Pastoral comunitaria urbana: desafíos, propuestas, tensiones
Jorge R. Seibold
Teólogo, Argentina
http://www.sjsocial.org/crt/seibold.html
Los grandes desafíos de la urbe a la pastoral urbana en América Latina
Uno de las primeros principios que deben observarse para poder elaborar un buen planeamiento de la pastoral urbana es el «conocimiento de la realidad de la ciudad»
1. Se debe, pues, partir en primer lugar de conocimiento lo más comprensible posible de la idiosincrasia de la urbe. No solo de sus aspectos cuantitativos y su realidad sociológica, sino más aún de su «estilo», de su «alma», lo que significa meterse un poco dentro de ella misma, para adentrarse en su horizonte cultural. Solo a partir de este acercamiento podrán delinearse con más claridad los desafíos que la urbe hace a su pastoral urbana.Hibridación cultural de la urbe e Imaginario social urbano
El desafío viene de la urbe. Por eso es de la máxima importancia antes de insinuar cualquier respuesta pastoral visualizar la problemática que ella nos plantea. En pastoral no hay soluciones prefijadas. Nuestras ciudades latinoamericanas en las que vive la mayor parte de la población de este continente son sociedades multiculturales extremadamente complejas, ya que se hallan interseccionadas por diferentes códigos culturales y simbólicos. Como muy bien lo dice García Canclini: «hoy la identidad, incluso en amplios sectores populares, es políglota, multiétnica, migrante, hecha con elementos cruzados de varias culturas»
2. Estamos dentro de un nuevo fenómeno como es el de la «hibridación de las culturas»3. Ya la diferencia no está afuera, sino que se la encuentra en uno mismo, haciendo parte de nuestra propia identidad. La presencia del otro en nosotros puede a veces degradarnos y a veces enriquecernos. Esto será analizado más adelante cuando examinemos las tensiones que se producen por estas circunstancias. Ahora focalicemos nuestra atención sobre este problema de la «hibridación cultural» en relación al «imaginario social urbano».Para comprender esta «hibridación» de nuestro ser urbano nos puede ayudar el concepto de «imaginario social». Por «imaginario social»
4 entendemos un complejo entramado de «valores», «discursos» y «prácticas sociales» sostenidos y vividos por una sociedad determinada. Este «imaginario social» variará en sus «valores», en sus «discursos» y en sus «prácticas sociales» según sea la sociedad que los porta. El «imaginario social» será bien distinto en una «sociedad rural» si se lo compara con el «imaginario social» de una «sociedad urbana». Variará también significativamente si suponemos contextos temporales distintos. El imaginario social urbano medieval no es el mismo ciertamente que el imaginario social urbano de nuestro tiempo.Ahora bien,
¿cómo es el imaginario social de nuestras urbes latinoamericanas? Tratemos de indagar en su estructura. El imaginario social urbano no es unidimensional, como algunos estudios muy superficialmente lo suponen. Así nos hablan del.hombre posmoderno, como si esta si lo posmoderna fuera la única y exclusiva determinación que lo caracteriza al estado puro. Podemos distinguir en el «imaginario social urbano» al menos tres componentes o determinaciones fundamentales: la «tradicional», la «moderna» y la «posmoderna»5. Estudios particulares deberán determinar las formas concretas en las que estas tres determinaciones afectan con mayor o menor rigor a cada imaginario social urbano. No será ciertamente igual el imaginario social urbano de la ciudad de México que el del San Pablo en Brasil o el de Buenos Aires en Argentina. Sin embargo en muy probable que se encuentren en las mismas identidades observadas esta triplicidad de determinaciones con mayor o menor intensidad o grado.La determinación tradicional apunta a un imaginario social abierto a las relaciones humanas de tonalidad familiar y vecinal. En este imaginario las relaciones personales son más importantes que las cosas. Este imaginario está cargado de valores de pertenencia que lo adscriben a un ethos de arraigo a fuertes tradiciones ligadas a la tierra, al «pago» o terruño del que se ha partido, a la música nativa y a la diversas formas de la religiosidad popular. Este determinación tradicional al imaginario social urbano es aportado a las grandes ciudades por migrantes en su mayor parte de origen rural provenientes del interior del país o de países circunvecinos.
La determinación moderna del imaginario social urbano es de tipo más funcional. Nace al impulso de la «vida moderna» a cuyo compás crece la vida ciudadana en las grandes ciudades. En esta perspectiva son más importantes las funciones que las personas. La «gente» se hace más anónima y deambula por los espacios anónimos de las calles, plazas, grandes edificios, shoppings, mercados, negocios, empresas, estadios deportivos, discotecas, etc., en búsqueda de cumplimentar ciertos servicios necesarios o placenteros para sí o para otros. En esta dimensión no se encontrarían los «lugares» personalizados y familiares del «pago» donde todos suelen reconocerse por su nombre y apellido. Aquí la forma «anónima» asume un rol imprescindible sujeto a la razón cuantificadora, instrumental y estratégica que impone su orden y su estricto canon de valoración. La ciudad construida por esta forma será un «no-lugar», una «forma del anonimato»
6. Esta determinación moderna del imaginario social urbano nace con la ciudad moderna a fines del siglo pasado y se afirma en las diversas modernizaciones ocurridas a lo largo del siglo XX en las grandes ciudades.La determinación posmoderna del imaginario social puede leerse como «resistencia» y como «decadencia» en relación a los dos imaginarios anteriores. Por un lado aparece como «resistencia» a lo que considera «extremismos» de los dos imaginarios anteriores. Se levanta contra la determinación tradicional del imaginario social por su excesiva subordinación a formas rígidamente jerarquizadas de relación, diversas formas autoritarias., como las que se dan a veces en la relación familiar tradicional entre esposo y esposa, entre padres e hijos y en general entre los mayores y los más jóvenes. Esas formas también suelen propagarse a la relación laboral entre el «patrón» y el «empleado» o a la relación política, donde el caudillo local mantiene un dominio preponderante en la conducción política de sus correligionarios. Pero el imaginario posmoderno reacciona también contra la determinación moderna del imaginario social. Su lógica es la de la «fragmentación». No acepta el discurso de los grandes relatos, ni de las teorías con aspiraciones de universalidad, que intentan explicar la totalidad de la realidad. De ahí su reclusión en ámbitos no convencionales, privados de compromisos definitivos, sean los afectivos de la vida matrimonial moderna o de la militancia política de los partidos tradicionales, a los cuales desprecia. Su búsqueda incesante de nuevas formas de existencia contrarias a los modos tradicionales y modernos y a sus valores corre el riesgo de hacerlo caer en posiciones nihilistas y cercenadas de todo ideal ético subsistente. En este sentido el imaginario posmoderno se presenta como «decadente». Así la vida «light»
7 se convierte en la suprema substancia de la vida y el «pensamiento débil»8 en la suprema sabiduría, especie de esoterismo espiritualista que intenta desplazar de la conciencia a las grandes convicciones sustentadas tanto por la ciencia moderna, como por las grandes tradiciones religiosas de la humanidad.En nuestras urbes latinoamericanas ninguna de estas tres determinaciones están al estado puro. Ellas se encuentran en incesante juego dialéctico en el imaginario social urbano. Los medios con su incesante cadena de «informaciones», de «flashes», de «imágenes» reales y virtuales, no hacen más que dar y dar vuelta a este «cambalache»
9 que es el imaginario social. Con todo no hay sobredimensionar el influjo de los medios. La imagen no es la que determina el imaginario, sino solo uno de sus elementos. El imaginario vive de su «magma» más profundo sede imaginativa de sus afectos y valores, y se manifiesta por las más diversas formas de la palabra, de la acción y de las Instituciones10. Este «magma» creativo tiende, pues, a expresarse y a tomar consistencia histórica en «discursos» y en «prácticas sociales». Esto hace que los imaginarios sociales formen diversos tipos de identidades más o menos definidas y distinguibles.La urbe como identidad compleja multicultural
