Karl Rahner SJ.

 

PALABRAS DE IGNACIO DE LOYOLA

A UN JESUITA DE HOY

 

Prólogo

Debo hacer un par de observaciones acerca de este texto. Yo soy de la opinión de que habría que decir algo a propósito de lo que Ignacio puede significar todavía hoy. Naturalmente, lo que yo diga o haga decir a Ignacio no constituye una opinión autorizada ni un programa oficial de la Orden para nuestros días, sino única y exclusivamente mi opinión privada y subjetiva, manifestada además con la plena conciencia de haber hecho una selección subjetiva y de no haber dicho todo lo que habría que decir o lo que a mí me habría gustado exponer. Cuando yo haga hablar a Ignacio en persona, el lector no debería tratar de someter las palabras de Ignacio a ningún tipo de normas literarias; tampoco habrá de pretender propiamente leer entre líneas lo que podrían ser confesiones subjetivas por mi parte. Mi tarea ha consistido exclusivamente en exponer mi opinión sobre lo que Ignacio puede significar en el momento actual. Dadas las épocas de que disponía, no podía empezar por una presentación lo más objetiva posible de Ignacio, su ejemplo y su doctrina dentro de su contexto histórico, para después intentar traducirlo a nuestra época. He tenido que presentar directamente la «traducción» de Ignacio, con la esperanza de que resulte mínimamente aceptable y al lector le parezca digna de crédito, precisamente porque una traducción de este tipo se basa siempre, como es lógico, en un criterio de selectividad propio de la época del «traductor», y por eso pueden omitirse sencillamente muchas cosas sobre las que un historiador propiamente tal debería informar. Este es el motivo por el que me pareció que lo más sencillo era dejar hablar al mismo Ignacio; y así lo he hecho. Que el lector intente comprenderlo y no trate de descubrir más misterios tras esta forma literaria.

Karl Rahner, S. J.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Prenotando

Yo, Ignacio de Loyola, pretendo en estas líneas decir algo acerca de mí y de la tarea de los jesuitas, supuesto que aún hoy sigan sintiéndose comprometidos con aquel espíritu que en otro tiempo determinó, en mí y en mis primeros compañeros, los comienzos de esta Orden. No voy a contar mi vida al estilo de una biografía histórica. Ya os he dejado un relato que todos conocéis, en el que expongo cómo veía yo mi vida al final de mis días. Además, en todos estos siglos se han escrito suficientes libros sobre mí, unos mejores que otros. Desde el bienaventurado silencio de Dios voy a intentar decir algo sobre mí, aunque resulte casi imposible y aunque lo que se diga desde aquí haya de transformarse nuevamente de eternidad en tiempo, y a pesar de que el tiempo, a su vez, sigue estando abarcado por el eterno misterio de Dios. Pero no te apresures a afirmar, en un exceso de ramplonería, que lo que yo diga se vaya a transformar de algo mío en algo tuyo, porque, para que pueda ser oído, debería llegar a tu cabeza y, tal vez, también a tu corazón, de modo que dependerá de todas las posibles peculiaridades del oyente y de su pasajera situación. Como teólogo, deberías saber que el escuchar no suprime necesaria y totalmente el decir. Si pones por escrito lo que a tu modo has oído, tal vez dejarás de poner algo de lo que yo quería decir. Pero es que, además, si lo que yo diga sonara igual que las palabras de mi Autobiografía, los Ejercicios, las Constituciones de mi Orden o los miles de cartas que escribí con ayuda de mi secretario Polanco; si se pudiese tomar tranquilamente como parte de la sesuda sabiduría de un santo, entonces yo habría estado hablando metido de lleno en mi época, no en la tuya.

 

Experiencia inmediata de Dios

Ya sabes que, tal como entonces lo expresaba, mi deseo era «ayudar a las almas», es decir, comunicar a los hombres algo acerca de Dios y de su gracia, de Jesucristo crucificado y resucitado, que les hiciera recuperar su libertad integrándola dentro de la libertad de Dios. Yo deseaba expresarlo tal como siempre se había expresado en la Iglesia, y realmente creía (y era una creencia cierta) que eso tan antiguo podía yo decirlo de una manera nueva. ¿Por qué? Porque estaba convencido de que, primero de un modo incipiente durante mi enfermedad en Loyola y luego de manera decisiva durante mis días de soledad en Manresa, me había encontrado directamente con Dios y debía participar a los demás, en la medida de lo posible, dicha experiencia.

Cuando afirmo haber tenido una experiencia inmediata de Dios, no siento la necesidad de apoyar esta aseveración en una disertación teológica sobre la esencia de dicha experiencia, como tampoco pretendo hablar de todos los fenómenos concomitantes a la misma, que evidentemente poseen también sus propias peculiaridades históricas e individuales; no hablo, por tanto, de las visiones, símbolos y audiciones figurativas, ni del don de lágrimas o cosas parecidas. Lo único que digo es que experimenté a Dios, al innombrable e insondable, al silencioso y, sin embargo, cercano, en la tridimensionalidad de su donación a mí. Experimenté a Dios, también y sobre todo, más allá de toda imaginación plástica. A El, que, cuando por su propia iniciativa se aproxima por la gracia, no puede ser confundido con ninguna otra cosa.

Semejante convicción puede sonar como algo muy ingenuo para vuestro devoto quehacer, que funciona con palabras lo más elevadas posible; pero en el fondo se trata de algo tremendo, tanto si lo consideramos a partir de mí mismo, que he vuelto a experimentar de un modo totalmente nuevo la incomprensibilidad de Dios, como si lo vemos desde la impiedad de vuestra propia época, en la que esa misma impiedad lo único que hace, en definitiva, es suprimir aquellos ídolos que la época precedente, de un modo a la vez ingenuo y terrible, había equiparado con el Dios inefable. Una impiedad que -¿por qué no decirlo?- penetra incluso a la misma Iglesia, ya que ésta, a fin de cuentas, para ser fiel al Crucificado, ha de constituir el acontecimiento capaz de derribar a los dioses a través de su propia historia.

A decir verdad, ¿acaso no os ha sorprendido el que en mi Autobiografía haya llegado a afirmar que mi experiencia mística me proporcionó tal seguridad en la fe que ésta habría permanecido inconmovible aun cuando no existieran las Sagradas Escrituras? ¿No habría sido muy fácil acusarme de misticismo subjetivista y de falta de sentido eclesial? De hecho, a mí no me sorprendió excesivamente el que, tanto en Alcalá como en Salamanca y en otros lugares, me consideraran un «alumbrado». Yo había encontrado realmente a Dios, al Dios vivo y verdadero, al Dios que merece ese nombre superior a cualquier otro nombre. El que a esa experiencia se la llame «mística» o de cualquier otro modo es algo que en este momento resulta irrelevante; vuestros teólogos pueden especular cuanto quieran acerca de si existe la posibilidad de explicar con conceptos humanos un hecho de esta naturaleza. Más adelante intentaré exponer cuál es la causa de que semejante experiencia de inmediatez no tiene por qué suprimir la relación con Jesús ni la consiguiente relación con la Iglesia.

Pero, por de pronto, repito que me he encontrado con Dios; que he experimentado al mismo Dios. Ya entonces era yo capaz de distinguir entre Dios en cuanto tal y las palabras, imágenes y experiencias limitadas y concretas que de algún modo refieren a Dios. Naturalmente, esta mi experiencia tuvo también su propia historia: una historia que tuvo un comienzo modesto y casi insignificante; entonces hablé y escribí sobre ello en un tono que ahora, naturalmente, a mí mismo me resulta conmovedoramente infantil y que sólo permite ver lo ocurrido de un modo indirecto y distante. Pero lo cierto es que, a partir de Manresa, comencé a experimentar la inefable incomprensibilidad de Dios de un modo cada vez más intenso y más puro (algo que ya entonces formuló mi amigo Nadal con su estilo bastante más filosófico).

Dios mismo. Era Dios mismo a quien yo experimenté; no palabras humanas sobre El. Dios y la sorprendente libertad que le caracteriza y que sólo puede experimentarse en virtud de su iniciativa, y no como el punto en que se cruzan las realidades finitas y los cálculos que pueden hacerse a partir de ellas. Dios mismo, aun cuando el «cara a cara» que ahora experimento sea algo totalmente distinto (y, sin embargo, idéntico), y no tengo por qué dar ningún curso de teología acerca de esta diferencia. Lo que digo es que sucedió así; y me atrevería incluso a añadir que, si dejarais que vuestro escepticismo acerca de este tipo de afirmaciones (escepticismo amenazado por un subrepticio ateísmo) llegara a sus últimas consecuencias y desembocara no sólo en una teoría hábilmente formulada, sino también en la amargura de vivir, entonces podríais hacer esa misma experiencia. Porque es precisamente entonces cuando se produce un acontecimiento en el que (junto a la pervivencia biológica) se llega a experimentar la muerte como algo radical, bien sea como una esperanza autolegitimadora, bien sea como la desesperación absoluta; y es en ese mismo instante cuando Dios se ofrece a sí mismo. (No es de extrañar, pues, que yo mismo estuviera a punto de quitarme la vida en Manresa). Y aunque esa experiencia ciertamente constituye una gracia, ello no significa que en principio se le niegue a nadie. Precisamente de esto es de lo que estaba yo convencido.

 

Iniciación a la experiencia propia

A partir de la experiencia de Manresa y durante el resto de mi vida, hasta la soledad de mi muerte en el más absoluto aislamiento, nunca consideré que la gracia fuese un privilegio especial que se concede a una «élite». Por eso di los Ejercicios a cuantos consideraron aceptable mi ofrecimiento de ayuda espiritual. Incluso di Ejercicios antes de haber estudiado vuestra teología y de haber logrado con bastante esfuerzo (que ahora casi me produce risa) el grado de maestro por la Universidad de París; y antes, incluso, de recibir los poderes eclesiales y sacramentales por medio de la ordenación sacerdotal. ¿Y por qué no? A fin de cuentas, el director de Ejercicios (como le llamaréis más tarde) no transmite oficialmente, en virtud de la esencia última de dichos Ejercicios y a pesar de su carácter eclesial, la palabra de la Iglesia en cuanto tal, sino que únicamente y con toda circunspección se limita a ofrecer (si puede) una pequeña ayuda, con objeto de que Dios y el hombre puedan realmente encontrarse de un modo directo. Los primeros compañeros que tuve no estaban todos igualmente dotados para ello y, antes de mi época parisina, tuve que ver cómo se apartaban de mí todos aquellos a quienes pretendía ganar para mis planes por medio de los Ejercicios. Volvemos a lo mismo. ¿Es tan evidente, tanto para el espíritu eclesial de mi época como para el ateísmo de vuestro tiempo, el que exista o pueda existir algo así, de tal modo que ni la época antigua lo rechazara como subjetivismo no eclesial, ni vuestro tiempo lo condenara como ilusión o ideología?

En París añadí a mis Ejercicios las «Reglas para sentir con la Iglesia»; superé además con éxito todos los procesos eclesiásticos que se me incoaron una y otra vez, y sometí a la aprobación directa del Papa mi trabajo y el de mis compañeros. Sobre esto hablaré en detalle más adelante. Pero una cosa sigue en pie: que Dios puede y quiere tratar de modo directo con su criatura; que el ser humano puede realmente experimentar cómo tal cosa sucede; que puede captar el soberano designio de la libertad de Dios sobre su vida, lo cual ya no es algo que pueda calcularse, mediante un oportuno y estructurada raciocinio, como una exigencia de la racionalidad humana (ni filosófica, ni teológica, ni «existencialmente»).

