Posmodernidad cuaresmal

EL MUNDO / MANUEL MANDIANES

 

Al surgir las Pléyades, descendientes de Atlas, empieza la siega, y cuando se ocultan, da comienzo la labranza. A partir de ese momento, están escondidas durante 40 noches y 40 días y de nuevo, al completarse el año, empiezan a aparecer cuando se afila la hoz» (Hesíodo, Los trabajos y los días). La Biblia está troceada en cuarentenas: llovió durante 40 días sobre la Tierra y fue el diluvio; Saúl reinó 40 años; Israel anduvo por el desierto otros tantos; la Virgen subió al templo para purificarse 40 días después de haber dado a luz; Jesús se fue al desierto a pasar el mismo número de días para prepararse antes de emprender su vida de predicador; Cristo subió al cielo 40 días después de su resurrección...

 

En la Biblia, la cuarentena simboliza las maravillas obradas por Dios con el pueblo elegido y con sus protagonistas. La cuaresma imita los 40 días que pasó Moisés en el desierto sin comer ni beber; la cuarentena de Elías, quien, reconfortado misteriosamente, mantuvo el ánimo de los israelitas en el desierto; y la de Jesús, que también permaneció ayunando y haciendo oración en el desierto, en donde fue tentado por el diablo de 1.000 maneras diferentes. Transcurridos los 40 días, se fue a iniciar su vida pública de predicación.

 

Las cuarentenas no sólo son una cuestión bíblica. Aún en nuestros días, cuando un barco atraca en algún puerto, sus pasajeros, si están afectados por una enfermedad no identificada, son sometidos a cuarentena antes de poder desembarcar. La cuaresma, tal como la conocemos en la actualidad, empezó a fraguarse en el siglo IV. Desde los inicios, tuvo un marcado acento de preparación al bautismo, rito de paso para participar en la Pascua de Cristo.

 

La cuaresma es un tiempo de ayuno, abstinencia y limosna, para pelear contra las tentaciones y vencerlas. Aborrecer el cuerpo es tenerlo por capital enemigo y de lo que se trata es de perseguirlo con discreción, fatigarlo y castigarlo, «y en ninguna cosa hacerle placer». El ayuno, las vigilias, las peregrinaciones, el cilicio, las flagelaciones y otras prácticas penitenciales tienen la finalidad de mantener a raya los instintos libidinosos de la carne para hacerse acreedores de la gracia salvadora de Dios, «viviendo moderada, justa y piadosamente en el presente siglo» (San Pablo).

«A la gente le mola lo nuevo, lo de nunca. La cuaresma ya tiene moho; yo oía hablar de eso a mi madre, a mi abuela, al cura», comentó el taxista cuando le dije que los españoles hablaban más del ramadán musulmán que de la cuaresma. Y continuó: «Lo hacen porque está de moda hablar de esas cosas; seguramente piensan que olvidando lo suyo defienden mejor a los otros. En mi, casa los viernes de cuaresma no se come carne porque así lo aprendí de mis padres desde siempre. Ni siquiera puedo decir que lo haya aprendido de niño. Nací con ello. Mis hijos y mis nietos hacen lo mismo. Todos somos católicos y mantenemos las tradiciones católicas. Para poder comer carne se compraba la bula que concedía indulgencias». La lucha fratricida entre creyentes a raíz de las indulgencias supuso el resquebrajamiento del mundo cristiano de entonces (Lutero, Alemania, 2005. Dir. Eric Hill).

 

El hombre moderno vendió su alma al diablo para llegar a ser un creador (Goethe, Fausto), y proclamó la muerte de Dios (Nietzsche, Así habla Zaratustra). Entonces, delante del cadáver divino, se proclamó a sí mismo creador, pero su maravillosa creación empezó a devorar y a destruir todo lo que al hombre era más querido (M. Shelle, Frankenstein). A pesar de todo, creyó que habitaba el mejor de los mundos y que había encontrado la felicidad (A. Huxley, Un mundo feliz). El tiempo pasó, y él mismo se convirtió en monstruo (Kafka, Metamorfosis), se vació completamente (T. Mann, La montaña mágica), y se dio asco (Sastre, La náusea). Entonces, el hombre descubrió con amargura que es un ser caído, expulsado del paraíso y arrojado en el mundo, cuyo horizonte existencial es la muerte, límite y punto final de todo (M. Heidegger, Ser y tiempo).