Decimos en primer lugar que la urbe es una «identidad». Pero
¿qué queremos significar con ello?11. La identidad más simple es la vacía afirmación de lo mismo, como cuando se dice «A es A», o «Buenos Aires es Buenos Aires». Una identidad más rica es la que asume dentro de sí a la «diferencia» y la hace suya. La identidad más que un atributo es una relación, por eso para examinar la naturaleza de nuestras identidades debemos ver a fondo el número y calidad de nuestras relaciones. Tampoco debemos olvidar que la identidad más que un hecho es un proceso que se enriquece paso a paso con nuevas alteridades. A veces estos procesos pueden ser signados por cambios graduales, pacíficos, asimilativos, otros por cambios más repentinos, conflictuales, alternativos. A veces el proceso está signado por la libertad y la alteridad asumida es considerada como un enriquecimiento. Otras veces el proceso está contaminado por la violencia y la imposición arbitraria fuera de todo ámbito de libertad. En ese caso la alteridad es vivida como opresión y no puede ser asumida. Esta posición «extranjerizante» o «alienante» de la alteridad es la base de todos los totalitarismos. La «identidad» para ser genuina necesita del reconocimiento de la «alteridad ». Sin reconocimiento del otro en su «otridad» no hay plasmación de lo nuevo. Pero este reconocimiento no es meramente cognoscitivo. Es vital. Implica «pertenencia» y «participación». Las «tensiones» de la urbe, como más adelante veremos, nacen la mayor parte de las veces de esta falta de «reconocimiento» pleno del otro como otro.Hoy las «nuevas identidades»
12 se construyen más en vista al futuro que al pasado. Por consiguiente en ese proceso se suele afirmar más la ruptura con la tradición que la continuidad con ella. En este sentido las «nuevas identidades» son más frágiles que las identidades más antiguas, las que gozaban de una compacticidad envidiable atestiguada por el curso del tiempo. De ahí que las nuevas identidades necesiten para subsistir del reconocimiento de sus derechos y prerrogativas por parte de la sociedad civil y en particular del Estado. Esto implica que tanto la sociedad civil como el Estado tengan una comprensión asumida del problema de la identidad y de las exigencias que conlleva. No es suficiente con un reconocimiento formal, declamado, de los derechos de la diferencia. Se debe avanzar hacia un reconocimiento efectivo de ella expresado tanto a nivel vivencial y consensual en el marco de la sociedad civil, como a nivel político por parte del Estado. Ambos reconocimientos son necesarios. No es suficiente el reconocimiento vital de la sociedad civil y de sus instituciones, si no se lo acompaña con el reconocimiento político que se hace por los órganos supremos del Estado como son el Poder Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Pero tampoco es suficiente este reconocimiento del Estado y de sus instituciones si no va acompañado por el reconocimiento vital y consensual de la sociedad civil. La identidad debe ser reconocida por la sociedad civil y estatal no solo en su «alteridad» propia, sino también en su «pertenencia» y su «participación» en el cuerpo social. Tal búsqueda de reconocimiento es lo que da sentido hoy a la lucha zapatista en México13.Los desafíos a la pastoral urbana
A nuestro parecer la urbe actual plantea a la pastoral urbana un desafío mayor como es el saber y poder vivir juntos en la diversidad. Hoy más que nunca este desafío se plantea con toda su crudeza. En la antigüedad los mundos humanos, distintos culturalmente entre sí, podían vivir con relativa facilidad, salvo episódicos conflictos, unos al lado de otros. Ahora ese modelo ya no es posible y menos lo será en el futuro. La ciudad cosmopolita ya es un símbolo de la nueva tierra. Pero a condición de que sea un «lugar» donde puedan convivir, excluido solo el mal, las más grandes diferencias como proféticamente las describe Isaías: «El lobo habitará con el cordero y el leopardo se recostará junto al cabrito, el ternero y el cachorro de león pacerán juntos y un niño pequeño los conducirá» (Is.,11,6). Más allá de su sentido escatológico este texto contiene en ese simbolismo de la convivencia de los diferentes un llamado para que los hombres hagan suyo este proyecto, que tiene que ver con los diferentes pueblos y culturas, con las religiones y las creencias, con las justicia y solidaridad que debe hermanar a todos en sus diferencias.
Este desafío mayor y global se puede visualizar y analizar en tres grandes desafíos que las urbes cosmopolitas actuales plantean a la pastoral urbana. El primero es el que brota de la multiculturalidad constitutiva de nuestras megapolis contemporáneas que hace al respeto del otro en cuanto otro en sus derechos fundamentales y culturales. El segundo nace del carácter multirreligioso y secular, al mismo tiempo, de nuestras sociedades urbanas y que hace a la necesidad de un diálogo habitual y efectivo, que permita la convivencia amistosa y colaboradora entre todos los fieles de las diversas religiones o movimientos religiosos, incluidos los otros miembros de la sociedad, que habitan en la urbe. El tercero, finalmente, surge de las tremendas desigualdades y exclusiones de que son objetos muchos de los que hoy viven en el espacio citadino y que hace al desafío de vivir juntos en paz, justicia y solidaridad en un marco urbano, sin ningún tipo de exclusiones, abiertos a la nacional, a lo regional y a lo global
14.En relación al primer desafío de lo multicultural la pastoral urbana tiene un primer deber de reconocimiento. La multiculturalidad es un fenómeno y como tal debe ser reconocido
15. La comunidad eclesial no puede abstraerse de este fenómeno y debe abrirse a él. Y desde esta apertura debe optar por una actitud eclesial intercultural, que la comprometa a un diálogo con las más diversas expresiones culturales y con sus instituciones más representativas, que se dan en el ámbito citadino. Y en este ámbito hay mucho para andar. Nuestras relaciones humanas en sociedades urbanas multiculturales no pueden dejar de enfrentarse con la diferencia en cada instaste y a cada paso. Esa diferencia toma el rostro de razas, clases socioeconómicas, genero, cuestiones de lenguaje, de cultura, de discapacidades físicas o psicológicas, etc. Todo un mundo donde hay mucho por hacer y donde hay mucho que reformar. En nuestras ciudades hay muchas instituciones educativas y de bien público donde diariamente se hace una obra verdaderamente constructiva en el orden de reconocer y afirmar la diferencia, como enriquecedora de la convivencia. Pero lamentablemente la discriminación también está al orden del día. El Evangelio que encarna la comunidad eclesial también es una diferencia que debe entrar en contacto con las otras posturas multiculturales. Y esto a veces no se ha hecho sin duros enfrentamientos. La disposición intercultural ayuda con su actitud de diálogo a evitar esos enfrentamientos y a entrar por una vía más larga del mutuo conocimiento y del intercambio. La comunidad eclesial debe saber reconocer las semillas del Verbo que se encarnan en las diferencias multiculturales y debe entrar en diálogo con todos y muy especialmente con aquellos que se expresan en posiciones culturales aparentemente irreconciliables.Semejante disposición se debe mantener en relación al segundo desafío, que nace del carácter multirreligioso y secular de la sociedad urbana. No hay duda que el «sustrato católico» de la cultura latinoamericana, del que hablaba el Documento Eclesial de Puebla en 1979 (DP, 412), tiene una hondura que viene de siglos, pero eso no da derecho para negar los nuevos fenómenos religiosos y seculares que se han dado en nuestro Continente en este último siglo, para no remontarnos más atrás, y que atenúan seriamente esa primera afirmación. Hoy vivimos una situación donde lo religioso es una forma de lo multicultural. En un mismo sujeto a veces perviven varios tipos de religiosidad y entre un sujeto y otro hay diferencias muy notables que conforman una sociedad multireligiosa. Éste es un hecho, que también debe ser reconocido. El mismo Documento de Puebla admite que en el origen de la religiosidad latinoamericana están tres grandes tradiciones: la indígena, la católica y la africana. (DP, N