 

Espiritualidad ignaciana

Esta convicción, tan simple y a la vez tan desorbitada, me parece que constituye (junto con otras cosas a las que más adelante aludiré) el núcleo de lo que vosotros soléis llamar mi espiritualidad. Considerado desde el punto de vista de la historia de la espiritualidad de la Iglesia, ¿se trata de algo nuevo o de algo viejo? ¿Es algo obvio o resulta sorprendente? ¿Constituye acaso el comienzo de la «edad moderna» de la Iglesia y tiene quizá más relación con las experiencias de Lutero y Descartes que lo que vosotros, los jesuitas, habéis querido admitir a lo largo de los siglos? ¿Se trata de algo que haya que relegar a un segundo plano en la Iglesia de hoy y de mañana, debido a que el hombre ya casi no soporta la callada soledad ante Dios y trata de refugiarse en una especie de colectividad eclesial, cuando en realidad dicha colectividad ha de edificarse sobre la base de hombres espirituales que hayan tenido un encuentro directo con Dios, y no sobre la base de unos hombres que, a fin de cuentas, utilizan a la Iglesia para evitar tener que vérselas con Dios y su libre incomprensibilidad? Estas preguntas, amigo, han dejado de tener sentido para mí, y, por consiguiente, no tengo que darles respuesta; yo no soy, aquí y ahora, ningún profeta de la historia futura de la Iglesia; pero vosotros sí debéis plantearos esta cuestión y tenéis que darle una respuesta que implique a la vez una gran claridad teológica y una decisión histórica.

Una cosa, sin embargo, sigue siendo cierta: que el ser humano puede experimentar personalmente a Dios. Y vuestra pastoral debería, siempre y en cualquier circunstancia, tener presente esta meta inexorable. Si llenáis los graneros de la conciencia de los hombres únicamente con vuestra teología erudita y modernizante, de tal modo que, a fin de cuentas, no haga sino provocar un espantoso torrente de palabras; si no hicierais más que adiestrar a los hombres en un eclesialismo que los convierta en súbditos incondicionales del «establishment» eclesial; si en la Iglesia no pretendierais más que reducir a los seres humanos al papel de súbditos obedientes de un Dios lejano, representado por una autoridad eclesiástica; si no ayudarais a los hombres, por encima de todo eso, a liberarse definitivamente de todas sus seguridades tangibles y de todos sus particulares conocimientos, para abandonarse confiados en aquella incomprensibilidad que carece de caminos prefijados de antemano; si no les ayudarais a hacer realidad esto en los momentos definitivos y terribles de «impasse» que se presentan en la vida y en los inefables instantes del amor y del gozo y, por último, de un modo radical y definitivo, en la muerte (en solidaridad con el Jesús agonizante y abandonado de Dios), entonces, a pesar de vuestra pretendida pastoral y de vuestra acción misionera, habríais olvidado o traicionado mi «espiritualidad».

Y como todos los hombres son pecadores y miopes, por eso mismo, pienso yo, vosotros, los jesuitas, habéis caído muchas veces en este olvido y en esta traición a lo largo de vuestra historia. En no pocas ocasiones habéis defendido a la Iglesia como si ésta fuera lo definitivo; como si la Iglesia, cuando es fiel a su propia esencia, no fuera, a fin de cuentas, el lugar en el que el hombre se entrega silenciosamente a Dios, sin preocuparse ya de lo que éste quiera hacer con él, porque Dios es precisamente el misterio incomprensible, y sólo así puede ser nuestra meta y nuestra felicidad.

Debería deciros ahora expresamente a vosotros, secretos y reprimidos ateos de hoy, de qué manera puede el hombre encontrarse directamente con Dios hasta llegar, en esa experiencia, al punto en que Dios se hace accesible en todo momento (no sólo en ocasiones especiales de carácter «místico»), y todas las cosas, sin necesidad de desvirtuarse, le transparentan. A decir verdad, debería hablar de cuáles son especialmente las circunstancias más adecuadas para dicha experiencia (si se desea que éstas resulten, ante todo, nítidas), circunstancias que en vuestra época no tienen por qué ser siempre las mismas que traté de establecer en las «Anotaciones» de mis Ejercicios, aun cuando también estoy convencido de que los Ejercicios, tomados casi al pie de la letra, podrían ser aún más eficaces que algunas de las «adaptaciones» que, aquí y allá, están hoy de moda entre vosotros. Debería dejar bien claro que el provocar una experiencia divina de este tipo no consiste propiamente en indoctrinar sobre algo previamente inexistente en el ser humano, sino que consiste en tomar conciencia más explícitamente y en aceptar libremente un elemento constitutivo y propio del hombre, generalmente soterrado y reprimido, pero que es ineludible y recibe el nombre de «Gracia», y en el que Dios mismo se hace presente de modo inmediato.

Quizá debería deciros (aunque pueda resultar cómico) que no tenéis motivos para correr como desesperados sedientos en pos de las fuentes orientales de la auto-concentración, como si ya no hubiera entre vosotros fuentes de agua viva; aunque tampoco tenéis derecho a afirmar altaneramente que de aquellas fuentes sólo puede manar una profunda sabiduría humana, pero no la auténtica gracia de Dios. En este momento, sin embargo, no puedo seguir hablando de estos temas. Vosotros mismos habréis de reflexionar sobre ellos, habréis de seguir buscando y experimentando. El verdadero precio que hay que pagar por la experiencia a la que me refiero es el precio del corazón que se entrega con creyente esperanza al amor al prójimo.

 

Institución religiosa y experiencia interior

Me gustaría aclarar por medio de una imagen lo que hasta ahora he dicho. Imaginemos el corazón como un terreno de labranza. ¿Deberá estar eternamente condenado a la esterilidad, convertido en un desierto en el que habiten los demonios, o ha de ser un terreno fértil que dé frutos de eternidad? Puede uno tener la impresión de que la Iglesia establece enormes y complicados sistemas de riego, con objeto de irrigar y hacer fértil el terreno de ese corazón mediante su palabra, sus sacramentos, sus estructuras y todas sus prácticas. Ahora bien, todos estos «sistemas de riego», si se me permite llamarlos así, son ciertamente buenos y necesarios (aun cuando la misma Iglesia confiese que incluso allí donde no llegan sus «sistemas de riego» pueda haber corazones que produzcan frutos de eternidad). Naturalmente, esta imagen es equívoca, porque la acción de la Iglesia a través del Evangelio y los sacramentos implica, evidentemente, una serie de aspectos, motivos y exigencias que no quedan reflejados en esta imagen.

Pero sigamos con ella, porque expresa perfectamente lo que quiero decir. Y es lo siguiente: junto a esas aguas, en cierto modo procedentes y encauzadas desde fuera, destinadas a anegar el terreno del alma (hablando sin metáforas: junto a las indoctrinaciones religiosas, por encima de las proposiciones acerca de Dios y sus mandamientos, más allá de todo aquello que únicamente hace alusión a Dios en cuanto distinto de El; lo cual incluye a la Iglesia, la Escritura, los sacramentos, etc.), existe en el centro de ese mismo terreno una especie de sima, en cuyo fondo hay un manantial del que brotan las aguas del Espíritu viviente que saltan hacia la vida eterna, como explícitamente consta en el Evangelio de Juan. Como ya he dicho, esta imagen es equívoca; en realidad, no hay oposición radical alguna entre este manantial propio de cada uno y el «sistema de riego» exterior.

Evidentemente, ambas realidades se condicionan mutuamente. Toda invocación que se haga desde fuera en nombre de Dios (y aquí nos hallamos ante otra imagen) lo único que pretende es evidenciar la autoafirmación interior del mismo Dios, y ésta, a su vez, necesita que aquella invocación revista alguna forma terrena, máxime si tenemos en cuenta que ésta puede ser mucho más variada y humilde de lo que antes estaban dispuestos a admitir vuestros teólogos, y que una invocación exterior de este tipo, en cuanto que puede constituir una llamada a la responsabilidad, al amor y a la fidelidad, o una apuesta desinteresada en favor de la libertad y la justicia social, puede sonar de un modo mucho más mundano del que a vuestros teólogos les gustaría escuchar.

Pero he de volver a insistir obstinadamente en que tales indoctrinaciones e imperativos externos, tales canalizaciones exteriores de la gracia, sólo serán útiles, en definitiva, si se encuentran en algún punto con esa gracia última que procede del interior. En esto consistió mi verdadera experiencia a partir de los primeros Ejercicios que hice personalmente en Manresa, en los que se me abrieron los ojos del espíritu y me fue dado contemplarlo todo en Dios mismo. Y ésta fue también la experiencia que traté de comunicar a otros en los Ejercicios que di.

Me parece evidente que el ayudar de este modo a que se produzca el encuentro con Dios (¿o quizá habría que decir: ayudar al hombre a experimentar que siempre ha estado y sigue estando en contacto con Dios?) es hoy más importante que nunca, porque, de lo contrario, se correrá el riesgo insuperable de que todas las indoctrinaciones teológicas y todos los imperativos morales externos se hundan en esa calma letal que el ateísmo contemporáneo esparce en torno a cada individuo, sin que éste se percate de que esa terrible calma está, a su vez, hablando de Dios. Lo repito por enésima vez: yo ya no puedo dar Ejercicios y, por consiguiente, mi aseveración de que se puede encontrar directamente a Dios sigue siendo, naturalmente, una afirmación por demostrar.

Ahora entenderás por qué digo que para vosotros, los jesuitas, la principal tarea, en torno a la cual deben girar todas las demás, ha de ser la de dar Ejercicios. Con ello, naturalmente, no me refiero en absoluto a esos cursos organizados de un modo oficial que se imparten a muchos de una vez, sino a una ayuda mistagógica destinada a que los demás no rechacen la inmediatez de Dios, sino que la experimenten y la asuman claramente. Esto no significa que todos y cada uno de vosotros podáis o debáis dar Ejercicios de esta forma; es preciso que no todo el mundo piense que puede hacerlo. Tampoco se trata de infravalorar las restantes actividades de tipo pastoral, científico o sociopolítico que creáis que debéis realizar en el transcurso de vuestra historia.

Pero todas estas cosas deberíais considerarlas como preparación o como consecuencia de la tarea que también en el futuro ha de seguir siendo fundamental para vosotros: ayudar a que se produzca esa experiencia directa de Dios, en la que al ser humano se le revela que ese misterio incomprensible que llamamos Dios es algo cercano, se puede hablar con El y nos salva por sí mismo precisamente cuando no tratamos de someterlo, sino que nos entregamos a El incondicionalmente. Deberíais examinar constantemente si toda vuestra actividad sirve a este fin. Y si es así, entonces puede perfectamente uno de vosotros ser biólogo y dedicarse a investigar la vida anímica de las cucarachas.

 

La preferencia de Dios por el mundo

Cuando digo que para el hombre de vuestro tiempo, como para el del mío, es posible el encuentro directo con Dios, estoy refiriéndome efectivamente a Dios, al Dios de la incomprensibilidad, al misterio inefable, a la tiniebla que sólo para quien se deja absorber incondicionalmente por ella se convierte en luz eterna, al Dios que no tiene ningún otro nombre. Ahora bien, es precisamente este Dios, y no otro, el que yo experimenté como el Dios que desciende hasta nosotros, que se acerca a nosotros, y en cuyo fuego inconcebible no nos consumimos, sino que adquirimos verdaderamente por vez primera el ser y la condición de eternidad. El Dios inefable se nos revela; y en esta afirmación de su inefabilidad llegamos a la existencia, vivimos, somos amados y alcanzamos validez eterna; si nos dejamos tomar por El, no somos aniquilados en El, sino que propiamente nos realizamos por vez primera. La criatura insignificante se hace infinitamente importante, indeciblemente grande y hermosa, al recibir de Dios el don de sí mismo.

Mientras que, privados de Dios, andaríamos errantes por el espacio de nuestra libertad y de nuestras decisiones en una eterna inseguridad y, al final, en un aburrimiento desesperanzado, ya que cualquier objeto de elección sería, a fin de cuentas, algo finito y siempre reemplazable por otro y, por consiguiente, indiferente; yo tuve la experiencia de que, en el espacio de esa mi libertad y de sus posibilidades, el Dios infinitamente libre se adueñaba, con especial amor, de una de mis posibilidades, y no de otra; y aquélla, y no ésta, dejaba transparentar a Dios, pero no desfigurándolo, sino haciendo posible amar a Dios en ella y a ella en Dios, manifestándose de este modo como «la voluntad de Dios».

