqueda policial de Dios a partir de un retrato robot. No es un objeto lo que se encuentra, sino que, en la fe, me descubro encontrado y amado por alguien que ha tomado la iniciativa. Di a tus amigos que presten atención a cualquier cosa rara, que, si' Dios es digno de su nombre y de su reputación, no va a jugar al escondite ni a hacerse de rogar. Si es tan bueno como lo suponemos y deseamos, ha debido dar los primeros pasos, mostrándonos a su propio Hijo en la historia. Diles que el exoterismo es lo contrario de la religión del Amor; un Amor que se ofrece libremente a todos los hombres.

Así pues, amigo mío, es hora de que pulses la tecla adecuada. Después del último concilio no puedes despreciar las otras religiones, ni siquiera ignorarlas; pero tampoco tienes por qué avergonzarte de la tuya. Entre el triunfalismo y la depresión nerviosa, hay sitio para el orgullo cristiano, que es la Cruz de Jesús (Gálatas 6,14). No pienses, ni por un instante, que Dios haría mejor en no revelarse a nadie, para no dar celos a los demás. No pienses que el Evangelio es algo que te complica la vida. No sostengas que el ecumenismo prohíbe las conversiones o suprime la libertad de conciencia. En efecto, algunos católicos han criticado sin piedad la entrada del hermano Max Thurian (monje protestante de Taizé)en nuestra iglesia así como su ordenación sacerdotal. ¿Por qué razón? ¿Habrían tenido la misma reacción sin un monje católico se hubiese pasado al protestantismo? En cambio el hermano Roger tuvo la delicadeza y la lealtad de seguir cobijando a Max en su comunidad. Escapa, pues, a toda prisa de la mala conciencia y de esos complejos ridículos. Tú que admiras a los creyentes convencidos, no vayas a avergonzarte de sus propias convicciones.

 

 

¿DIOS O EL DIABLO?

 

A veces, la gente dice: «fulanito no cree ni en Dios ni en el diablo.» Colocan, así, a los dos en el mismo cesto, lo cual es un grave error, porque, aunque admita sin dudarlo la existencia del diablo, no creo en él de la misma manera que creo en Dios. A Este me entrego por completo, al diablo, no. Además, si creo en Dios es porque admito mucho más que su simple existencia, cosa que también el diablo es capaz de hacer (Santiago 2,19). Si creo en Dios es para entregarme a el de todo corazón, no temblando de miedo, sino saltando de alegría. No juegues, pues, con el verbo «creer» sin saber bien lo que dices.

Te hablo de ello porque, hoy en día, muchos jóvenes no saben ya a qué Dios entregarse, si: al benéfico o al maléfico. Es curioso, porque en nuestra Iglesia ya casi no se menciona al diablo para nada, si no es para definirle como un mito de los tiempos pasados o un fantasma para retrasados mentales, incapaces de distinguir lo religioso de lo psicológico. Incluso algunos teólogos han llegado a dudar de la capacidad de Jesús para clarificar este problema.

Sin embargo, tú estás oyendo hablar de Satanás continuamente, en tus revistas y periódicos llenos de vampiros, brujos, magos y otras especies. Pero, en estas publicaciones, el diablo deja de ser un ángel caído al que Jesús desenmascara y domina, y María aplasta con su calcañal, para convertirse en una cuasi-divinidad, en un competidor de Dios. Por eso, bastantes jóvenes rinden culto a Satanás como el poder que compite con el del Creador.

Estoy recordando a Gabriel, un joven hippie que confesaba a su amiga Elena que él veneraba al mal como la fuerza superior a todas las demás. Por eso llevaba un pequeño ataúd colgando del cinturón. Piensa en Mónica, que un día, a la vuelta de unas convivencias espirituales, decide dar su medalla de la Virgen al primer joven que se encuentre en el metro. Y así lo hace. Pero el joven al que le entrega la medalla se queda sorprendido y, al verla, le contesta: «lo siento, mi Dios es Satán.» Y, pensándolo un poco, añade: «sin embargo, la voy a guardar; así comprobaré quién de los dos es más fuerte.» ¡Espero que María haya defendido su causa y la de su Hijo!»