º 409), a partir de las cuales, luego, se formaron diversos «sincretismos»16. En el siglo XIX varias iglesias de tradición protestante y origen extranjero, en evidente minoría, ya se encuentran instaladas en el seno de las nuevas naciones latinoamericanos acuñadas en la tradición católica. Por ese entonces la religiosidad indígena no era suficientemente valorada, a no ser como un problema que pronto sería resuelto. Las creencias africanas pervivían bajo las formas católicas que les eran permitidas. Pero desde fines del siglo XIX y durante todo el siglo XX se ha producido en estas latitudes debido a diversas influencias una nueva conformación del espectro religioso, donde no solo se han afirmado los antiguas raíces, sino que también se han formado otras nuevas. En general podemos decir que en América Latina y el Caribe se dan actualmente al menos cinco grandes expresiones de religiosidad popular17. La primera y la más antigua es la que se halla adscripta a la religiosidad de nuestros ancestrales pueblos indígenas. Su vigencia no se halla sólo en los recónditos e inaccesibles lugares de nuestras selvas y montañas donde habitan descendientes de esos pueblos, sino también en muchas de nuestras ciudades donde han llegado los indígenas atraídos por las luces de la civilización urbana. La segunda expresión es la del «catolicismo popular» que todavía hoy recorre todo el espectro de regiones, países y ciudades de este continente latinoamericano. La tercera es el así llamado «sincretismo-indígena», que se ha formado por el amalgamamiento de las religiones indígenas con ciertas formas del catolicismo popular, como se constata en algunas regiones andinas de este continente. La cuarta expresión es el así llamado «sincretismo afro-brasileño» o «antillano», en el que se han unificado las raíces de las antiguas religiones africanas, traídas por los esclavos negros llegados al Continente a partir del siglo XVI, y la tradición del catolicismo popular. Finalmente la quinta expresión de la religiosidad popular latinoamericana es la protagonizada en estos últimos 50 años del siglo XX por diversas tendencias como son el «evangelismo pentecostalista», bien diferente del evangelismo clásico propio de las antiguas confesiones salidas de la Reforma, el movimiento New Age, los Testigos de Jehová y muchos otros movimientos esotéricos orientalistas, que han inundado con sus ofertas el «mercado religioso posmoderno».La presencia de todas estas expresiones religiosas populares, amén de otras expresiones religiosas que también están presentes en América Latina, como son las grandes confesiones cristianas, la religión judía e islámica, el espiritismo y otros credos orientales, hacen que la relación entre sus creyentes y actores deba acercarse y profundizarse y no reducirse a la interacción de sus máximos dirigentes o especialistas. En este dominio práctico es todo un mundo el que se debe cambiar. Las religiones y los movimientos religiosos deben crecer en el conocimiento de sí y de las demás confesiones, para que afianzados y eliminados los temores que las oponen unos a otros, desterrado cualquier tipo de fundamentalismo, puedan colaborar juntos en la construcción de un mundo en paz y basado en valores trascendentes. La pastoral urbana que edifica la comunidad eclesial no puede dejar fuera de sus objetivos este proyecto realmente ecuménico y que hace al bien de la ciudad, por la afirmación de la paz, la concordia ciudadana, y la lucha por los valores
18.Finalmente el tercer desafío de la sociedad urbana a la sociedad eclesial es el mayor de nuestro tiempo, y probablemente, el de todos los tiempos. Es el desafío de construir juntos una sociedad donde la exclusión sea eliminada y la diferencia no solo sea respetada, sino que se le dé carta de ciudadanía para que con su aporte pueda construirse una sociedad en paz, en justicia y solidaridad, y en donde todos puedan alcanzar una felicidad verdaderamente humana. En su reciente Carta Apostólica «Novo millenio ineunte» (NMI) el Papa Juan Pablo II describe con patéticas palabras este terrible situación de exclusión en la que viven millones de seres humanos al iniciarse este nuevo milenio:
«Nuestro mundo empieza el nuevo milenio cargado de las contradicciones de un crecimiento económico, cultural, tecnológico, que ofrece a pocos afortunados grandes posibilidades, dejando no solo a millones y millones de personas al margen del progreso, sino condenándolos a vivir en condiciones de vida muy por debajo del mínimo requerido para la dignidad humana. ¿Cómo es posible que, en nuestro tiempo, haya todavía quien se muera de hambre; quien está condenado al analfabetismo; quien carece de asistencia médica, más elemental; quien no tiene techo donde cobijarse? El panorama de la pobreza puede extenderse indefinidamente, si a las antiguas pobrezas les añadimos las nuevas, que afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos, pero expuestos a la desesperación del sin sentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada o en la enfermedad, a la marginación o a la discriminación social.» (NMI, Nº 50)
Esta tarea no le compete directamente a la comunidad eclesial ya que ella como tal no es responsable directa de la construcción de la ciudad secular. Sin embargo la comunidad eclesial no puede desinterarse de tal tarea, porque sus hijos son también miembros de esa ciudad. Y el problema no es solo eliminar la exclusión, sino todavía más construir entre todos la convivencia ciudadana. En el siglo XX la Iglesia asumió la defensa de la democracia ante los totalitarismos de toda especie. La democracia ya no es una opción entre otras formas políticas, como lo fue en la antigüedad y en los tiempos modernos. Sin embargo hoy nuestra democracia está enferma y no ha encontrado su propia formulación frente a los desafíos contemporáneos. El problema es el de construir una democracia sobre bases reales en estos tiempos de globalización y de nuevas identidades culturales. Una de estas exigencias es admitir que no habrá democracia si no se reconoce el carácter multicultural de la sociedad. La diferencia es el punto de partida y de llegada de la democracia. La política debe ser profundamente intercultural, donde las diferencias no eliminen la mediación y la búsqueda de consensos o de acuerdos, que posibiliten el logro del bien común, en el que se garantice la preservación y acrecentamiento de los derechos humanos y políticos, como así también todos aquellos bienes, que hacen al bienestar y felicidad de la sociedad. El desafío es «vivir juntos, a la vez iguales, pero diferentes»
19. Hoy asistimos a una crisis de nuestras sociedades globales y posindustriales. El sujeto moderno que alcanzaba su identidad a través de su ser ciudadano y se ser trabajador, se encuentra hoy en un vacío de identidad, ya que no se siente integrado ni a la ciudadanía política ni al mundo del trabajo, de los que fue desplazado tanto por una dirigencia política, que ya no lo representa, como por las nuevas formas de la economía globalizada, que ha prescindido en gran parte de su contribución como fuerza de trabajo. Esta lucha por la justicia y la pertenencia no es indiferente a la comunidad eclesial. Si el Evangelio no quiere ser letra muerta debe encarnarse e inculturarse. Ya lo decía claramente el Documento Eclesial de Santo Domingo en sus conclusiones:«Una evangelización inculturada. Es el tercer compromiso que asumimos... Las grandes ciudades de América Latina y el Caribe nos han interpelado. Atenderemos a la evangelización de estos centros donde vive la mayor parte de nuestra población...» (SD., 298).
Y en el último número del Documento ratifica:
«Una evangelización inculturada. Que penetre los ambientes marcados por la Cultura Urbana. Que se encarne en las Culturas indigenas y Afroamericanas. Con una eficaz Acción Educativa y una Moderna Comunicación» (SD, 302).