Cuando, entre presentimientos y tentativas, me veía yo en el apremio de elegir libremente entre las diversas posibilidades que me ofrecía esa misma libertad, experimentaba cómo una determinada posibilidad se adaptaba al mismo Dios con la diafanidad de la plena libertad y se hacía transparente a El, lo cual no sucedía con cualquier otra posibilidad, si bien todas ellas, en principio, podían ser pequeños signos del Dios infinito, dado que todas, cada una a su manera, proceden de El. Más o menos de este modo (es difícil explicarIo con claridad) fui aprendiendo, incluso en el terreno de lo que es objetiva y racionalmente posible y de lo que está permitido a nivel socio-eclesial, a discernir entre aquellas cosas en las que la incomprensibilidad del Dios sin límites trataba de hacerse accesible a través de lo limitado, y aquellas otras que, a pesar de ser empíricamente experimentables y tener sentido por sí mismas, seguían siendo en cierto modo oscuras y no transparentaban a Dios.

Sería una verdadera insensatez pretender sencillamente que todo lo real ha de ser igualmente transparente para todo ser humano por el mero hecho de ser real y, por consiguiente, proceder de Dios; porque, en ese caso, cualquier decisión de la libertad, aunque fuera ineludible, sería indiferente.

Esta experiencia de la «encarnación» de Dios en su criatura, en virtud de la cual dicha criatura no pierde consistencia ante Dios por mucho que se le aproxime, sino que incluso adquiere validez, no ha quedado aún plenamente explicitada con lo que acabo de decir. Por incomprensible que pueda parecer, existe, por parte de quien ha llegado a un contacto tan directo con Dios, una especie de cooperación en ese descenso de Dios hacia la finitud, la cual se va haciendo de este modo progresivamente buena. El Dios inefable e incomprensible, el Dios no sujeto a ningún tipo de manipulación ni de cálculo, no puede por ello desaparecer de la vista del hombre orante y actuante. Dios no puede ser como un sol que permita verIo todo sin dejarse ver él mismo. Dios ha de seguir siendo algo inmediato, y casi me atrevería a decir que tiene que mantener todas las demás cosas, con una claridad inexorable, en su finitud y relatividad.

Pero justamente eso que el amor de Dios que se ofrenda a sí mismo antepone a cualquier otra cosa, aparece a esa luz implacable como lo querido y lo preferido, como aquello que, entre otras muchas posibilidades que se quedan en su inanidad, ha sido escogido y destinado a ser. Y esa preferencia divina por una determinada criatura finita la comparte el ser humano que se sitúa dentro de los imprecisos límites de la luz de Dios; al hombre le está permitido y puede tomar realmente en serio esa realidad finita que, de por sí, es amable, hermosa, definitiva y eternamente válida, porque Dios mismo puede realizar, y de hecho realiza, el inconcebible milagro de su amor al obsequiar al hombre con la donación de sí mismo.

Al participar de esa preferencia de Dios que le hace descender a lo finito, sin que por ello Dios se empequeñezca ni la realidad finita sea aniquilada, el ser humano ya no puede seguir siendo aquel ser cuyo tormento más íntimo y, al mismo tiempo, su placer más secreto consiste en desenmascarar el carácter relativo e insignificante de todas y cada una de las cosas; ni puede tampoco seguir siendo aquel ser que, o bien idolatra una determinada realidad finita, o bien acaba por aniquilarla. Esa experiencia de participar de la preferencia de Dios por algo que no es Dios y que, sin embargo, en virtud de dicha preferencia y a pesar de permanecer diferenciado, no puede ser ya separado de Dios, esa experiencia, digo, se tiene siempre que se vivencia cómo una cosa, a diferencia de otra, es querida por Dios, como ya he indicado. Pero como ese objeto de la preferencia de Dios es concretamente el prójimo, y no una cosa, la participación en la preferencia de Dios consistirá en el auténtico amor al prójimo, de lo cual hablaremos en detalle más adelante. El amor a Dios, que parece haber dejado de lado al mundo, es amor al mundo, es amar al mundo junto con Dios y, de este modo, permitirle abrirse a la eternidad.

 

Participación en el descenso de Dios al mundo

 

Naturalmente, todo esto no son más que palabras acerca de una experiencia, pero que no pueden suplirla. La experiencia de esa participación ha de hacerse en la propia vida. Tampoco en este caso, como en tantos otros, puede el todo componerse de partes previamente separadas; debe darse como totalidad, y sólo así mostrarse en su unidad y multiplicidad e inscribirse, de un modo cada vez más incondicional, en la libertad de los hombres: el prójimo ha de ser amado, de un modo cada vez más altruista y auténtico, en la evidencia inmediata de la vida diaria; Dios habrá de manifestarse cada vez con mayor claridad en su absolutez; el amor a Dios y el amor al prójimo han de ofrecerse cada vez más diáfanamente a la libertad del hombre en su indisoluble unidad y en su calidad de mutuamente condicionantes.

Y como al ser humano, que siempre anda en busca de la diversidad del mundo, el amor al prójimo se le presenta en un primer momento como lo más natural, aunque al mismo tiempo corriendo siempre el peligro de hundirse en la más desesperante decepción, a causa de la vanidad del que ama o del ser amado, probablemente hoy, como siempre, habría que empezar decididamente a hacer lo que no es tan evidente, a buscar al mismísimo Dios en su inmediatez, a hacer los Ejercicios en este sentido (lo cual, en principio, no tiene nada que ver con casas de Ejercicios, cursillos organizados oficialmente, prolijas indoctrinaciones teológicas, etc.). En todo caso, el amor a Dios (¡a Dios, y no a una teoría humana acerca de El!) constituye el fundamento último de un amor al prójimo capaz de ser incondicional y de conservarse realmente libre.

Una meditación cristiana que constituya una experiencia de la inmediatez de Dios hace que el mundo no se hunda ni desaparezca. Si esto mismo sucede con esos métodos orientales de meditación que tanto os fascinan hoy, como si en el cristianismo explícito no pudiera hallarse nada equivalente (que sí se puede), es algo que vosotros mismos debéis comprobar. Si así fuere, entonces nada tengo que oponer a vuestras adquisiciones orientales, puesto que también ahí estará actuando Dios, que derrama su espíritu sobre toda carne; pero, si así no fuere, entonces tened cuidado.

En cualquier caso, no debéis caer hoy en la tentación de creer que esa silenciosa e indefinida incomprensibilidad que llamamos «Dios» no tenga, para ser ella misma, ni la posibilidad ni el derecho de volverse hacia vosotros en virtud de su libre amor, de adelantarse a vosotros, de hacer que en vuestro interior, en el que El está presente, podáis llamar de tú al Innombrable. Es éste un milagro inconcebible que destruye toda vuestra metafísica, y cuya posibilidad sólo se percibe cuando se corre el riesgo de que sea una realidad; un milagro que forma parte integrante de la inefabilidad de Dios, que quedaría reducida a pura formalidad, sometida nuevamente a vuestra metafísica, en el caso de no experimentarla en su calidad de preferencia por nosotros. Debéis guardaros hoy día de pensar que ese «Tú» sea únicamente lo que precede a la inmersión en la silenciosa incomprensibilidad de Dios; más bien, es su consecuencia, florece como culminación de nuestro abandono confiado a la preferencia que Dios tiene por nosotros; hace que Dios sea mayor de lo que nosotros creemos, con tal de que nos consideremos a nosotros mismos como los absolutamente dependientes e insignificantes.

 

Jesús

Pero ahora tengo que hablar de Jesús. Lo que he dicho hasta ahora ¿acaso ha sonado como si me hubiera olvidado de Jesús y de su bendito nombre? Pues no; no lo he olvidado. Estaba íntimamente presente en todo lo que he dicho, aunque ya sé que, entre vosotros, las palabras han de seguir un orden y no se puede decir todo de una vez. He dicho la palabra «Jesús». En vuestra «historia de la espiritualidad», seguramente diréis que la devoción a Jesús que yo trato de inculcar en los Ejercicios no es más que la continuación y el eco de la devoción a Jesús que, desde Bernardo de Claraval, y pasando por Francisco de Asís, estuvo vigente durante toda la Edad Media, y que lo más que yo hice fue retocarla con unas cuantas ideas derivadas del feudalismo medieval tardío, que por entonces iniciaba ya su ocaso en la esfera de lo profano.

Admito gustosamente que podáis descubrir en mí muchos indicios de ese «jesuismo» medieval. Hoy puedo perfectamente dispensaros de acudir al Monte de los Olivos a comprobar personalmente las huellas que allí habría dejado impresas el Señor al subir al cielo. Pero ¿por qué habría de afligirme el que se me niegue toda originalidad en este asunto? ¿Acaso este «jesuismo» medieval está tan anticuado, o constituye un mensaje que todavía no sea hoy del todo comprensible? ¿Acaso no está incluida en él la promesa de la realización de aquello que pretende vuestro moderno «jesuismo», según el cual pensáis que sólo podréis encontrar al hombre si anunciáis, pretenciosa e ingenuamente, la muerte de Dios, en lugar de percataros de que es precisamente en ese hombre en cuanto tal donde Dios mismo se ha manifestado y se ha prometido?

En mi época, encontrar a Dios en Jesús y a Jesús en Dios no me supuso ningún problema (a no ser el del amor y el del auténtico seguimiento). Unicamente en Jesús encontré a Dios. En Jesús, que era alguien tan sumamente concreto que sólo el amor, y no la razón diferenciadora, puede decirnos en qué ha de consistir su imitación cuando se ha emprendido su seguimiento. En Jesús, de quien se pueden contar cosas y, con ello, se cuenta la historia del Dios eterno e incomprensible, sin que sea posible volver a diluir esa historia en teoría, motivo por el cual hay que narrada siempre de una manera nueva, con lo que la historia adquiere continuidad.

A partir de mi conversión, en Jesús se concretaba para mí la preferencia de Dios por el mundo y por mí mismo, la preferencia en la que se hace presente en su totalidad la incomprensibilidad del puro misterio y el hombre accede a su auténtica plenitud. La particularidad de Jesús, la necesidad de buscado en un número muy limitado de acontecimientos y palabras, con la intención de descubrir en algo tan pequeño la infinitud del misterio inefable, fue algo que nunca me ocasionó trastornos; el viaje a Palestina pudo realmente constituir para mí el viaje a la aporía de Dios; y seréis vosotros, no yo, los ingenuos y superficiales si creéis que el deseo que albergué durante casi quince años de viajar a Tierra Santa no fue más que el capricho de un hombre medieval, o algo parecido al deseo de un musulmán de acudir a la Meca. Mi ansia por viajar a Tierra Santa era la añoranza por el Jesús concreto, que no es ninguna idea abstracta.

No es posible un cristianismo capaz de descubrir al Dios incomprensible prescindiendo de Jesús. Dios ha querido que muchos, muchísimos, lo encuentren por el hecho de buscar únicamente a Jesús y porque, al exponerse a la muerte, han muerto precisamente con Jesús en su abandono de Dios, aun cuando no hayan sido capaces de designar con este bendito nombre su destino, ya que Dios solamente ha dejado que penetraran en su mundo esas tinieblas de la finitud y de la culpa porque El las había hecho suyas en Jesús.

En este Jesús pensaba yo, a este Jesús amaba, a este Jesús intentaba seguir. Y de este modo descubrí al Dios concreto, sin hacer de El el fantasma de una mera especulación que no me comprometiera a nada. Una especulación de este tipo sólo se puede eludir si, a lo largo de la vida, se va muriendo la auténtica muerte; y esto tan sólo puede lograrse adecuadamente cuando el hombre, junto con Jesús, acepta serenamente ese interior abandono de Dios que constituye el último y sorprendente grado de la mística. Ya sé que con esto no he explicado el misterio de la unidad de la historia y de Dios. Pero en Jesús crucificado y resucitado, en ese Jesús que a un tiempo es abandonado y recibido por Dios, se halla definitivamente presente esa unidad que puede ser asumida en la fe, la esperanza y el amor.

