La figura Jesús de Nazaret se
iba haciendo muy controvertida conforme avanzaba su predicación. Las autoridades
religiosas de Jerusalén se mostraban inquietas con el revuelo que el maestro
llegado de Galilea para la Pascua había suscitado entre el pueblo. Las elites
imperiales también, ya que en unos tiempos en que periódicamente había rebrotes
de alzamientos contra la ocupación romana encabezados por líderes locales que
apelaban al carácter propio de los judíos, las noticias que les llegaban acerca
de este maestro que hablaba de prepararse para la llegada de un «reino de Dios»
no resultaban nada tranquilizadoras. Unos y otros estaban, pues, prevenidos
contra él, aunque por diversos motivos.
Jesús fue detenido y su caso fue examinado ante el Sanedrín. No se trató de un
proceso formal, con los requerimientos que más tarde se recogerían en la
Misná (Sanhedrin IV, 1) —y que exigen entre otras cosas que se
tramite de día—, sino de un interrogatorio en domicilios particulares para
contrastar las acusaciones recibidas o las sospechas que se tenían acerca de su
enseñanza. En concreto, sobre su actitud crítica hacia el templo, el halo
mesiánico en torno a su persona que provocaba con sus palabras y actitudes y,
sobre todo, acerca de la pretensión que se le atribuía de poseer una dignidad
divina. Más que las cuestiones doctrinales en sí mismas, tal vez lo que
realmente preocupaba a las autoridades religiosas era el revuelo que temían
provocase contra los patrones establecidos. Podría dar lugar a una agitación
popular que los romanos no tolerarían, y de la que se podría derivar una
situación política peor de la que mantenían en ese momento.
Estando así las cosas trasladaron la causa a Pilato, y el contencioso legal
contra Jesús se llevó ante la autoridad romana. Ante Pilato se expusieron los
temores de que aquel que hablaba de un «reino» podría ser un peligro para Roma.
El procurador tenía ante él dos posibles fórmulas para afrontar la situación.
Una de ellas, la coercitio («castigo, medida forzosa») que le otorgaba la
capacidad de aplicar las medidas oportunas para mantener el orden público.
Amparándose en ella podría haberle infligido un castigo ejemplar o incluso
haberlo condenado a muerte para que sirviera como escarmiento. O bien, podía
establecer una cognitio («conocimiento»), un proceso formal en que se
formulaba una acusación, había un interrogatorio y se dictaba una sentencia de
acuerdo con la ley.
Parece que hubo momentos de duda en Pilato acerca del procedimiento, aunque
finalmente optó por un proceso según la fórmula más habitual en las provincias
romanas, la llamada cognitio extra ordinem, es decir un proceso en el que
el propio pretor determinaba el procedimiento y él mismo dictaba sentencia. Así
se desprende de algunos detalles aparentemente accidentales que han quedado
reflejados en los relatos: Pilato recibe las acusaciones, interroga, se sienta
en el tribunal para dictar sentencia (Jn 19,13; Mt 27,19), y lo condena a muerte
en la cruz por un delito formal: fue ajusticiado como «rey de los judíos» según
se hizo constar en el titulus crucis.
Las valoraciones históricas en torno a la condena a muerte a Jesús han de ser
muy prudentes, para no realizar generalizaciones precipitadas que lleven a
valoraciones injustas. En concreto, es importante hacer notar —aunque es obvio—
que los judíos no son responsables colectivamente de la muerte de Jesús.
«Teniendo en cuenta que nuestros pecados alcanzan a Cristo mismo (cf. Mt 25, 45;
Hch 9, 4-5), la Iglesia no duda en imputar a los cristianos la responsabilidad
más grave en el suplicio de Jesús, responsabilidad con la que ellos con
demasiada frecuencia, han abrumado únicamente a los judíos» (Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 598).