Propuestas y tensiones en una pastoral comunitaria urbana inculturada
La gran propuesta de Santo Domingo fue la inculturación del evangelio en la cultura y muy especialmente en la cultura urbana
20. Pero esta inculturación en su efectivización ha quedado a medio camino. La inculturación para ser llevada con éxito debe estar acompañada de una adecuada teología inculturada, de una sabia pedagogía inculturada, que sepa encarnar el evangelio en la cultura humana sin destruir lo que de bueno hay en ella, y de una pragmática inculturada que sepa tomar decisiones acertadas, a la luz del Evangelio, que respondan a los desafíos precisos que la urbe le plantea a la pastoral comunitaria.La teología
inculturada de una pastoral comunitaria urbanaLa primera propuesta es encarar una pastoral comunitaria acompañada de una teología inculturada en la ciudad que ayude a descifrar su significado teológico y permita así una mejor inculturación del evangelio. En los primeros siglos de la Iglesia cuando la Iglesia estaba situada en la ciudad los Padres de la Iglesia, en su mayoría obispos, elaboraron a partir del Evangelio y de los desafíos ciudadanos una teología espiritual que acompañó su práctica pastoral. Había en ellos una íntima vinculación entre doctrina y vida. Como muy bien lo dice von Balthasar: «Esas columnas de la Iglesia son personalidades totales: lo que enseñan lo viven, con una unidad tan directa, por no decir ingenua, que no conocen el dualismo de épocas posteriores entre dogmática y espiritualidad»
21 Así muchos de ellos fueron pastores, doctores, santos. Supieron unir espíritu, doctrina y vida. Una teología que permita ver los acontecimientos humanos y las realidades mundanas a la luz de la fe y que al mismo tiempo permitía operarlas y transformarlas según esa misma fe. La tarea no es fácil, «no se trata de asumir unos principios doctrinales o de recurrir a unos textos bíblicos para justificar unas determinadas acciones; se requiere repensar teológicamente la ciudad, «auscultarla» para tratar de descubrir el querer de Dios»22.La primera obra teológica posconciliar que tomó por objeto específico de su reflexión a la ciudad fue la de J. Comblin: Teología de la ciudad, publicada en francés en 1968. Esta obra prontamente traducida al castellano en 1972 fue el primer gran intento de acercar la ciudad a una perspectiva de la fe. Para este acercamiento se vale de la así llamada «teología de las realidades terrestres» que invitaba a ver la ciudad como un signo del reino y de la venida de Cristo
23. A pesar del carácter pionero y provisorio de este ensayo de Comblin, del cual él mismo era consciente, y de las críticas recibidas, no hay duda de que:«muchos de los planteamientos de Comblin no solo continúan siendo válidos, sino que han marcado la reflexión teológica y la praxis pastoral de la Iglesia en América Latina, que abre los ojos al fenómeno de la ciudad y descubre en él, en sus posibilidades y en su dramas, el llamado de Dios a la propia conversión, la exigencia de una testimonio profético contra los males de la urbe, y la necesidad del testimonio concreto de experiencias de comunidad, que permitan realizar la innata vocación comunitaria de la ciudad.»
Además del enfoque de Comblin, otras obras teológicas también influyeron en la practica pastoral de la urbe.
Una de esas corrientes fue alimentada por la obra de H. Cox: La ciudad secular
25. Esta obra tuvo un impacto muy grande en ambientes europeos que se reconocieron atravesados a sí mismos por el proceso de secularización y donde lo religioso estaba cono destinado a desaparecer en lo secular. Lo secular, según Cox, no sería contradictorio con lo religioso, sino la condición de su purificación y el acceso a su madurez. Esta obra de 1965, un poco anterior a la de Comblin, y de la que el mismo Comblin toma recién conocimiento al terminar su redacción, plantea a la pastoral urbana un cambio drástico. Según Cox la fe bíblica desencanta la naturaleza y desacraliza la política La ciudad secular de hoy día está en ese camino. Tanto el «anonimato» como la «movilidad» social, que hoy se viven en el medio urbano no serían antivalores bíblicos, sino la condiciones de posibilidad de construir una vida humana desde la esfera privada donde se recupera la libertad, para hacer esto o lo otro, para quedarse aquí o para ir allá. El hombre secular para Cox se caracteriza también por un estilo de vida definido por el «pragmatismo» y la «profanidad». Según esta visión el hombre «pragmático» no se mueve por «cuestiones últimas» sino por «cuestiones próximas» a las que puede acceder, conocer y resolver. Por su lado el «hombre profano» es un hombre que decide por sí mismo con total autonomía y sin depender de ningún poder supramundano. Según Cox, ambas actitudes pueden ser rescatadas desde una lectura «secular» de la Biblia y no son contradictorias con la revelación. Le toca a la pastoral de la Iglesia sacar las consecuencias de tal lectura y aplicarlas a su pastoral para salvar lo secular y no caer en el «secularismo» que sería equivalente a la negación de todo valor religioso y trascendente. No fueron pocas las reacciones y tensiones que por ese entonces se produjeron en algunos ambientes modernizantes de América Latina ante tal lectura secular26. Fue así que algunos aplicaron sin ningún discernimiento este «evangelio secularista» y se propusieron erradicar de su pastoral toda huella de religiosidad externa. Por esos años muchas iglesias fueron «desvestidas» de sus santos con el grave desconcierto del pueblo creyente que de la noche a la mañana se encontró sin los medios donde alimentar su piedad. Pero más allá de estos y otros excesos esta polémica ayudó a distinguir entre procesos y procesos. América Latina no era Europa y los procesos de secularización eran muy distintos en ambos continentes. América Latina no había asumido en su totalidad las modernidad con sus exigencias de secularización y su piedad popular no estaba estragada, sino viva. Esto llevó en Puebla a una toma de conciencia que llevó a distinguir entre «secularización» y «secularismo» y a reconocer en la religiosidad popular un valor genuino de la piedad del pueblo latinoamericano27.Otra obra que habría de incidir con otra mirada en la visión de la urbe será la obra de Gustavo Gutiérrez: Teología de la Liberación publicada en 1972
28. Esta obra es la primera respuesta teológica a las demandas de la época, que vivía «un anhelo de emancipación total, de liberación de toda servidumbre, de maduración personal y de integración colectiva» tal como lo expresará la introducción al documento final de la Segunda Conferencia del Episcopado Latinoamericano reunida en Medellín en 196829. Medellín hace la opción por una «Iglesia de los pobres» y «comprometida con la justicia», que la lleva a prolongar la misión de Jesús que viene a «liberar a todos los hombres de todas las esclavitudes a que los tiene sujetos el pecado, la ignorancia, el hambre, la miseria y la opresión, en una palabra, la injusticia y el odio que tiene su origen en el egoísmo humano»30. G. Gutiérrez definió su propia reflexión teológica como una «reflexión crítica de la praxis histórica a la luz de la palabra de Dios»31. Esa «praxis» no es cualquier acción histórica, sino aquella que se da en el contexto de una opción liberadora a favor de los pobres, mediada teológicamente por la Palabra de Dios y el discurso ético-político. A más de veinte años de Medellín y de su «teología de la liberación» G. Gutiérrez no deja de hacer su propio balance con los aportes y críticas que este intento ha producido,los «entusiasmos fáciles» que ha despertado y que ha llevado a interpretar este «intento en forma idealista o errada» o provocado las «resistencias» de algunos y asume como positiva las intervenciones del magisterio de la Iglesia sobre la Teología de la Liberación, como fueron las dos Instrucciones de la Congregación de la Fe, Libertatis Nuntius de 1984 y Libertatis Conscientia de l986.32 Pero la realidad fue más difícil. Por un lado en ciertos ambientes se trató de reducir la Teología de la Liberación a una mera praxis revolucionaria de liberación política, quitándole así su carácter integral. En los años 70 algunos cristianos se enrolaban en la guerrilla marxista revolucionaria y sostenían que la mejor teología era la revolución contra los poderes opresores encarnados en el Estado nacional, cipayo de los poderes imperialistas. Otros se