 

Seguimiento de Jesús

Pero aún debo añadir algo acerca de este Jesús y de su seguimiento, que puede llegar hasta la imitación locamente enamorada, aunque tampoco pretendo con ello ser original en absoluto, porque el antiguo mensaje también sale a vuestro encuentro desde un futuro aún no alcanzado. Es verdad que sólo se encuentra totalmente a Jesús, y a Dios en él, cuando se ha muerto con él. Pero cuando uno se percata de que esta solidaridad en la muerte debe acontecer a lo largo de toda la vida, entonces es precisamente cuando determinadas peculiaridades de la vida de Jesús, a pesar de su carácter aparentemente contingente y de su relatividad histórica y social, cobran una enorme significación. No sé si las peculiaridades más concretas y triviales de la vida de Jesús, que para mí fue como si tuvieran el carácter de ley, hayan de tener una importancia especialmente vital para todos cuantos -de un modo explícito o anónimo- encuentran a Dios y se salvan. No parece que tenga que ser así.

Parece haber, por el contrario, muchos modos de seguimiento de Jesús. Y no parece tener demasiado sentido remitir esos diferentes modos a un común denominador, ni tratar de desprender de las distintas formas concretas de ese seguimiento un modo de ser uniforme, so pretexto de que, «en espíritu», se reducen a una sola. Puede que esto sea exacto; naturalmente que existe una sola y última esencia del seguimiento de Jesús, del mismo modo que hay un solo Dios, un solo Jesús y, en último término, un solo y mismo modo de ser humano y una sola vida eterna. Pero existen formas concretas de realizar ese seguimiento; formas que son y se conservan como tremendamente distintas y que parecen incluso amenazarse y negarse mutuamente.

¿Practicaron Inocencio III y Francisco de Asís el mismo tipo de seguimiento, o eran ambos modos de seguimiento (ya que éste no se le puede negar a ninguno de los dos) tan distintos que solo en virtud de un amor y una paciencia sin límites podían soportarse mutuamente? ¿No hay acaso diversidad, de carismas? ¿Se puede realmente comprender tal o cual tipo de carisma que no sea precisamente el carisma que uno mismo posee?

Sea como sea, yo escogí el seguimiento del Jesús pobre y humilde, y no otro tipo de seguimiento. Dicha elección no es deducible del amor concreto; es una vocación que sólo tiene su legitimación en sí misma, y no es en absoluto algo que, con independencia del modo concreto de entender dicha vocación, pueda imponerse tan fácilmente a todos los cristianos, a base de explicarles que se trata de una pobreza y una humildad de espíritu, una pobreza y una humildad mentales. No pretendo en absoluto ser original; por otra parte, los santos del cielo no se someten a comparaciones mutuas; pero, prescindiendo quizá del modo externo de vida de mis últimos años como General de la Compañía, a partir de Manresa toda mi vida practiqué la pobreza con la misma radicalidad que Francisco de Asís, a pesar de que, obviamente, su época y la mía eran social y económicamente diferentes, lo cual suponía inevitables diferencias en nuestros respectivos modos de vida, tanto más cuanto que, a diferencia de Francisco, yo deseé y tuve que estudiar; y la diversidad que esto suponía la habría entendido y aprobado el mismo San Buenaventura, el cual no habría negado que yo seguía realmente a Jesús pobre. No tienes más que leer mi Autobiografía y entenderás lo que quiero decir.

Además, y teniendo en cuenta la situación de entonces, dado que el seguimiento del Jesús pobre y humilde me inspiraba un estilo de vida espiritual y eclesial que no sólo era incompatible con situaciones de poder mundano, sino que además significaba la exclusión del poder eclesial y de todo tipo de prebendas eclesiásticas y dignidades episcopales, fue para mí una realidad palpable el hecho de que mi existencia adquirió un carácter «margina» (valga la expresión), tanto en la esfera de lo profano como de lo eclesiástico. y esto en modo alguno fue algo que me viniera impuesto desde fuera.

Dado que procedía de una de las mejores familias vascas, y a causa de mis relaciones con los grandes del mundo y de la Iglesia de entonces, me habría resultado muy fácil «llegar a ser alguien»; y además podría haberIo sido con la tranquilidad de conciencia de que, de ese modo, mediante el poder y el prestigio, habría podido servir desinteresada y desprendidamente a los hombres, a la Iglesia y a Dios; tal vez hasta me podría haber convencido, sin excesivas dificultades, de que desde esa posición me resultaría más fácil hacer el bien que si me convirtiera en un pequeño y pobre infeliz al margen de la sociedad y de la Iglesia. (El hecho de que después, debido a la fundación de la Orden y a mi generalato, me haya convertido en un personaje importante, totalmente distinto de lo que pretendía, es harina de otro costal, y sobre ello volveré inmediatamente).

En suma: quería seguir a Jesús pobre y humilde, ni más ni menos. Quería algo que no es en absoluto tan obvio, algo que no se deduce tan fácilmente de la «esencia del cristianismo», algo que entonces, lo mismo que hoy, no practicaban ni los prelados de la Iglesia ni el selecto clero de aquellos países que siguen considerándose el centro del cristianismo. Quería algo cuyos motivos, en mi caso, no eran de orden ideológico-eclesial ni crítico-social, aun cuando puede que tenga su importancia al respecto; quería algo que me venía inspirado pura y simplemente como una ley de mi propia vida, sin mirar a izquierda ni derecha, por un desmedido amor a Jesús; un Jesús a quien tenía que ver en toda su concreción (a pesar de su finitud y relatividad) si quería encontrar al Dios infinito e incomprensible. Esto no excluye en absoluto, sino que implica el que mi marginación social y eclesial supuso para mí una especie de ejercitación voluntaria en el morir con Jesús, lo cual constituye el juicio y el feliz destino de todos los hombres, aun de aquellos que no pueden ni quieren seguir a Jesús de este modo.

 

Servir desde la falta de poder

En mi tiempo traté de evitar (y lo conseguí) el que los míos fueran promovidos a cargos episcopales y cosas por el estilo. Y no por temor a verme privado de los mejores elementos de mi pequeño grupo. Actualmente, cuando un jesuita es nombrado obispo o cardenal, no veis en ello nada extraño; en el fondo, os parece normal que suceda y, de hecho, ha habido épocas en las que la figura de un jesuita cardenal de la curia ha sido un fenómeno casi constante.

¿No os dais cuenta cómo difieren en este punto mi mentalidad y la vuestra? Quizá digáis que eran otros tiempos y que hoy un nombramiento de este género no convierte a nadie en un señor excesivamente poderoso. No estoy de acuerdo. En primer lugar, los cardenales y obispos siguen siendo hoy gente sumamente amenazada por la tentación del poder. Y en segundo lugar, aunque tuvierais razón, deberíais preguntaros dónde están hoy en la Iglesia los puestos, cargos, centros de decisión, etc. a los cuales, para ser fieles a mi espíritu, deberíais renunciar resueltamente, con el fin de servir a los hombres por medio de la Iglesia, pero sin «poder», confiando simplemente en la fuerza del espíritu y la locura de Cristo.

Obispos al estilo de un Helder Cámara podéis serlo hoy con toda tranquilidad, porque arriesgaríais la cabeza y el cuello por los pobres. Pero pensad dónde se hallan las «sedes episcopales», o como se las quiera llamar hoy, en las que no debéis sentaros, aun cuando pudiera demostrarse que son indispensables en la Iglesia. Soy consciente del problema de fondo que se plantea: ¿cómo puede una sociedad carismática, destinada al seguimiento radical de Jesús, ser al mismo tiempo una Orden institucionalizada al nivel eclesial? Naturalmente que me llenó de alegría el que, viviendo todavía yo, la Orden fuera aprobada oficialmente por los Papas. Y vosotros deberíais tratar de que se renovara constantemente el milagro de esta identificación. Aunque nunca os salgan bien las cuentas, intentadlo una y otra vez. Uno solo de los dos aspectos no es bastante. Sólo la unión de ambos crucifica suficientemente.

Cuando hablo del Jesús «pobre» y «humilde» al que quería seguir, deberíais traducir estas palabras al nivel de teoría y de praxis para poder entenderlas realmente. Deberíais preguntaros: ¿Qué significa propiamente hoy, en nuestro tiempo, «pobre y humilde»? Actualmente, cuando uno se hace jesuita, se convierte, quizá con excesiva rapidez y naturalidad, en una persona piadosa y en sacerdote. Pero eso todavía no quiere decir que sea pobre y humilde. El aspecto concreto que haya de cobrar esta traducción práctica en la realidad actual es algo que habéis de descubrir por vosotros mismos. Quizá tengan primero que descubrirlo personalmente unos pocos de entre vosotros, antes de que pueda resultar algo manifiesto para toda la Orden. Pero, por amor de Dios, no os quedéis en el terreno de los puros sentimientos, que es algo que también pueden tener los prelados de la Iglesia. Traducidas a la situación actual, la pobreza y la humildad deben significar a nivel sociopolítico (tanto en la esfera de la Iglesia como de la sociedad en general) un aguijón crítico, un peligroso recuerdo de Jesús y una amenaza para el funcionamiento natural de las instituciones eclesiásticas. De lo contrario, dicha traducción no servirá de nada. Ahora bien, esto sólo puede ser para vosotros un criterio, no el auténtico motivo. El motivo es Jesús, el que murió la muerte hasta el fondo; Jesús, y no un cálculo socio-político. Unicamente él puede preservaros de la fascinación del poder que, de mil diversas formas, existe y existirá siempre en la Iglesia; sólo él puede libraros de la idea excesivamente obvia de que, en el fondo, únicamente se puede servir al ser humano cuando se tiene poder; sólo él puede haceros comprender y aceptar la santa cruz de su impotencia.

 

Seguimiento logrado y seguimiento malogrado

Ahora no puedo por menos de deciros algo acerca de la suerte que ha corrido dentro de mi Orden ese estilo de vida en el seguimiento del Jesús pobre y humilde. Cuando se contempla esa historia desde la eternidad de Dios, inmerso en la voluntad amorosa de Dios, sin el cual no hubiera existido nada de cuanto realmente ha existido y existe, entonces se puede considerar serena e indulgentemente dicha historia, con todo su sentido y haciéndole la justicia que le es debida. Entonces no se ve uno ante el dilema de reclamar para sí dicha historia, como si se tratara única y exclusivamente del resultado de la propia actividad, o de condenarla como una traición de los hijos al espíritu del padre. Esto supuesto, y teniéndoos siempre presentes a vosotros, los jesuitas, he de decir que, en este punto, la Orden, al menos hasta hoy, no ha seguido realmente mis pasos.

Naturalmente que entre vosotros ha habido hombres realmente pobres y humildes en su vida, y no sólo en el terreno de las intenciones: un Pedro Claver, el esclavo de los esclavos, en América Latina; un Francisco de Regis, que compartió el destino de sus pobres campesinos; un Friedrich von Spee, que, con peligro de su vida y a riesgo de ser expulsado de la Orden, defendió a las brujas; la multitud de jesuitas que en siglos pasados viajaban en horribles embarcaciones hacia el Lejano Oriente, en realidad únicamente para ser allí asesinados; y tantos y tantos otros, hasta llegar a tu amigo Alfred Delp, que, antes de ser ahorcado en Berlín en 1945, firmó sus últimos votos con las manos esposadas. Todos ellos fueron ciertamente seguidores del Jesús pobre y humilde, y precisamente en virtud del espíritu que yo les había transmitido por medio de la Orden. Pero ¿y la Orden en cuanto tal?