 

A pesar de todo, el hombre sigue siendo el ser del límite y, por lo tanto, un ser abierto a lo que pueda haber más allá del límite: el misterio (E. Trías, La razón limítrofe). Tal vez el afán por desvelar este misterio sea la travesía del desierto de nuestra sociedad. Y puesto que el corazón tiene razones que la razón no entiende, el hombre de nuestros días vuelve a Dios, aunque sea fuera de toda iglesia y de toda institución. Después de todo, y como siempre, la posmodernidad se ve obligada a hacer un lugar en su vida a Dios, al alma y a la libertad, aunque para ello tenga que «suprimir el saber para dejar sitio a la fe», como Kant (Crítica de la razón pura).

 

Las modas cambian, los gustos también; los hombres nacen, crecen y mueren, pero la naturaleza humana sigue ahí. «Natura non facit saltus» (la naturaleza no da saltos), decían los latinos. Un filósofo popular me dijo lo mismo de una manera mucho más inteligible para el hombre cibernético de la era del botellón: «El hombre desde que es hombre, cuarta arriba cuarta abajo, ha meado siempre por el ombligo. Y, con un poco de suerte, puede que, al menos por un poco más de tiempo, siga haciéndolo a pesar de la luz eléctrica».

 

Hoy la limosna se practica fundamentalmente con ocasión de catástrofes, de temblores de tierra y de sequías que condenan a morir de hambre a miles de personas del Tercer Mundo. Los jóvenes practican la penitencia con alegría cuando se enrolan en movimientos de cooperación para ayudar graciosamente a los más necesitados.

Pero también hacen abstinencia y ayunan esos milllones de seres humanos que hacen dieta para estar delgados, para mantener la silueta, conservar la figura; todos los que no comen jamón ni chorizo ni mantequilla, ni una fabada asturiana, ni yogures que no sean light, ni beben leche entera. La anorexia es una prueba del rigorismo moderno, del desprecio al cuerpo en aras de la imagen. Todos practican la abstinencia y el ayuno con más frecuencia y con más rigor que lo practicaban los fieles cristianos cuando la cuaresma era la cuaresma.

 

Mucha gente, cuando sale rendida y agotada del trabajo, va y se arroja en los brazos de acero de una máquina y se cruje viva durante una hora o dos para transformar su cuerpo, mejorar su imagen y hacerse aceptar por la sociedad. Los expertos dicen que el sufrimiento, el esfuerzo y la renuncia son elementos importantes en la construcción de la propia identidad.

 

¿Para qué quieren llevar cilicio y darse disciplinas los que llevan una argolla en la punta de la lengua o en los genitales; los que van cargados de cadenas, arrastrándolas día y noche, como una procesión de condenados? ¿Para qué quieren más peregrinaciones a lugares santos aquéllos que, los viernes después del trabajo, peregrinan a la torre, a la casa de la playa o al chalet de la sierra y han de estar cuatro o cinco horas en la caravana? ¿Para qué van a pasarse horas de rodillas con los brazos en cruz los hombres y las mujeres que se someten a operaciones, a veces, de riesgo, para eliminar las arrugas, para sacudirse de encima unos kilos? ¿Para qué quieren ir a confesarse, como era costumbre preceptiva hacerlo, al menos, una vez al año y comulgar por Pascua florida, todas esas personas que van a la televisión a proclamar delante de toda España: «te quiero; soy homosexual y tengo novio; te puse los cuernos; soy el rey de los astados; te zurré la badana porque tenía miedo a perderte»?

 

Los antiguos practicaban la cuaresma para disfrutar en el cielo de las cualidades de los cuerpos gloriosos; los posmodernos practican su cuaresma particular para lucir, aquí en la Tierra, un palmito celestial.

 

Manuel Mandianes es antropólogo del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y escritor.