inscribían en las Comunidades Eclesiales de Base con la esperanza que desde allí podrían incursionar con éxito en la transformación de la sociedad. En este contexto de debilidad democrática y de anarquía institucional las fuerzas armadas toman más y más ingerencia en la esfera pública, y asumen el poder en varios países de América Latina. El conflicto se agudiza hasta tal punto que lleva al fracaso de los dos oponentes como son la guerrilla y los militares. Surge así hacia finales de los 80 la restauración de la democracia. En todo este tiempo la teología de la liberación fue como un «disparador» que encendió muchos debates, pero que no repercutió seriamente en la praxis de la pastoral eclesial urbana. La Iglesia sufrió, eso sí, en este periodo de casi veinte años, un arduo proceso martirial en la vida y muerte de muchos de sus pastores y laicos. Quizás esta sea su ofrenda principal. Pero durante este tiempo se produce también una expansión del logos libertario y emancipatorio, que anima a la teología de la liberación, y que inspira a otros movimientos como son los de la teología negra, la feminista, la judía, la musulmana, etc., fuera mismo del contexto cultural latinoamericano33. Esta circunstancia nos hace pensar que la liberación deseada por los hombres no es exclusivamente política o está circunscripta a un credo religioso. Este hecho nos abre a una teología intercultural donde la liberación personal y política debe estar garantizada, pero dentro de una perspectiva más amplia dada por la problemática de la diferencia y la alteridad, que alcanza a toda la sociedad y a sus culturas. A esta teología alternativa debemos ahora abocarnos para ver cómo se puede desde ella inspirar una mejor práctica pastoral urbana.Esta opción fue inspirada en América Latina y más propiamente en Argentina a partir de una lectura de Gaudium et Spes acerca de la Cultura
34. Esta línea teológica asigna a la cultura de nuestros pueblos una importancia primordial que le permite hablar de una cultura latinoamericana más allá de sus innegables diferencias. También pone en relieve la riqueza de su sujeto histórico, el pueblo, no la «clase», como lo quería el análisis marxista. No desconoce los procesos de opresión y de dominación que se ejercen en el Continente, pero pone más la fuerza de sus análisis y de sus esperanzas en esa capacidad que tiene el pueblo para la resistencia y para hegemonizar propuestas alternativas. Este pueblo tiene su núcleo más representativo, aunque no exclusivo, en los pobres y desde la perspectiva religiosa se expresa en la religiosidad popular. Todos temas que tuvieron gran influencia en Medellín y en Puebla. Según Gera, uno de los principales teólogos de esta corriente, «no basta la unidad plural dada por la cultura para constituir un pueblo. También se necesita la opción política comunitaria para un proyecto histórico de bien común»35. De aquí el rol de lo que hoy llamamos sociedad civil y sus organizaciones políticas de base. Pero más allá de lo político se da también una comprensión teológica de este pueblo, que tiene como base el concepto de Iglesia como «Pueblo de Dios». El pueblo participa de esta realidad profunda no solo como misterio, sino también como realidad histórica. Esta consideración que pone el acento en el «pueblo» asumido como misterio histórico, y no meramente reducido a su dimensión «eclesiática», que es mucho más limitada, permite recuperar y ampliar los logros de la «teología de la ciudad» cuyos esfuerzos estaban en ver la comunidad eclesial a la luz de la «ciudad », como símbolo del «reino». Esta posición abre sus puertas a una teología inculturada. Según Galli36, si la Iglesia es, según Hech.15,14, «Pueblo de pueblos», no puede pasar a un segundo plano sin importancia la presencia en ella de los diversos pueblos, ya que aportan si no soteriológicamente, al menos eclesiológicamente al estar enriquecidos por sus propias culturas y valores particulares. Lo universal no es contradictorio con lo particular, sino una de sus determinaciones. Galli se opone con razón a von Balthasar para quien los pueblos no agregan nada específico más allá de los individuos que aportan37. Al subrayar la importancia de los pueblos, esta teología inculturada amplía los márgenes de su comprensión teológica del Misterio de Cristo viviente en los pueblos y permite al mismo tiempo avanzar hacia un mayor compromiso pastoral de la comunidad eclesial con los más pobres y excluidos. En los últimos años nuevos avances se están dando en esta línea. Uno de ellos es el incluir en estos análisis una comprensión de la naturaleza compleja y multicultural de nuestros pueblos, tal como la hemos presentado más arriba. Esta visión excluye cualquier tentación fundamentalista y simplista de las culturas de nuestros pueblos, que hoy se encuentran en plenos procesos de transformación y cambio. Pero al mismo tiempo la complejidad de esta vida multicultural exige, además, una pedagogía inculturada que abra al diálogo interpersonal y al intercambio intercultural.La pedagogía incul
turada de la pastoral comunitaria urbanaLigada a esta teología inculturada debería, pues, elaborarse una pedagogía inculturada de la pastoral comunitaria urbana. No es suficiente saber los contenidos, es preciso saber inculcarlos. Para ellos se necesita una nueva pedagogía. Aquí la pastoral pueda aprender de los avances de las ciencias pedagógicas, especialmente en lo que se refiere a la pedagogía intercultural.
Vivimos hoy en los espacios de nuestras grandes urbes latinoamericanas un mundo de naturaleza multicultural. Ya no se trata de simples minorías étnicas que habitan en guetos aislados de la ciudad. Hoy la ciudad despierta cada día en medio de las más variadas diferencias que le propone la globalización y las diferentes procesos migratorios a los que se ve sujeta. Y el citadino no ha sido preparado para este habitar en la multiculturalidad. Muy por el contrario todavía está sujeto a formas de ver y de actuar que brotan de una pedagogía monocultural que fuera implementada por el sistema educativo ya a fines del siglo XIX desde los niveles primarios hasta la universidad. Este sistema está todavía en total vigencia. Una de las tareas es modificarlo substancialmente. No se trata de hacer remiendos parciales, como los buenos intentos de avanzar en el bilingüismo cultural, sino de extender el programa intercultural a todo el sistema educativo
38. Plantear este problema entre multiculturalidad y Educación nos interesa, porque nos iluminará el problema que esta multiculturalidad también plantea a la Iglesia en su acción pastoral. Si la educación debe saber asumir este problema de la multiculturalidad, cuanto más la Iglesia. Este desafío debería llevar a la Iglesia sin desdecirse a sí misma a cambiar su tonalidad «monocultural» a fin de hacerse capaz de inculturarse en la multiculturalidad adveniente y cumplir así la misión que Jesucristo le fijara.Pero enfrentar y resolver adecuadamente el desafío que plantea la multiculturalidad hoy no es nada fácil, porque además su debate está atravesado por cuestiones fuertemente ideológicas. Dejando de lado aquellas posiciones monoculturales que desconocen el problema y el desafío de la multiculturalidad,lo cual es también una postura ideológica, podríamos definir al menos tres modelos de educación multicultural según sea la valoración del otro
39. Deberíamos ser muy conscientes de todos los aspectos que están involucrados en cada uno de estos modelos, porque la opción por alguno de ellos tiene consecuencias bien distintas. Al primer modelo educativo lo llamamos «asimilativo», al segundo «pluralista» y al tercero «intercultural».El modelo «asimilativo» reconoce la presencia de la multicularidad en el contexto de la escuela, pero parte de una valoración negativa de este fenómeno, de lo otro y de lo diferente. Por eso su actitud pedagógica será la de «asimilar» al «otro», al «diferente» a fin de incorporarlo al cauce de la cultura escolar y social dominante. Y por allí,finalmente, «integrarlo«a la sociedad de «todos», desligándolo de sus diferencias más específicas. Esta política educativa tuvo su vigencia a fines del siglo XIX en varios países latinoamericanos para «integrar» a los inmigrantes europeos que venían a estas tierras. También se implantó esta orientación por los años 70 en muchos programas de educación bilingüe en varios países de América Latina con fuerte presencia indígena.
