Fuente: FeyFamilia

¿Por qué el buen humor es característica del buen cristiano?

En una óptica específicamente cristiana, el humorismo sano asume las características de una virtud que también es don del Espíritu Santo  

¿Cuál puede ser hoy el valor del sentido del humor frente a los acontecimientos graves y serios por los que atraviesa la humanidad? ¿Se puede reír uno del mundo? ¿Podemos hacerlo sin ser acusados de vanos y superficiales? Sabios y santos han defendido el buen humor. ¿Para qué sirve el humor? ¿es necesario? ¿es aconsejable? ¿cómo debe ser el buen humor de un cristiano?

Todas estas preguntas fueron abordadas recientemente por el semanario católico español “Alfa y Omega”, de donde hemos preparado el siguiente especial.

Se cuenta que, hace ya bastantes años, el Papa Juan Pablo II estaba orando ante el sagrario cuando fue interrumpido por su secretario. Lo llamaba por teléfono el Presidente de «un importante país» (se deduce que era George Bush). El Papa no contestó. Siguió orando como si no lo hubiera oído. Una hora más tarde el Presidente norteamericano volvió a llamar y el secretario acudió de nuevo a la capilla, pero e sta vez advirtiendo al Papa que debía tratarse de una cuestión muy importante. «Entonces, si se trata de algo muy importante, debo rezar más», respondió Juan Pablo II.

¿Es el humor una forma de ver la vida?

Existen dos formas de ver la vida que se contradicen o se complementan, según el modo en que se aborde la cuestión.

Uno diría: el humor es la reacción del superficial, del que no sabe tomarse la vida en serio, del que no es capaz de llegar a los profundos fundamentos que la conforman, del que se evade cobardemente de ella.

El otro diría: el humor es la atmósfera indispensable para que se den las virtudes, el signo inequívoco de madurez, la forma más realista de enfrentarse a la vida.

Ambos tienen razón. El resultado del sentido del humor es la sonrisa, y su hermana mayor, la risa. Reír es un verbo; lo importante aquí está en analizar el complemento directo, es decir, de qué se ríe uno, o de quién se ríe uno.

¿La risa superficial nos ayuda?

No. La risa fácil, aquella superficial, es la que hace alejar al hombre de su prójimo. Las tomas falsas, las cámaras ocultas, los vídeos de primera, que a todos han hecho reír alguna vez, son ejemplo de un humor que se podría definir de superficial. No es reflexivo ni inteligente, a primera vista, no es dañino, pero en realidad fomenta en la persona una actitud negativa hacia los demás.

El que se ríe de la caída de una persona, por muy graciosa que sea, demuestra, primero, que no tiene dominio personal y se deja llevar de lo espontáneo —la risa en esos momentos lo es—; pero, además, no está mirando al otro, se mira a sí mismo en una reacción egoísta: le hizo gracia la desgracia ajena.


¿Existe un humorismo cristiano?

Es un dato de hecho que algunos santos tenían una notable vena humorística; incluso supieron utilizarlo para transmitir el propio carisma. Tal es el caso —entre muchos— de San Juan Bosco que hasta tenía que hacer de mago y equilibrista.

Indudablemente, si a un cristiano le falta el sentido del humor, es señal, entre otras cosas, de una educación religiosa demasiado centrada sobre el conformismo. Hablar de verdadero sentido del humor, o de un humor propiamente cristiano, es hablar de virtudes. Es la virtud que consiste en saber utilizar la distensión necesaria y saber jugar y reír.

En una óptica específicamente cristiana, el humorismo sano asume las características de una virtud que también es don del Espíritu Santo.


¿De qué manera el humor ayuda a la vida espiritual?

La vida espiritual obtiene grandes beneficios de un sano uso del humorismo. Tanto la experiencia de cada día, también la religiosa, como el sentido común sugieren vigilar el fenómeno del humor.