Tú sabes perfectamente cómo tuve yo que orar y debatirme durante semanas a propósito de aparentes menudencias del estatuto de pobreza de la Orden, con objeto de defender por medio de unas reglas el espíritu de Jesús pobre y humilde; menudencias que probablemente vosotros habríais despachado en un par de horas de sensatas discusiones racionalistas. Y sabes también que, considerando las cosas en su totalidad con serenidad y honradez, no pude salvar para la Orden en cuanto tal, por medio de reglas, el verdadero seguimiento del Jesús verdaderamente pobre, como tampoco lo consiguió San Francisco (y que me perdonen los franciscanos).

¿Es que acaso dicho espíritu no puede ser defendido mediante reglas, bien sea porque éstas matan el mismo espíritu que pretenden defender, o bien porque inevitablemente han de permitir tal grado de libertad que su espacio pueda ser ocupado por otro espíritu sin contravenir la letra de la ley? ¿Es que el referido estilo de vida no puede ser el estilo de un grupo numeroso sin necesidad de sufrir esenciales reducciones? ¿Acaso yo, y conmigo mis compañeros, animados por mi mismo espíritu, traspasamos realmente esa frontera decisiva cuando, en 1540, transformamos aquel grupo «carismático» (como lo calificaríais hoy) en una Orden aprobada por la Iglesia? Pero ¿acaso no debíamos hacerlo, siendo así que de ese modo, y no de otro, es como han seguido actuando durante siglos los impulsos decisivos del espíritu de Dios?

¿Acaso la serena y humilde renuncia a la pureza y al carácter absoluto del «Ideal» no forma parte también de ese espíritu que es el único realmente capaz de ir aproximando poco a poco la historia de la Iglesia y del mundo hacia Dios? ¿Es verdaderamente tan extraño el que en un mundo como éste, en el que el espíritu necesariamente ha de encarnarse en una sociedad y se halla, por tanto, constantemente amenazado de muerte, la Orden se haya convertido para sus miembros en una instancia de seguridad económica y de prestigio, al menos a nivel eclesial, aun cuando en ella cada uno viva de un modo económicamente modesto y sólo en raras ocasiones (más raras de lo que las circunstancias podrían permitir) alguno de ellos llegue a ser obispo, cardenal u otro tipo de personaje prepotente en la Iglesia? ¿Es todo esto normal o resulta trágico?

Ahora bien, ¿debe esta circunstancia del pasado, precisamente en este punto, condicionar el futuro de los jesuitas? ¿No podrán tal vez en el futuro, lo quieran o no, llegar a ser, a nivel de Orden, económicamente pobres en un sentido muy real; vivir miserablemente al día, como los pobres de verdad, y aceptándolo como lo aceptó el Jesús pobre, voluntariamente y sin subterfugios, de modo que constituya (como consecuencia y no como motivo) un significativo elemento de crítica social? ¿Podrán los jesuitas, por razones que yo no pude prever, volver a convertirse de pronto, de un modo totalmente nuevo y distinto, en seres marginados dentro de la sociedad de la Iglesia, guardando una saludable y carismática distancia con respecto a la jerarquía, a la que, naturalmente, siempre han de respetar? ¿No ha formulado hace poco tiempo J. B. Metz algunas ideas al respecto que deberían ser para vosotros dignas de reflexión? Todas éstas son preguntas que ya me han sido respondidas en mi eternidad; pero esta respuesta sólo puede ser traducida a vuestro tiempo a través de la historia en sí, y no por medio de palabras precipitadas.

En cualquier caso, debéis los jesuitas poseer el coraje del futuro, porque también Jesús, en la concreción de su vida y de su muerte, constituye un estilo de vida legítimo para el futuro. Lo único que habéis de descubrir es cómo debe configurarse ese coraje, a fin de que el día de mañana constituya realmente un seguimiento del Jesús pobre y humilde. Hasta ahora he empleado siempre el lenguaje de mi época para hablar de Jesús «pobre» y «humilde». Merece la pena repetir que quizá tengáis que traducir estas palabras por otras, con el fin de que podáis entenderlas y vivirlas, sin refugiaros otra vez ni en el puro sentimiento ni en una ascesis meramente privada, como con excesiva frecuencia habéis hecho en el último siglo y medio, en que no habéis visto con demasiada claridad cuál era vuestra responsabilidad social con respecto a la Iglesia en el mundo, como tampoco lo ha percibido la Iglesia en general, a pesar de tantas y tan encomiables encíclicas.

Eclesialidad

También he de deciros algo acerca de mi sentido eclesial y de su significación para vuestro tiempo. Supongo que todos lo esperáis, y no sin razón. Si lo que he de deciros depende de la importancia objetiva de los temas sobre los que, dentro de su diversidad, voy hablando, entonces se me debería permitir que en este tema concreto fuera muy breve. Si Dios, Jesús, su seguimiento y la Iglesia, a pesar de todas sus relaciones mutuas, son cosas distintas y tienen, por consiguiente, distinta importancia, entonces tengo no sólo el derecho, sino también el deber de diferenciar realmente, en el tiempo y en la eternidad, estas distintas realidades, por lo que se refiere a su importancia y a su significado. Suele insistirse en calificarme de hombre de la Iglesia; Marcuse me llama soldado de la Iglesia. Verdaderamente, no me avergüenzo de ese sentido eclesial. Tras mi conversión, siempre quise entregar mi vida al servicio de la Iglesia, aun cuando dicho servicio estaba orientado, en definitiva, a Dios y a los hombres, y no a una institución que se buscase a sí misma. La Iglesia posee infinitas dimensiones, porque es la comunidad creyente, peregrina en la esperanza, amante de Dios y de los hombres, y está formada por hombres llenos del Espíritu de Dios. Pero la Iglesia es también para mí, naturalmente, una Iglesia concreta socialmente constituida en la historia, una Iglesia de las instituciones, de la palabra humana, de los sacramentos visibles, de los obispos, del Papa de Roma: la Iglesia jerárquica católica y romana. Y si se me llama hombre de la Iglesia, cosa que reconozco como algo obvio, entonces se hace referencia a la Iglesia en su institucionalidad estricta y visible, a la Iglesia oficial, como soléis decir ahora con ese tono no excesivamente amistoso que la palabra conlleva. Efectivamente, yo fui y quise ser ese hombre de esa Iglesia, y de veras os digo que ello jamás me ocasionó un conflicto insuperable con la radical inmediatez de Dios en relación a mi conciencia y a mi experiencia mística.

Pero se interpretaría mal mi eclesialidad si se entendiera como un deseo de poder egoísta, lindante con el fanatismo ideológico, que pretendiera pasar por encima de la conciencia; como si se tratara de la auto-identificación con un «sistema» que no se refiriera a algo por encima de sí. Dado que todos los hombres somos durante nuestra vida miopes y pecadores, no quiero ciertamente afirmar que no haya tenido yo en diversas ocasiones que pagar tributo a esa falsa eclesialidad y, si se os antoja, podéis con toda tranquilidad examinar honradamente mi vida al respecto. Pero una cosa es cierta: que mi eclesialidad no fue, en suma, más que un momento, si bien imprescindible para mí, de mi determinación de «ayudar a las almas»; determinación que sólo alcanza su verdadera meta en el momento y en la medida en que dichas «almas» avanzan, en la fe, la esperanza y el amor, hacia la inmediatez de Dios.

Cualquier amor a la Iglesia oficial que no estuviera animado y limitado por esta determinación no sería más que idolatría y participación en el tremendo egoísmo de un sistema que busca su razón de ser en sí mismo. Pero esto significa, además (y de ello da fe la historia de mi «vía» mística), que el amor a esa Iglesia, por incondicional que pudiera ser en un determinado sentido, no fue lo primero y definitivo de mi «existencia» (como ahora decís), sino una dimensión derivada de la inmediatez con Dios, de la que ha recibido tanto su magnitud como sus límites y su determinada singularidad.

Dicho de otro modo: al participar en el interés de Dios por el cuerpo concreto de su Hijo en la historia, amaba yo a la Iglesia y, en esta unidad mística de Dios con la Iglesia (y a pesar de su mutua y radical diversidad), la Iglesia siguió transparentándome a Dios y siguió siendo el lugar concreto de esa inefable relación mía con el misterio eterno. Ahí radica la fuente de mi carácter eclesial, de mi práctica de la vida sacramental, de mi fidelidad al papado y del sentido eclesial de mi misión de ayuda a las almas.

Dado que mi eclesialidad ocupa semejante lugar (y no otro) en la estructura de mi existencia espiritual, hay también, una vez más de modo eclesial, una relación crítica con la Iglesia oficial concreta. Dicha relación crítica le está permitida al cristiano, porque su punto de vista no se identifica sin más con esa Iglesia oficial en su sola institucionalidad externa, ya que el cristiano siempre se halla en la inmediatez de Dios, y su inspiración, operada por la gracia (por más que le sitúe dentro de la Iglesia y por más que, a su vez, él mismo pertenezca a la Iglesia en cuanto comunidad de gracia), no tiene por qué estar mediatizada por el aparato eclesiástico y puede perfectamente ser algo de lo que la Iglesia oficial, por medio de sus representantes, tenga algo que aprender si no quiere ser culpable de ignorar esas mociones del espíritu no aprobadas en principio oficialmente.

Esta relación crítica con la Iglesia, a su vez, es eclesial en sí misma considerada, porque también la Iglesia como institución, en razón del interés de Dios por ella, está siempre, a fin de cuentas, abierta y sometida a su Espíritu, el cual siempre es algo más que institución, ley, tradición escrita, etc. Naturalmente, debido a esta relación entre espíritu e institución, los conflictos concretos entre los cristianos carismáticos y los representantes oficiales de la Iglesia no van a desaparecer de raíz, e incluso tales conflictos asumirán siempre formas sorprendentemente nuevas, de tal modo que para superarlos no se dispone de recetas y mecanismos institucionales prefabricados.

En último término, sólo por la fe puede un cristiano abrigar la convicción de que hasta el final de los tiempos no tiene, en principio, por qué darse un conflicto absoluto entre el espíritu y la institución dentro de la Iglesia; y por lo que a él respecta, lo único que puede hacer es esperar humildemente que la Providencia de Dios le libere de una situación en la que le resulte imposible captar la compatibilidad simultánea de un dictamen absoluto de la Iglesia oficial y un dictamen igualmente absoluto de su conciencia. En cualquier caso, esos conflictos parciales y relativos que se dan en la Iglesia también son, a su vez, algo eclesial; lo cual no significa que tenga yo que dar aquí recetas concretas acerca del modo de solventarlos. Del mismo modo, la ejecución literal de un mandato superior no constituye la norma suprema de la eclesialidad y de la obediencia eclesial, por lo que yo mismo nunca goberné según dicha norma cuando ocupé el cargo de General de la Orden. Si fuera ésta la norma suprema, no habría en absoluto conflicto alguno en la Iglesia. Pero, de hecho, los hay, los ha habido (a partir de la controversia entre Pedro y Pablo) con los santos y entre los santos, y puede seguir habiéndolos.

Tampoco hay en la Iglesia principio alguno según el cual las convicciones y resoluciones de los cristianos y de los representantes jerárquicos hayan de sintonizar desde el principio sin ninguna dificultad. La Iglesia es una Iglesia del Espíritu del Dios infinito e incomprensible, cuya feliz unidad sólo puede reflejarse en este mundo fragmentada en elementos muy diversos cuya definitiva y satisfactoria unidad reside única y exclusivamente en Dios.