El modelo «pluralista» reconoce también la multiculturalidad de la sociedad, pero mantiene ante ella una actitud diferente al modelo «asimilativo». El modelo «pluralista» tiende a sostener una posición de respeto y equidistancia de cualquier posición identitaria. Confunde la alteridad con lo desigual e incomensurable. Todas las identidades tienen los mismos derechos y ellos deben ser resguardados. Su posición epistemológica lo asocia al relativismo cultural
40. No existe la verdad, sino que ella está distribuida en un infinito mosaico de identidades donde cada una de ellos tiene su propia verdad. En este mosaico cada una de las partes está definida y entre ellas como «mónadas», como «guetos», no hay comunicación posible. Este modelo también ha tenido sus realizaciones en el área educativa de América Latina. De allí los muchos intentos llevados a cabo en diversas naciones para preservar el idioma y las culturas autóctonas. Pero esto no es suficiente. Las culturas son un proceso dinámico, que no puede ser encapsulado y aislado de sus otros contextos culturales. Un modelo mejor debería tener en cuenta los intercambios entre culturas. Un organismo vivo además de poseer sus procesos endógenos necesita del exterior para subsistir, sea la naturaleza o la cultura.El tercer modelo, el modelo «intercultural» viene justamente a subsanar este defecto del modelo «pluralista». No se trata solamente de «respetar» a la diferencia. Esto es mucho en relación al primer modelo que era más funcional y asimilativo. La diferencia encarnada en una cultura tiene valores que de por sí desbordan sus propios límites. Ahora se trata de «reconocer» esa diferencia y «comunicarse» con ella. El «modelo intercultural» intenta establecer vasos comunicantes de ida y de vuelta en las vinculaciones culturales. Las relaciones con el otro, como dirá Levinas
41, son asimétricas, pero en ambas direcciones. El otro no solo puede enriquecerme en su comunicación conmigo, sino también yo puedo enriquecerlo, a condición de que ambos estemos abiertos y receptivos a ese intercambio, y sepamos de antemano que cada uno es para el otro «infinito». Su «don» no lo enlaza, no lo sujeta a mi dominio. El otro es siempre más que su don. De ahí su infinitud. En los intercambios de identidades culturales diversas pasa algo semejante, aunque con profundas diferencias de formas y procesos. La interculturalidad aparece así como el «principio rector de un proceso social continuo que intenta construir relaciones dialógicas y equitativas entre los actores pertenecientes a universos culturales diferentes sobre las base del reconocimiento del derecho de la diversidad»42.Y en el ámbito eclesial puede decirse lo mismo. El desafío de la urbe multicultural a la Iglesia local exige la plasmación de una pastoral urbana «intercultural». El modelo de pastoral no puede ser el «asimilativo», ya que este modelo no respeta la diferencia como tal y la Iglesia no se enriquece con esa diferencia. No debe olvidarse que la Iglesia es «Pueblo de pueblos», es decir, enriquecida por el aporte de los pueblos que con sus culturas, valores y realizaciones humanas se incorporan al Misterio de Cristo. Tampoco puede ser el modelo «pluralista» ya que este modelo no permite el mutuo intercambio, lo cual es fundamental para el anuncio evangelizador. Una sabia pedagogía «intercultural» permitirá a la comunidad eclesial a no encerrarse en ella misma, la invitará a dialogar con las culturas y religiones, a vivir con más plenitud y libertad el Evangelio para que su resplandor ilumine a todos los que quieran recibir su luz. También la hará más humilde al saber que ella tiene que recibir mucho de los otros pueblos y culturas. Pero además implicará para ella la implementación no solo de estrategias externas,sino también una movilización de sus estructuras internas y vitales que hacen a todo el cuerpo eclesial en su profunda dimensión teológica y espiritual Esta «sabia pedagogía intercultural» es don y aprendizaje a la vez. De ella participa todo el pueblo de Dios. Cono don es gracia y debe ser pedido. Como aprendizaje debe ser enseñado a todos los niveles. Por eso debemos atender a la práctica.
La p
ragmática inculturada de la pastoral comunitaria urbanaLa pedagógica inculturada en la diversidad exige para su puesta en práctica una pragmática inculturada a nivel de la pastoral comunitaria urbana. Ahora bien esta «pragmática inculturada» tiene como sujeto a la comunidad eclesial, es decir, al pueblo de Dios, que en nuestro caso urbano habita en la ciudad. Este sujeto comunitario es plural tanto por el número de aquellos que lo componen como por su diversidad. Este sujeto plural, además, al tener su pertenencia y arraigo en una comunidad, que se reconoce cristiana, tiene una referencia insoslayable al Misterio de Cristo, en el cual está instituido, más allá de las carencias, debilidades o pecados de sus miembros. Su acción sobrepasa con ello el marco de lo profano, que indudablemente posee. Cuando hablamos, pues, de la «pragmática inculturada» nos referimos a este nivel integral de la acción que sobrepasa por su dimensión religiosa y su contextura social a otras acciones humanas, como son la «acción instrumental», la «acción estratégica» e incluso a la así llamada «acción comunicativa»
43. Y también con ello sobrepasamos al simple «pragmatismo», que desvincula los móviles de la acción de las finalidades últimas y se circunscribe a los límites de las circunstancias inmediatas y mensurables en términos de utilidad. La comunidad eclesial al vivir como pueblo de Dios en el Misterio de Cristo no puede desvincularse de esta su más profunda e inmediata referencia, sin negarse así misma. Esto la sabe muy bien el pueblo sencillo y fiel que siempre remite su acción a Dios, principio y fin de su obrar. Esto no significa que por debilidad u otras falencias humanas esto no suceda. La praxis cristiana también como cualquier otra praxis está sujeta a la contradicción.También decimos que esta «pragmática» debe ser «inculturada». Ello es una consecuencia de nuestros anteriores presupuestos. La teología es inculturada y no puede en verdad no serlo porque ese ha sido el procedimiento llevado a cabo por el Padre en el Misterio de la Encarnación de su Hijo en la historia humana y en el envío del Espíritu Santo para que desde dentro acompañara a su Iglesia y la llevara a su plenitud escatológica Y de un modo consecuente la comunidad eclesial por su encarnación en el mundo y en la historia humana no puede tampoco dejar actuar de esta manera inspirada por una pedagogía inculturada. Una pedagogía que atienda y respete al otro como otro y con el cual entre en comunión. Una pedagogía que es don, pero que también es tarea llena de aprendizajes. Y tanto el don como los aprendizajes no son para ser guardados en una carpeta, sino para ser llevados a una práctica, que justamente debe ser inculturada, porque de lo contrario sería contradictoria tanto con la teología como con la pedagogía, que le dieron a esa pragmática origen y sentido.
En esta pragmática inculturada hay al menos tres ámbitos que deben ser atendidos. Uno es el que llega por su propio peso existencial de la ciudad a la comunidad eclesial y que exige de ella una respuesta adecuada e inmediata, a nivel de la acción El segundo es el que mira a las demandas que se establecen dentro mismo de la comunidad eclesial. El tercero, finalmente, es el que surge de la comunidad eclesial hacia la misma urbe. Cada uno de estos tres ámbitos engendran demandas y respuestas. Es en ese medio donde se sitúan las tensiones, que nunca faltan. A este respecto, y para terminar, vamos a ofrecer algunas reflexiones, sin pretender, por supuesto, agotar la problemática.
La vida contemporánea en nuestra ciudades latinoamericanas se vuelca con su pesada carga existencial llena de tensiones sobre la vida eclesial de nuestras comunidades cristianas. Y no puede ser de otro modo ya que la comunidad eclesial urbana está inserta en ese medio. Las crisis producidas en el seno mismo de las ciudades, al no poder ser contenidas y resueltas por las estructuras de la sociedad civil y estatal, se revierten, en búsqueda de alternativas y soluciones, sobre la comunidad eclesial como referente social y espiritual. La Iglesia urbana, muy especialmente en sus comunidades barriales, se halla así sometida a una enorme demanda, mayor que la sostenida en épocas anteriores.
Creemos distinguir al menos tres grandes demandas que provienen del medio citadino y que inciden directamente en la comunidad eclesial. La primera demanda expresa una crisis social y proviene del marco de exclusión y de injusticia social en la cual viven muchos sectores ya no minoritarios del mundo ciudadano. La segunda demanda es de naturaleza existencial-espiritual y hace al deterioro humano que padecen buena parte de los citadinos en razón de problemas insolubles, casi imposibles de enfrentar y resolver. Y la tercera demanda es la que proviene de los desafíos de la sociedad global posmoderna que se ha instalado en la sociedad urbana Hoy el citadino ya no vive en el mundo rural, pero tampoco enteramente en su urbe. Su ser yo no es su estar, sino su migrar con todo lo que tiene de ilusión y de frustración. El ser «migrantes» es su nueva identidad, que lo hace eterno itinerante, a semejanza de los antiguos guaraníes que andaban en búsqueda de «la tierra sin mal», pero ahora con las inseguridades que les da su nueva situación.
