La paz de Augusto y la paz de Cristo

Por José María Pemán

Una vez más, en estos días del año, ha vuelto a sonar la salutación de los ángeles en la Natividad; el dístico inmortal que relaciona con apretado paralelismo la gloria de Dios en las alturas y la paz, en la tierra, de los hombres de buena voluntad... Se han oído esas palabras en la liturgia; se han oído en las frases de amor que el Papa ha dirigido a todos los hombres. Como contraste, las palabras de la guerra son cada vez más tajantes: «aniquilación», «rendición sin condiciones», y lo que es peor: no son mucho más tranquilizadoras las palabras de la paz, de la poca paz que se inicia y balbucea: «depuración», «disolución»; en una palabra, guerra interior y civil.

Es este último hecho lo que más me interesa señalar en este instante. No me propongo hacer unas cuartillas más sobre el contraste entre la paz que trae al mundo el Hijo de Dios y la violencia de las criaturas. Se escribirá mucho en estas fechas sobre ese fácil claroscuro. Me propongo preguntar: ¿Qué paz es ésa que ofrecen los ángeles en la Navidad?

Para que no hubiera confusión posible quiso Dios que el angélico anuncio de paz ocurriera cuando la paz jurídica e internacional existía con inusitada totalidad. Eran los años de la «pax romana»: de la orgullosa creación de Augusto, sostenida por veinticinco poderosas legiones. Y, sin embargo, los ángeles anun cian la paz como una novedad, como un regalo divino. Bien claro está que no se refieren a la paz internacional, que existía en aquel momento. Bien claro está que le dicen a Augusto que más allá de su construcción imperial y jurídica, queda pendiente toda la paz: la paz de los hombres de buena voluntad... Era un poco como si le dijeran ahora a míster Churchill que después de vencer al enemigo en Grecia hay que salir todavía en avión hacia Atenas, para componer y zurcir la guerra de las pasiones, de la mala voluntad [el autor escribe este artículo a propósito de la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué diría de las actuales guerras declaradas en nuestro mundo?].

Y es que la voluntad apasionada es unilateral, como todo error, y su falsa paz está hecha de recelo, de inseguridad, de «depuración» y destrucción. Sólo la buena voluntad, la voluntad limpia, es, como la verdad, una y comprensiva, y pacífica integrando, sintetizando.

Cerca del montículo donde se lanzó la promesa de la verdadera paz, estaba la confirmación. En un portal había nacido el Mesías. Había nacido allí porque allí habían venido sus padres cumpliendo la ley civil de un emperador pagano: el empadronamiento de Augusto. Ya estaba allí la paz, naciendo, no de una rebeldía, sino de una tolerancia con el contrario.

Nace esa Paz, es cierto, entroncando con un pueblo, con una tradición. Florece en el linaje de David, y los primeros llamados a conocerla son los pastores del campo, que eran los más puros guardadores de la revelación mosaica; porque como se lavaban poco y apestaban bastante, vivían apartados y distanciados absolutamente de los escribas y fariseos corruptores de la Ley revelada...

Pero, cuidado: no por nacer en una casta y una tradición nace esa Paz del Mesías con aire exclusivista. Días o meses después, del brumoso Oriente lejano, es decir, de lo absolutamente forastero, vienen a visitarlo los Magos. Los «Magos» eran, probablemente, sabios persas, discípulos de Zaratrusta, que por el Avesta conocían un vago esquema casi mesiánico: la pelea del Mal y del Bien, que había de ser resuelta a favor de éste por un intermediario o «socorredor». Vienen atraídos por la estrella, y vienen como preparados por aquel balbuceo de revelación confusa. La paz de la buena voluntad no ha nacido, pues, contra ellos. Ha nacido llamándoles, integrándoles en su verdad, después de haberles preparado piadosa y providencialmente para conocerla.

Pero queda por Occidente todo otro mundo, forastero, ajeno. Aquí parece que el duelo va a ser duro y a muerte. A ocho kilómetros de aquel establo donde nace la Buena Voluntad está, como en los nacimientos, el palacio de Herodes. Allí ruge, como en una concentración, toda la mala voluntad apasionada del paganismo: la crueldad, el incesto, el adulterio, el parricidio. Horroriza leer la historia de Herodes, de Mariamma, de Salomé, en las páginas de Flavio Josefo, y pensar que era aquello lo que, a pocas leguas del camino, recibía a la Paz del Mesías.

Empieza el duelo. El paganismo ha de mantener la «pax romana», es decir, la paz del victorioso, la paz imperial. Su procedimiento no tendrá nada de nuevo. Es el que subsiste todavía: aniquilación del contrario. Herodes mandará degollar a todos los niños por cortar el mal de raíz. Es una pequeña depuración. Pilato entregará al Mesías a la Cruz lavándose las manos. Es una condescendencia liberal.. Pero como no basta, como la semilla cristiana crece, habrá que ensayar con Adriano el aplastamiento tiránico estatal, absoluto. Sobre el portal de Belén se levantará un templo de Adonis y se plantará un bosque para sus lascivos cultos...

Pero será inútil. Mientras tanto, el Mesías de la Paz será predicado a los gentiles con paciencia, con misericordia, con amor. Y con una absoluta tolerancia para aquello mismo que así le oprime y le profana. San Juan impregnará su lenguaje del tecnicismo de la filosofía pagana y neoplatónica. Tomará la palabra de moda, el Logos, el Verbo, y le dará un pleno sentido cristiano. San Pablo le hablará a los atenienses con palabras tomadas de su vocabulario pagano, del «Dios incógnito». Y cuando, ya triunfante la Iglesia con Constantino, se decida a instituir estas fiestas de la Natividad, no hará otra cosa sino tomar la vieja fiesta en que los paganos celebraban el «solsticio» de invierno, o sea, el nacimiento del curso del sol, y cristianizarla y bautizarla. Porque ésta del 25 de diciembre –fecha central del calendario– no nace de ninguna conmemoración aniversaria del nacimiento de Cristo, cuya fecha se ignora, nace de la cristianización de esa celebración pagana del «solsticio», transformada en una conmovedora metáfora del nacimiento de la Luz del mundo.

Así trataba la Verdad al error; así, asimilándolo, integrándolo. Aquélla de las depuraciones de Herodes y las tiranías de Adriano, era la «pax romana», la paz imperial y política. Esta que llamaba a los Magos de Oriente y cristianizaba los ritos solares de Occidente, era la Paz de los hombres de buena voluntad. La humanidad no sigue teniendo otra opción sino la de escoger entre una y otra paz.

(Tomado de José Mª Pemán, La Navidad de Pemán, EDIBESA)