Pero no creáis que, a pesar de mi eclesialidad, yo no experimenté tales conflictos, o que los haya eludido mediante una falsa eclesialidad. Yo no fui ningún «jenízaro» de la Iglesia y del Papa. Tuve conflictos con los representantes de la Iglesia en Alcalá, en Salamanca, en París, en Venecia, en Roma... En Alcalá y en Salamanca estuve varias semanas en el calabozo por mandato eclesiástico; incluso en Roma, todas las vejaciones que tuve que soportar en defensa de mi eclesialidad me costaron mucho tiempo y muchas fatigas: cuando el Eterno Padre me prometió en La Storta que me habría de ser propicio en Roma, una de las posibilidades en las que pensé que podía consistir ese «favor especial» era la de ser crucificado en la Roma papa!. Me temblaron todos los huesos del cuerpo cuando fue elegido Papa Pablo IV y mandó a su policía a registrar nuestra casa, siendo yo ya General de una Orden con aprobación pontificia; al acercarse la hora de mi muerte, que me sorprendió sin recibir los sacramentos, solicité su bendición, con objeto de realizar aun en aquel momento un humilde gesto de cortesía para con él; cuando Polanco vino con la bendición, yo ya había muerto y, al enterarse de mi fallecimiento, la reacción del Papa no fue precisamente muy amable.

En suma, fui y seguí siendo siempre una persona con sentido eclesial y papal; pero también fui perseguido y encarcelado por eclesiásticos dotados oficialmente de autoridad. Recordarás que, por lo general, esa síntesis de servicio obediente y distancia crítica con respecto al estamento oficial de la Iglesia (síntesis que hay que realizar a lo largo de la historia de un modo siempre nuevo, sin que exista una regla válida para siempre y capaz de resolverlo todo, pero que se realiza una y otra vez), ha estado constantemente preñada de conflictos. Hay que mirar las cosas con detenimiento antes de interpretar el sentido eclesial y papal de la historia de la Orden como algo digno de elogio o de reproche. Un santo como Pío V trató de influir en la Orden sin haber entendido su auténtica naturaleza; en la llamada «Controversia sobre la gracia», la Orden y su teología estuvieron en Roma a la defensiva, y lo único que consiguió fue evitar un veredicto; la Orden tuvo que luchar, en defensa de su teología moral, en contra de la alianza establecida entre Inocencio XI y el propio General de la Orden, Tirso González; en los siglos XVII y XVIII perdió la disputa sobre los ritos malabares frente a unos Papas más preocupados por una prudente defensa de la ortodoxia que por dar aliento a lo que pudiera significar creatividad; la supresión de la Orden en 1773 por parte de Clemente XIV (mediante el sórdido texto del «Breve de Abolición» y el indigno encarcelamiento del P. Ricci, General de la Orden, por mandato del Papa, hechos que hoy habrían motivado la movilización de Amnesty International), bajo las presiones ejercidas por los Borbones (que muy pronto habían de ser barridos por la Revolución Francesa y que, por tanto, bien podían haber soportado antes un poco más de oposición), no constituyó precisamente una gloriosa gesta de la sabiduría y el valor papales, por muchas explicaciones que la consumada ciencia del historiador pudiera aducir; el mismo San Pío X estuvo a punto de destituir al General de la Orden, P. Wernz, porque le parecía todavía demasiado poco integrista.

Además de éstos, podrían referirse otros muchos y parecidos ejemplos de distancia crítica entre la Iglesia oficial y la Orden. Sería aún más hermoso poder afirmar que la negativa de la Orden a aceptar las dignidades episcopal y cardenalicia -que constituía un verdadero distanciamiento radical de los altos cargos eclesiásticos, a los que, naturalmente, se acataba y respetaba - tuvo necesariamente que provocar de modo natural tales conflictos, si no fuera porque la ligazón entre la Orden y las esferas oficiales eclesiásticas adoptó, de hecho, otras formas de institucionalización que frustraron en parte el auténtico sentido de la renuncia a dichas dignidades eclesiásticas.

Naturalmente, con todo lo dicho no trato en absoluto de afirmar que a lo largo de la dilatada historia de mi Orden no se hayan producido una y otra vez identificaciones concretas entre ésta y la Iglesia oficial, en ocasiones en las que lo más indicado habría sido mantener una distancia crítica y una legítima oposición. Evidentemente, la Orden se ha hecho muchas veces responsable de una culpabilidad histórica, al defender, con su miopía y su inerte inmovilismo teológico, pastoral, jurídico, etc., a la institución frente al espíritu de la Iglesia.

Pero fundamentalmente sigue en pie el hecho de que tanto la fidelidad incondicional a la Iglesia institucional como la distancia crítica con respecto a ella, constituyen una legítima posibilidad en mi concepción espiritual y en la de mis discípulos, y tienen su justificación real en la esencia misma de la Iglesia.

Por eso no tenéis, en principio, por qué avergonzaros de que un Pablo VI no quedara demasiado satisfecho de vuestra Congregación General 32. Mucho más grave fue la situación con Pío V y Sixto V, que pretendieron imponeros sensibles cambios en las Constituciones. Aparte de algunos de vosotros que, sin duda, presentan una imagen un tanto extraña y que uno no sabe a ciencia cierta por qué siguen siendo jesuitas, en conjunto continuáis teniendo, al igual que yo, un sentido eclesial y papal, y ello supone conflictos.

 

Obediencia jesuítica

Quizá sea este el momento de añadir al tema de la «eclesialidad» algo acerca de la llamada «Obediencia jesuítica». Tampoco en este aspecto de la historia de la espiritualidad pretendo ser demasiado original, aunque es obvio que este tipo de obediencia es de mayor importancia en una Orden activa y con una tarea común que en una abadía de monjes contemplativos. Tanto más, cuanto que una Orden de ámbito mundial tiene un gobierno central y, por tanto, las relaciones entre sus miembros no pueden regularse sobre la exclusiva base de la amistad y el conocimiento mutuos. En lo esencial, todavía hoy me reafirmo al respecto en mi doctrina y en mi praxis. La buena disposición hacia la obediencia, la determinación de estar a la disposición incondicional de una tarea común y de integrarse y someterse a una comunidad en pro de esa tarea, sigue siendo hoy una actitud de la que no hay por qué avergonzarse. Las decisiones que han de tomarse en comunidad y que comprometen a cada uno en particular no siempre son susceptibles de ser consultadas, discutidas y diferidas hasta que todos y cada uno hayan sopesado por sí mismos la conveniencia objetiva de tales decisiones. Un proceso de decisión tan «democrático» podrá ser muchas veces algo muy hermoso, y hasta factible en pequeños grupos. Pero es utópico pensar que es posible siempre que se requiera una decisión.

 

Y en tales decisiones, que casi siempre son, en todo o en parte, decisiones sobre cuestiones opinables, tampoco se ve siempre con claridad por qué el sometimiento a una decisión que, desde un punto de vista personal, puede que no sea la mejor, ha de herir la propia dignidad. Esto supone, naturalmente, que se acepta la unidad de la comunidad y se desea servir a una causa común; que se posee aquella indiferencia, aquella serenidad frente a las diversas posibilidades de la vida y de la acción y aquella disponibilidad autocrítica para no darse a sí mismo demasiada importancia, que se os enseñó en el «Principio y Fundamento» de los Ejercicios como base principal de vuestra espiritualidad.

No voy a hablar ahora de la obediencia como parte del seguimiento de Jesús. Bien es verdad que, en mi doctrina sobre la obediencia, no soy tan «democrático» como para pensar que siempre y en todos los casos una decisión vinculante tenga más posibilidades de ser la adecuada y, por tanto, exigible cuando es tomada por una instancia de decisión colectiva y no por un individuo, en el supuesto de que en ambos casos la decisión vaya en contra del parecer de alguien a quien le concierne. Ambas formas de toma de decisiones tienen sus pros y sus contras. Una toma de decisión colectiva no siempre resulta más «transparente», y muchas veces no se sabe después a quién hacer responsable de ella. Incluso en el mundo profano de vuestros días no parece estar en todas partes tan pasado de moda un «centralismo democrático». También en mi Orden (y en esto difiere notablemente de la constitución de la Iglesia) la instancia suprema la constituye un «Parlamento» elegido desde la base, la Congregación General, ante la que es responsable el Prepósito General, aun cuando éste posea amplísimos poderes en el terreno de lo ejecutivo. ¿No os ha llamado alguna vez la atención el que este principio constitucional de vuestra Orden sea distinto y más democrático que el principio constitucional del Papado, vigente en la Iglesia universal y por el que con tanta insistencia habéis abogado a lo largo de vuestra historia? ¿Habéis reflexionado sobre el hecho de que -prescindiendo de otros motivos y sobre la base de vuestro democrático principio constitucional - no podéis referiros al Prepósito General de la Compañía con el nombre de «Papa negro»?

Además, toda la obediencia jesuítica queda encuadrada dentro de una comunidad fraterna que no resulta falsa e ineficaz por el hecho de ser sobria y objetiva y por exigir de cada uno, en verdad, una cierta renuncia al «calor de nido». Por lo demás, y a pesar de que una sana obediencia constituye una exigencia absoluta, podéis perfectamente desmitologizar un tanto la doctrina tradicional sobre la obediencia, incluso lo que el buen Polanco, por encargo mío, escribió en la famosa «Carta de la Obediencia». No todo lo que ésta contiene es verdad eterna. Hoy día hay menos dificultades para contar con la posibilidad de que un superior, con toda su buena fe, dé una orden contra cuyo contenido el «súbdito» tenga que oponer una humilde pero inequívoca negativa, sencillamente porque le resulta incompatible con su conciencia.

Aun cuando uno tenga fe en la Providencia de Dios sobre el gobierno de la Iglesia y de una Orden religiosa, no tiene por qué creer que los «superiores» dispongan de una línea telefónica directa y estable con el cielo, ni que sus decisiones, a pesar de su obligatoriedad, sean algo más que decisiones opinables, adoptadas según su buen saber y entender, pero con la relatividad y las posibilidades de error de cada caso concreto.

Quien esté «indiferente», sea capaz de autocriticarse y esté dispuesto a servir calladamente a una causa común, si además posee el suficiente humor y es comprensivo e indulgente con las necedades y deficiencias propias de la historia terrena, no tendrá hoy especiales e insuperables dificultades con la obediencia en una Orden religiosa. Tengo incluso la impresión de que un padre de familia y honrado funcionario de la clase media dispone hoy en la sociedad de un espacio de libertad más restringido del que vosotros disponéis en la Orden. A pesar de las desafortunadas palabras de la Carta de la Obediencia, no tenéis que practicar en absoluto la «obediencia de un cadáver». Eso sí, habéis de ser hombres desinteresados, sobrios y serviciales. Hay una «mística del servicio». Pero tampoco quiero hablar ahora de esto. Volviendo a la desmitologización, creo que también es necesaria hoy en relación a la «obediencia» al poder mundano y estatal. A lo largo de vuestra historia habéis sido con demasiada frecuencia «súbditos» devotos de instancias mundanas, aunque no deberíais haberlo sido si hubierais seguido las teorías de vuestros grandes teólogos del Barroco. ¿Por qué no defendisteis en el siglo XVIII, incluso por la fuerza, el sagrado experimento de las Reducciones del Paraguay frente al atroz colonialismo europeo? ¿Acaso debíais dejaros expulsar de América Latina como sumisos y obedientes corderos?

 

La ciencia dentro de la Orden

De suyo, me habría interesado decir algo acerca de la historia de la teología en la Orden, aun cuando de ello no se pudieran deducir demasiadas cosas para el futuro de esa teología. Pero solo puedo hacer unas cuantas observaciones, lo cual no significa que dicha historia carezca de importancia. El probabilismo que vuestra teología moral defendió, constituyó en su tiempo una enorme aportación en la defensa del derecho a la libertad de la conciencia individual, aunque hoy habría que formular de otro modo lo que con ello se quería expresar.