Ciertamente no le compete a la Comunidad eclesial la resolución de los problemas básicos que padece la población urbana, en el orden del bienestar, como es el del trabajo, la vivienda, el vestido y la alimentación, la salud, la seguridad, la educación, la justicia. Pero también es cierto que la Comunidad eclesial se siente interpelada más que nunca por el mundo de los pobres. Siempre resonará a sus oídos las palabras del Señor «porque tuve hambre y me dieron de comer.» (Mt. 25,35) y las palabras del apóstol Santiago que la invita a unir en su praxis la fe y las obras (Sant. 2,14-16). Debido a esta situación se le demanda a la comunidad eclesial una presencia en lo social que la somete a diversas tensiones. Las organizaciones sociales eclesiales a veces participan en programes sociales.
¿Cómo pasar de una demanda asistencial a una oferta promocional? ¿Cómo salvar la independencia eclesial frente a la acción política de los organismos estatales en programas conjuntos? Otra tensión aparece cuando la comunidad eclesial es llamada a mediar en conflictos que enfrentan a diversos grupos de interés en el medio urbano, como es el caso de trabajadores despedidos de una empresa o reclamaciones de vecinos ante las autoridades municipales o conflictos originados por desocupados que piden trabajo y que se manifiestan a la opinión pública por un corte de ruta. La presencia en estos centros conflictuales con una predisposición mediadora es una de las nuevas funciones diaconales de la comunidad eclesialLa segunda demanda que se le hace a la Comunidad eclesial es la atención personalizada de gente del más diverso origen que llega con graves problemas psico-afectivos. La ciudad contemporánea somete a sus integrantes a situaciones de intenso stress. Conflictos familiares, necesidades no satisfechas, falta de trabajo, delincuencia, violencia y las más diversas adicciones, son solo algunos de los conflictos que atormentan la vida de muchos de nuestros citadinos. La comunidad eclesial debe contar con diversas espacios de acogida y de recepción para atender tales casos. No es necesario que todos los servicios sean organizados por la comunidad eclesial. Alcohólicos Anónimos, y otros organizaciones similares no necesariamente católicas o confesionales que ayudan a personas obesas, deprimidas, solas, o prostituidas por la calle o la drogadicción, pueden tener un lugar en la comunidad cristiana, ya que cumplen una función de recuperación humana muy congruente con los fines de aquella. Las diversas estructuras de acogida deben extenderse a la atención personalizada de personas de la tercera edad, enfermos y otros discapacitados. La atención humana con grupos de «auto ayuda» y de apoyo psicológico suele ser muy eficaz No debería omitirse la ayuda espiritual, religiosa, personalizada, según las necesidades y la situación de cada uno. Como muy bien lo dice Trigo se trata de hacer una «rehabilitación del sujeto, una sanación personal»
44 Y esta «rehabilitación» no consiste solamente en proporcionar ciertos alivios necesarios e imprescindibles para aquellos que están fatigados y desalentados, sino en ofrecerles, además, a los que así lo deseen, ayudas substanciales que hagan a la recuperación del sentido pleno de la vida por la propuesta del kerigma cristiano de salvación y su incorporación a la comunidad de un modo positivo y comprometido. Estos cambios son bien visibles en personas recuperadas de la drogadicción o de otras adicciones. Se da en ellos un verdadero cambio de personalidad en la que incorporan nuevos valores y nuevas actitudes, que los llevan, incluso, a trabajar por la recuperación de otros, que se encuentran en situación semejante a la que ellos antes estaban.La tercera demanda proviene de la inestabilidad fragmentación posmoderna de nuestras sociedades urbanas. La relativa estabilidad e integración de la sociedad rural tradicional,afincada a la tierra, y de la sociedad moderna, crecida alrededor de las ciudades, ha dado lugar a una movilidad ciudadana que no deja de asumir nuevas formas. Por un lado los centros urbanos son abandonados por los sectores pudientes, que se trasladan a «countries» y «barrios cerrados», para desenvolver en ellos su vida privada y su educación, lejos de todo riesgo y violencia ciudadana. Altos paredones son los nuevos signos de esta nueva «feudalidad», separada de los sectores populares, que apiñados en viviendas precarias se sitúan a su alrededor, simbolizando así de manera brutal su exclusión. Por su parte estos sectores populares en ciertas ciudades avanzan sobre el centro de la ciudad, ocupando antiguos espacios abandonados por la burguesía acomodada en los que se introducen clandestinamente. Otros se ubican en nuevos cordones habitacionales de las periferias urbanas. Pero las incertidumbres de la vida urbana hace que las probabilidades de permanencia no sean grandes tanto para unos como para otros. La ola globalizadora posmoderna toca todos. Y el caminar global ya no es una posibilidad hipotética, sino un probabilidad real, que es evaluada constantemente en orden a un cambio de rumbo y de residencia. Hoy nuestras ciudades están llenas de «migrantes», provenientes de las más diversas latitudes, pero muy especialmente de los países limítrofes. Ya no son los antiguos «inmigrantes» que venían de lejanos países para «quedarse». Ahora su «estadía» está fuertemente condicionada. Su «estar» ya no está determinado por su familia o su vecindario, sino por la búsqueda de su «bienestar».
¿Qué actitud deberá tomar la comunidad eclesial ante este fenómeno que le adviene de estos tiempos globalizados posmodernos, pero que la cala por dentro? Esta movilidad migrante se traduce en otras movilidades que bombardean con igual intensidad las apetencias del citadino posmoderno, como son la movilidad de la imagen, de lo informático, de lo fragmentario, del consumo, del puro momento, de los variados esoterismos pseudo-religiosos, etc.¿
Qué posición pastoral asumirá la comunidad eclesial frente a estas manifestaciones culturales posmodernas? ¿Se deslizará por los caminos de la condena a semejanza de lo que sucediera en el siglo XIX cuando se condenó sin discernimiento la cultura moderna? ¿O se tratará de discernir en esta cultura posmoderna las semillas del Verbo, para desde ella relanzar su Buena Noticia inculturada?45 La posmodernidad abre nuevos espacios para reformular las relaciones societarias. Como dice muy bien Trigo: «el patriarcalismo, el clientelismo, el dirigismo son modelos muy consolidados ambientalmente que deben ser superados desde dentro»46 Todas estas acciones de tipo autoritario, verticalista y centralista son prácticas del imaginario tradicional y moderno con las que no se puede edificar hoy la sociedad del futuro. Y a ellas no se las puede cambiar por una simple condena moral ni por un decreto. Es necesario tomar la iniciativa y asumir nuevas formas culturales e institucionales como las que propone la posmodernidad al insistir en la «dimensión de la 'alteridad', al respetar al otro en su valor diferente... cuando despierta la conciencia de los derechos humanos, el respeto a las diferentes culturas, al pluralismo, al derecho de las minorías...»47 Es preciso «transformar la cotidianidad» pero desde prácticas donde se valoren las relaciones horizontales de colaboración participativa como las que se dan en innumerables organizaciones intermedias que hoy van conformando más y más el tejido social, oponiéndose con ella a la exclusión y a la discriminación48. No se debe solo mejorar la relación interpersonal, más aún se deben mejorar los modos de integración grupales marcados por la libertad y la diferencia. Y esto en la familia, en el trabajo, en la escuela, en la política, en las instituciones estatales, también en la comunidad eclesial y en general en las restantes organizaciones de la sociedad civil. ¿La comunidad eclesial hará suya esta demanda de los tiempos posmodernos?No se trata de realizar una mera reforma epidérmica. Se trata de cambiar un imaginario, de llegar a un nuevo imaginario, a un «imaginario alternativo»
49, distinto del neoliberal vigente, individualista y consumista, y distinto del revolucionario socialista de los años sesenta y setenta. Como muy bien lo describe Scannone:«Ese imaginario nuevo se ubica en la vida cotidiana, pero no considerada como privada, sino en sus dimensiones sociales y públicas; no lo espera todo del Estado, de los políticos o de la toma del poder, ni tampoco del mercado, sino que tiende a valorar la iniciativa personal, comunitaria y solidaria, la autogestión, la comunicación y la coparticipación ; es democrático; prefiere una coordinación flexible en forma de redes a toda forma de subordinación piramidal, pero también al individualismo competitivo; se basa en lo voluntario y el consenso, y no tanto en relaciones tradicionales de parentesco, compadrazgo o vecindad, ni tampoco en relaciones utilitarias o meramente funcionales; moviéndose en el ámbito público y social (no estatal), no olvida por ello la búsqueda de la felicidad personal y el respeto a la propia identidad e iniciativas de personas o grupos»
Si se produce este cambio a nivel de la vida cotidiana no hay duda de que también las grandes estructuras políticas y económicas deberán cambiar. A la comunidad eclesial le cabe la responsabilidad de ser consciente de esta exigencia de los signos de los tiempos y de no dejar pasar la oportunidad de aplicar en sí misma lo que predica a otros.