Esta confusión nos viene desde la noche de los tiempos. En latín, «sagrado» significa al mismo tiempo «bendito» y «maldito». En griego, la palabra «daimon» también significa las dos cosas. De hecho, es la palabra que Pablo utiliza en el Areópago para llamar «religiosos» a los atenienses (Hechos 17,22). Además, hay cultos paganos en los que no se sabe exactamente a quién se reza. En este sentido, Pablo es muy claro: ~ ciertas inmolaciones hechas a los ídolos son hechas, en realidad, al mismo demonio (1 Corintios 10,20). Cuando un hombre pide a la «divinidad» que le ayude a vengarse de su enemigo, que le convierta en un superman invulnerable e inmortal, o que le descubra los secretos del mundo, no puede dirigirse más que al diablo. Sólo Mefistófeles puede escuchar la oración de Fausto. Una oración que, por otra parte, es incapaz de atender, porque el diablo miente más que respira. Así lo hizo con Jesús, cuando le llevó a la cima del monte y le dijo: «te daré todo ese poder y esa gloria, porque me lo han dado a mí y yo lo doy a quien quiero; si me rindes homenaje, todo será tuyo» , (Lucas 4,6).

No creo que tú caigas en tales exageraciones, pero algunas de tus preguntas versan sobre Satán:

 

«-Cree en el diablo?

-¿El demonio es más fuerte que Dios? ¿Cuál es su poder exacto?

 -¿cómo pudo Satanás atacar al propio Jesús?

-¿Qué es el anticristo?

 

el tema te preocupa. Puede que incluso conozcas a algún compañero con teorías y practicas raras. El satanismo es, a mismo tiempo, un error sobre Satanás, cuyo poder se magnifica, y un error sobre Dios, al que se asimila a un poder anónimo, capaz de hacer el bien y el mal. En el fondo, ciertos jóvenes confunden la religión con la conquista (iba a decir captura) y la explotación de un poder. Están dispuestos a pagar cualquier precio por ello, aunque sea un precio exorbitante y alienante como el don de su alma al diablo. Y este pacto les destruye Por eso, el exorcista tiene que identificar al demonio, conocer su nombre y el pacto establecido, para poder liberar al endemoniado.

Amigo mío, no confundas al Padre de Jesús con un dinamismo impersonal, ni la gracia con una posesión diabólica. E Cristo que vive en ti ( Gálatas 2,20) no destruye tu personalidad. El Otro que te dirige a donde tú no quieres ir (Juan 21,18) no te viola ni te violenta. Lejos de deteriorar tu ser, la vida divina lo restaura. Lejos de coartar tu libertad, la gracia la reclama y la activa. No eres el juguete de un mago ni el autómata de un sabio maldito. Jesús no tiene esbirros; sus servidores son sus amigos (Juan 15,15).

 

LA RENOVACIÓN DEL PAGANISMO

 

«¿Quién es más fuerte, Dios o Goldorack?», Preguntas. Cuánta angustia se esconde bajo este lenguaje aparentemente infantil! La angustia, es decir, el miedo inherente a todo paganismo.

Y no exagero. Me ciño a las encuestas más recientes. Ya te he dicho que del 74 por 1 00 de jóvenes españoles cree en Dios, el 46 por 1 00 cree en un Dios personal; el 27 por 100, en un Espíritu o fuerza vital, mientras el 18 por 100 es incapaz de identificar al ser o a la fuerza cuya existencia reconoce. Por otra parte, los no creyentes definen su ateismo en función de las respuestas dadas por los creyentes: niegan la divinidad (mal entendida) que estos últimos reconocen. De ahí que un de las preguntas que planteas de distintas formas sea: «¿Cómo puede saber que Dios nos quiere?». Para hablar de un Dios que nos ama es necesario que ese Dios sea personal. ¡Soy incapaz de imaginarme la ternura que podría sentir hacia mí un espíritu cósmico!

 

Un Dios impersonal

 

En la actualidad, como antaño en la tierra de Canaán, lo divino es una energía anónima que puede cumplir diversas y múltiples funciones: hacer llover, conceder hijos, hacer germinar el trigo, ganar una guerra, curar..., etc. Cada santuario tiene su especialidad, como las distintas oficinas de la Administración. El rito no es una oración en el sentido judeo-cristiano, es decir, la súplica confiada dirigida a un verdadero padre, sino el medio infalible para obligar a la divinidad, siempre que se haga correctamente y respetando la tradición. Lo divino es también una realidad misteriosa a la que hay que sorprender por medio de una serie de técnicas adivinatorias, ya que el conocimiento de ese saber oculto proporciona un poder que ya no se encuentra en la magia, sino en la gnosis.

De ahí que no haya oración ni vida espiritual. Sólo el Dios amor puede abrirnos su intimidad para que la compartamos con el. El don y la gracia constituyen lo más específico del judeo-cristianismo.