Cuando con vuestra teología os constituisteis en los humanistas del nuevo modelo de pensamiento y, con un cierto optimismo acerca del hombre, propio de la nueva época, reflexionabais incluso acerca de su «naturaleza» pura; cuando de todo ello extraíais para vuestras misiones en China y la India determinadas consecuencias que Roma no quiso aprobar, todo esto fue, pretendidamente o no, el preludio de una antropología teológica tal y como debe existir en una Iglesia que quiera ser la Iglesia de todo el mundo y de todas las culturas y que no pretenda vender en todo el mundo el cristianismo europeo como un artículo de exportación. Ahora bien, con ese modelo optimista de antropología -desde- abajo, no deberíais haber desplazado la gracia auténticamente divina (en contra de la convicción fundamental de mis Ejercicios) a un más allá del nivel consciente, siguiendo la opinión de una gran parte de vuestros teólogos, que piensan que con esa gracia, ajena a una experiencia propiamente dicha, se puede acceder a un conocimiento a través únicamente de la indoctrinación externa suministrada por la Iglesia.

Si vuestra teología, con una cierta justificación histórica, contribuyó a aquel desarrollo de la conciencia creyente de la Iglesia que se objetivó en el Vaticano I, hoy vuestra teología tiene también la obligación de seguir desarrollando aquellos planteamientos jurídico-constitucionales de la Iglesia que se manifestaron en el Vaticano II. Debéis permanecer fieles teológicamente (y en vuestra praxis) al papado, porque éste es un elemento muy especial de vuestra herencia; pero, dado que la configuración concreta del papado también está sujeta a una progresiva transformación histórica, vuestra teología y vuestro derecho canónico deberían estar sobre todo al servicio del papado; y así habrá de ser en el futuro, a fin de que signifique una ayuda y no un impedimento a la unidad del cristianismo. Por lo demás, bueno será que estudiéis a Marx, Freud y Einstein y que tratéis de elaborar una teología capaz de llegar a los oídos y al corazón de los hombres de hoy; pero el punto de partida y la meta de vuestra teología, que también hoy ha de tener el valor de formular una auténtica sistemática, sigue siendo Jesucristo crucificado y resucitado, en cuanto que El constituye la victoriosa auto-revelación al mundo del Dios incomprensible, y no una moda espiritual más que hoy llega y mañana se esfuma.

Muchas veces se ha acusado a vuestra teología de ser una especie de eclecticismo de ocasión. Y algo de verdad hay en ello, naturalmente. Pero, si Dios es «el Dios siempre más grande» al que le viene pequeño cualquier sistema con el que el ser humano pretenda dominar la realidad, entonces vuestro eclecticismo puede perfectamente expresar también el hecho de que el hombre se ve superado por la verdad de Dios y lo acepta dócilmente. A fin de cuentas, no hay ningún sistema en el que se pueda encerrar toda la realidad exclusivamente desde el punto de vista en que uno se halla. Vuestra teología no debe, por causa de una desidia para la reflexión, caer en fáciles compromisos. Pero sería falso un sistema teológico cuya estructuración tuviera la transparencia, del cristal. También en el terreno de la teología sois peregrinos que, a través de un éxodo siempre nuevo, andáis en busca de la patria eterna de la verdad.

 

¿Posibilidades de transformación de la Orden?

Pero todavía he de hablaros de mí y de la historia de mi ulterior influjo (así lo espero) desde un punto de vista totalmente distinto. Aún hoy, y basándose en lo que realmente ha sucedido en la historia, se sigue pensando en la Compañía de Jesús como en una Orden dedicada a la enseñanza, a la erudición teológica, a la difusión de libros, a la alta política eclesiástica y, actualmente, a los medios de comunicación de masas. Todo esto puede estar muy bien y puede responder a la imagen que la Orden ha ofrecido a lo largo de sus cuatro siglos de historia.

Ya he dicho antes que, evidentemente, la historia de los hijos no es una simple recapitulación de la vida de sus padres. También he dicho que no voy a emitir un juicio sobre el pasado de la Orden. Ahora bien, supuesto todo esto, me pregunto por vosotros y por vuestro futuro: en sí misma considerada, ¿qué tiene esta historia que ver propiamente conmigo y con el estilo de vida que me caracterizó, especialmente desde mi época manresana de «Iglesia primitiva» (como solía yo decir) hasta los primeros años que siguieron a mi definitivo establecimiento en Roma, antes de que el trabajo de redacción de las Constituciones, el gobierno de la Orden y mi enfermedad me absorbieran totalmente?

Nosotros -mis primeros compañeros y yo- no éramos ningunos sabios, ni queríamos serlo, aun cuando Francisco Javier podía haberlo sido sin gran esfuerzo, y Laínez fue un agudísimo teólogo que causó una gran impresión en el Concilio de Trento. Naturalmente, si uno está decidido a servir a Dios en los hombres sin reservas, con la radical libertad del Espíritu, sin dejarse atar definitivamente por nada y dispuesto a todo, entonces, evidentemente, habrá circunstancias en las que, si uno es capaz de ello y la situación lo exige, podrá cultivar la alta teología, escribir libros, tal vez hasta desempeñar en nombre de Dios el cargo de confesor de la corte, escribir cartas a príncipes y prelados, y cosas por el estilo, que realmente caracterizaron de modo especial la historia de la Orden durante siglos. Sin embargo, en los años decisivos fuimos ciertamente distintos, hasta el punto de que la ulterior historia de la Orden no reflejaría adecuadamente nuestra realidad.

De hecho, éramos y queríamos ser realmente pobres; en nuestras correrías por Francia e Italia buscábamos refugio en los inmundos asilos entonces existentes; cuidábamos a los enfermos en los hospitales (en Venecia, por ejemplo, trabajamos en dos hospitales para sifilíticos incurables), y el trabajo era algo muy distinto de lo que actualmente se exige del personal de las clínicas modernas; predicábamos por las calles, empleando para ello, cuando era necesario, un galimatías de español, italiano y francés; mendigábamos a cara descubierta; nuestra catequesis a los niños pequeños y llenos de piojos constituía una auténtica praxis, y no sólo una piadosa reminiscencia, como sucede actualmente en la fórmula de los últimos votos de vuestros profesos.

Es cierto que fui yo quien impulsó la fundación de la Universidad Gregoriana y del Instituto Germánico, pero también fundé la Casa de Marta, como refugio para las prostitutas de Roma; durante la carestía romana de 1538 y 1539, organizamos una ingente acción de suministro de víveres para los pobres, cuando en la Santa Roma la gente se moría de hambre y los niños merodeaban famélicos por las calles; no traté, como se había hecho hasta entonces, de recluir a las prostitutas en conventos, sino que me esforcé por educarlas para que pudieran llevar una vida digna en el mundo y en el matrimonio; promoví la fundación de un hogar para jóvenes descarriadas, fomenté la creación de orfanatos, construí una casa para judíos y mahometanos que querían convertirse al catolicismo; no me pareció excesivamente «mundano» el restablecer la paz entre Tivoli y Castell Madama, es decir, volver a comprometerme «socio-políticamente» a mi edad, como ya lo había hecho durante mi última estancia en el País Vasco en 1535, cuando me albergué en el asilo de Azpeitia y compartía con los pobres la comida que anteriormente había mendigado, a la vez que esbozaba y ponía en práctica en mi ciudad natal un elaborado plan de asistencia a los pobres.

Fui yo mismo quien fundó colegios y proyectó jurídicamente su fundación, con lo cual contribuí, por desgracia, a acomodar un tanto el estatuto de pobreza de la Orden, hasta el punto de que en muchos países y en muchas épocas se convirtió en una Orden de colegios y profesores, contra lo cual no tengo realmente nada que objetar, siempre que con ello no se desfigure el carácter y la mentalidad general de la Orden. Pero no olvidéis que, en mi tiempo, aquellos colegios funcionaban de modo gratuito, con lo cual tenían un carácter eminentemente político-social, mientras que hoy nuestros colegios tienen que resultar caros para los alumnos, cosa que no tengo dificultad en reconocer. Habría muchas cosas parecidas sobre las que podríamos hablar largo y tendido...

Pero lo único que quería preguntar es lo siguiente: ¿no ha olvidado hasta ahora excesivamente la Orden esta faceta de mi vida? Si ha sido así, puede que la causa haya que buscarla en una necesidad histórica, y ya he dicho en varias ocasiones que no tengo la pretensión de apropiarme, sin más ni más, la historia de la Orden. Pero ¿tienen que seguir las cosas de este modo?

¿No será posible que en el futuro de la Orden vuelva a cobrar vigencia algo de lo que dependió verdaderamente para mí el seguimiento del Jesús pobre y humilde a lo largo de mi vida? El desafío que la nueva situación supone para la Orden ¿no podrá contribuir en gran medida a orientarla en una nueva dirección, precisamente para seguir siendo fiel a sus orígenes? En vuestra aún reciente Congregación General 32, de 1974, proclamasteis como tarea principal de la Orden «la lucha en favor de la justicia» y reconocisteis «con arrepentimiento» vuestro propio fracaso «en el servicio de la fe y en el compromiso en favor de la justicia». Habéis comprendido que vuestro compromiso por la justicia en el mundo constituye un momento interno y esencial en vuestra misión, que no se añade como un accesorio más a vuestra proclamación del Evangelio; habéis hablado de una «liberación plena e integral del hombre, que conduce a una participación en la vida misma de Dios». Espero que lo hayáis dicho en serio; naturalmente, vuestra situación histórica y social es totalmente distinta de mi situación en el siglo XVI, en el que todavía no era posible pensar que las transformaciones programadas y premeditadas de la sociedad pudieran, como ahora, constituir la tarea y el deber del amor cristiano al prójimo. Pero pienso que, si os tomáis en, serio las conclusiones de la Congregación General32, vuestra suprema instancia decisoria, estaréis caminando por una nueva ruta hacia el futuro de vuestra única y siempre idéntica misión, y que en esa andadura podrá acompañaros, en el espíritu, éste a quien llamáis vuestro padre.

No me incumbe a mí profetizar cómo ha de ser exactamente en el futuro esa lucha por una mayor justicia en el mundo. En cualquier caso, es evidente que no debéis convertiros en políticos de oficio, y menos aun en caciques de partido o en secretarios de grandes organizaciones político-sociales, ni tampoco en meros teóricos de las llamadas ciencias sociales cristianas. En realidad, no debéis aspirar al poder social ni afirmar que se puede servir tanto mejor al prójimo cuanto mayor sea el poder de que se dispone. Este puede ser un axioma secreto de los auténticos políticos con el que (en parte con razón, y en parte sin ella) pretenden justificar su oficio. Pero no puede ser un axioma para vosotros, ni en la sociedad civil ni en la Iglesia, ni tan siquiera en el caso de que dicho poder estuviera realmente a vuestro alcance.

Si ponéis en práctica el seguimiento del Jesús pobre y humilde; si, como ya he dicho, asumís ese nuevo modo de marginación de vuestra vida en la sociedad (marginación que quizá se os ha de imponer en el futuro con mayor intensidad que hasta ahora), no como una amarga coacción, sino como una participación voluntaria en el destino de Jesús, quizás entonces os encontréis en el punto justo en el que poder realmente llevar a cabo vuestra lucha por la justicia. (No podéis imaginar en absoluto la marginación que suponía o, mejor dicho, que tenía realmente que suponer en la sociedad eclesiástica el que yo y mIs primeros compañeros quisiéramos renunciar al hábito religioso y a otras parecidas manifestaciones externas propias de un status socio-eclesiástico, aunque en este aspecto no se consiguió demasiado, al menos hasta vuestra época., Como afirmaba en mi tiempo Melchor Cano, y realmente con razón, se producía con ello, dentro de la sociedad eclesial, un modo de existencia verdaderamente marginal que tenía que resultar irreconciliable con una forma de vida religiosa autorizada por la Iglesia; algo así como lo que hoy experimenta la Iglesia oficial ante el fenómeno de los sacerdotes obreros). Podéis, pues, seguir cultivando un tipo docto de teología, desarrollando estrategias político-culturales, practicando una cierta dosis de política eclesiástica, asomaros a los medios de comunicación de masas, etc. Todo esto podéis también hacerlo. Pero lo que no debéis hacer es medir vuestra vida y la importancia de la Orden en relación a los resultados que obtengáis en esos campos.