Si el sano humorismo es definible como «la capacidad de reírse de las cosas que se aman, incluidos naturalmente nosotros mismos, y seg uirlas amando, el camino del humor en la vida espiritual estimula particularmente el diálogo del creyente consigo mismo y con Dios».

La simultánea capacidad de saber apartarse de las cosas y de comprometerse plena y apasionadamente en las cosas de Dios es algo más que la expresión de un profundo y sano humorismo cristiano.

En los santos se nota perfectamente cómo su profunda libertad de espíritu es compatible con un profundo sentido del humor, que no sólo es simpatía humana, buen carácter o facilidad para ser gracioso, sino comprensión de lo tremendamente relativo que es todo fuera del Único inefable que es Dios y que no cabe en cálculos humanos.

Saber trascender todo lo que no es Dios viviéndolo en Dios es saber conjugar libertad de espíritu, humildad y humorismo, y saber subrayar siempre lo positivo de todo lo que pasa.

¿Cómo se hace compatible buen humor y fe cristiana?

No parece, desde luego, que esté el mundo para muc has risas, empezando por nuestra propia situación nacional. Y, sin embargo, nada hay más eficaz que el buen humor para expresar la plenitud de la alegría verdadera, que, si es tal, nada ni nadie, ni siquiera todos los males del mundo juntos, puede arrebatarnos.

Si no es así, el humor se degrada, deja de ser bueno, y habría que cambiarlo de nombre. No era ningún tonto quien escribió que «amor se escribe con “h” de humor».

¿“Humor” y “amor” entonces vienen unidos?

Sin amor, ciertamente, es decir, sin fe y sin esperanza, la sonrisa se convierte en una mueca asquerosa, alejada de toda auténtica humanidad. Quizás nunca como ahora nos ha sido tan imprescindible el sentido del humor, ¡el buen humor!

Que alguien entre cadenas, encarcelado, diga que está contento y contagie su alegría a los demás, parecería cosa de locos, y hasta una broma de mal gusto, si no fuera porque se ha dado el caso real, realísimo, de tal experiencia, repetida una y mil veces a lo largo ya de dos milenios, desde que Pablo de Tarso, prisionero en Roma, escribiera así a los cristianos de Filipos: «Aun cuando mi sangre fuera derramada, me alegraría y congratularía con vosotros. De igual manera, también vosotros alegraos y congratulaos conmigo».

Es el imposible con el que se encontraron Juan y Andrés primero, y los otros apóstoles, y luego Pablo, y antes, la primera de todos, María de Nazaret: «¡Alégrate —le dijo el ángel—, llena de gracia, el Señor está contigo!».

¿Acaso no transmiten esa espontánea y, al mismo tiempo, indestructible alegría que llega a todos, con la única condición de la sencillez de corazón, las palabras y los hechos de Jesús, que llenan de estupor en su grandeza divina, tan impresionante y cercanamente humana, y que rebosan, en parejas proporciones, fuerza y ternura, seriedad e ironía?

Habían estado toda la noche bregando en el lago y no habían cogido un solo pez, y, al amanecer, Jesús resucitado , desde la orilla, va y les dice: «¡Muchachos, ¿tenéis pescado?!» Poca gracia tenía que hacerles la preguntita de aquel, en principio, desconocido; sin embargo, la ironía les resultó enseguida familiar, y Juan exclamó: «¡Es el Señor!»

Sin duda se acordaron de cuando, con tan sólo cinco panes y dos peces, ¡para nada menos que cinco mil hombres!, les dijo: «Dadles vosotros de comer; que se sienten por grupos». No podían por menos que pensar: «¿Estará loco?»

Y de cuando, ante la pequeña hija de Jairo, muerta sobre el lecho, dijo a los que allí lloraban: «¿Por qué lloráis? La niña no está muerta; está dormida». No sorprende lo que cuenta el evangelista: «Se reían de Él». Paradójicamente, tan deseable locura, llena del más nítido sentido del humor, había hecho nacer la auténtica alegría.