Tampoco hay pecado, es decir, rechazo total de la ternura de Dios. El pagano se muerde los dedos, pero no conoce la contrición y cree que la divinidad es como una especie de corriente eléctrica de alta tensión a la que es mejor no acercarse.

De ahí que el hombre tenga que reencarnarse, es decir, cambiar de «casa» las veces que le sean necesarias para que ¿y después? Si existe un «después» (algunos partidarios ( la reencarnación no lo estiman necesario), no tiene nada que ver con una comunión, con un «ser con Cristo» (Filipenses 1,23; Tesalonicenses 4,17), sino una supervivencia difusa y muy definida, de tipo cuantitativo y sin ternura alguna. ¡Cuánta angustia y cuántas ganas de huir hay que tener para que esta débiles imágenes puedan alimentar una esperanza!

 

Un Dios que despersonaliza

 

el universo neopagano también despersonaliza al hombre. En el Canaán de la Biblia, para hacer llover, germinar nacer, los paisanos practicaban la prostitución sagrada. Cuando lo divino es anónimo, la mujer también; Dios se reduce a su poder y la mujer a su fecundidad.

En nuestros días, la prostitución ya no está relacionada con la religión. Pero, para algunos, la oración se reduce a un: serie de técnicas corporales y psicológicas destinadas a crea el vacío en uno mismo. Se buscan posiciones, se controla la respiración y se repiten unas palabras, para fundirse en un gran todo inmóvil. Los que han vuelto desde las riberas de Ganges a las del Jordán han dado testimonio del carácter destructor de estos métodos, en los que caen ciertos cristianos. He visto, en Bélgica, un cartel con una larga lista de todos lo Monasterios católicos en los que se practicaba y enseñaba el Zen.

Otros confunden el éxtasis con esos estados segundos que se pueden alcanzar por la danza, la droga o el ayuno. Pero, ¿se puede provocar el éxtasis? ¿Constituye éste el último peldaño de la perfección? «Prefiero la monotonía del sacrificio, decía la pequeña Teresa, al éxtasis. Cristo es mi amor y toda mi vida.» Ella lo había entendido. Si Dios es Amor, la santidad no puede ser más que la perfección de la caridad. Los místicos católicos lo han repetido por activa y por pasiva. Si, cuando estoy rezando, me entero de que hay alguien que está hambriento, es preferible interrumpir la oración y socorre verdadero Dios no despersonaliza; al contrario, esta pendiente de cada persona.

En cuanto al cielo, no es la disolución de los individuos, la pérdida de la conciencia. Dios, en su eternidad, permanece atento activo: «no duerme, ni descansa, el guarda Israe1» (Salmo 121,4). La comunión trinitaria no suprime la distinción de las tres Personas divinas. En su reposo, el Padre no cesa de engendrar al Hijo en el Espíritu; la vida bulle y circula sin estancarse, es dada y recibida sin cesar. La felicidad no es soporífera, sino alegre y radiante. Es verdad que el cielo sigue siendo misterioso para nosotros, pero conocemos lo suficiente para saber en qué consiste «la bienaventurada esperanza». No impedir a Dios que me ame, ni privar a los demás de que les debo, intentando desaparecer.

Y así se termina éste nuestro primer diálogo, en el que hemos abordado las cuestiones más importantes por eso valía la pena detenerse un poco más. Espero que no te hayas cansado demasiado. Toma un respiro y reza un buen rato conmigo para agradecer a Dios la gracia recibida.

 

Al Dios que está por encima de todo lo creado, sólo podíamos llamarle ¡el Desconocido!

Bendito seas por esa voz

que sabe tu Nombre, que viene de ti,

y hace posible que nuestra humanidad te dé gracias.

 Tú, a quien ningún hombre ha podido ver, te vemos coger tu parte

de nuestros sufrimientos.

¡Bendito seas por haber mostrado, sobre el Rostro bien amado

del Cristo ofrecido a nuestras miradas, tu inmensa gloria!

Tú, a quien ningún hombre escucho, Nosotros te escuchamos, palabra enterrada

En nuestro interior. ¡bendito seas por haber sembrado

En el universo que hay que consagrar, palabras que todavía hablan hoy y nos construyen!

Tú, a quien ningún hombre ha tocado,

nosotros te hemos cogido: el Arbol fue levantado en medio de la tierra.

¡Bendito seas por haber puesto

entre las manos de los más pequeños, este Cuerpo en el que no cabe tu corazón de Padre!» (5)