Si sólo podéis constatar con tristeza y resignación el hecho de que la Orden no haya recuperado y no posea ya la significación política y eclesiástica que tenía antes de su supresión en 1733; si, repito, este sencillo hecho que no hay por qué ocultar, os llena de tristeza y de secreta resignación, entonces es que no habéis entendido en absoluto lo que tenéis que ser: personas que, por causa de Dios, intentan olvidarse de sí mismas; que siguen al Jesús pobre y humilde; que anuncian su Evangelio; que se ponen de parte de los pobres y los desclasados en el combate por conseguir para ellos una mayor justicia. ¿Es que ya no vais a poder hacer esto ahora y en el futuro? ¿Acaso el poder hacerlo depende de que la Compañía de Jesús posea el esplendor y el poder que tuvo en otro tiempo? ¿No será, más bien, que dicho poder constituye, en el fondo, un tremendo peligro de perder a Dios porque se intenta vivir al margen del trágico destino de Jesús?

Si no puede ni debe haber nada, ni dentro ni fuera del mundo y de la historia, ni en el cielo ni en la tierra, que debáis buscar y amar de un modo absoluto e incondicional, a excepción únicamente del misterio de Dios, al que queréis entregaros sin reservas, entonces vuestra propia Orden, a la que tanto amáis, y su futuro ¿no forman parte, acaso, de las cosas que debéis aceptar serenamente cuando os son dadas y, con la misma serenidad, abandonarlas cuando os son arrebatadas? ¿Acaso no dije yo en mi tiempo que no necesitaría más de diez minutos para recobrar la paz con Dios en el caso de que la Orden desapareciera?

Perspectivas de futuro

Para finalizar, querría decir algo sobre los que no son jesuitas. A lo largo de mi vida tuve dentro de mi Orden amigos y compañeros muy leales, pero también tuve muchos amigos que no eran jesuitas: grandes y pequeños, ricos y pobres, sabios y sencillos; y tuve, asimismo, buenos amigos, hombres y mujeres, en otras órdenes religiosas. Nunca imaginé que todos ellos deberían ser jesuitas; en el caso de muchos a los que di los Ejercicios personalmente, el resultado consistió en un cambio y una renovación radicales, sin que por ello se hicieran jesuitas, ni siquiera aun cuando las circunstancias externas eran de lo más propicias y habría resultado mucho más fácil que en el caso de un virrey como Francisco de Borja. Por supuesto que esto es absolutamente evidente, pero conviene decirlo expresamente.

Todo estilo de vida, y especialmente un estilo que pretende configurar al hombre desde su centro más íntimo, se presenta, aun sin quererlo, con una pretensión de universalidad y de validez general y tiende a ver en los demás estilos de vida cristiana, por comparación con el propio, una especie de mal menor y de provisionalidad, una incapacidad para cumplir unas normas radicales de existencia, todo lo cual se puede a lo más tolerar implícitamente como exponente de la limitación humana.

No ha sido infrecuente, a lo largo de vuestra historia, sobreestimar de este modo, tan comprensible como necio, vuestro propio estilo de vida; lo cual justifica el que muchas veces se haya reprochado a los jesuitas su orgullo. Pero cuando la situación histórica concreta hace que ni los más ingenuos puedan aceptar dicha sobrevaloración del propio estilo de vida ni semejante pretensión de universalidad, surge el peligro contrapuesto: empieza uno a sentirse inseguro en su propio estilo de vida; a no estar verdaderamente convencido de que su modo de vivir sea absolutamente válido para él, y ni siquiera medianamente apto para nadie; a intentar una «síntesis» de todo lo habido y por haber, con lo cual no hace sino producir una mezcolanza, sin ningún carácter específico, que supone ha de ser la solución del mañana por el mero hecho de mezclar todo lo que pertenece al ayer. Pero quien está abierto a la infinita libertad de Dios, no tendrá necesidad de atribuirse como algo propio todo cuanto existe y pueda existir, con objeto de no sentirse inseguro en su propio modo de vivir. Cuando uno posee, humilde pero tranquilamente, lo que le es propio, no tiene por qué inquietarle el seguir la última moda. El futuro de cada cual ha de surgir de aquello que constituye su propio patrimonio.

Me he apartado ligeramente del tema y he vuelto a sermonear a los jesuitas. Pero lo que en realidad quería decir es lo siguiente: el mundo no necesita (y hoy menos que nunca) estar integrado exclusivamente por personas que sean jesuitas o que deban ser valoradas según la cercanía o la distancia que guardan respecto de vosotros. Sin embargo, por principio, tenéis una misión referida a esas personas que ni son jesuitas ni desean ser una réplica de éstos a escalla reducida. Y esto, lo repito, por principio. Porque no es posible calcular de antemano hasta qué punto seréis realmente capaces de tener acceso a dichas personas; de donde se deduce que el libre designio del inquietante Dios de la historia es cuestión de esperanza, no de cálculo.

Pero, por principio, tenéis una misión que, de suyo, puede referirse a cualquier ser humano. Y precisamente por ello, me es posible dirigir ahora unas palabras a todos los cristianos y a todos los hombres en general, aun cuando soy consciente de que incluso lo que posee una significación general cristaliza siempre en una forma históricamente relativa y, por consiguiente, no alcanza de hecho a todos. Hecha esta salvedad, he de decir que todo cuanto yo viví, dije y traté de hacer llegar a los hombres por mí mismo o por medio de mis compañeros, sigue siendo generalmente válido.

Por supuesto que me puedo catalogar entre las personas que figuran en los albores de la «Edad Moderna» europea; podría decirse que, a pesar de todos los elementos medievales que viví y transmití, lo que en mí hay de nuevo y de peculiar es típico de esa Edad Moderna que ahora está llegando a su fin, aun cuando todavía nadie sepa decir exactamente qué es lo que va a venir a continuación. Podría afirmarse que mi «espiritualidad», tanto por su individualismo místico como por su técnica racional-psicológica, es típicamente moderna y, por consiguiente, está también a punto de desaparecer. Podría decirse que, a fin de cuentas, para nada influye en la modernidad o falta de modernidad de la subjetividad y la racionalidad individualistas el hecho de estar insertas en el monstruoso aparato de la Iglesia romana y puestas a su servicio, pues se trata de un aparato que, por ser todavía más antiguo, posee aún menos posibilidades de futuro. Pero las cosas no son tan sencillas, al menos por lo que se refiere a la historia del cristianismo y de la Iglesia y, en concreto, en lo que atañe a determinados fenómenos históricos surgidos a lo largo de la historia de esa misma Iglesia y cuyos comienzos tampoco permiten, sin más, emitir un pronóstico acerca de su fin. Pero dejemos en paz la teología de la historia. Lo único que digo es que en la Iglesia nada desaparece tan rápida y tan fácilmente por el hecho de que el comienzo de su manifestación se haya producido en un determinado momento de la historia de la Iglesia.

¿No será, quizá, que ese mi individualismo religioso que vosotros calificáis de «moderno» comienza de nuevo a hacerse absolutamente significativo precisamente en el momento en que el individuo amenaza con ser absorbido y desaparecer dentro de una masa ultra-organizada en este período «postmoderno»? No tengo nada que oponer (¡Dios me libre!) a que hoy tratéis de descubrir, tanto en el terreno religioso como en el puramente humano, la dimensión comunitaria, la vida de grupo, la comunidad de base fraterna, e intentéis sentiros integrados en todo ello. Pero sed prudentes y sensatos. El individuo nunca queda absorbido totalmente por la comunidad.

La soledad delante de Dios, el sentirse a salvo en su silenciosa inmediatez, es algo que pertenece exclusivamente al ser humano. Y si esto resulta más evidente en la Iglesia al comienzo de la Edad Moderna, entonces quiere decir que forma parte de la historia, la cual no sólo no está llamada a perecer, sino que permanece y debe permanecer precisamente gracias a vosotros.

Pero es que, además, ¿podrá haber alguna vez seres humanos que, por principio y en cualquier momento de su existencia, sean incapaces de oír la palabra «Dios»? ¿Podrá haber alguna vez seres humanos que, más allá de las infinitas y múltiples cuestiones concretas, no se pregunten acerca de lo inefable? ¿Podrá haber alguna vez seres humanos que no se permitan nunca sentir auténticamente la cercanía de ese misterio que actúa de un modo inefable en su existencia, como el único y el que todo lo abarca, como la causa primera y el fin prototípico; ese misterio que, al permitirnos pronunciar con amor la palabra «Tú», nos deja hundirnos en su abismo y hace que podamos ser libres? ¿Qué ocurriría si todo esto fuera posible y llegara a hacerse realidad?

A mí no podría asustarme nada por el estilo. Significaría que los hombres, como individuos o como colectividad, habrían retrocedido al nivel de simples animales dotados de un cierto ingenio y que la historia de la Humanidad, de la libertad, de la responsabilidad, de la culpa y del perdón habría llegado a su fin, con lo cual únicamente se habría alterado el modo de producirse ese fin que, en cualquier caso, los cristianos estamos esperando. Por otra parte, los hombres realmente dignos de tal nombre habrían hallado la vida eterna.

También en el futuro se podrá hablar de Dios, si es que se entiende realmente lo que esta palabra significa; y siempre habrá una mística y una mistagogia de la inefable cercanía de ese Dios que ha creado algo distinto de sí con objeto de darse a sí mismo, en e! amor, como vida eterna. Siempre será posible instruir a los seres humanos en e! sentido de que derriben las imágenes finitas de los ídolos que se crucen en su camino, o que pasen tranquilamente de largo por delante de ellas; de que no absoluticen nada de cuanto, de un modo concreto y determinado, les sale al encuentro bajo la apariencia de poderes y de fuerzas, de ideologías, metas y futuros; de que se hagan «indiferentes» y «serenos», a fin de que en esa libertad, sólo aparentemente vacía, experimenten quién es Dios.

Siempre habrá seres humanos (y no importa cuántos sean, tanto en números absolutos como en relación a la Humanidad en general, con tal de que la Iglesia siga presente como sacramento de salvación para el mundo y en e! mundo) que, mirando a Jesús crucificado y resucitado, se atrevan, dejando a un lado todos los ídolos de este mundo, a entregarse incondicionalmente a la incomprensibilidad de! Dios que es amor y misericordia. Siempre habrá hombres que, con esta fe en Dios y en Jesucristo, se unan a la Iglesia, la constituyan, la edifiquen y la mantengan, ya que no deja de ser una dimensión históricamente palpable e institucional y, para mí, encuentra su forma más concreta (y, por tanto, más dura y más amarga) en la Iglesia católico-romana.

Y si siempre habrá este tipo de seres humanos, quiere decir que (aunque pueda sonar a petulante) yo siempre tendré una misión referida a todos los hombres. Pues lo único que yo deseaba era ayudar a los hombres a entender y aceptar lo que hasta aquí he venido diciendo. En definitiva, lo que pretendía no era propiamente un programa excesivamente peculiar ni una manera especial de entender el cristianismo y la espiritualidad, aunque soy consciente, naturalmente, de que cada persona sólo puede transmitir a su manera lo que es válido para todos y, por eso mismo, no puede llegar a todo el mundo, ya que en cierto modo se extingue en su propia peculiaridad cuando se atreve a anunciar al Dios eterno y a su Cristo. Por ello, y para terminar, diré que también carece de importancia la pregunta acerca del posible efecto histórico de mi vida y mi doctrina. Su silencioso eclipsamiento podría constituir su mayor logro. Porque, sea como sea, Dios sigue siendo e!-que-es-cada-vez-más-grande. ¡Que El sea bendito!

He dicho muchas y muy diversas cosas. Sin embargo, he olvidado u omitido otras muchas cosas que quizá tú, o cualquier otro, habría deseado escuchar de mis labios. Ni siquiera voy a mencionar los temas sobre los que podría haber hablado tanto como lo que he hablado sobre los temas que he tratado efectivamente. De todas formas, el final habría sido el silencio, en el que tiene lugar la alabanza eterna de Dios.