Pero la comunidad eclesial urbana recibe demandas y sufre también tensiones desde su misma textura interior. Y estas suelen ser más dolorosas. Porque si las primeras son desafíos, que tienden a movilizar los recursos y las fuerzas disponibles, la segundas aparecen como críticas o como la expresión de procesos divergentes en el seno mismo de la comunidad eclesial. Veamos algunas de ellas. Nuestras urbes siguen todavía en gran medida atendidas pastoralmente por parroquias tradicionales, que no superan los criterios de su propia territorialidad y de sus propias preocupaciones pastorales. Les cuesta moverse en el horizonte más amplio que su propio territorio. Los movimientos laicales son extraterritoriales y se mueven bajo motivaciones que lo hace ajenos a una estrategia común. Y esto no es por mala voluntad. Es así porque no hay una convocatoria, no hay una decisión colegiada, donde todos estén comprometidos, desde el Obispo, pasando por el presbiterio, los religiosos, las instituciones laicales, los agentes de pastoral, hasta llegar a los simples fieles. Felizmente en los últimos decenios se han llevada a cabo en grandes ciudades latinoamericanas experiencias de pastoral urbana muy interesantes y alentadoras
51. Es preciso ganar el espacio físico y mediático de la urbe. Muchas de nuestras parroquias incluso no han ganado todavía su propio espacio externo. Es como si nuestras comunidades eclesiales estuvieran centradas en el templo, aisladas de la calle y del barrio. En esta estrategia las iglesias evangélicas nos han ganado la calle y los sectores estratégicos del espacio barrial por la multiplicación de pequeños y activos lugares de culto. Las comunidades eclesiales de base y otras estructuras populares radicadas en familias o en grupos de familias han sido formas sugerentes y nuevas para resolver este desafío. Pero además se debe entrar en el espacio mediático. Todo un desafío para la pastoral urbana.Pero la puesta en el lugar de nuevas instancias más cercanas a la gente no resuelve totalmente el problema pastoral, si no se flexibiliza la estructura interna de la comunidad, especialmente de sus agentes de pastoral. La parroquia ha heredado un fuerte sesgo personalista ligado al párroco, que corre el peligro de trasladarse a estas unidades menores. Es como si no hubieran llegado todavía a estos niveles de la pastoral las enseñanzas luminosas del Concilio Vaticano II, que concibe a la Iglesia como «pueblo de Dios» (LG 9-17) y como «cuerpo de Cristo» (LG 7; 14). En su lugar todavía rige en algunos lugares una estática «sociedad eclesiástica» regida por una «eclesiología de potestades» dada por la desigualdad de sus estamentos, clero y laicos, donde unos mandan y otros obedecen, unos enseñan y otros aprenden. Es verdad que este modelo está en extinción, pero todavía la comunidad eclesial no ha abordado de modo positivo y alternativo otras modalidades de participación donde rija más lo comunitario y fraternal,donde la autoridad tenga un sentido verdaderamente ministerial, y se avance decisivamente hacia una concepción y práctica realmente comunitaria de los ministerios. Es aquí donde la comunidad eclesial debe ejercer una pastoral inculturada que le permita disponer de varias propuestas para distintas situaciones. Lo que se hace en un lugar no tiene porqué hacerse en otro. Los ministerios no son un «cursus honorum», sino de servicios en intima vinculación con las necesidades del pueblo de Dios
52. Y en esta inculturación de los servicios es donde la comunidad eclesial deberá estar atenta y flexible para saber introducir en sus prácticas todo aquello que proviene de las culturas locales y que pueden ser conducentes para afirmar el anuncio evangelizador. Es el gran tema de la inculturación litúrgica y ministerial. En general la pastoral implementada en nuestra comunidades eclesiales es fuertemente monocultural y no hace acepción de personas ni de grupos étnicos o culturalmente diversos. Y por tanto no siente la necesidad de adaptarse o de inculturarse a esas realidades ajenas a ella misma. Aquí rigen en este dominio toda una enorme disciplina de lo «permitido», que inmoviliza todo cambio e innovación. Todo un dominio sujeto a graves tensiones entre la autoridad y los responsables de la pastoral urbana y popular. Es aquí donde el principio de la libertad y la comunión deben ir íntimamente unidos. Para ello se necesita una iglesia comunitaria dialogal, que sepa aceptar sus diferencias dentro de la fraternidad y del logro de consensos y acuerdos pastorales. Es preciso que esos espacios de diálogo se institucionalicen. Los consejos pastorales parroquiales y diocesanos han significado una buena iniciativa para orientar una pastoral orgánica. Pero, ¿en cuántas de nuestras parroquias urbanas existen consejos pastorales creativos y corresponsables de su acción pastoral.? ¿Existen en nuestras diócesis consejos pastorales urbanos dedicados a concebir y llevar adelante la pastoral de la urbe como un todo? Es necesario convercerse de que la Iglesia «no será verdaderamente urbana,si no urbaniza su pastoral, es decir, si no la reviste de las características inherentes a la ciudad.»53Por último emerge de nuevo la urbe como el gran desafío de la comunidad eclesial, más allá de sus reclamos inmediatos y urgentes, y más allá de sus conflictos y contradicciones internas. Y esto requiere de la comunidad eclesial una atención orgánica, que sepa mirar al conjunto de los desafíos en todos los frentes, que sepa evaluar los recursos disponibles tanto materiales como humanos y que disponga de procedimientos consensuados y participativos propios de una pastoral integral e inculturada
54. En los últimos años se ha avanzado hacia un planificación de la pastoral realmente participativa. Esta planificación está al servicio de una praxis eclesial en la que la comunidad eclesial participa tanto en la gestación, como en la elaboración, la puesta en práctica y en la evaluación. Es aquí donde lo técnico, propio de los expertos y pastoralistas, debe estar íntimamente unido a lo sapiencial, que aporta el pueblo de Dios con su discernimiento espiritual. Esta pastoral comunitaria urbana tiene ante sí en este siglo XXI y en este nuevo milenio un enorme desafío, que se le abre con todas sus contradicciones y complejidades culturales, el desafío de poder constituir una comunidad en la que se pueda vivir juntos en la fraternidad y la diversidad, con todos los dolores, gozos y vicisitudes que eso implica, como un símbolo, ya realizado aunque imperfectamente en la historia humana y que espera su consumación en la ciudad celeste al final de la historia. Pero esa «ciudad santa, la nueva Jerusalén» (Ap. 21,2) tiene solo sentido si abriga dentro de ella «como novia» a «su esposo» Jesucristo. Esta «ciudad santa», esta «novia» no es otra cosa que la «morada de Dios entre los hombres: él habitará en ellos, ellos serán su Pueblo, y el mismo Dios estará con ellos. El secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó» (Ap. 21,3-4). Si para la fe cristiana este es el destino final de la historia humana no cabe duda de que la comunidad eclesial, que ya vive enraizada en Jesucristo y que habita en la urbe, no puede dejar de testimoniar con su vida y anunciar esta su verdad más profunda y definitiva. Por eso una pastoral comunitaria urbana inculturada en nuestras ciudades latinoamericanas tendrá solo su pleno sentido si lleva a la urbe al «encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad», según lo dice Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica «La Iglesia en América»55. El mismo Santo Padre en su reciente Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte nos recuerda, por si lo olvidamos, que no hay «una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula la que nos salve, pero sí una persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estaré siempre con ustedes¡!56. No lo olvidemos.